HISTORIA ARGENTINA : La época del Virreinato (1776-1810)
En el último cuarto del siglo XVIII, la Corona española creó el virreinato del Río de la Plata. La colonia había progresado: crecía su población, crecían las estancias que producían sebo, cueros y ahora también tasajo, todos productos exportables, y se desarrollaban los cultivos. Concolorcorvo, un funcionario español que recorrió el país y publicó su descripción en 1773 con el título de El lazarillo de ciegos caminantes, había señalado en las colonias rioplatenses, antes tan apagadas en relación con el brillo de México o Perú, nuevas posibilidades de desarrollo, porque a la luz de las ideas económicas de la fisiocracia, ahora en apogeo, la tierra constituía el fundamento de la riqueza. Esas consideraciones y la necesidad de resolver el problema de la Colonia del Sacramento aconsejaban la creación de un gobierno autónomo en Buenos Aires.
Una Real Cédula del 1° de agosto de 1776 creó el virreinato y designó virrey a Pedro de Cevallos. Las gobernaciones del Río de la Plata, del Paraguay y del Tucumán, y los territorios de Cuyo, Potosí, Santa Cruz de la Sierra y Charcas quedaron unidos bajo la autoridad virreinal, y así se dibujó el primer mapa de lo que sería el territorio argentino.
Cevallos logró pronto derrotar a los portugueses y recuperar la Colonia del Sacramento. Pero suprimida esta puerta de escape del comercio porteño, Cevallos trató de remediar la situación dictando el 6 de noviembre de 1777 un "Auto de libre internación" en virtud del cual quedó autorizado el comercio de Buenos Aires con Perú y Chile. Esta medida resistida por los peruanos como la creación misma del virreinato, revelaba una nueva política económica y fue completada poco después con otra que ampliaba el comercio la península. Se advirtió entonces un florecimiento en la vida de la colonia, tanto en las pequeñas ciudades del interior como en Buenos Aires, hacia la que empezaban ahora a mirar las que antes se orientaban hacia el Perú y Chile. El tráfico de carretas se hizo más intenso y las relaciones entre las diversas partes del virreinato más estrechas. Y la actividad creció más aún cuando, en 1791, se autorizó a las naves extranjeras que traían esclavos a que pudieran llevar de retorno frutos del país. En su aduana, creada en 1778, Buenos Aires comenzó a recoger los beneficios que ese tráfico dejaba al fisco.
Vértiz, designado virrey en 1777, impulsó vigorosamente ese progreso y, naturalmente, suscitó tanto encono como adhesión. La pequeña aldea, cuya actividad económica crecía con nuevo ritmo, comenzó a agitarse y su población a dividirse según diversos intereses y distintas ideas. Los comerciantes que usufructuaban el antiguo monopolio comercial se lanzaron a la defensa de sus intereses amenazados por la nueva política económica, de la cual esperaban otros grupos obtener ventaja; y este conflicto se entrecruzó con el enfrentamiento ideológico de partidarios y enemigos de la expulsión de los jesuitas, de progresistas y trádicionalistas.
Cada una de las innovaciones de Vértiz fue motivo de agrias disputas. Siendo gobernador había fundado la Casa de Comedias, en la que vieron los tradicionalistas una amenaza contra la moral. Cuando ejerció el virreinato instaló en Buenos Aires la primera imprenta, y junto con las primeras cartillas y catecismos, se imprimió allí, la circular por la que difundía la creación del Tribunal de Protomedicato, para que nadie pudiera ejercer la medicina sin su aprobación. La misma intención de mejorar el nivel cultural y social de la colonia movió al virrey a crear el Colegio de San Carlos, cuyos estudios dirigió Juan Baltasar Maciel, espíritu ilustrado y uno de los raros poseedores en Buenos Aires de las obras de los enciclopedistas. Una casa de niños expósitos, un hospicio para mendigos, un hospital para mujeres dieron a la ciudad un aire de progreso que correspondía al nuevo aspecto que le daban el paseo de la Alameda, los faroles de aceite en las vías más transitadas y el empedrado de la actual calle Florida.
También las ciudades del interior comenzaron a prosperar, y entre todas Córdoba, donde abundaban las casas señoriales y las ricas iglesias. A esa prosperidad contribuyó mucho la nueva organización del virreinato que, en 1782, quedó dividido en ocho intendencias -Buenos Aires, Charcas, La Paz, Potosí, Cochabamba, Paraguay, Salta del Tucumán y Córdoba del Tucumán- y en varios gobiernos subordinados. Al frente de cada intendencia había un gobernador intendente al que se le confiaban funciones de policía, justicia, hacienda y guerra; y la autonomía que cobraron los gobiernos locales favoreció la formación de un espíritu regional y estimuló el desarrollo de las ciudades que constituían el centro de la región. Pero Buenos Aires acrecentó su autoridad no sólo por su importancia económica, sino también por ser la sede del gobierno virreinal y la de la Audiencia, que se instaló en 1785.
Los sucesores de Vértiz no tuvieron el brillo de su antecesor. Cinco años duró el gobierno del marqués de Loreto que sucedió a aquél en 1784. Cuando, a su vez, fue sustituido en 1789 por Nicolás de Arredondo, el mundo se conmovió con el estallido de la Revolución Francesa. La polarización de las opiniones comenzó a acentuarse y no faltó por entonces en la aldea quien pensara en promover movimientos de libertad. Ese año, en la Casa de Comedias, estrenó Manuel José de Lavardén su Siripo, la primera tragedia argentina. Más interés que la grave conmoción que comenzaba en el mundo despertó, sin embargo, la creación del Consulado de Buenos Aires. Acababa de autorizarse el tráfico con naves extranjeras y la nueva institución se cargó desde 1794 de vigilarlo. Un criollo educado en España y compenetrado de las nuevas doctrinas económicas, Manuel Belgrano, fue encargado de la secretaría del nuevo organismo, y en él defendió los principios de la libertad de comercio y combatió a los comerciantes monopolistas. Poco después, el Consulado creaba una "escuela de geometría, arquitectura, perspectiva y toda especie de dibujo" y más tarde una escuela náutica.
Quizá la agitación que reinaba en Europa promovió la publicación de los primeros periódicos. En 1801, Francisco Antonio Cabello comenzó a publicar en Buenos Aires el Telégrafo Mercantil y al año siguiente editó Hipólito Vieytes el Semanario de agricultura, industria y comercio. Además de las noticias que conmovían al mundo, ya amenazado por Napoleón, encontraban los porteños en sus periódicos artículos sobre cuestiones económicas que ilustraban sobre la situación de la colonia e incitaban a pensar sobre nuevas posibilidades. Para algunos, las nuevas ideas que los periódicos difundían eran ya familiares a través de los libros que subrepticiamente llegaban al Río de la Plata; para otros, como Mariano Moreno, a través de los que habían podido leer en Charcas, donde abundaban; y para otros, como Manuel Belgrano, a través de su contacto con los ambientes ilustrados de Europa.
En 1804, poco después de proclamarse Napoleón emperador de los franceses y de reiniciarse la guerra entre Francia e Inglaterra, fue nombrado virrey el marqués de Sobremonte. Al año siguiente, Inglaterra aniquiló a la armada española en Trafalgar y comenzó a mirar hacia las posesiones ultramarinas de España. Sobremonte debió afrontar una difícil situación.
Una flota inglesa apareció en la Ensenada de Barragán el 24 de junio de 1806 y desembarcó una fuerza de 1500 hombres al mando del general Beresford. Sobremonte se retiró a Córdoba desde donde viajó más tarde a Montevideo, y los ingleses ocuparon el fuerte de Buenos Aires. Algunos comerciantes se regocijaron con el cambio, porque Beresford se apresuró a reducir los derechos de aduana y a establecer la libertad de comercio. Pero la mayoría de la población no ocultó su hostilidad y las autoridades comenzaron a preparar la resistencia. Juan Martín de Pueyrredón desafió al invasor con un cuerpo de paisanos armados, pero fue vencido en la chacra de Perdriel. Más experimentado, el jefe del fuerte de la Ensenada de Barragán, Santiago de Liniers, se trasladó a Montevideo y organizó allí un cuerpo de tropas con el que desembarcó en el puerto de Las Conchas el 4 de agosto. Seis días después, Liniers intimaba a los ingleses desde su campamento de los corrales de Miserere. Su ultimátum fue rechazado y emprendió el ataque contra el fuerte el 12 de agosto. Beresford ofreció la rendición.
El episodio bélico había terminado, pero sus consecuencias políticas fueron graves. Ausente el virrey, y ante la presión popular, un cabildo abierto reunido en Buenos Aires el 14 de agosto encomendó el mando militar de la plaza a Liniers, que se hizo cargo de él desoyendo las protestas de Sobremonte. Las inquietudes políticas se intensificaron por las implicaciones que la decisión tenía. Liniers era francés y poco antes el emperador Napoleón había derrotado a la tercera coalición en Austerlitz. Los ingleses, por su parte, habían despertado el entusiasmo de los comerciantes, mientras España se sentía al borde de la catástrofe. Todo hacía creer que podían producirse cambios radicales en la situación de la colonia y cada uno comenzaba a pensar en las soluciones que debía preferir.
Por si los invasores volvían, Liniers organió las milicias para la defensa, con los nativos de Buenos Aires el cuerpo de Patricios, con los del interior el de Arribeños, y así fueron formándose los de húsares, pardos y morenos, gallegos, catalanes, cántabros, montañeses y andaluces. Todos los vecinos se movilizaron para la defensa, y Liniers, impuesto por la voluntad popular, estableció que los jefes y oficiales de cada cuerpo fueran elegidos por sus propios integrantes. El principio de la democracia comenzó a funcionar, pero el distingo entre españoles y criollos quedó manifiesto en la formación de la milicia popular.
A principios de febrero de 1807, se supo en Buenos Aires que una nueva expedición inglesa acababa de apoderarse de Montevideo. Napoleón había entrado triunfante en Berlín después de vencer en Jena y en Auerstadt. Los ingleses mantenían sus objetivos fundamentales. El día 10, Liniers convocó a una junta de guerra que decidió deponer al virrey Sobremonte en vista de que también había fracasado en Montevideo, y encomendó el gobierno a Ia Audiencia. Era una decisión revolucionaria. La población de Buenos Aires se mostraba decidida a defenderse, pese a la propaganda que los ingleses hacían en la Estrella del Sur, un periódico en el que exaltaban las ventajas que tendría para el Río de la Plata la libertad de comercio. Y cuando el general Whitelocke desembarcó en la Ensenada de Barragán el 28 de junio, se encontró con una preparación militar superior a la que se le había opuesto a Beresford.
Con todo, pudieron los ingleses dispersar a los primeros contingentes; pero la ciudad toda, bajo la dirección del alcalde Martín de Álzaga, se fortificó mientras Liniers organizaba sus líneas. La lucha fue dura y el 6 de julio Whitelocke pidió la capitulación. Los ingleses tuvieron que abandonar sus posiciones en el Río de la Plata y Buenos Aires volvió a ser lo que fue.
Pero sólo en apariencia. La situación había cambiado profundamente a causa de las experiencias realizadas, dentro del cuadro de una situación internacional muy oscura. La hostilidad entre partidarios del monopolio y partidarios del libre comercio, representados los primeros por los comerciantes españoles y los segundos por hacendados generalmente criollos, se hizo más intensa. Pero al mismo tiempo, se confundía ese enfrentamiento con el de criollos y peninsulares a causa de los privilegios que la administración colonial otorgaba a estos últimos, injustos cada vez más a la luz de las ideas de igualdad y libertad difundidas por la revolución norteamericana y la francesa. Y esa situación se había hecho más patente a partir del momento en que la necesidad de la defensa contra los invasores llamó a las armas a los hijos del país, permitiéndoles intervenir en las decisiones fundamentales de la vida política.
Alrededor de Liniers se agrupaban los criollos, muchos de ellos exaltados ya y trabajados por un vago anhelo de provocar cambios radicales en la vida colonial. Pero Liniers se mantenía leal a la Corona, aunque a su alrededor no faltaban los que aspiraban a separar la colonia del gobierno español, debilitado por la política napoleónica. Un vasto cuadro de intrigas y de negociaciones comenzó entonces.
Por una parte, trataban algunos de los que habían pensado en lograr la independencia bajo el protectorado inglés, de coronar a la princesa Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y por entonces en Río de Janeiro como esposa del regente de Portugal. Saturnino Rodríguez Peña logró interesar en tal proyecto a hombres tan influyentes como Belgrano, Pueyrredón, Paso y Moreno; pero el proyecto chocó con serias dificultades. Por otra, pensaron algunos que la abdicación de Carlos IV y Fernando VII al trono español y su reemplazo por José Bonaparte creaba una situación definitiva que era menester aceptar. Pero Liniers se mantuvo fiel a su punto de vista y, ya designado virrey, ordenó jurar fidelidad a Fernando VII. No pudo evitar sin embargo, la desconfianza de los grupos peninsulares, y el 1° de enero de 1809 se alzaron contra él dirigidos por Álzaga y con el apoyo de los cuerpos de vizcaínos, gallegos y catalanes.
Los cuerpos de criollos, en cambio, encabezados por el jefe de los patricios, Cornelio Saavedra, sostuvieron a Liniers, que con ese apoyo decidió resistir, pese a que el gobernador de Montevideo, Javier de Elío, respaldaba la insurrección. Los rebeldes fueron sometidos y deportados a Patagones. Pero la situación siguió agravándose, sobre todo después de las insurrecciones de Chuquisaca y La Paz destinadas a suplantar a las autoridades españolas por juntas populares como las que se constituían en España para resistir a los franceses.
Una de éstas, la Junta Central de Sevilla, designó nuevo virrey a Baltasar Hidalgo de Cisneros, que se hizo del poder en julio de 1809. Poco después disponía el regreso de los deportados por Liniers y la reorganización de los cuerpos militares de origen peninsular. El enfrentamiento con los criollos era inevitable.
FUENTE: Breve historia de la Argentina -José Luis Romero- Primer tomo
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