Capítulo 2. DEFINICIÓN DE LO FANTÁSTICO-Contenido
Primera definición de lo fantástico. —La opinión de los predecesores. —Lo
fantástico en el Manuscrito encontrado en Zaragoza. —Segunda definición
de lo fantástico, más explícita y más precisa. —Otras definiciones que se
descartan. —Un singular ejemplo de lo fantástico: Aurelia de Nerval.
Alvaro, el protagonista de El diablo enamorado de Cazotte, vive desde hace
varios meses con un ser, de sexo femenino que, según sospecha, es un espíritu maligno: el diablo o alguno de sus secuaces. Su modo de aparición indica a las claras que se trata de un representante del otro mundo; pero su comportamiento específicamente humano
(y, más aún, femenino), las heridas reales que recibe parecen, por el contrario,
demostrar que se trata de una mujer, y de una mujer enamorada. Cuando Alvaro le pregunta de dónde viene, Biondetta contesta: “Soy una Sílfide, y una de las más importantes...” (pág. 198). Pero, ¿existen las sílfides? “No podía imaginar nada de lo que oía, prosigue Alvaro. Pero, ¿qué había de imaginable en mi aventura? Todo esto me
parece un sueño, me decía, pero, ¿acaso la vida humana es otra cosa? Sueño de manera
más extraordinaria que otros, eso es todo. (...) ¿Dónde está lo posible? ¿Dónde lo
imposible?” (págs. 200-201).
Alvaro vacila, se pregunta (y junto con él también lo hace el lector) si lo que le
sucede es cierto, si lo que lo rodea es real (y entonces las Sílfides existen) o si, por el
contrario, se trata de una simple ilusión, que adopta aquí la forma de un sueño. Alvaro
llega más tarde a tener relaciones con esta misma mujer que tal vez es el diablo, y,
asustado por esta idea, vuelve a preguntarse: “¿Habré dormido? ¿Seré bastante
afortunado como para que todo no haya sido más que un sueño?” (pág. 274). Su madre
también pensará: “Has soñado esta granja y todos sus habitantes” (pág. 281). La
ambigüedad subsiste hasta el fin de la aventura: ¿realidad o sueño?: ¿verdad o ilusión?
Llegamos así al corazón de lo fantástico. En un mundo que es el nuestro, el que
conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros se produce un acontecimiento imposible
de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento
debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los
sentidos, de un producto de imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que
son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y
entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos. O bien el diablo es una
ilusión, un ser imaginario, o bien existe realmente, como los demás seres, con la
diferencia de que rara vez se lo encuentra.
Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de
las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo
extraño o lo maravilloso. Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no
conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente
sobrenatural.
El concepto de fantástico se define pues con relación a los de real e imaginario,
y estos últimos merecen algo más que una simple mención. Pero reservaremos esta
discusión para el último capítulo de este estudio.
Semejante definición, ¿es, por lo menos, original? La encontramos, si bien
formulada de manera diferente, a partir del siglo XIX.
El primero en enunciarla es el filósofo y místico ruso Vladimir Soloviov: “En el
verdadero campo de lo fantástico, existe, siempre la posibilidad exterior y formal de una
explicación simple de los fenómenos, pero, al mismo tiempo, esta explicación carece
por completo de probabilidad interna” (citado por Tomachevski, pág. 288). Hay un
fenómeno extraño que puede ser explicado de dos maneras, por tipos de causas
naturales y sobrenaturales. La posibilidad de vacilar entre ambas crea el efecto
fantástico.
Algunos años después, un autor inglés especializado en historias de fantasmas,
Montague Rhodes James, repite casi los mismos términos: “Es a veces necesario tener
una puerta de salida para una explicación natural, pero tendría que agregar que esta
puerta debe ser lo bastante estrecha como para que no pueda ser utilizada” (pág. VI).
Una vez más, dos son las soluciones posibles.
Tenemos también un ejemplo alemán, más reciente: “El héroe siente en forma
continua y perceptible la contradicción entre los dos mundos, el de lo real y el de lo
fantástico, y él mismo se asombra ante las cosas extraordinarias que lo rodean” (Olga
Reimann). Esta lista podría ser alargada indefinidamente. Advirtamos, sin embargo,
una diferencia entre las dos primeras definiciones y la tercera: en el primer caso, quien
vacila entre las; dos posibilidades es el lector; en el segundo, el personaje. Más adelante
volveremos a tratar este punto.
Hay que señalar, además, que si las definiciones de lo fantástico aparecidas en
recientes trabajos de autores franceses no son idénticas a la nuestra, tampoco la
contradicen. Sin detenernos demasiado daremos algunos ejemplos tomados de los textos
“canónicos”. En Le Conte fantastique en France, Castex afirma que “Lo fantástico ... se
caracteriza . .. por una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real” (pág. 8).
Louis Vax, en El Arte y la Literatura fantástica dice que “El relato fantástico … nos
presenta por lo general a hombres que, como nosotros, habitan el mundo real pero que
de pronto, se encuentran ante lo inexplicable” (pág. 5). Roger Caillois, en Au couer du
fantastique, afirma que “Todo lo fantástico es una ruptura del orden reconocido, una
irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana” (pág. 161).
Como vemos, estas tres definiciones son, intencionalmente o no, paráfrasis recíprocas:
en todas aparece el “misterio”, lo “inexplicable” lo “inadmisible”, que se introduce en la
“vida real”, o en el “mundo real”, o bien en “la inalterable legalidad cotidiana”. Estas
definiciones se encuentra globalmente incluidas en la que proponían los primeros
autores citados y que implicaba ya la existencia de dos órdenes de acontecimientos: los
del mundo natural y los del mundo sobrenatural. Pero la definición de Soloviov, James,
etc., señalaba además la posibilidad de suministrar dos explicaciones del acontecimiento
sobrenatural y, por consiguiente, el hecho de que alguien tuviese que elegir entre ellas.
Era pues más sugestiva, más rica; la que propusimos derivaba de ellas. Además, pone el
énfasis en el carácter diferencial de lo fantástico (como línea divisoria entre lo extraño y
lo maravilloso), en lugar de transformarlo en una sustancia (como lo hacen Castex,
Caillois, etc.). En términos más generales, es preciso decir que un género se define
siempre con relación a los géneros que le son próximos.
Pero la definición carece todavía de nitidez, y es en lo referente a este punto
donde debemos ir más allá que nuestros predecesores. Ya se señaló que no se
especificaba con claridad si el que vacilaba era el lector o el personaje, ni cuáles eran
los matices de la vacilación. El diablo enamorado ofrece una materia demasiado pobre
para un análisis más riguroso: la duda, la vacilación solo nos preocupa un instante.
Recurriremos pues a otro libro, escrito unos veinte años después, que nos permitirá
formular un mayor número de preguntaste trata de un libro que inaugura magistralmente
la época del relato fantástico: el Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki.
La obra nos relata en primer lugar una serie de acontecimientos, ninguno de los
cuales, tomado aisladamente, contradice las leyes de la naturaleza tales como la
experiencia nos enseñó a conocerlas; pero su acumulación ya plantea problemas.
Alfonso van Worden, héroe y narrador del libro, cruza las montañas de Sierra Morena.
De pronto, su zagal Mosquito desaparece; horas después, también desaparece su lacayo
López. Los habitantes del lugar aseguran que los fantasmas rondan por la región: se
trata de dos bandidos recientemente ahorcados. Alfonso llega a una posada abandonada
y se dispone a dormir; pero con la primera campanada de la medianoche, “una bella
negra medio desnuda, con una antorcha en cada mano” (pág. 36) entra en su cuarto y lo
invita a seguirla. Lo lleva hasta una sala subterránea donde es recibido por dos jóvenes
hermanas, bellas y vestidas con ligeras ropas. Le dan de comer y beber. Alfonso
experimenta sensaciones extrañas, y una duda nace en su espíritu: “No sabía ya si eran
mujeres o demonios disfrazados de mujer” (pág. 39). Le cuentan luego sus vidas y le
revelan ser sus propias primas. Pero el relato se interrumpe con el primer canto del
gallo; y Alfonso recuerda que, “como se sabe, los espectros solo tienen poder desde la
medianoche hasta el primer canto del gallo”(pág. 36).
Todo esto, de más está decirlo, no proviene de las leyes de la naturaleza tal
como se las conoce. A lo sumo, puede decirse que se trata de acontecimientos extraños,
de coincidencias insólitas. En cambio, el paso siguiente es decisivo: se produce un
acontecimiento que la razón no puede explicar. Alfonso vuelve a la cama, las dos
hermanas lo acompañan (o quizás ello no sea más que un sueño); pero hay algo
indudable: cuando se despierta, ya no se encuentra en una cama ni en una sala
subterránea. “Entreví el cielo y me di cuenta de que me hallaba al aire libre (...). Me
encontraba bajo la horca de Los Hermanos. Pero los cadáveres de los dos hermanos de
Zoto no colgaban al aire, sino que yacían junto a mí” (pág. 49). He aquí, pues, un primer
acontecimiento sobrenatural: las dos hermosas muchachas se transformaron en dos
cadáveres pestilentes.
Pero todo esto no basta para convencer a Alfonso de la existencia de fuerzas
sobrenaturales, circunstancia que hubiera suprimido toda vacilación (y puesto fin a lo
fantástico). Busca un lugar donde pasar la noche y llega hasta la cabaña de un ermitaño,
donde encuentra a un poseso, Pacheco, que le relata su historia, extrañamente parecida a
la de Alfonso. Pacheco pernoctó en la misma posada; bajó a una sala subterránea y pasó
la noche en una cama con dos hermanas; a la mañana siguiente, se despertó bajo la
horca, entre dos cadáveres. Al advertir esta semejanza, Alfonso se pone sobre aviso:
advierte al ermitaño que no cree en los aparecidos, y da una explicación natural de las
desventuras de Pacheco. Sin embargo, no interpreta de la misma manera sus propias
aventuras. “En cuanto a mis primas, no dudaba de que fueran mujeres de carne y hueso.
Había algo más fuerte que todo lo que me habían dicho sobre el poder de los demonios,
que me hacía creerlo así. Pero aún duraba mi indignación por la mala pasada que me
habían jugado al hacerme dormir bajo la horca” (pág. 80).
Sin embargo, la presencia de nuevos acontecimientos habrá de reavivar las
dudas de Alfonso. Vuelve a encontrar a sus primas en una gruta, y una noche llegan
hasta su cama. Están dispuestas a quitarse los cinturones de castidad, pero para ello, es
necesario que el propio Alfonso se desprenda de una reliquia cristiana que lleva
alrededor del cuello, en cuyo lugar, una de las hermanas anuda una de sus trenzas.
Apenas sosegados los primeros ímpetus amorosos, se oye la primera campanada de
medianoche ... Un hombre entra entonces en el cuarto, echa a las dos hermanas y
amenaza a Alfonso de muerte obligándolo luego a tomar una bebida. A la mañana
siguiente, tal como podía preverse, Alfonso se despierta bajo la horca, junto a los
cadáveres; alrededor de su cuello no hay una trenza sino la cuerda de un ahorcado. Al
volver a la posada donde pasó la primera noche, descubre de pronto, entre las tablas del
piso, la reliquia que le habían quitado en la gruta. “No sabía ya lo que hacía... Me puse a
imaginar que no había salido realmente de aquella maldita venta, y que el ermitaño, el
inquisidor [véase más abajo] y los hermanos de Zoto eran en realidad espíritus surgidos
de mágicas hechicerías”, (pág. 127). Como para hacer inclinar aún más la balanza,
vuelve a encontrarse poco después con Pacheco, a quien había entrevisto durante su
última aventura nocturna, y que le da una versión totalmente distinta de la escena: “Esas
dos jóvenes, después de haberle hecho algunas caricias, le quitaron del cuello una
reliquia y, desde ese instante, perdieron a mis ojos su belleza y reconocí en ellas a los
dos ahorcados del valle de Los Hermanos. Pero el joven caballero, tomándolos por
encantadoras criaturas, les prodigaba las más tiernas palabras. Uno de los ahorcados, se
quitó la cuerda que tenía en el cuello y la puso en el cuello del caballero, que le
demostró su gratitud con nuevas caricias. Por último, corrieron las cortinas del lecho y
no sé qué harían entonces, pero me temo que algún horrendo pecado”. (pág. 129).
¿A quién creer? Alfonso sabe bien que pasó la noche con dos mujeres: pero
¿cómo explicar el despertar bajo la horca, la cuerda alrededor del cuello, la reliquia en
la posada, el relato de Pacheco? La incertidumbre, la vacilación, llegaron a su punto
culminante, acentuadas por el hecho de que otros personajes sugieren a Alfonso una
explicación sobrenatural de las aventuras. Así, el inquisidor que, en determinado
momento, detendrá a Alfonso y lo amenazará con torturas, le pregunta: “¿Conoces a dos
princesas de Túnez, o más bien a dos brujas infames, execrables vampiros y demonios
encarnados?” (pág. 83). Y más tarde Rebeca, anfitriona de Alfonso habrá de decirle:
“Sabemos perfectamente que se trata de dos demonios hembras y que sus nombres son
Emina y Zibedea”. (pág. 144).
Alfonso queda solo durante algunos días y siente que una vez más las fuerzas de
la razón se adueñan de él. Quiere dar a los acontecimientos una explicación “realista”.
“Recordé entonces algunas palabras pronunciadas por Don Manuel de Sa, gobernador
de aquella ciudad, que me hicieron pensar que no era enteramente ajeno a la misteriosa
existencia de los Gomélez. Fue él quien me proporcionó mis dos criados, López y
Mosquito, y no había quien me quitara de la cabeza que habían obedecido órdenes del
gobernador cuando me abandonaron a la entrada del nefasto valle de Los Hermanos.
“Mis primas, y la misma Rebeca, me habían dicho más de una, vez que sería
sometido a prueba. Quién sabe si en la venta me dieron un brebaje para dormirme; nada
más fácil entonces que llevarme dormido hasta la horca fatal. Pacheco podría haber
perdido su ojo por un accidente y no a causa de su relación amorosa con los dos
ahorcados. Su espantosa historia podía ser muy bien una fábula. En cuanto al ermitaño,
tan interesado siempre en descubrir mi secreto, era sin duda un agente de los Gomélez
que tenía el encargo de poner a prueba mi discreción. Por fin, Rebeca, su hermano, Zoto
y el jefe de los gitanos se habían puesto de acuerdo todos para quebrantar mi valor”.
(págs. 211-212).
Pero el debate no queda resuelto: diversos pequeños incidentes encaminarán a
Alfonso hacia la solución sobrenatural. Ve a través de la ventana a dos mujeres que
parecen ser las famosas hermanas; pero al acercarse a ellas, descubre rostros
desconocidos. Lee luego una historia de demonios tan parecida a la suya que confiesa:
“Llegué a pensar que, para engañarme, los demonios habían animado cadáveres de
ahorcados” (pág. 158).
“Llegué a pensarlo”: he aquí la fórmula que resume el espíritu de lo fantástico.
Tanto la incredulidad total como la fe absoluta nos llevarían fuera de lo fantástico: lo
que le da vida es la vacilación.
¿Quién vacila en esta historia? Lo advertimos de inmediato: Alfonso, es decir el
héroe, el personaje. Es él quien, a lo largo de la intriga tendrá que optar entre dos
interpretaciones. Pero si el lector conociera de antemano la “verdad”, si supiera por cuál
de los dos sentidos hay que decidirse, la situación sería muy distinta. Lo fantástico
implica pues una integración del lector con el mundo de los personajes; se define por la
percepción ambigua que el propio lector tiene de los acontecimientos relatados. Hay que
advertir de inmediato que, con ello, tenemos presente no tal o cual lector particular, real,
sino una “función” de lector, implícita al texto (así como también está implícita la
función del narrador). La percepción de ese lector implícito se inscribe en el texto con la
misma precisión con que lo están los movimientos de los personajes.
La vacilación del lector es pues la primera condición de lo fantástico. Pero, ¿es
necesario que el lector se identifique con un personaje en particular, como en El diablo
enamorado y el Manuscrito? En otras palabras, ¿es necesario que la vacilación esté
representada dentro de la obra? La mayoría de los textos que cumplen la primera
condición satisfacen también la segunda. Sin embargo, hay excepciones: tal el caso de
Vera de Villiers de l'Isle Adam. El lector se pregunta en este caso por la resurrección de
la mujer del conde, fenómeno que contradice las leyes de la naturaleza, pero que parece
confirmado por una serie de indicios secundarios. Ahora bien, ninguno de los personajes
comparte esta vacilación: ni el conde de Athol, que cree firmemente en la segunda vida
de Vera, ni el viejo sirviente Raymond. Por consiguiente, el lector no se identifica con
ninguno de los personajes, y la vacilación no está representada en el texto. Diremos
entonces que esta regla de la identificación es una condición facultativa de lo fantástico:
este puede existir sin cumplirla; pero la mayoría de las obras fantásticas se someten a
ella.
Cuando el lector sale del mundo de los personajes y vuelve a su propia práctica
(la de un lector), un nuevo peligro amenaza lo fantástico. Este peligro se sitúa en el
nivel de la interpretación del texto.
Hay relatos que contienen elementos sobrenaturales sin que el lector llegue a
interrogarse nunca sobre su naturaleza, porque bien sabe que no debe tomarlos al pie de
la letra. Si los animales hablan, no tenemos ninguna duda: sabemos que las palabras del
texto deben ser tomadas en otro sentido, que denominamos alegórico.
La situación inversa se observa en el caso de la poesía. Si pretendemos que la
poesía sea simplemente representativa, el texto poético podría ser a menudo considerado
fantástico. Pero el problema ni siquiera se plantea: si se dice por ejemplo que el “yo
poético” se remonta por los aires, no se trata más que de una secuencia verbal que debe
ser tomada como tal, sin tratar de ir más allá de las palabras.
Lo fantástico implica pues no solo la existencia de un acontecimiento extraño,
que provoca una vacilación en el lector y el héroe, sino también una manera de leer, que
por el momento podemos definir en términos negativos; no debe ser ni “poética” ni
“alegórica”. Si volvemos al Manuscrito, vemos que esta exigencia también se cumple:
por una parte, nada nos permite dar de inmediato una interpretación alegórica de los
acontecimientos sobrenaturales evocados; por otra, esos acontecimientos aparecen
efectivamente como tales, debemos representárnoslos, y no considerar las palabras que
los designan como pura combinación de unidades lingüísticas. En una frase de Roger
Caillois podemos señalar una indicación referente a esta propiedad de lo fantástico:
“Este tipo de imágenes se sitúa en el centro mismo de lo fantástico, a mitad camino
entre lo que he dado en llamar imágenes infinitas e imágenes trabadas [entravées]... Las
primeras buscan por principio la incoherencia y rechazan con terquedad toda
significación. Las segundas traducen textos precisos en símbolos que un diccionario
apropiado permite reconvertir, término por término, en discursos correspondientes”
(pág. 172).
Estamos ahora en condiciones de precisar y completar nuestra definición de lo
fantástico. Este exige el cumplimiento de tres condiciones. En primer lugar, es necesario
que el texto obligue al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo
de personas reales, y a vacilar entre una explicación natural y una explicación
sobrenatural de los acontecimientos evocados. Luego, esta vacilación puede ser también
sentida por un personaje de tal modo, el papel del lector está, por así decirlo, confiado a
un personaje y, al mismo tiempo la vacilación está representada, se convierte en uno de
los temas de la obra; en el caso de una lectura ingenua, el lector real se identifica con el
personaje. Finalmente, es importante que el lector adopte una determinada actitud frente
al texto: deberá rechazar tanto la interpretación alegórica como la interpretación
“poética”. Estas tres exigencias no tienen el mismo valor. La primera y la tercera
constituyen verdaderamente el género; la segunda puede no cumplirse. Sin embargo, la
mayoría de los ejemplos cumplen con las tres.
¿Cómo se inscriben estas tres características en el modelo de la obra, tal como lo
expusimos sumariamente en el capítulo anterior? La primera condición nos remite al
aspecto verbal del texto, o, con mayor exactitud, a lo que se denomina las “visiones”: lo
fantástico es un caso particular de la “visión ambigua”. La segunda condición es más
compleja: por una parte, se relaciona con el aspecto sintáctico, en la medida en que
implica la existencia de un tipo formal de unidades que se refiere a la apreciación de los
personajes, relativa a los acontecimientos del relato; estas unidades podrían recibir el
nombre de “reacciones”, por oposición a las “acciones” que forman habitualmente la
trama de la historia. Por otra parte, se refiere también al aspecto semántico, puesto que
se trata de un tema representado: el de la percepción y su notación. Por fin, la tercera
condición tiene un carácter más general y trasciende la división en aspectos: se trata de
una elección entre varios modos (y niveles) de lectura.
Podemos considerar ahora nuestra definición como suficientemente explícita.
Para justificarla plenamente, comparémosla una vez más con algunas otras. Se trata,
esta vez, de definiciones en las cuales será dado observar no los elementos que tienen en
común con la primera, sino aquellos por los cuales difieren. Desde un punto de vista
sistemático, se puede partir de varios sentidos de la palabra “fantástico”.
Tomemos para empezar el sentido que, aunque raras veces enunciado, se nos
ocurre en primer lugar (el del diccionario): en los textos fantásticos, el autor relata
acontecimientos que no son susceptibles de producirse en la vida diaria, si nos atenemos
a los conocimientos corrientes de cada época relativos a lo que puede o no puede
suceder; así el Pequeño Larousse lo define como aquello “en lo cual intervienen seres
sobrenaturales: cuentos fantásticos”. Es posible, en efecto, calificar de sobrenaturales a
los acontecimientos; pero lo sobrenatural, que es al mismo tiempo una categoría
literaria, no es aquí pertinente. Es imposible concebir un género capaz de agrupar todas
las obras en las cuales interviene lo sobrenatural y que, por este motivo, tendría que
comprender tanto a Homero como a Shakespeare, a Cervantes como a Goethe. Lo
sobrenatural no caracteriza las obras con suficiente precisión; su extensión es demasiado
grande.
Otra actitud para situar lo fantástico, mucho más difundida entre los teóricos,
consiste en ubicarse desde el punto de vista del lector: no el lector implícito al texto,
sino el lector real. Tomaremos como representante de esta tendencia a H. P. Lovecraft,
autor de relatos fantásticos que consagró una obra teórica a lo sobrenatural en la
literatura. Para Lovecraft el criterio de lo fantástico no se sitúa en la obra sino en la
experiencia particular del lector, y esta experiencia debe ser el miedo. “La atmósfera es
lo más importante pues el criterio definitivo de autenticidad [de lo fantástico] no es la
estructura de la intriga sino la creación de una impresión específica. (...) Por tal razón,
debemos juzgar el cuento fantástico no tanto por las intenciones del autor y los
mecanismos de la intriga, sino en función de la intensidad emocional que provoca. (...)
Un cuento es fantástico, simplemente si el lector experimenta en forma profunda un
sentimiento de temor y terror, la presencia de mundos y de potencias insólitos” (pág.
16). Los teóricos de lo fantástico invocan a menudo ese sentimiento de miedo o de
perplejidad, aun cuando la doble explicación posible es para ellos la condición necesaria
del género. Así, Peter Penzoldt escribe: “Con excepción del cuento de hadas, todas las
historias sobrenaturales son historias de terror, que nos obligan a preguntarnos si lo que
se toma por pura imaginación no es, después de todo, realidad” (pág. 9). Caillois, por su
parte, propone como “piedra de toque de lo fantástico”, “la impresión de extrañeza
irreductible” (pág. 30).
Sorprende encontrar, aún hoy, este tipo de juicios en boca de críticos serios. Si
estas declaraciones son tomadas textualmente, y si la sensación de temor debe
encontrarse en el lector, habría que deducir (¿es este acaso el pensamiento de nuestros
autores?) que el género de una obra depende de la sangre fría de su lector. Buscar la
sensación de miedo en los personajes tampoco permite definir el género: en primer
lugar, los cuentos de hadas pueden ser historias de terror: tal por ejemplo los cuentos de
Perrault (a la inversa de lo que afirma Penzoldt); por otra Parte, hay relatos fantásticos
de los cuales está ausente todo sentido de temor: pensemos en textos tan diferentes
como La Princesa Brambilla de Hoffmann y Vera de Villiers de l'Isle Adam. El temor
se relaciona a menudo con lo fantástico, pero no es una de sus condiciones necesarias.
Por extraño que parezca, también se intentó situar el criterio de lo fantástico en
el propio autor del relato. Encontramos ejemplos de este tipo en Caillois quien, por
cierto, no teme las contradicciones. He aquí como Caillois hace revivir la imagen
romántica del poeta inspirado: “Lo fantástico requiere algo involuntario, súbito, una
interrogación inquieta y no menos inquietante, surgida de improviso de no se sabe qué
tinieblas, y que su autor se vio obligado a tomar tal como vino…” (pág. 46); o bien: “El
género fantástico más persuasivo es aquel que proviene, no de una intención deliberada
de desconcertar, sino aquel que parece surgir a pesar del autor mismo de la obra, cuando
no sin que lo advierta”, (pág. 169). Los argumentos contra esta “intentional fallacy” son
hoy en día demasiado conocidos como para volver a formularlos.
Aún menos atención merecen otros intentos de definición que a menudo se
aplican a textos que no son en absoluto fantásticos. De esta manera, no es posible
definir lo fantástico como opuesto a la reproducción fiel de la realidad, al naturalismo.
Ni tampoco como lo hace Marcel Schneider en La littérature fantastique en France:
“Lo fantástico explora el espacio de lo interior; tiene mucho que ver con la imaginación,
la angustia de vivir y la esperanza de salvación” (págs. 148-149).
El Manuscrito encontrado en Zaragoza nos dio un ejemplo de vacilación entre
lo real y, por así decirlo, lo ilusorio: nos preguntábamos si lo que se veía no era
superchería o error de la percepción. En otras palabras, se dudaba de la interpretación
que había que dar a acontecimientos perceptibles. Existe otra variedad de lo fantástico
en la que la vacilación se sitúa entre lo real y la imaginario. En el primer caso se
dudaba, no de que los acontecimientos hubiesen sucedido, sino de que nuestra manera
de comprenderlos hubiese sido exacta. En el segundo, nos preguntamos si lo que se cree
percibir no es, de hecho, producto de la imaginación. “Discierno con dificultad lo que
veo con los ojos de la realidad de lo que ve mi imaginación”, dice un personaje de
Achim von Arnim (pág. 222). Este “error” puede producirse por diversas razones que
examinaremos más adelante; demos aquí un ejemplo característico, en el que se lo
atribuye a la locura: La princesa Brambilla de Hoffman.
Durante el carnaval de Roma, la vida del pobre actor Giglio Fava se ve sacudida
por acontecimientos extraños e incomprensibles. Cree haberse convertido en un
príncipe, enamorado de una princesa y tener aventuras increíbles. Ahora bien, la mayor
parte de quienes lo rodean le aseguran que nada de eso sucede, sino que él, Giglio, se
volvió loco. Tal lo que pretende signor Pasquale: “Signor Giglio, sé lo que le ha
sucedido; toda Roma lo sabe: ha tenido usted que dejar el teatro porque vuestro cerebro
se ha perturbado…” (t. III, pág. 27). Hay momentos en que el propio Giglio duda de su
conducta: “Estaba incluso dispuesto a pensar que signor Pasquale y maese Bescapi
habían tenido razón al creerlo un poco chiflado” (pág. 42). De esta manera, Giglio (y el
lector implícito) quedan en la duda, ignorando si lo que lo rodea es o no producto de su
imaginación.
A este procedimiento, simple y muy frecuente, puede oponerse otro que parece
ser mucho menos habitual y en el que la locura vuelve a ser utilizada —pero de manera
diferente— para crear la ambigüedad necesaria. Pensamos en la Aurelia de Nerval.
Como se sabe, este libro relata las visiones de un personaje durante un periodo de
locura. El relato está en primera persona; pero el yo abarca aparentemente dos personas
distintas: la del personaje que percibe mundos desconocidos (vive en el pasado), y la del
narrador que transcribe las impresiones del primero (y vive en el presente). A primera
vista, lo fantástico no existe ni para el personaje, que no considera sus visiones como
producto de la locura sino más bien como una imagen más lúcida del mundo (se ubica,
entonces, en lo maravilloso), ni para el narrador, que sabe que provienen de la locura o
del sueño y no de la realidad (desde su punto de vista, el relato se relaciona simplemente
con lo extraño). Pero el texto no funciona así; Nerval recrea la ambigüedad en otro nivel
precisamente allí donde no se la esperaba; y Aurelia resulta así una historia fantástica.
En primer lugar, el personaje no está del todo decidido en cuanto a la
interpretación de los hechos: también él cree a veces en su locura, pero nunca llega a la
certidumbre. “Comprendí, al verme entre los alienados, que hasta entonces todo no
había sido para mí más que ilusiones. Sin embargo, las promesas que atribuía a la diosa
Isis me parecían realizarse por una serie de pruebas que estaba destinado a sufrir” (pág.
301). Al mismo tiempo, el narrador no está seguro de que todo lo que el personaje ha
vivido dependa de la ilusión; insiste incluso sobre la verdad de ciertos hechos relatados:
“Interrogué a los vecinos: nadie había oído nada. Y sin embargo, aún estoy seguro de
que el grito era real y que el aire del mundo de los vivos había sido estremecido por
él...” (pág. 281).
La ambigüedad depende también del empleo de dos procedimientos de escritura
que penetran todo el texto.
Por lo general, Nerval los utiliza simultáneamente: se trata del imperfecto y de la
modalización. Esta última consiste en la utilización de ciertas locuciones introductorias
que, sin cambiar el sentido de la frase, modifican la relación entre el sujeto de la
enunciación y el enunciado. Por ejemplo, las dos frases: “Afuera llueve” y “Tal vez
llueve afuera” se refieren al mismo hecho; pero la segunda indica, además, la
incertidumbre en que se encuentra el sujeto hablante, en lo relativo a la verdad de la
frase enunciada. Él imperfecto tiene un sentido semejante: si digo “Yo quería a
Aurelia”, no preciso si aún la sigo queriendo; la continuidad es posible, pero por regla
general, poco probable.
Ahora bien, todo el texto de Aurelia está impregnado por estos dos
procedimientos. Se podrían citar páginas enteras que corroborasen nuestra afirmación.
Veamos algunos ejemplos tomados al azar: “Me parecía entrar en una casa conocida...
Una vieja sirvienta a quien llamaba Margarita y que me parecía conocer desde niño me
dijo. . . Y tenía la idea de que el alma de mi antepasado estaba en ese pájaro... Creí caer
en un abismo que atravesaba el globo. Me sentía llevado sin sufrimiento por una
corriente de metal fundido. . . Tuve la sensación de que esas corrientes estaban
compuestas por almas vivas, en estado molecular... Resultaba claro para mí que los
antepasados tomasen la forma de ciertos animales para visitarnos sobre la tierra...”
(págs. 259-260) (el subrayado es nuestro) etc. Si estas locuciones no existieran,
estaríamos dentro del mundo de lo maravilloso, sin ninguna referencia a la realidad
cotidiana, habitual; gracias a ellas, nos hallamos ahora en ambos mundos a la vez. El
imperfecto introduce, además, una distancia entre el personaje y el narrador, de manera
que no conocemos la posición de este último.
Por una serie de incisos, el narrador toma distancia con respecto a los otros
hombres, al “hombre normal”, o, dicho con mayor exactitud, al empleo corriente de
ciertas palabras (en este sentido, el lenguaje es el tema principal de Aurelia).
“Recubriendo aquello que los hombres llaman razón”, dice en cierta oportunidad. Y en
otra: “Pero parece que se trataba de una ilusión de mi vista” (pág. 265). O bien: “Mis
acciones, aparentemente insensatas, estaban sometidas a lo que se llama ilusión, según
la razón humana” (pág. 256). Admiremos esta frase: las acciones son “insensatas”
(referencia a lo natural) pero tan solo “en apariencia” (referencia a lo sobrenatural);
están sometidas... a la ilusión (referencia a lo natural), o más bien, no, “a lo que se llama
ilusión” (referencia a lo sobrenatural); además, el imperfecto significa que no es el
narrador presente quien piensa así, sino el personaje de antaño. Y además esta frase,
resumen de toda la ambigüedad de Aurelia: “Una serie de visiones, tal vez insensatas”
(pág. 257). El narrador toma así distancia con respecto al hombre “normal” y se
aproxima al personaje: al mismo tiempo la certeza de que se trata de locura deja paso a
la duda. Ahora bien, el narrador irá más lejos: retomará abiertamente la tesis del
personaje, a saber, que locura y sueño no son más que una razón superior. Veamos lo
que en este sentido decía el personaje (pág. 266): “Los relatos de quienes me habían
visto así me causaban una suerte de irritación cuando advertía que se atribuía a la
aberración del espíritu los movimientos o las palabras que coincidían con las diversas
fases de lo que para mí era una serie de acontecimientos lógicos” (a lo que la frase de
Edgar Poe contesta lo siguiente: “La ciencia no nos ha enseñado todavía si la locura es o
no lo sublime de la inteligencia”, H. G. S., pág. 95). Y también: “Con la idea que me
había hecho acerca del sueño, como capaz de abrir al hombre una comunicación con el
mundo de los espíritus, esperaba...” (pág. 290). Pero veamos cómo habla el narrador:
“Voy a tratar… de transcribir las impresiones de una larga enfermedad que transcurrió
por entero en los misterios de mi espíritu; y no sé por qué empleo este término
enfermedad, pues jamás en lo que a mí se refiere, me sentí mejor. A veces creía que mi
fuerza y mi actividad se habían duplicado; la imaginación me traía delicias infinitas
(págs. 251-252). O bien: “Sea como fuere, creo que la imaginación humana no ha
inventado nada que no sea cierto, en este mundo o en los otros, y no podía dudar de lo
que había visto tan claramente” (pág. 276). En estos dos fragmentos, el narrador parece
declarar abiertamente que lo que vio durante su pretendida locura no es sino una parte
de la realidad, y que, por consiguiente, no estuvo nunca enfermo. Pero si cada uno de
los pasajes empieza en presente, la última proposición vuelve a estar en imperfecto:
reintroduce la ambigüedad en la percepción del lector. El ejemplo inverso se encuentra
en las últimas frases de Aurelia: “Podía juzgar de manera más sana el mundo de
ilusiones en el que había vivido durante cierto tiempo. Sin embargo, me siento dichoso
de las convicciones que adquirí…” (pág. 315). La primera proposición parece remitir
todo lo anterior al mundo de la locura; pero entonces, ¿cómo explicar esa dicha por las
convicciones adquiridas? Aurelia constituye así un ejemplar original y perfecto de la
ambigüedad fantástica. Esta ambigüedad gira, sin duda, en torno a la locura; pero en
tanto que en Hoffmann nos preguntábamos si el personaje estaba o no loco, aquí
sabemos de antemano que su comportamiento se llama locura; lo que se trata de saber
(y es aquí hacia donde apunta la vacilación) es si la locura no es, de hecho, una razón
superior. En el caso anterior, la vacilación se refería a la percepción; en el que acabamos
de estudiar, concierne al lenguaje. Con Hoffmann, se vacila acerca del nombre que ha
de darse a ciertos acontecimientos; con Nerval, la vacilación se ubica dentro del
nombre, es decir, en su sentido.
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