Análisis de la novela Cainama, de Rómulo
Gallegos
Marcos
Vargas es el personaje principal. Es un hombre fuerte, con
una gran confianza en sí mismo, dotado de un alto espíritu de justicia y que va
despertando la admiración y la simpatía por dondequiera que pasa. Parece
reunir todas las condiciones para ser el dirigente popular. Sin embargo, como
la mayoría de los hombres nacidos en Guayana o que vienen a él de otras regiones,
Marcos Vargas
se siente dominado por el ansia aventurera y el deseo de hallarse a sí mismo en
la hazaña personal. Actúa movido por la angustia del que no ha encontrado su camino
y buscándolo, desgasta sus energías en acciones inútiles, como los ríos inmensos
de Guayana que se debaten con furia entre las rocas que los ciñen: fuerzas naturales
y humanas que se pierden para el provecho de la nación.
Los
diversos conflictos que encontramos a lo largo de la novela no son sino
episodios de una lucha entre lo humano y lo salvaje. Como en todas las obras de Gallegos, en ésta el
drama del hombre, el conflicto interior, va a ocupar un plano principal.
La lucha entre las potencias del Bien y del Mal
-evidentes en el drama de doña Bárbara y de Santos
Luzardo-, se desencadena en el alma de Marcos Vargas, así lo vemos moverse entre
un sentimiento de justicia que lo lleva a acusar ante la ley al asesino de Manuel Ladera, o a valerse de
una treta para evitar que se despoje a una humilde mujer de lo que en rigor le pertenece, y un
exagerado sentimiento de la hombría, que lo lleva a medirse con otro hombre y a
dejarlo tendido de un balazo.
El péndulo de su vida interior toca dos extremos: de un lado, el
espíritu de aventura que lo arrastra hacia lo desconocido con la única
finalidad de probar una emoción nueva, en la selva misteriosa, en el lance personal;
y del otro, la necesidad consciente de un camino, de un ideal que dé sentido a
su vida. Para saber cuál es ese camino y seguirlo, se requiere conocimiento y vocación, voluntad y acción.
Marcos Vargas tiene
vocación para las grandes obras, pero le falta el conocimiento claro de lo
que debe hacer, y sobre todo, voluntad: del colegio adonde lo envió su madre
regresó dominado por la fiebre de la aventura.
Esto es el comienzo de una
serie de empresas dejadas a medio andar: la explotación cauchera de los Vellorini, que dirigía
en la selva y que pudo ser el comienzo de una acción a favor del peón cauchero; la unificación
de las tribus contra la avaricia del blanco; y tantas otras posibilidades entrevistas
un rato, o en las cuales apenas pensó. Cuando Gabriel Ureña, ese otro destino trunco -no por falta de
conocimiento, sino de energía, de la energía que le sobraba a Marcos Vargas, le
señala el camino, ya es demasiado tarde:
Esto ya lo había intuido
Marcos Vargas, pero no se había entregado ni se entregaría a la obra
que le estaba señalada: su vida tenía una misión que él rehuía. Una acción loca
y suicida trataba de acallar la voz interior de su espíritu: por las corrientes vertiginosas de
los ríos selváticos se deslizaba su canoa mientras él, dirigiéndola, desafiaba
con su grito a la muerte. Su nombre, en boca del pueblo, iba a ser propiedad de la
leyenda.
El conflicto
interior de M. Vargas, visto así,
es, en el fondo, un episodio de la lucha entre el hombre y la naturaleza; entre
lo humano
y lo salvaje. Aquel sentimiento de
justicia, aquella bondad que lo hacía desprenderse de lo suyo para darlo a otros
y aquel deseo de hacer algo grande, constituyen la cualidad propiamente humana
de su espíritu. La energía sin control y el afán de aventura gastados en la
afirmación de “hombre macho”, es lo salvaje, lo selvático, ambas tendencias en
permanente lucha interior.
En Guayana, el
machismo es una deidad tiránica a la cual todos rinden culto: los Ardavín, que son
los caudillos de la región; Cholo Parima, el temerario bandido; el "sute” Cúpira,
cacique de toda la región del Cuyuní. Estos hombres son producto del medio y actúan al margen de la ley, guiados
por sus propios designios y basados en
la autoridad del revólver.
Poseído por el
deseo de su propia afirmación, Marcos Vargas también rinde culto al “machismo”
y mide sus fuerzas con cada uno de estos hombres. Los vence a todos: mata a
pantoka, Humilla a José Francisco Ardavín, se le impone al “sute” Cúpira.
Mide también sus fuerzas con la selva, que es un vasto escenario donde luchan dos
divinidades: Canaima, dios sombrío y destructor; y Cajuña,
dios bueno. Canaima es el más poderoso y resulta vencedor --aunque la lucha es
interminable-. Sus armas son: la culebra “Cuiama”del
veneno veloz, el veinticuatro, la arañamona, las fieras, el purguo y el
oro. Estos dos últimos traen la explotación y el odio entre los hombres.
Contra Marcos
Vargas, el hombre que osa desafiarlo, Canaima envía la Tempestad, que se retira
vencida por el hombre y por el árbol; envía a los hombres que son su hechura, y
de nuevo aquél resulta vencedor. La aventura del caucho tampoco lo destruye, ni
la del oro. Entonces
el dios lo ataca desde adentro. En los silencios misteriosos de la selva,
cuando el espíritu se recoge en sí mismo y el hombre parece un árbol, Canaima
invade el alma de Marcos Vargas, se apodera
de él y dirige sus acciones. Comienza aquel loco navegar por los ríos vertiginosos,
en constante desafío a la muerte; aquel ensimismamiento entre los árboles, hasta
semejar él mismo uno más entre ellos. Es el Marcos Vargas de la leyenda, personaje de
cuentos y aventuras en boca del pueblo. El Marcos Vargas real, vencido por Canaima,
se sepulta en una tribu; y en un último esfuerzo contra el dios, que es también
la postrera afirmación del hombre en esta lucha entre lo humano y lo salvaje,
envía a su hijo a Gabriel Ureña para que éste lo haga civilizado. Marcos Vargas
abriga la esperanza de que este hijo cumpla la misión que él equivocó.
De cierta manera,
el conflicto entre las fuerzas del bien y del mal en el hombre es una continuación
de la lucha entre las divinidades selváticas. Quien haya penetrado en ese
mundo alucinante de la selva que comienza en el capítulo XII de Canaima y cuya misteriosa atracción se viene
ejerciendo sobre el lector desde las primeras páginas, conservará como recuerdo
de la lectura, un conjunto de imágenes y
situaciones en continuo movimiento, que se
vuelcan violentas en el instante dramático. Y todo
el escenario envuelto en una media luz y en un silencio medroso, propicios al
hecho mágico, a la intervención de lo extraordinario. Esta impresión ha sido artísticamente
realizada por Gallegos, mediante una imagen religiosa, de modo que todo ese
caos de la selva, descrito con toda su intensidad dramática en Canaima, gira sobre el eje de una feliz
imagen: la selva es como un templo y los árboles son
las columnas que sostienen la inmensa ·bóveda verde -del follaje in terminable.
"¡Árboles, árboles,
árboles! una sola bóveda verde sobre miríadas de columnas afelpadas de musgos,
tiñosas de líquenes, cubiertas de parásitas y trepadoras, trenzadas y estranguladas
por bejucos tan gruesos como troncos de árboles".
La selva es un templo bárbaro donde se libra la batalla entre Canaima
-"sombría divinidad de los guaicas y maquiritares, el dios frenético,
principio del mal y causa de todos los males"- y Cajuña el bueno. Todas las restantes acciones, los animales venenosos,
la fiebre, el oro, el purguo, la tempestad, la locura, son sólo ,episodios de
esta lucha titánica en la cual Canaima lleva la mejor parte.
La armonía persiste a lo largo de la descripción. En el mismo capítulo
hallamos:
"la selva virgen es como
un templo de millones de columnas, limpio de matojos el suelo donde la fronda apretada
no deja llegar los rayos solares, solemne y sañuda en penumbra
misteriosa, con profundas perspectivas alucinantes".
Autores
anteriores a Gallegos han comparado la selva a un templo cuya bóveda está formada por
la copa de los árboles y éstos son como columnas que la sostienen. La hallamos
en José Eustasio
Rivera al comienzo de la segunda parte de La Vorágine: "los
pabellones de' tus ramajes como inmensa bóveda, siempre están sobre mi
cabeza", y más adelante: "Tú eres la catedral de la pesadumbre donde dioses desconocidos hablan a media voz ... "
Pero esto nada más: se trata de una misma idea expresada con un mismo elemento
de comparación, pero desarrollada en forma diferente en una y otra obra. Rivera
se queda en simple comparación, porque la psicología de prófugo de Arturo Cova
está más en consonancia con otras imágenes: él va huyendo de la justicia, hay
en su espíritu la preocupación constante de sentirse perseguido, expresada con claridad
en la pregunta: "¿Qué hado maligno me
dejó prisionero en tu cárcel verde?" Esta preocupación se evidencia,
además, en la nostalgia por el hogar perdido, la cual se encarna en las imágenes
familiares que alternan con las cosas y hechos de la naturaleza
De manera que a pesar de coincidir en cierto momento ambos novelistas
(Gallegos y Rivera) en su idea de la selva como un templo, el desarrollo del tema,
en uno y otro, sigue rumbos distintos.
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