La nueva narrativa hispanoamericana
A nadie se le escapa que la vitalidad y prestigio
de que goza en nuestros días la literatura hispanoamericana se debe en gran
medida a la narrativa, hacia la que se dirigió a partir de los cuarenta la
mirada de críticos y público. El magisterio de sus nombres más representativos
se confirmó y durante un par de décadas se fue fraguando en la América de habla
hispana una novela llamada a refrescar el agostado panorama de la narrativa
mundial (como hoy parece estar haciéndolo la oriental y, en general, la del
Tercer Mundo).
La publicación en 1967 de Cien
años de soledad, que originó el llamado «boom» de la narrativa
hispanoamericana, debe ser tomada en este sentido como el punto culminante de
una trayectoria que antes y después ha tenido y sigue contando con excelentes
nombres, y cuyas fuentes se cuentan entre lo mejor de la tradición de la
modernidad: la nueva novela europea —Proust y Joyce, fundamentalmente—, la
«generación perdida» norteamericana , «le
Nouveau roman» y, en general toda estética e ideología narrativas que supongan
una concepción totalizadora y globalizadora de la novela.
a) «Realismo mágico» y «boom» de la novela
Aunque lo han disfrutado básicamente unos pocos
autores, el «boom» es el resultado de una evolución segura y exigente propuesta
por los hispanoamericanos desde principios de este siglo (recordemos que el
Modernismo y, más tarde, la Vanguardia se habían encargado de sentar las bases
de la renovación que las letras del siglo XX exigían: el primero,
fundamentalmente en la poesía, en el género narrativo la segunda).
Ciñéndonos
ahora exclusivamente al terreno de la novela, recordemos no ya sólo la labor
del magistral y clásico Borges; sino también —quizá con mayos trascendencia
para la narrativa hispanoamericana— la de autores como Güiraldes, Gallegos,
Rivera, o como Alegría, Mallea y Quiroga. Es decir, valoremos la labor de los
narradores precedentes, que durante los años veinte y treinta pugnaron entre
las tendencias «culturalista» y «regionalista» y en muchos casos supieron
conciliarlas para poner las bases de una percepción diferenciada de la realidad
hispanoamericana contemporánea.
A partir de los años cuarenta buena parte de
Hispanoamérica iba a vivir unas condiciones muy distintas a las precedentes:
económica y socialmente, por un lado, con una progresiva prosperidad y la
consiguiente modernización y estabilización de países como México, Venezuela y
Argentina; y políticamente, por otro, con una peculiar y característica
radicalización —entre las clases populares tanto como entre las cultas— que
tuvo en la revolución cubana y en su régimen comunista uno de sus máximos
modelos. Dicha radicalización afecta también al «boom»: la muestra la tenemos
en el hecho de que la mejor narrativa hispanoamericana actual —al menos en
determinado momento— se haya asociado al «realismo
mágico», concepto nacido del intento de superar las formas de realismo
debatidas en Europa.
Desde este punto de vista, el «realismo mágico»
—del que comienza a hablarse en los años cincuenta— es el resultado literario
de aunar estética e ideología para captar, reproducir e interpretar una
realidad cuyos parámetros difieren en todo de los occidentales; una realidad,
en definitiva, en la que confluyen la historia, el mito y la naturaleza y que,
en gran medida —como han reconocido algunos de sus cultivadores—, presupone una
fe, la aceptación de lo «real maravilloso» como expresión y conciliación de
tradición y modernidad: de folklorismo, indigenismo y regionalismo, pero
también de culturalismo y vanguardia; del sentimiento ancestral de la tierra y
de las experiencias de una cultura ya abierta al resto del mundo.
b) Primeros renovadores
Tres nombres fundamentales constituyen los pilares
de la renovación de la actual narrativa hispanoamericana: el primero de ellos,
el de Jorge Luis Borges, ocupa prácticamente toda la centuria, aunque su
formación y preocupaciones nos aconsejaron tratarlo entre los representantes de
la Vanguardia hispanoamericana); los otros dos son los de Miguel Ángel Asturias
y Alejo Carpentier, cuya obra puede ser tenida por el resultado de una original
interpretación del «indigenismo».
Las diferencias básicas entre su obra y la de
sus precedentes están, por un lado, en la preponderancia que ambos otorgan al
mestizaje como definidor de la esencia hispanoamericana —idea que ya
encontrábamos en José Martí—; por otro, en el tratamiento de la historia desde
una perspectiva en la que caben tanto el método científico como los elementos
folklóricos; y, por fin, de forma determinante, en la aparición del mito
—sacralizador y atemporal— como explicación de la historia, la sociedad y la
cultura hispanoamericanas.
I. ASTURIAS. La interpretación de la historia a la
luz del mito encontró su primer referente en una obra imprescindible para
entender la política y la cultura hispanoamericanas durante el siglo XX:
nos referimos a El Señor Presidente,
la novela emblemática del guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974). Antes
de ella, sin embargo, Asturias había publicado Leyendas de Guatemala (1930), una serie de relatos donde
manifestaba su inclinación a la antropología y que nos ofrece algunas de las
constantes de su producción: el interés por la historia de su país, su
compromiso con el presente —a pesar de la dimensión mítica de su obra— y su
atención a las implicaciones literarias de la oralidad, tan presente en la
cultura hispanoamericana en general y guatemalteca en particular.
Pero habría de ser El Señor Presidente la obra que más merecida fama le proporcionase
a Miguel Ángel Asturias, debiendo ser recordada como un hito de la narrativa
hispanoamericana. Publicada en 1946, la primera redacción de la novela data de
1932, sucediéndose distintas versiones hasta la definitiva que iba a inaugurar
un tema vital para las literaturas hispanas de nuestro siglo: el de la
dictadura.
Asturias sólo contaba con el precedente del muy peculiar Tirano Banderas de Valle-Inclán; pero,
al margen de éste, después de El Señor
Presidente todos los autores hispanoamericanos que han tratado el tema han
debido hacerlo guiándose por Asturias. El guatemalteco contempla la dictadura
como un mundo cerrado, como un universo asfixiante de leyes irracionales; de
ahí la fuerte presencia de lo onírico en esta novela, así como el peso —en
concreto— de los elementos surrealistas siempre presentes en la producción de
Asturias. Todo ello en consonancia con un estilo barroco cuyas fuentes las
tenemos en Quevedo y en Valle y que descansa sobre una sintaxis tensa y extrema
y sobre un léxico conciliador con el neologismo cultista tanto como con el
vulgarismo.
No olvidó Asturias los aspectos políticos en
novelas posteriores, y en Hombres de maíz
(1949) volvía a hacer suya la teoría de la permanencia y continuidad del pasado
en el presente nacional. En este caso, utilizando una técnica fragmentarista,
el autor hace vivir a sus personajes dos vidas paralelas: la presente y la de
los primitivos indígenas guatemaltecos, impregnándose el ambiente de un fuerte
telurismo. La producción de Asturias, de la que aún podemos recordar El Papa verde (1950) y Week-end en Guatemala (1956), acentuó
progresivamente esa carga política sin invalidar los innegables valores
literarios de un autor cuya carrera se vio refrendada con la concesión del
Nobel en 1967.
II. CARPENTIER. Una dimensión más plenamente
«indigenista» parece mostrar la producción del cubano Alejo Carpentier
(1904-1980): exuberante y barroca, sensual y polifónica —era un gran amante y
conocedor de la música—, su narrativa posee la magia de la palabra americana;
cautiva al lector con sus solemnes y ricas cadencias y lo apresa en los
meandros de su estilo característicamente sinuoso, que nunca hizo concesiones a
la moda del «boom». Intérprete de la realidad americana, Carpentier fue,
además, estudioso y analista de su historia, conocedor y experimentador de la
Vanguardia y hombre comprometido con la izquierda.
La búsqueda de las raíces espirituales de Cuba y,
en general, del Caribe afroamericano, es acaso la constante más acusada de su
producción, iniciada con una novela de marcado signo «indigenista», Ecue-Yamba-O (1931), donde afronta de
forma neutra —aunque no carente de implicaciones políticas— el análisis de la
negritud cubana. Pero sería el «realismo mágico» el que había de descubrirnos
al mejor Carpentier, quien sustentó en el mito su explicación de la comunión
entre hombre y naturaleza en el Nuevo Continente. Todo eso lo encontramos ya en
El Reino de este mundo (1949), donde
la historia —la de Haití desde la ocupación francesa hasta el advenimiento y
caída de Henri Cristophe, primer rey negro americano— se reviste de formas
mestizas para dar lugar a un retablo multicolor y abigarrado característico ya
del estilo de Carpentier. En esa peculiar y lúcida visión de la historia
caribeña insiste El siglo de las luces
(1962), ambientada en Cuba en el siglo XVIII, cuando el país daba sus
primeros pasos por la independencia. En este caso el autor opta por una técnica
impresionista que parece detener el tiempo y que subraya y potencia las
divergencias de la historia americana según se contemple desde la propia
América o desde Europa.
De distinto signo nos parecen otras novelas de
Carpentier que ofrecen, por un lado, una temática no tan marcadamente histórica
y, por otro, un grado mayor —si cabe— de compromiso sociopolítico. Citemos en
primer lugar Los pasos perdidos
(1953), que para muchos constituye la cima narrativa de su autor; en ella se
narra la frustración de un músico incapaz de realizar el destino ambicionado y
que finalmente comprende que éste se halla en sus propios orígenes y, en
concreto, en la selva amazónica de la cual proviene (temas similares toca
Carpentier en narraciones cortas como Regreso
a la semilla y El acoso). El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera (1978)
son, por su lado y respectivamente, una reflexión y repudio de la dictadura y
un expreso reconocimiento de su compromiso con el comunismo cubano: la primera
es una burla —no exenta de patetismo— del culto al racionalismo como
legitimador de la dictadura; y la segunda, un homenaje a la utopía marxista
cuyos pilares descansan sobre la música y la danza clásicas renovadas a la luz
del mestizaje afrocubano.
Fuente: Eduardo Iáñez
El siglo XX: literatura contemporánea
Historia de la literatura universal - 9
Título
original: El siglo XX: literatura
contemporánea
Eduardo Iáñez, 1995