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19 de octubre de 2011

CUENTO POPULAR: La matrona de Efeso

CUENTO POPULAR: La matrona de Efeso

Fuente: Hemos tomado como fuente la versión narrada por Eumolpo en el Satiricón de Petronio (siglo I D.C.). Se trata de una de las célebres "fábulas milesias", que Petronio co­noció en versión de origen seguramente jónico (cfr. Cha-ssang, Historia de la novela).La historia ha tenido notable éxito literario y desde los tiempos clásicos se conocen numerosas traducciones y pa­ráfrasis. Según María Rosa Lida de Malkiel (El cuento popu­lar) "constituye uno de los relatos misóginos de mayor difu­sión, presente en casi todas las colecciones narrativas de la Edad Media y vertido literalmente por Marie de France, Eus­tace Deschamps, La Fontaine, Saint Evremond y por Voltaire en el capítulo segundo de Zadig".Según Alexis Chassang (op. cit.) la historia se encuentra asimismo en la tradición china.

Había en Efeso una matrona con tal reputación de casta y honrada que todas las mujeres de los alrededores iban a verla curiosas como a una ma­ravilla. Cuando la muerte le arrebató el marido, no se conformó con las habituales demostraciones de dolor, con seguir el cortejo fúnebre con los cabe­llos en desorden y golpeándose el pecho desnudo ante todos los circunstantes. Quiso acompañar al cadáver hasta la última mansión, guardarle en la cripta en que, según la costumbre griega, se le sepultó, y llorar noche y día junto a él.

Una sirvienta fiel la acompañaba en su triste retiro, mezclando sus lágrimas con las de su due­ña, y cuidaba la lámpara que alumbraba el féretro para evitar que se extinguiese la luz. No se habla­ba de otra cosa en la ciudad que de tan sublime abnegación, y se citaba como un raro ejemplo de castidad y de amor conyugal. Por aquellos días, el gobernador de la provincia hizo crucificar a varios ladrones muy cerca de la cripta donde la infeliz matrona lloraba la pérdida reciente de su marido. A la noche siguiente, el soldado que guardaba las cruces, para evitar que alguien desclavara el cuer­po de alguno de los ladrones con el fin de darle sepultura, vio una luz que brillaba entre los sepulcros y oyó los gemidos de una mujer. La curiosi­dad innata en todos los hombres le impulsó a bajar al subterráneo para averiguar lo que allí ocurría. Al ver a aquella hermosísima mujer quedó extáti­co, paralizados por el terror sus miembros, cre­yendo tener ante sus ojos una aparición sobrena­tural; pero pronto se dio cuenta de lo que se tra­taba al descubrir el féretro colocado encima de una piedra, el rostro de la divina matrona bañado por las lágrimas y su cuerpo y sus uñas ensan­grentados. Comprendió que se trataba realmente de una viuda que no podía consolarse de la muer­te de su esposo. Comenzó por llevar a la tumba su frugal cena; y luego, exhortando a la mujer a no llorar y desesperarse inútilmente, le dijo:

–La muerte es el final de cuanto existe, y la tumba el último asilo de todos.

Y agotó todos los lugares comunes que suelen usarse como intento para curar un espíritu tan pro­fundamente herido. Mas los consuelos que aquel desconocido le ofrecía, irritaron más y más a la viuda, que con redoblada desesperación se ara­ñaba el seno, y se arrancaba los cabellos, que depositaba sobre el féretro. Pero el soldado no se arredró por ello, y reiteró, con nuevas instancias, sus palabras de consuelo, ofreciéndole el compar­tir la cena con ella. Al fin, la sirvienta, seducida indudablemente por el olor del vino y los manja­res, no pudo resistir, por su parte, a tan cortés invitación, y extendiendo la mano hacia los alimen­tos que le presentaban, cobró algunas fuerzas al probar bocado y beber lo suficiente. Luego, luchó también contra la terquedad de la desconsolada viuda, reforzando los argumentos del soldado, diciéndole:

–¿De qué va a servirte que te mueras de ham­bre, sepultarte aquí en vida, si no puedes devolver a ella a tu marido? Créeme: vuelve a la existen­cia; despréndete del error demasiado extendido en nuestro sexo, y goza mientras puedas la luz del sol. Este cadáver que yace ante nosotros basta para demostrar cuál es el precio de vivir. ..

Entonces, la desconsolada mujer, extenuada por tan larga abstinencia, dejóse vencer y bebió y co­mió con la misma avidez con que lo había hecho antes la sirvienta, rendida la primera.

Ya sabéis que un apetito satisfecho suele des­pertar nuevos apetitos. Animado por la primera victoria, el soldado empleó, para triunfar de la vir­tud de la matrona, análogos argumentos a los adu­cidos para convencerla a seguir viviendo... Para abreviar: después de haberse rendido a las soli­citudes del estómago, rindióse la buena mujer a las naturales del cuerpo, y el soldado obtuvo una doble victoria.

El soldado, loco de contento por poseer una tan hermosísima mujer, y orgulloso del misterio que rodeaba a sus amores, de día salía a comprar to­do lo mejor que sus recursos le permitían, y lo lle­vaba por las noches al refugio. Mientras tanto, los parientes de uno de los ladrones crucificados se dieron cuenta de que el centinela no estaba en su lugar, y descolgaron el cuerpo de la cruz y le die­ron sepultura. Figuraos el terror del pobre solda­do, que encerrado en la cripta no pensaba más que en su placer, cuando a la mañana siguiente encontróse con una cruz vacía. Despavorido por el castigo terrible que le esperaba, bajó de nuevo a ver a su amante, a quien contó lo sucedido, y sin esperar respuesta, exclamó:

–¡No! ¡No aguardaré oír la sentencia! Aquí está mi espada que se adelanta al mandato del juez, castigando mi negligencia. Lo único que te pido es que, una vez muerto, me concedas un asilo en esta tumba; coloca tu amante junto a tu marido. –¡No permitan los dioses –contestó la mujer, tan compasiva como casta– que tenga yo que llo­rar al mismo tiempo la pérdida de dos seres tan queridos! Prefiero colgar de la cruz al muerto que dejar perecer a un hombre lleno de vida.

Dichas tan hermosas palabras exigió que se sa­cara del féretro el cadáver de su llorado esposo y que lo pusieran en la cruz. Apresuróse el soldado a seguir el prudente consejo de tan discreta mu­jer. Al día siguiente las gentes, no pudiendo concebir cómo un cadáver sepultado saliera de su tumba para colgarse a sí mismo a una cruz, atri­buyeron el hecho a intervención de los dioses.



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