Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo
perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto
solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad
de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre
se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que
es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en
presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de
muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede
suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a
veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu
muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita
en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
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Meditando
estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome
cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero
duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté
atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un
viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba.
Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía
una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se
agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué
misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de
formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo
entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran
asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento
previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta
malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A
pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy
avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi
conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna
sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda
de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo
había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de
fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento
suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se
curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro
ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto
lugar.
Observé
en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y
evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de
musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se
inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda
alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no
existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo
habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes
marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su
frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad
humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan
deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y
abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de
una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía
muchísimos siglos.
Sumido
en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al
encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé:
"¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció
proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el
extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto
veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre
repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo,
en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían
mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia
de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea.
Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde
vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En
ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía
ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún
perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando;
nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de
terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando
nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una
ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí
mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas
y la yerba marchita.
Un
ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince-
se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto,
si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la
garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando
tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un
instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un
poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja,
cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta
recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio
vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga
y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una
antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con
precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta
yerba.
Esta
extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia
él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el
familiar saludo:
-¡Que
Dios te guarde!
No
me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-Buen
extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el
camino a Carcosa.
El
hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando
y desapareció.
Sobre
la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le
contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura
en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el
hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía
incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente
no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi
existencia?
Me
senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más
convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto
resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre.
Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran
totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos
mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y
podía oír el silencio.
La
gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y
oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba
otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del
tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus
ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra
brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración.
Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol
había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado
la tumba y aprisionado su lápida.
Un
brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre
la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su
inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...!
¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un
rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía
en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo
estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba
sombra alguna sobre el tronco!
Un
coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos
traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos
irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba
hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua
y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales
son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium
Bayrolles.
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