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28 de enero de 2013

Análisis de JAN VAN EYCK: EL MATRIMONIO ARNOLFINI Y LA VIRGEN DEL CANCILLER ROLLIN


Análisis de JAN VAN EYCK: EL MATRIMONIO ARNOLFINI (alt. 81,8 cm., anch. 59,7 cm), 1434. Londres, National Gallery. —
JAN VAN EYCK: LA VIRGEN DEL CANCILLER ROLLIN (pintura sobre tabla. 62 x 66 cm.), 1430-32 (?).






























EL MATRIMONIO ARNOLFINI

Este es el cuadro más famoso de Jan Van Eyck, una obra en la que el pintor, haciendo gala de sus excelencias co­mo retratista y pintor de costumbres, afronta un tema insólito en toda la pin­tura del siglo XV: dos personajes de cuerpo entero en una pequeña estancia ricamente amueblada y en la que la variedad queda sugerida, no por la acu­mulación de las formas, sino por el arte de saber distribuirlas con claridad, vi­gor y precisión.

 Se trata del mercader luqués Giovanni Arnolfini y de su espo­sa Giovanna Cenani, hija también de otro mercader de Lucca residente en Pa­rís. Los consortes aparecen representados de pie, en la estancia nupcial, en el momento de intercambiarse las alianzas, según el uso canónico anterior al Concilio de Trento.

En la imagen reflejada en el espejo se registra la presen­cia de dos testigos, un gentilhombre y el propio pintor (en la Inscripción se lee: «Johannes de Eyck fuit hic 1434»). Todo el cuadro aparece lleno de sím­bolos alusivos al matrimonio y, así, el candelabro con una sola vela encendi­da representa la luz del mundo, el perro, la fidelidad, el espejo sin mancha, la pureza de la esposa; finalmente, los zuecos de madera evocan el pasaje bíbli­co: «quita las sandalias de tus pies porque el sitio en que están es suelo sa­grado».

La propia simetría de la composición parece acentuar aún más la so­lemne austeridad del momento y las figuras de los esposos se nos brindan in­móviles, como en absorta meditación bañados por la luz y surgiendo de un espacio crepuscular que acentúa la cálida tonalidad de los colores, la Intimi­dad del acto, la sensación de una oscuridad cromáticamente luminosa. Ob­servando este cuadro en su conjunto, sin detenerse demasiado en los innu­merables y cuidadísimos detalles, para tratar, en cambio, de comprender su espíritu, se podrá ver que, en realidad, todo este amor por la luz, el sentido de la materia y la búsqueda de la pluralidad de las formas, revelan un arte nuevo que logra conciliar perfectamente sentimiento y razón.

Esta pintura constituye, por otra parte, un repertorio de elementos típicos del arte flamenco: la luz que penetra lateralmente por la ventana, el cariño por los pe­queños objetos de que se compone el mundo hogareño, el clima recogido y doméstico de la escena de interior. Están, finalmente, los dos personajes que, aunque posan para el pintor vestidos con sus ropas de gala, aparecen escrupulo­sa y casi patéticamente individualizados; ni más feos ni más hermosos de lo que son, criaturas humanas, en suma, liga­das a su propia envoltura física y a los límites de sus vidas. Numerosas tablas, seguramente ejecutadas como estu­dios, demuestran que Van Eyck era, sobre todo, un admira­ble retratista.



JAN VAN EYCK: LA VIRGEN DEL CANCILLER ROLLIN (pintura sobre tabla. 62 x 66 cm.), 1430-32 (?). París, Louvre. — Se ha discutido mucho la fe­cha de ejecución de esta obra, encargada a Van Eyck por Nicolás Rollin, nombrado por Felipe el Bueno, en 1422, canciller de Borgoña.
Ciertas considera­ciones estilísticas impiden aceptar una datación propuesta recientemente: el 1422, año en que el pintor residió en Lieja, la ciudad que aparece representa­da en el fondo del cuadro. Otros en cambio, estiman que la obra debió ejecu­tarse en 1436, a raíz del nombramiento como obispo de Autun de Jean Rollin, hijo del Canciller. No obstante, considerando el retrato del comitente, repre­sentado todavía como un hombre vigoroso y relativamente joven (había naci­do en 1376), parece lo más prudente retrasar en algunos años la fecha del cuadro para fijarla entre el 1430 y el 1432 (Salvini). Singular es el contraste que brindan en esta obra las grandiosas figuras de primer término con la pe­queña y detalladísima representación paisajista del fondo.

En muchos de sus cuadros sobre temas religiosos, Jan Van Eyck dispone retratos humanos re­presentados con la misma solemnidad y casi equiparados a las figuras celes­tiales. Aquí en efecto, el canciller Rollin, arrodillado, mantiene la cabeza er­guida y con rostro grave, consciente de su responsabilidad, contempla al pe­queño Jesús bendiciente, sentado en el regazo de su Madrera punto de ser coronada por un ángel. 

Al fondo de la estancia, una galería de tres arcos ro­mánicos se abre sobre un encantador paisaje, en el que con sorprendente ni­tidez gráfica se describen los elementos animados e inanimados, definidos como entes singulares y misteriosamente vivos: el río que discurre entre las colinas boscosas, el pequeño puente lleno de gente, las naves, la ciudad con sus plazas, sus calles y la catedral gótica. El pintor consigue transformar la multiforme realidad en un espectáculo multicolor, en el que la luminosidad de los colores hace resaltar Igualmente todos los detalles, estudiados y eje­cutados siempre con minucioso cuidado.


VAN EYCK Y LA NUEVA PINTURA

Desde Vasari se venía señalando a Jan Van Eyck como el inventor de la pintura al óleo, hasta que más recientemente se pretendió atribuir este mérito específico a un hermano mayor suyo llamado Hubert, de cuya existencia dudan hoy algunos queriendo identificarlo con su otro hermano Lam­berto quien, como Jan, estuvo en la corte del duque Felipe el Bueno, sin que se pueda precisar su cometido; de todos modos, se excluye que fuera pintor.
Por otra parte, las propiedades del aceite de linaza como medio para la preparación de los colores, eran conocidas desde hacía mucho tiempo y durante el siglo XIV el aceite se usaba frecuentemente en pintura, mezclado con resina, como barniz (esto es, sin contar con la misteriosa prepara­ción elaborada en Cataluña por Ferrer Bassa en sus frescos).

De todas formas, se trataba de un barniz rudimentario, escasamente fluido y secante. La pintura de Van Eyck, por el contrario, revela un medio técnico mucho más perfeccio­nado, sobre cuya naturaleza se han formulado varias hipóte­sis. Todavía se discute hoy si Van Eyck procedió a emulsio­nar el aceite o si más bien lo disolvió en una esencia, como por ejemplo la trementina, que quizás la química de su tiem­po estuviese ya capacitada para obtener por destilación.
De todos modos interesa especialmente consignar que sólo con Van Eyck se emplea por primera vez el óleo en fun­ción de los efectos artísticos que le son consustanciales. En principio se trataba de una capa de barniz oleaginoso ex­tendida sobre un fondo al temple; después se generalizó el empleo de pastas densas y pastas transparentes. A partir de este momento, el artista pasa a disponer de una gama colorística más extensa, profunda y matizada, y sobre todo más duradera.

Otra afirmación de Van Eyck: el claroscuro. Tal vez con­venga recordar la boga de las «grisallas» en las miniaturas de la época y que el nombre de Van Eyck aparece ligado a una serie de admirables miniaturas. La investigación de las posibilidades del tono sobre tono y de los elegantes resulta­dos que esté procedimiento brindaba, debió sugerir induda­blemente la idea de transportarlo a la gran pintura.
Estamos en una época en que la pintura no se contenta ya con sugerir la profundidad ateniéndose a recursos más o menos ingeniosos, y se busca la verdad en la perspectiva, que en algunos pintores se convertirá precisamente en la base teórica y estética, y prestará el máximo encanto a sus obras. Como hemos visto al tratar del gótico internacional, ya en el arte de la miniatura el problema de la perspectiva había alcanzado importantes soluciones, pero otra cosa era introducirla en el equilibrio de un cuadro de más grandes proporciones, como hace Van Eyck.

Por otra parte, sus pinturas son «de ca­ballete», es decir, transportables y no incorporadas a la su­perficie de un muro. También este factor —que no es una novedad, pero que será de ahora en adelante común a la ma­yor parte de las pinturas— es revelador de la mudanza de los tiempos. El discurrir de la vida, con su movilidad, se im­pone a la ilusión de una eterna estabilidad.
Todos los factores, de naturaleza bastante externa, que hasta ahora hemos enumerado sirven por si solos para po­ner de relieve la serie de nuevos elementos que concurren en torno a la obra de Van Eyck. Pero no hemos aludido al más importante: a la poesía de su obra. En el políptico del Cordero Místico el lugar que se describe resume un mundo mucho más vasto, presente más allá de las líneas de las colinas y bañado por esa luz absorta, estática. La compa­cidad de los grupos queda atenuada por el verdor florido de los prados, y el paisaje, con exacta intuición, se prolonga en los paneles laterales. No existe línea ni tono que no aparez­ca impregnado de la peculiar poesía del pintor.

En la Virgen del Canciller Rollin el paisaje de la ciudad junto al río, sobre el que se abren los arcos, no es só­lo un fondo ejecutado con virtuosismo técnico, sino el testi­monio de una emoción y establece una nueva relación entre personaje y ambiente.

En la Virgen del canónigo Van der Paele, la pericia en el arte de la perspectiva sirve para definir un espacio cerrado entre arquitecturas reproducidas fiel­mente y que brindan un curioso aire románico. De todos mo­dos, lo que aquí impresiona especialmente es el vigor con que ha sido ejecutada, hasta en sus más mínimos detalles, la cruda realidad de este rostro maduro, fiel reflejo del mun­do interior del personaje, un rostro endurecido por los años y marcado por la experiencia de la vida en curioso contraste con el acto de devoción que se quiere expresar.

Junto a esta poderosa capacidad expresiva, destaca en Van Eyck esa predilección suya por el detalle que en otros podría aparecer rebuscado, mero virtuosismo, pero que en él se revela consustancial al cuadro, como, por ejemplo, el pequeño espejo del fondo de la estancia en el que se refle­jan personajes y ambiente, del famoso retrato de los espo­sos Arnolfini. La luz del Norte determina evidentemente la elección de los colores de Van Eyck, sus profundos y matizados acor­des y su identificación con el gris (lo que explica su interés por los reflejos de los colores en metales y vidrios). En las arquitecturas de sus paisajes, el rojo-rosado de los ladrillos es el de las casas de Brujas, pero nunca constituye un mero detalle anecdótico ni posee el valor de un simple dato colo­rista, viniendo más bien a reflejar el sentimiento del pintor por el color de la ciudad en que vive.

Porque, en efecto, la realidad en todas sus manifestacio­nes es recogida por Van Eyck y recreada amorosamente en su pintura. La grandeza del artista y el destacado lugar que ocupa entre los fundadores de la pintura moderna, se deben a su milagrosa e infalible maestría técnica, pero, sobre todo, a su portentosa capacidad de sentirse identificado con to­dos los aspectos del mundo sensible.

El placer que proporciona la creación de una forma real, la emoción de hacer surgir bajo el cincel la imagen casi palpitante de vida, y no la artificial impuesta por el convencio­nalismo, este placer, esta emoción, se disciernen bien en la escultura de Claus Sluter y es indiscutible el importante pa­pel que el holandés ha desempañado en el nacimiento de la gran pintura flamenca y, consecuentemente, en la de Jan Van Eyck.

Pero el amor de Sluter por la realidad es un amor pasional, vehemente, casi romántico (tal vez por ello su arte tuviese una seguridad y serenidad de las cosas obvias y siempre disponibles: parece como si el pintor se viese cons­tantemente fortalecido por el hecho de saber inagotables tanto su amor como el objeto de este amor, entendiendo co­mo tal todo lo creado.

Se ha hablado certeramente del panrealismo vaneyckiano; se ha dicho que Van Eyck «logra sentirse perla y joya, mármol y terciopelo, hoja y hierba». Cierto. Existe en él la in­genuidad propia de la infancia, una ingenuidad que consti­tuye la carga poética de su pintura y que le pone en comuni­cación de un modo íntimo, casi consanguíneo, con cosas y seres, con los que parece identificarse plenamente, sin complicaciones, sin deformaciones y sin preferencias, por­que todo le es igualmente querido.

En el panorama de la nueva pintura pronto surgen, casi contemporáneamente a Van Eyck, otros admirables artis­tas, como el misterioso maestro de Flémalle, Roger Van der Weyden y Petrus Christus. Suele acontecer que cuando un genio creador profundiza más y se adelanta en el descubri­miento, en la exploración de su propio universo, otros artis­tas coetáneos suyos y orientados ya en la misma dirección, parecen dar un paso atrás o, cuando menos, no parecen ha­berse desligado de los vínculos e ideales precedentes. En efecto, la presencia tan cercana todavía del gótico se apre­cia en los tres aludidos pintores. Pero se trata de un velo, de una sombra. No olvidemos por otra parte que, en el arte del Norte de Europa, siempre continuará manifestándose un cierto gusto que superficialmente podría definirse como gó­tico. Se trata, en definitiva, de una cuestión de sensibilidad.








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