Análisis de la obra de PIERO
DELLA FRANCESCA
Piero della Francesca, cuyo sobrenombre deriva de una corrupción del apellido de los Franceschi y no del nombre de su madre, Romana, vio la luz hacia 1416 en Borgo San Sepolcro, en el limite de Toscana y Umbria. El problema de su formación puede
sintetizarse en tres puntos esenciales —identificables en la triple aportación
sienesa, florentina y veneciana—, que aclaran muy bien la naturaleza de su
obra. Nacido en zona de influencia sienesa, se educó en Florencia en un momento
de gran fervor por el arte; tuvo la fortuna de estar cerca de un pintor, Domenico Veneziano, con el que colaboró el año
1439 en los frescos de la iglesia florentina de Sant'Egidio. Su obra principal es el
gran ciclo de la Invención de la Cruz, pintado para la iglesia de San Francesco de Arezzo. El tema está extraído de la
Leyenda dorada. En sus grandes recuadros Piero inicia el relato de la muerte de Adán, sobre cuya
tumba nace el árbol que proporcionaría más tarde el madero de la Cruz, y cuyo
redescubrimiento sería obra de Santa Elena, hecho también representado. El tema,
bastante amplio, permite al artista extenderse a los más variados temas sacros
y profanos. Los episodios aquí narrados son los de la reina de Saba, que se
dirigió a comprobar la sabiduría de Salomón; a su llegada a la corte, reconoce
el árbol, ya abatido, con el cual había de hacerse la Cruz.
Como observa C. G.
Argan, Piero asume la Invención de la Cruz como la historia del símbolo, no sólo
de la Pasión, sino de toda una civilización que se ha manifestado en su signo.
Esta civilización se basa en una relación entre el hombre, la naturaleza y
Dios, que Piero compendia en la fórmula siguiente: forma igual a espacio igual
a Dios.
De esta manera, los personajes son, más que
protagonistas, símbolos, del mismo modo que, con una interpretación distinta,
también eran símbolos los personajes de Fidias. De esto deriva el carácter
ideal que ostentan estos personajes, abstractos y puros representantes de esa
dignidad humana que nace de la toma de conciencia, por parte del hombre, de su
propia entidad, entidad que es espacio, porque es libre y está fuera de todo
confín. Así se aproxima a las cimas del arte clásico, que consigue proporcionar
la visión más alta, el retrato más puro del individuo.
En efecto, nada se concede a la anécdota,
al sentimiento o a la pasión, aun cuando nada haya tan fundamentalmente
apasionado como este arte que se exalta en la impasibilidad; todo se expresa
en puras relaciones de armonía, donde las formas, geométricamente
fundamentadas, están concebidas como solemnes arquitecturas, las cuales actúan
entre sí en una articulación de volúmenes que busca el espacio propio, y no la
ilusión de un espacio tomado del mundo sensible. Así, las figuras, que de su
severa construcción reciben una nobleza sobrehumana, tienen entre tanto el
rigor de las formas abstractas. Y la luz matutina, que se disuelve en el espacio
y suscita nítidas lejanías, casi se coagula al envolver estas figuras, de las
que emana entonces una claridad de cristal, mientras la armonía de las
relaciones formales se enriquece con las vibraciones de este universo luminoso.
PIERO DELLA FRANCESCA: — RETRATO DE BATTISTA SFORZA (esposa de
Federico II da Montefeltro); — RETRATO
DE FEDERICO II DA MONTEFELTRO (pintados por ambos lados: por uno el retrato y
por el otro el triunfo del propio retratado; ambas tablas tienen las mismas dimensiones,
33x47 cm. y forman un díptico), 1465-1472. Florencia, Uffizi.—
Testimonio de la
altísima categoría artística de Piero son los retratos. Aun presentándose de
perfil como en los primeros intentos del gótico internacional, gracias a su
prodigiosa maestría técnica, «no dan lugar a efectos de línea», como señala
Roberto Salvini, sino que tienden «a una exaltación casi metafísica del
sentido del volumen». (Aquí la representación de perfil pudo haber estado
dictada por la preocupación de no mostrar el ojo derecho de Federico, nada
agraciado.)
Y la verdad es que,
siempre basados en la geometría y resaltados por la luz, los volúmenes existen;
pese a esto, no surge aquí una impresión de profundidad de índole realista,
así que las obras, casi de manera prodigiosa, mantienen toda la fascinación de
una pintura sólo de superficie.
Ante un paisaje que se difumina en la lejanía
y acaba por confundirse en una única inmensidad con los tonos fríos de la
atmósfera, paisaje que desde luego deriva de los flamencos y supera todo
intento realista para adquirir un atractivo preleonardesco, se recortan las
imágenes de los dos príncipes. Hay que observar con qué nitidez Piero logra fijar
el carácter físico de los mismos, sin pasar por alto ni una arruga ni una
imperfección. Con todo, pese al análisis de los rasgos físicos, las imágenes
se transfiguran en la luz, que presenta variedad de tonos madreperla y ópalo.
Ni siquiera ante el modelo vivo, el pintor demuestra interés por la psicología
de los retratados: si bien se destaca con la nitidez de la incisión de una
medalla, el rostro impenetrable halla una relación con el espacio, con el
cual, en efecto, se compenetra. Pocas veces se es dado a un artista
representar en sus obras un mundo, «un universo completo».
Giotto disfrutó de esta posibilidad, como en
el Quattrocento, del que fue el mayor de los maestros, le ocurrió a Piero
della Francesca. En él tiene lugar una síntesis entre las experiencias innovadoras
de su siglo y las atesoradas por el pasado; por eso Piero es universal y por
eso se han señalado algunos puntos de contacto entre su pintura y la griega e
incluso la egipcia.
Tuvo también por
maestro a Domenico Veneziano, en 1439, en Florencia, pero su formación se
enriqueció con el contacto con los más altos espíritus de su tiempo, de cuyas
bases rigurosas derivaron la perspectiva y los volúmenes. Vuelto a San
Sepolcro en 1442, pintó un políptico con la Virgen de la Misericordia (Pinacoteca
municipal) y tal vez el Bautismo de Cristo (National Gallery de Londres).
Hacia 1445, su estancia en la corte de Urbino, que ya poseía obras de Van
Eyck, le hizo conocer a los flamencos. Allí pintó la Flagelación y el San
Jerónimo con un devoto de la Academia de Venecia.
En Ferrara, donde
residió en 1449, Piero perfeccionó sus contactos con los nórdicos, gracias a su
conocimiento personal de Roger
van der Weyden. En 1451 estaba en Rimini,
donde retrató a Malatesta; en 1452 comenzó la aventura
aretina, durante la cual realizó otros trabajos,
conto la Virgen del parto de Monterchi, la
Resurrección de San Sepolcro, el Hércules del Museo Gardner de Boston y la Magdalena
de la catedral de Arezzo.
En 1454 se le encargó
para la iglesia de S. Agostino
de San Sepolcro un políptico que le llevó largos años pese a la intervención, a veces
importante, de sus colaboradores; hoy está repartido en varios museos; la misma
suerte sufrió otro políptico, bastante más tardío, ejecutado para las
antonianas de Perusa. En 1459 Piero fue a
Roma para la decoración, hoy perdida, de la estancia de Pío II, tras lo cual se
dividió entre Borgo
San Sepolcro, donde asumió cargos públicos, y Urbino, en que, huésped del padre
de Rafael, pintó la Virgen del huevo la de Senigallia (Galleria
di Urbino) y la Natividad de la National Gallery de Londres: se trata de tres
manifestaciones extremas de un arte que, entrado en buen hora en la plena
certeza de los medios propios, luego evoluciona casi siempre al mismo altísimo
nivel, para acoger sólo al final algún rasgo naturalista más acentuado, acaso,
bajo la presión de los flamencos. Tal
vez ya ciego, el pintor dejó de producir después de 1480: parece que en sus
últimos años se dedicó a estudios teóricos- Murió en 1492. dejando una
influencia que llegó hasta el propio
Rafael.
PIERO DELLA FRANCESCA:
LA FLAGELACION (59x81,6 cm.), hacia 1450. Urbino, Gallería Nazionale delle
Marche.—
Esta Flagelación señala
una etapa importante en la obra de Piero, pero no sólo en ella, sino en la
propia evolución artística que comienza con Masaccio y remata con La escuela de
Atenas de Rafael. Desde esta obra, todo se organiza a partir de las formas
geométricas, las cuales crean un juego compacto de efectos de perspectiva y
estereométricos en el que la luz interviene para combinar sus relaciones con
los de orden espacial. Es de observar que, en cuanto a la composición, los tres
personajes del primer plano constituyen elementos de una arquitectura que continúa
la del interior, en la cual se desarrolla la escena de la flagelación, casi
como si fuesen miembros vivos insertos en la prolongación de la columna del
medio. Pero estas tres figuras son también un eco de las del fondo, en una vibrante
relación compositiva que tiene asimismo una función simbólica, porque si allí
aparece Cristo entre sus verdugos, aquí, casi como si fuese un reflejo, el
duque Antonio da Montefeltro está representado entre los dos pérfidos
consejeros que provocaron su muerte.
PIERO DELLA FRANCESCA, de los frescos sobre la Historia de la Invención de la Cruz, iglesia de S. Francesco de Arezzo, 1452-1466; 43 — LA REINA DE SABA VISITA A SALOMON
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