Análisis de Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Los tres
mosqueteros, así como
sus continuaciones Veinte años después y El vizconde de Bragelone, pertenecen
al género de la novela histórica (o, desde otro punto de vista, de capa y
espada), cuyas leyes tan bien dominaba Dumas.
La idea,
como el propio autor reconoce en el prólogo, proviene de las Memorias de
monsieur d'Artagnan, capitán lugarteniente de la primera compañía de los
mosqueteros del Rey, conteniendo cantidad de cosas particulares y secretas que
ocurrieron bajo el reinado de Luis el Grande, tres gruesos volúmenes publicados
en 1700 por Gatien Courtil de Sandraz. Parece que fue Maquet quien llamó la
atención de Dumas sobre ella y quien hizo el esbozo general de la obra. En el
mismo prólogo se declara que la obra que se publica son las Memorias del
conde de la Fére, referencia ésta que ya entra de lleno en el plano de la
ficción.
No es el
rigor histórico lo que domina ciertamente en Los tres mosqueteros: Luis
XIII es aquí demasiado tonto, Bichelieu demasiado malo, Ana de Austria
demasiado incorpórea y el duque de Buckingham demasiado amante. En cambio,
predomina notoriamente el juego de la acción, ininterrumpido desde el comienzo
-hasta el final y concebido en términos absolutamente dramáticos: basta hojear
la obra para advertir la total preeminencia del diálogo; es a través del
diálogo como progresa la acción; es por el diálogo que conocemos a los personajes; cuando éstos piensan, lo hacen en voz alta, como sí se tratara de
apartes teatrales dirigidos al público.
Si, como se ha dicho
reiteradamente, los personajes carecen de todo espesor psicológico,
permaneciendo idénticos a sí mismos en toda la obra, ello corresponde a una
característica esencial del género. D'Artagnan nunca deja de ser el joven
ambicioso, chispeante, ingenioso e intrigante que une los destinos de los
cuatro protagonistas; Athos no puede dejar de ser el noble reservado y
enigmático: habla por señas a su criado, y esta costumbre es subrayada hasta en
los capítulos finales, para ayudar al lector al permanente reconocimiento de
ese rasgo tan propio del personaje; Porthos no puede salirse de su aparatosa
vanidad ni Ararais de su permanente oscilación entre la vida mundana y el
claustro. Tampoco Milady puede cambiar; Milady es sencillamente el mal, sin
fisuras ni contradicciones, un ser que despierta pasiones enfermizas y odios
monstruosos; y si Milady falta (puesto que ha muerto), en Veinte años después es
reemplazada por Mordaunt, su hijo, destinado a desempeñar la misma función y
equilibrar así el esquema de los personajes.
Inauditas casualidades:
encuentros fortuitos de d'Artagnan con Rochefort; convergencia impensada de
Milady y madame Bonacieux en un mismo convento; fugas, seguimientos, raptos y
persecuciones cuya coincidencia forma una verdadera filigrana narrativa.
Historias secundarias engarzadas con la narración central: la del matrimonio de
Athos, la vocación eclesiástica frustrada de Aramis, las andanzas de
Mousqueton, la falsa historia de Milady, la del hermano del verdugo. Duelos y
escaramuzas. Pasadizos secretos. Esquelas con citas. Nombres falsos. Misterio
del origen. Diamantes, anillos, zafiros y todo tipo de joyas como
comprometedoras prendas de amor. Cruces de vidas. Disfraces. Todos los recursos
de la novela de capa y espada están aquí, aprovechados hasta el máximo de su
rendimiento.
¿Por qué esta vuelta,
en la mitad del siglo XIX, a la galantería, el refinamiento, la politesse, las
ruelles, las intrigas del siglo XVII? ¿Por qué este encarnizamiento con
Richelieu, a quien todos aprendimos a odiar en la infancia, precisamente
gracias a Dumas? ¿Por qué el éxito de público de esta vuelta al pasado?
En Los tres mosqueteros hay
un permanente hostigamiento al espíritu burgués, corporizado en los posaderos
(especialmente en el de Amiens) y sobre todo en monsieur Bonacieux, el mercader.
Hostigamiento que desprecia la vida ordenada y sedentaria, la mezquindad, el
dinero, el lucro, en nombre de la irresponsabilidad, el espíritu aventurero, el
sentido abstracto del honor (la palabra empeñada, etc.).
En contraste, se
rescata a esos nobles duelistas, que deploran el intento de Richelieu de fundar
un Estado por sobre los feudos, de erigir una justicia por encima del derecho
feudal. Finalmente, es el propio Dumas el que confiesa que, al fin y al cabo,
su odioso Richelieu es "lo que hoy llamaríamos un hombre
progresista", demostrando más sutileza que Alfred de Vigny en su
CinqyMars, donde el cardenal-duque es un verdadero genio del mal. Por otra
parte, el ya citado capítulo del almuerzo en casa del procurador, sátira a la
altura de El avaro de Moliere, insiste en la condena a la burocracia
jurídica, a los oficios urbanos y a la acumulación de dinero, el mismo dinero
que los mosqueteros reciben sin empacho de sus queridas y que pierden alegremente
jugando a los dados.
Hay algo que llama la
atención: la composición del primer capítulo obedece al modelo cervantino
(Dumas admiró a Cervantes, y en España siguió parte de la ruta de Don Quijote).
D'Artagnan y su esmirriado caballo amarillo son el hidalgo y Rocinante; el
gascón ve en cada sonrisa una provocación, así como don Quijote —según compara
Dumas— veía gigantes en los molinos de viento; no falta siquiera el bálsamo de
Fierabrás, transformado ahora en un ungüento mágico cuya receta aporta la
madre del héroe.
Y aquí se agota toda la
comparación con Cervantes. Porque «si, zahiriendo a un Imperio con pies de
barro, el escritor español declara el fin de los espejismos, fundando así la
novela, Dumas, fastidiado por una Francia ya irremisiblemente burguesa,
buscará, evadiéndose hacia ese mundo de intrigas y aventuras, reinstaurar
nuevamente la utopía.
A Alejandro Dumas, quizás
uno de los autores más leídos del siglo XIX —en su siglo y en el nuestro—
cuesta bastante encontrarlo en los manuales de historia literaria. Cuando aparece,
suele hacerlo bajo la forma de la reticencia, el elogio ambiguo, el
reconocimiento casi forzado de su inmensa popularidad, o ese relegamiento a la
segunda fila que implican categorías como "otros autores de este
período" o "Románticos menores”.
"Sus novelas—dice un autor-— son prototipos
no mal logrados de un género narrativo que puede calificarse de capa y espada
y que todavía tiene admiradores no sólo entre las clases populares."
Junto con el retaceo de la virtud narrativa ("no mal logrados"),
aparece aquí un doble asombro, el del "todavía", que no se explica
cómo esas novelas sobrevivieron holgadamente a su creador, y el otro más
importante: el reproche, a cierto público culto, por haberse plegado a
"las clases populares" en la frecuentación de los textos al parecer
anodinos del autor de El conde de Montecristo.
Esto último nos coloca
de lleno en el problema principal que plantea la obra —al menos de la
narrativa— de Dumas: la existencia de una literatura "de evasión",
"de entretenimiento", o como quiera llamársela, consumida, devorada,
por millones de lectores. Justamente, la valoración de esa obra ha considerado
siempre "problemática" esa masividad, en uno u otro sentido. Flaubert
no tenía inconvenientes en asignarles a los libros de Dumas interés, amenidad
y, sobre todo, facilidad de lectura, después de lo cual clausuraba
definitivamente el asunto declarando que, una vez cerrados, al lector no le
quedaba nada, el lector no se enriquecía, contrariamente a lo que ocurre,
parecía sugerir, con la literatura culta.
Croce, en cambio, vio
sagazmente en cierta ocasión que los lectores de Dumas suelen ocultar esa
lectura, como se hace con los placeres ilícitos; y proponía que depusieran sin
temores su vergüenza.
Es evidente, pues, que
el "caso" Dumas se sitúa entre muchos otros que ponen en evidencia
una bifurcación en el camino de la literatura, cada vez más patente y dramática
desde la segunda mitad del siglo pasado: por un lado, la literatura culta, cuya
calidad es del todo independiente del número de sus lectores, y que con
frecuencia está en relación inversa a él; por otro, la literatura popular, de
aceptación masiva, pero considerada invariablemente, salvo excepciones, como
un subproducto, algo menor, tal vez un mal necesario. En el medio, unas pocas
obras —generalmente las de los grandes escritores realistas— que gozan de un
doble reconocimiento. Pero, en rasgos generales, la llamada "novela
popular", categoría en la que entran todas las novelas de Dumas, es a
"la" literatura, lo que el vaudeville es a la tragedia clásica o al
drama burgués.
Y sin embargo el propio
Dumas veía las cosas de manera muy diferente y se sentía formando parte muy
naturalmente de la gran tradición literaria clásica. En sus Memorias revela que
fue una representación de Hamlet lo que lo decidió definitivamente a escribir
teatro; este dato ha pasado a revestir un carácter mítico, hagiográfico: no hay
biografía de Dumas, por breve que sea, que lo omita.
El comienzo de Los tres
mosqueteros busca también la tradición literaria: la acción se ubica en la
aldea de Meung, donde —se nos dice— "nació el autor del Román de la
Rose". Y cuando, otra vez en sus Memorias, Dumas anota que su lugar de
nacimiento (en 1802) es Villiers-Cotterets, se apresura a agregar que está
"a dos leguas de la Ferté-Milon, donde nació Racine, y a siete de
Chateau-Thierry, donde nació La Fontaine". Como se ve, es otra afinidad,
más allá de la proximidad geográfica, lo que se busca.
Esta referencia al
origen nos permite mencionar otro dato, en que el origen quiere transformarse
en principio causal: es el que se relaciona con la negritud de Dumas, en la que Brunetiére veía la clave de su
imaginación torrencial. Dumas, decía el crítico francés, es un negro que se
divierte intrigando a los blancos (sus lectores).
El marqués de la
Pailleterie, abuelo de Dumas, tuvo en Haití un hijo con la esclava negra Cessette
Dumas. Este hijo, reconocido por el marqués, llegó a ser general del ejército
napoleónico; era Thomas Alexandre Dumas —con el agregado, en los documentos, de
Davy de la Pailleterie—, padre del novelista. Éste comenzó su vida laboral trabajando
como ayudante de notario en Villiers (sobre el recuerdo, entre amargo y
burlón, que siempre conservó de esa experiencia, puede verse el capítulo XXXII
de Los
tres mosqueteros, titulado "La comida de un procurador",
uno de los más desopilantes y mejor escritos del libro). Poco después, ya en
París, consigue un puesto como copista en la cancillería del duque de Orleans.
Simultáneamente comienza su carrera de escritor; primero escribe vaudevilles (La
caza del amor, en 1825), pero pronto se vuelca hacia el drama
histórico, con su Enrique III y su corte, que logra estrenar en la Comédie Française en 1829, un año después de Cromwell y uno antes de Hernani, de Victor Hugo.
La referencia a Hugo es
importante: Alejandro Dumas participó en la batalla que culminó con el triunfo
dramático —y literario— del romanticismo, y en ese sentido su nombre aparece indisolublemente
ligado al de Hugo. Su Enrique III fue un gran éxito, que
inauguró una brillante carrera en el drama histórico y el melodrama; otros
títulos: La torre de Nesle, Kean (retomada y reelaborada un siglo después por Sartre), Antony, Napoleón, Carlos
VIl.
La revolución de 1830
despierta su entusiasmo y corre a La Vendée a organizar la guardia nacional. Pero su participación en la vida
política, siguiendo siempre con mayor o menor vehemencia el liberalismo
republicano de su padre, fue esporádica, hecha de súbitas inspiraciones,
ineficaz, a veces levemente inconsecuente.
Gracias a su amistad
con el duque de Montpensier llega a fundar y dirigir el Théâtre Historique, de corta vida. Más
tarde, quiso —y no obtuvo— ayuda de Napoleón III para volverlo a fundar.
Hacia fines de la
década del treinta se va volcando más a la novela. Es la época de su
colaboración con Auguste Maquet, quien le corresponde el mérito de ser el coautor de sus principales
novelas. La colaboración dura doce años: "Ella misma es una novela —dice
Thibaudet— y termina con un proceso" (Judicial). A esta época pertenecen
El caballero de Harmental, La reina Margarita, El caballero de la Casa Roja, Joseph Balsamo, El collar de
la reina, Los cuarenta y cinco y la trilogía que comienza con Los tres
mosqueteros.
Su éxito fue inmenso.
Ganó fortunas con la literatura, fortuna que dilapidó, recuperó, donó, volvió a
recuperar. Los hechos de 1848 despiertan su vocación periodística: funda Le
Mois y La Liberté; diez años después Le Mousquetaire, cuyo nombre cambiará luego por Le Monte-Cristo. Explotaba, así, en la pluma de combate, sus
éxitos literarios.
Su exilio en Bélgica, huyendo de
la política oficial y de sus acreedores, le permite escribir sus ya citadas
Memorias. Recorrió el mundo y dejó
testimonio de ello en numerosos libros de viajes.
Entre sus amistades se
contaba Garibaldi, con quien estuvo en los días duros de 1860-1864, dirigiendo
un periódico en italiano, El Independiente, y donando cincuenta mil francos a
la causa de los mil.
Murió en
1870, después de haber llevado una vida intensa, aventurera, exitosa, "volcánica",
como se ha dicho, en la que su fecundidad
literaria no se contradice con su inestabilidad amorosa: multitud de amantes,
cuatro hijos naturales (entre ellos, el Alejandro Dumas de La dama de las camelias), escándalos que
sorprendieron a sus contemporáneos tanto como su productividad torrencial: "Sois sobrehumano",
le dijo Lamartine, y Michelet lo llamó "una fuerza de la naturaleza",
el mayor elogio que podía dispensar un escritor romántico a otro.
Más de
cuatrocientos tomos de novelas, quince volúmenes con sus obras teatrales. El contexto en que hay que comprender
esta obra es el vertiginoso desarrollo de la novela de folletín, operado
primero en Francia y luego en toda Europa y América. La calidad de las obras de
Dumas supera, por cierto, la mayor parte de las obras de este tipo, pero es
precisamente éste el marco indispensable para su comprensión: Los
tres mosqueteros es de 1844, dos años después de Los misterios de París de
Sue y cercano a la época de Ponson du Terrail, Feval, Aimard, Gaboriau, Verne,
Salgari, Fernández y González.
La
alfabetización de grandes masas crea un nuevo y ávido público lector. Algunos
empresarios del periodismo francés olfatean las posibilidades que se abren y
comienzan a publicar novelas por entregas. El escritor entra así en un proceso
de profesionalización que incorpora su trabajo literario a un circuito mayor
en el que convergen tanto la mercantilización de la literatura (vituperada
contemporáneamente por Saint-Beuve) como la satisfacción —con cierto signo
ideológico— de ciertas necesidades culturales masivas.
El folletín
imponía temas, estructuras, estilos. Las intrigas se dilataban, los episodios
principales daban lugar a episodios secundarios, los enigmas se multiplicaban.
Por eso, cuando Dumas escribe:
"Vio un grupo de dos personas.
"Las dos personas eran un hombre y una
mujer.
"La mujer parecía madame Bonacieux y el
hombre Aramis."
pone en
evidencia un estilo, doblemente supeditado al marco folletinesco: el suspenso
artificialmente creado con una información que se atomiza en frases breves y
claramente separadas; y el alargamiento del texto —no menos artificial— con
vistas a aumentar la remuneración del autor, verdadero trabajador a destajo que
cobraba por líneas.
"Toda
su obra es un plagio", se ha dicho. Es que Dumas no tenía inconvenientes
en adaptar obras de todo tipo que llegaban a sus manos. En cierto momento,
cuando su producción se multiplica, recurre a coautores o, mejor dicho, a
colaboradores. Hay un verdadero equipo que funciona bajo sus órdenes. La lista
de estos colaboradores es muy grande. El principal, ya lo dijimos, es Maquet.
Para dar
una idea del funcionamiento de esta maquinaria conviene recordar que, en 1848,
Dumas, pasando revista a su labor de los últimos veinte años, en los que había
trabajado diez horas diarias, recordaba haber dado a luz cuatrocientas novelas
y treinta y cinco dramas; cada tomo, en ediciones de 4.000 ejemplares, se había
vendido a cinco francos; cada drama se representó unas cien veces. Calculando
el precio de las entradas llegaba a la cifra de 6.360.000 francos, así como a
8.000.000 por la venta de sus novelas. "De mi trabajo intelectual —concluía—
han vivido 2.160 personas."
Fuente:
Julio Schvartzman
CEAL, BS.AS., 1979
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