El arte helenístico -Premisa
histórica- Platón y Aristóteles: concepción del arte
En sentido estricto,
por época helenística se entiende el período que va desde la muerte de
Alejandro Magno (-323) hasta la batalla de Actium (-31). Estos límites
cronológicos fueron fijados por el alemán Johann Gustav Droysen (1808-1884) y,
aunque sean un poco convencionales (por una parte, los gérmenes helenísticos ya
hacen acto de presencia con Filipo de Macedonia y, por otra, la época de
Augusto no representa una verdadera ruptura con los siglos anteriores), sirven,
sin embargo, para subrayar la profunda conmoción que en todas las esferas
provocó la política de Alejandro, así como la ascensión de Roma a auténtica
capital del mundo helenístico a partir de Augusto.
Se trata de un mundo
que no sólo habla el griego u otra lengua privativa, sino que también se
expresa y piensa en latín, pasando de este modo a convertirse en grecorromano.
Trece años de reinado
bastaron a Alejandro para consolidarse en Grecia, conquistar Asia Menor,
Siria, Fenicia, Egipto, Mesopotamia, Persia y asomarse a la India. A su muerte,
se derrumbaron las esperanzas de todos los que habían creído en él y en sus
sueños de un mundo unitario y pacificado al fin. Por falta de un heredero
directo o, más bien, de un auténtico continuador político, el inmenso
territorio quedó dividido en varios reinos -Egipto, Siria, Pérgamo y
Macedonia-, en los que el componente griego era, por lo demás, exiguo.
La historia de estos
reinos que nacen, alcanzan su apogeo y declinan en el curso de tres siglos, se
identifica con la de todos los pueblos que en su seno sufrieron la fascinación
de la cultura griega y que hablaron, vivieron y pensaron a la manera griega, al
margen de que fuesen o no griegos de nacimiento. Y este fue el milagro -la
admirable unidad espiritual alcanzada por la cultura helenística-que el
ciudadano de la antigua polis, confinado íntegramente en su pequeño mundo,
jamás hubiese logrado concebir.
Griego es, por ejemplo,
quien habla la koiné, una especie de nueva lengua basada esencialmente en el
ático, y ciudadano de Atenas, de Alejandría, de Rodas o de Pérgamo : quien en
ellas resida aunque proceda de cualquier otro lugar.
Los artistas; los hombres de ciencia y los
comerciantes se desplazan de uno a otro punto del oikoumene, es decir del mundo
civilizado o, lo que es lo mismo, helenizado, e incluso rebasan sus límites
trabando relaciones con la India o China para luego referir maravillas de
cuanto han visto en tierras extranjeras y hacerse cábalas sobre la vastedad
del mundo habitado.
No es, pues, de
extrañar que, en una época tan curiosa y dinámica, se pierdan los valores en
los que creía Grecia, las características griegas cobren matizaciones exóticas
y el griego incline su cabeza ante el emperador que se hace divinizar a usanza
oriental. ¿Puede extrañar que junto al viejo templo de una divinidad olímpica,
en Délos, Mileto o Alejandría, se alce el de un dios egipcio, o que el artista
alejandrino se inspire en los rostros de Zeus o de Hera para representar al
Nilo o a Isis?
El hombre helenístico fue, desde ciertos
puntos de vista, bastante más moderno y tolerante que nosotros. Individualista
en grado sumo, según demuestran su arte y literatura (no sólo por la variedad
de inspiración, sino por la carga de psicología, sentimentalismo y sensualidad
que en ellas se trasluce), logra, sin embargo, actualizar el concepto de la
fraternidad universal. Cierto que el humilde campesino del valle del Nilo o el
pastor de Anatolia no barruntaron ni de lejos tales ventajas -sempiterno
privilegio de una aristocracia intelectual y económica-, y que la helenización
del oikoumene fue, sin duda, bastante más superficial que la romanización de
Occidente. Pero debemos partir del hecho de que, hasta aquí, la historia de la
cultura siempre se identificó con la de las clases dominantes, una cruel
verdad que la propia historia se encarga de atestiguarnos.
Nacimiento de la
estética
En las culturas que
hasta ahora hemos estudiado, si exceptuamos la griega, el arte tuvo una
función que suele calificarse de práctica considerando que representaba ante
todo un medio de unión entre los hombres y las potencias superiores,
mágicas en principio y religiosas más tarde. Posiblemente, los artistas, ya
tenían la intuición de hacer algo trascendental que rebasaba los límites de la habilidad o el
puro instinto: no obstante -repitámoslo- tanto ellos como sus contemporáneos
sólo debieron considerar sus obras como una llamada dirigida a los dioses que
adoraban para que protegiesen a los vivos y más a menudo todavía, a los
muertos.
Incluso el arte oficial
o cortesano sólo era el expreso tributo que se rendía a una forma particular de
divinidad personificada en el soberano. Sólo en Grecia, sobre todo con la
escuela clásica de Fidias, el artista tiende a liberarse de los vínculos
religiosos y sociales, es decir a actuar en sentido autónomo, con la sola
finalidad de crear. Un siglo después, la filosofía iniciaría sus reflexiones
sobre la naturaleza del arte y su profundo valor.
Esta particular rama de
la filosofía que se ocupa del arte se conoce hoy con el nombre de Estética. La
palabra deriva del griego aiszésis (sensación) y significa «doctrina del conocimiento
sensible», pero fue adoptada con el significado de «doctrina del arte» o
«filosofía del arte» a partir de nuestro siglo XVIII, cuando el filósofo
Alexander Gottlieb Baumgarten impuso el título de Aesthetica a un importante
tratado que publicó por los años 1750-58 y en el cual el sabio alemán reconocía
en el arte un medio para «percibir», aunque fuese confusamente, aquellos
valores universales que la filosofía y la ciencia no logran definir con
claridad.
Pero antes de adentrarnos
en el contenido universal de la creación artística, detengámonos un momento en
la propia palabra «arte» y consideremos su historia. Para los griegos y
romanos, arte era todo aquello que hacía referencia a la obra del hombre y, con
tal significado, el término pasó a la cultura medioeval y a la renacentista para
indicar las distintas profesiones.
Giorgio Vasari
(1512-1574), pintor y arquitecto italiano, conocido sobre todo por su
valiosísima obra Vidas de los mejores
pintores, escultores y arquitectos, fue el primero en distinguir estas
tres ramas de las artes figurativas con el término de Arti del disegno o Arti
bellissime.
Adoptada en Francia,
esta última definición se transformó en Artes Bellas o Bellas Artes, apelativo
que, puesto en boga durante el siglo XVIII, resuena todavía en nuestra
yerminología. En realdad, la esencia del arte no estriba en la búsqueda de la
Belleza aunque en determinadas épocas y sobre todo en la griega, los artistas
hayan orientado a menudo su obra en este sentido, y consiste más bien en la
expresión, a través de una forma adecuada, de la personalidad del artista. ¿En
qué consiste el arte? ¿Es imitación de la naturaleza o interpretación y
transformación de ella? ¿Es copia o recreación? ¿Cuál es la facultad
espiritual determinante en el curso de la actividad artística? Y, por último,
¿en qué medida es importante para el hombre? ¿Debe sencillamente expresar y,
consecuentemente, comunicar, conmover y hacer pensar, o debe, más bien, agradar
o tal vez enseñar? En resumen y haciendo nuestras las palabras del filósofo
Benedetto Croce, uno de cuyos mayores méritos ha consistido precisamente en
juzgar ajena al hecho artístico cualquier finalidad, ¿debe el arte ser
«pedagogo» o «meretriz»?
Platón y Aristóteles
trataron de responder a algunas de estas interrogantes, y los principales
problemas que se plantearon se relacionan con la fantasía, el placer estético,
lo bello y la mimesis o imitación.
Platón (-429 -347) fue
el primero en reconocer que la facultad espiritual que determina la producción
artística es la fantasía o imaginación creadora; después, en el seno de la
actividad artística, identificó dos tendencias opuestas: el arte que tiende a
la semejanza e imita a la naturaleza (arte icástico o mimético) y el arte que,
basándose en la fantasía o en los conceptos, se abstrae de la realidad para
elevarse a las Ideas de la Belleza y del Bien. Las simpatías de Platón se
inclinan por esta última tendencia, aunque ello signifique la exclusión de la
pintura y escultura como artes que puedan alcanzar la belleza absoluta.
Sobre este punto,
conviene advertir, si se quiere ver claro en el intelectualismo de Platón, que,
para él, la belleza absoluta sólo se encuentra en las figuras geométricas (de
aquí su admiración por el arte egipcio), en los colores puros y en los sonidos
puros. Para Platón, los cuerpos más bellos son cuatro: el tetraedro, el
octaedro, el icosaedro y el cubo. Se ve claramente, pues, que cuando Platón
habla de belleza absoluta o de belleza relativa se refiere siempre a algo
abstracto.
Al mostrar su
preferencia por el arte simbólico y tendente a la abstracción, Platón se
manifiesta, por otra parte, consecuente con los principios fundamentales de su
doctrina sintetizada en su Teoría de las Ideas. Según Platón, existen, en
efecto, dos realidades distintas: la Idea, realidad inmaterial, inmutable y
eterna, y la «copia» imperfecta, material y mudable de la propia Idea. Para
explicarlo con sus mismas palabras, diremos que, antes de que se construyese
una cama, ya existía la idea de la cama y que el pintor que pinta una cama
¡mita una imitación de la Idea alejándose, por lo tanto, grandemente de la
verdad. El hecho de que la pintura y escultura del siglo IV mostrasen ya esa
tendencia realista, que con tanta evidencia se manifestaría en la época
helenística, explica que Platón condenase a los artistas de su época al
considerar su arte (especialmente la pintura, dedicada, entonces, por entero a
la búsqueda de efectos escenográficos y de perspectiva) como ilusorio,
interesado por las apariencias y no por la verdad, y destinado a oscurecer la
inteligencia de los espectadores. Por la misma razón se sentía más
identificado con Policleto y Fidias, cuyas obras escultóricas -sobre todo las
del segundo-, infundidas de elevado idealismo, habían sido concebidas según las
reglas de la medida y de la simetría.
En definitiva, Platón
repudia el arte mimético, pero en su pensamiento pueden apreciarse algunas
contradicciones junto con ciertas superaciones, hecho que no puede extrañar si
se piensa que las obras en que aborda estos problemas -La República, Fedro,
Filebo, Banquete y Times- fueron escritas con amplios intervalos de años.
Con Aristóteles (-384
-322), se llega a un análisis más circunstancial de las artes y, aunque sus
especulaciones se refieran especialmente al drama, también se ocupó de pintura
y escultura (la arquitectura era considerada por los antiguos como una
actividad práctica, no espiritual). Aristóteles discurre incluso sobre los
medios empleados por los artistas y se ocupa del color y, especialmente, del
dibujo (definición de la forma), viendo en ellos muy justamente el medio para
agudizar el sentido crítico, el espíritu de observación y la sensibilidad por
la belleza. Para Aristóteles, arte es esencialmente imitación y lo exalta como
tal: en efecto, el arte no representa literalmente lo que el hombre es, sino lo
que debería ser, llegando de este modo a alcanzar valores absolutos y
universales.
El pensamiento de los
filósofos griegos fue distintamente influido por Platón y Aristóteles: los
epicúreos, por ejemplo, seguidores de Epicuro de Samos (-342-270), partiendo de
las concepciones de ambos filósofos, que en la contemplación de la obra
artística sentían un placer desinteresado (razón de más para que Platón
condenase la actividad artística), justificaron el arte por el sutil goce
intelectual que brinda; los estoicos, seguidores de Zenón de Citio, que enseñó
en Atenas desde el -308, basándose en Aristóteles, le reconocieron un especial
valor pedagógico.
Un eco de estas
concepciones encontraremos en el pensamiento romano y particularmente en el del
poeta Quinto Horacio Flaco (-65-8), que en su Ars Poética, afirma que el arte
(aludiendo especialmente a la poesía) debe «enseñar deleitando», concepción hoy
carente de valor.
Fuente: Historia del arte- Ed.Vita-Valencia,1980
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