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16 de junio de 2013

Análisis de El reñidero de Sergio De Cecco

Análisis de El reñidero de Sergio De Ceceo

En una sólida estructura, Sergio De Cecco traslada, con inteligencia y cuidado estilístico, Electra de Sófocles a una épo­ca y medio incuestionablemente argentinos.
Mantiene el planteo y los personajes de la obra clásica: Electra-Elena, Clitemnestra-Nélida, Agamenón-Pancho Morales y Orestes, a quien le conserva el nombre. El tema de Sófocles, la desmesurada sed de venganza de Electra y su obsesión por ser la única destinataria del duelo por la muerte de su padre, abre su óptica en la obra de De Cecco, lo que permite abarcar una época en la historia argentina. Humaniza a los personajes, pluraliza sus deseos, los desgarra en sus conductas éticas.
El lenguaje de los personajes es ajustado y minucioso. El de las mujeres, de una construcción perfecta, producto de una lectura atenta por parte del autor de los clásicos españoles. El de los malevos, inspirado en la obra de Samuel Eichelbaum Un guapo del 900, y en el guión de cine Los orilleros y en el Eva­risto Carriego, de Jorge Luis Borges. La ambientación se des­prende de los sainetes de la época, como La tierra del fuego, de Carlos María Pacheco. El autor reconoce la influencia de La historia del arrabal, de Gálvez; de El barrio de las ranas, de Enrique García Velloso y de La cabeza de Goliath, de Ezequiel Martínez Estrada.
Se conservan en los parlamentos masculinos el yeísmo y grafías que imitan la lengua hablada (gayo, lao, poyerudo, edá, etc.), que deben tenerse en cuenta al hacer la lectura, ya que constituyen en sí mismos una característica del estilo. No restan ni cuidado ni lirismo al texto, sino que lo subrayan y le dan fuer­za.
Opina el filósofo alemán Karl Jaspers que el eje de la his­toria mundial parece pasar por el siglo v. a.C. en mitad del pro­ceso espiritual que hubo entre los años 800 y 200 a.C, cuando surgieron Confucio y Lao Tsé en China; los Uspanishads y el Buda, en la India; Zaratustra, en Persia; los profetas del Antiguo Testamento, en Palestina; Homero, los filósofos y los dramatur­gos clásicos, en Grecia. Y esto es así porque el hombre piensa en sus pensamientos para ser y este hecho lo convierte en per­sona con conflictos propios.
Como todo creador, De Cecco expresó sus propios con­flictos a partir de sus personajes. Si bien El Reñidero tiene pun­tos de convergencia con Electra y la Orestíada, también expo­ne un rasgo característico del autor: es el que refleja el universo de seres marginados por fuertes conflictos emocionales y con grandes dificultades para crecer en el medio social.
Su Orestes es un ser en busca del amor paterno: Pancho Morales, distante, indiferente, ciego frente a su hijo, es el cuchi­llo que cifrará el matricidio.

La estructura de la obra

La obra se desarrolla alrededor de dos situaciones dramá­ticas que constituyen los dos actos.
En el primero se sigue más de cerca la obra de Sófocles. El tema es la muerte de Pancho Morales, que sirve de apoyatu­ra para desenvolver al personaje de Elena, quien toma sobre sí no solo la muerte, sino también la persona de su padre. La adhesión incondicional a los valores de Pancho Morales, a su época terminada, conforma su destino infausto, un castigo que la lleva a asumir, aun sin desearlo, el odio y la sed de venganza que la consumirá.
Elena.—  /.../ Yo quiero este mundo, así sea un reñidero, porque fue el suyo.
Vicente.—     ¿A costa de la sangre y el duelo?
Elena.— Al duelo lo traemos prendido como una araña desde que venimos al mundo. Yo, de chica, jugaba aquí, Vicente, entre la sangre de los gallos, de los que aprendí la única ley que conozco [...)
(Acto I- Cuadro I)

Los demás personajes se van distribuyendo alrededor de este núcleo y se agrupan para formar fuerzas propulsoras, contra-actantes, que intensifican el planteo. Pancho Morales es Elena, es Soriano que pretende mantener una guapeza sin vigencia. El grupo de malevos que subrayan la trayectoria dramática cons­tituyen el coro de la tragedia griega, dan cohesión de modo iró­nico a la permanencia de valores e informan al espectador; no hablan de sí mismos ni del ambiente sino que sus parlamentos inconclusos sugieren un tipo de vida: el de los malevos.
El autor instrumenta recursos del teatro expresionista en este caso: parlamentos sueltos sin causalidad ni función deter­minada, pero creadores de tensiones subordinadas a la protago­nista del acto.
Pancho Morales, el Agamenón ausente en Sófocles, toma cuerpo para encarnar el mito del guapo y cobra vida en los raccontos, en este primer acto, solo en relación con el personaje de Elena. La nostalgia del guapo se afirma en este acto en todos sus aspectos positivos.
La dramatización se produce cuando ya fortificada la fuer­za Elena-Pancho Morales-Soriano, se crea la fuerza oponente: Nélida-Vicente, que desean un mundo ajeno al del reñidero, un mundo sin violencia que existe fuera del círculo cerrado por la cólera y la sangre.

Vicente.—      Uno sirve pa lo que quiere servir. Ya me ves, un día yo le dije bas­ta a la contundencia, hasta aquí el estrilo y se acabó. Ahora soy co­mo todos: trabajo, vivo, y que es al final y al cabo, lo que uno, medio atolondrado, ha estado queriendo desde que llegó al mundo.
(Acto II. Cuadro I)
En el primer acto se anticipa la tragedia y el tema. La vie­ja como el mensajero del teatro griego, lo anuncia dentro de un clima de verdad y valentía inconsciente:

Vieja.— ¿A mí me podrán hacer callar, pero, qué pasará cuando lo sepa Orestes?
(Acto I. Cuadro I)
El parlamento crea tensión para inmediatamente disten­derla. Pero la palabra está dicha: Orestes. Y Nélida lo repite en un tono de pesadilla y miedo. Desconoce qué pasará cuando llegue su hijo. Esta ignorancia se ahonda en un inquieto desve­lo. Desde este momento se intensifica el juego dramático que culmina con la llegada de Orestes.
El título de la obra es emblemático: no solo denota el ám­bito de los viejos reñideros, sino que es el símbolo de una épo­ca de muerte. Es un círculo cerrado que recuerda la antigua "orkestra" de la tragedia griega, no ya recorrida por el coro (pre­sencias vivas), sino solo habitada en los raccontos (evocaciones de muertos). El reñidero, para estos hombres, es el mundo, la ley, la muerte, el color de la sangre. (Acto II-Cuadro I)
Sergio De Cecco siguió la tragedia de Sófocles en el pri­mer acto, pero en el segundo se aparta para crear su propio Orestes. Es a través de este personaje que el tema se desplaza hacia el verdadero nudo dramático: la época, el cambio de pers­pectiva socio-política y la desmitificación del guapo. Orestes es el personaje por donde pasa la original óptica del autor. Es la víctima de choque de las fuerzas dramáticas, es el verdadero protagonista de la obra y es la creación del autor.
Todo el segundo cuadro está construido en una creciente tensión. Orestes se encuentra atado a la época del padre, pero sin convicción personal. Busca en el padre la afirmación de su propia imagen. Su sometimiento es patético en cuanto desea comprender, vencer la indiferencia de su padre, lograr su cariño y respeto. Las fuerzas se juegan ahora dentro del personaje: una fuerza, Pancho Morales y su mundo; y la oponente Nélida-Vicente. La ligazón afectiva fortísima que lo une a la madre y la amistad fraterna de Vicente le dan pie para el racconto esclarecedor.
La figura dramática de Pancho Morales se va diluyendo en agachadas, en situaciones límite, donde no se juega por honor o por guapeza, sino por conveniencia mezquina. Orestes queda huérfano. Aun si se librara de la figura del padre, su adhesión afectiva a la madre y el mundo que ella representa, que es tam­bién el que él anhela, se volvería en su contra.
En la escena con Elena, Orestes, abatido, sin resistencia, sin pensar, admite que hay que vengar sin comprender el por­qué. Siente la necesidad de la imagen del padre, aun desmitifi­cada y destruida. Pretende, en un esfuerzo supremo, encontrar­se en Pancho Morales, saber cuánto vale su respeto.
Inteligente, el texto muestra la inseguridad, la autodestrucción por el fracaso en dos escenas que reiteran la misma si­tuación dramática casi con iguales parlamentos. 
Las dos muer­tes que marcan el destino de Orestes responden a una misma estructura: en ambas actúa el hombre que no quiere matar, con resortes propios, que se enfría. La búsqueda desesperada de un padre que lo desprecia lo lleva al asesinato como un autómata. Orestes, en El reñidero, provoca una "simpatía" solemne por la inevitabilidad de su destino que lo aparta del significado moral del acto. Es un personaje trágico del más puro trazado dramá­tico. De Cecco supo poner los elementos exactos en su crea­ción, para que el espectador se conmueva. Este violador del or­den actúa de acuerdo con las fuerzas que lo desgarran y su ac­ción no se debe a la flaqueza o maldad, sino a lo arriesgado de la situación teatral en la que está ubicado.
La estructura dosifica gradualmente la dilucidación del te­ma. El primer acto, dividido en dos cuadros, sirve al autor para ir trazando el mito del guapo de Palermo con sus rasgos positi­vos, pero ya muerto. La llegada de Orestes enmarca la vengan­za presente en la risa de Elena vencedora.
El segundo cuadro se abre con una función retardante. El autor hábilmente crea un personaje del grotesco para la espera premonitoria: el trapero. El grotesco es el teatro de la soledad del hombre y es farsa, porque denuncia como impulsos fallidos todo lo que debería negarla: pasión de permanencia en el mun­do, vuelco afectivo hacia la realidad circundante, tensión hacia algo poderoso y definitivo.
Entre premonitorio y simbólico, el personaje del trapero toma la superstición de la época y en forma agorera anticipa o reafirma la tragedia. Ha llegado un Orestes no seguro de su destino,  a merced de las fuerzas dramáticas que juegan en la obra.
En el parlamento del trapero, Sergio De Cecco ha sabido poner un lenguaje hondo y lírico. Sintetiza el movimiento escénico del primer cuadro y, como el coro trágico, anticipa al público que sucederá todo lo que ha ido adivinando. El tiempo parece dete­nerse y lo enmarca un lenguaje que irá en gradación, desde una lengua coloquial hasta la intensidad de la lírica.

Trapero.— /.../ Hoy la muerte vendrá a ver su riña y nosotros seremos los ga­yos. En estos días los hombres no se amasijan por unos tragos más, ni por un naipe, o una hembra... se amasijan por cosas que traen del nacer. Hoy la hija se vuelve en contra de su madre y el hijo, de su padre. Hoy se aparejan hermano y hermana y la leche que se dan, es leche de sangre. Hoy, el macho y la hembra saben querer y saben odiar como el primer día... (va saliendo) y el mie­do anda desnudo como un cachorro recién parido... (Ríe aleján­dose fuera de la escena.)
(Acto I. Cuadro II)
De alguna manera reconoce la índole de Pancho Morales y termina con el hombre, el guapo orgulloso del primero y abre la desmitificación del segundo acto.

Trapero.— ¡Quién sabe!... (Sonríe.) Yo, a la noche, abro el atao, saco los tra­pos y los miro despacito: las costuras... el forro... y aprendo a co­nocerle la índole a los hombres. Taitas que por afuera eran más estiraos que cueyo e' pavo, por adentro solo eran puro remiendo y retazo, cosidos de mala gana, como con bronca y vergüenza. (Mete una prenda en la bolsa y la pesa.) Esta es la verdadera je­ta de la vida, la jeta deshilachada que si le sabes entender su chamuyo te hace sabedora de todos los secretos de los hombres.
(ídem)
El cuadro continúa el planteo de las fuerzas que actuarán para crear al protagonista y se cierra con la incertidumbre de Elena.
En el segundo acto, se hacen más frecuentes los raccontos. Si en el primer acto eran enmarcadores de la actitud viril de Pancho Morales en los recuerdos de Elena, en este segundo, to­dos desmitifican la figura del padre en las evocaciones de Ores­tes y Nélida. Como fuerza propulsora, actúa Nélida, con su cari­ño, su ternura y sus deseos de recuperar el amor del hijo.
La crisis dramática del acto se produce cuando Pancho Morales, por intereses mezquinos, entrega, o mejor dicho vende a su hijo.
En el racconto Orestes se derrumba. El diálogo con Vicen­te vuelve hacia la época. En este acto se dramatizarán las dos muertes cometidas por Orestes, y volcadas en estructuras para­lelas.
Ambas tienen dos momentos. Orestes no puede y la figu­ra despreciativa del padre lo obliga a la pregunta desolada: ¿A qué seguir matando? La respuesta es conminatoria: Es tu última oportunidad.
Jorge Luis Borges fue quien descubrió en el orillero porte­ño un personaje representativo de Buenos Aires, y merecedor de abandonar el sainete. En 1926, lo perfila en Leyenda Policial, considerada por la investigadora Ana María Barrenechea como un borrador del cuento "El hombre de la esquina rosada" que se incluye en Historia Universal de la infamia en 1935, donde ya adquiere una dimensión inesperada. En 1940, Samuel Eichelbaum lo traslada al teatro como protagonista de Un guapo del 900.
En 1964, Sergio De Cecco desmitifica a este singular per­sonaje, lo ubica y muestra toda la complejidad de su mundo in­terior y de su entorno en El reñidero.
La literatura intenta superar los límites humanos del tiem­po y el espacio. Electra y El Reñidero. Un joven Orestes de allá lejos, de entonces (de Grecia, hace más de 3000 años) reapa­rece en el barrio de Palermo en Buenos Aires, en 1905. Una lec­tura que pueda desplazarse desde el allá y entonces hasta su acá y ahora, reconociendo identidades y diferencias construye la tradición y la novedad que no puede distinguirse sino gracias a esa construcción.
Dice Sergio De Ceceo, en entrevista personal, sobre su trabajo:
Cuando me propuse dar una versión propia de la tragedia de Sófocles, me encontré ante la difícil decisión de ubicarla histórica y geográfica­mente en la Argentina. Elegí un arrabal porteño y un año de crisis: 1905. La población estaba formada, en su gran mayoría, por gauchos despla­zados de la tierra y perseguidos por la justicia que, imposibilitados de in­tegrarse a una ciudad en tren de progreso e industrialización, caían ine­vitablemente al servicio de la politiquería local como matones a sueldo. Presentí que esos hombres conservaban pautas morales rígidas, cristali­zadas por la lucha contra el indio. Esta rigidez ética me permitió su evo­cación en las duras normas impuestas a los personajes del teatro griego. Tal como en Sófocles y en toda la tragedia, en ese arrabal se vivía perma­nentemente en estado de duelo (la muerte era una vieja conocida, una presencia habitual en las familias), en un sometimiento al destino como algo irrevocable, quizás heredado del hombre de campo que vivía some­tido a las contingencias de la naturaleza.
Estos fueron los elementos coincidentes que me llevaron a ubicar Electra de Sófocles, en el Palermo de 1905, barrio poco invadido por el inmigran­te, que se extendía desde la cárcel de Las Heras hasta la Recoleta. La gen­te de Palermo constituía una especie de logia muy cerrada, orgullosa de sí misma y de su bravura. Denominaban al barrio "la tierra del fuego" ("Apártese se lo ruego, que soy de la tierra del fuego"), y se considera­ban los más guapos, los más bravos, los más peligrosos. En esta especie de "status" superior al nivel de los demás arrabales, me di la oportuni­dad de crear en el espectador una asociación con el ambiente palaciego en que se desenvolvía la tragedia griega. Por esa misma razón, y con el propósito de dar imágenes colindantes, investigué el lenguaje y pensé que los malevos de Palermo estaban poco influidos por la inmigración, ya que su barrio no era de pequeñas industrias en desarrollo, como la Bo­ca y Barracas, y que el hombre seguiría conservando ciertos arcaísmos españoles en su habla, como lo vio con claridad Jorge Luis Borges, en su argumento cinematográfico Los orilleros. Asimismo, y para no romper con el código que me había impuesto, les di a los personajes femeninos un lenguaje algo barroco, con la esperanza de que el espectador se situa­ra inconscientemente en la atemporalidad de la tragedia griega.

  Fuente: El reñidero
Ed.Cántaro, Bs.As.,2003




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