La historia de Abelardo y Eloísa: un idilio romántico
Pedro Abelardo nació en 1079, en un
castillo sito en los confines meridionales de Bretaña, a unos veinte kilómetros
al este de Nantes. A los dieciséis años, fue a estudiar a París, con los
mejores dialécticos de Francia. Como buen escolástico, la dialéctica era su manjar
favorito. Muy joven aún, fundó escuela propia y su reputación llegó a tal extremo
que se agolpaban los discípulos en torno suyo, mientras en los demás maestros disminuía
el número de oyentes. Su prestigio se acrecentó al enseñar teología.
Sin
embargo, al llegar a los cuarenta años, se cruzó en su camino con una muchacha
bella e inteligente, Eloisa, que le presentaron como discípula. La muchacha había
sido educada por su tío, el canónigo Fulberto, y las relaciones entre esta
familia y Abelardo se hicieron tan amistosas que el profesor fue invitado a
vivir en casa del canónigo. Abelardo se expresa con mucha franqueza al
referirse a esta época de su vida:
"Primero nos reunimos bajo un mismo techo, luego
se unieron nuestros corazones. Bajo pretexto de estudiar, nos entregamos por
entero a nuestra pasión. Los libros permanecían abiertos ante nosotros, pero
nuestras palabras eran más numerosas que las explicaciones de los textos".
Esta
intimidad entorpeció el trabajo intelectual. A la larga, Abelardo no podía resistir
tantas noches dedicadas al amor y a la labor de sus duras jornadas. Sus cursos resultaron
menos interesantes: la inspiración le abandonó y se volvió rutinario. Pronto
toda la ciudad estuvo al corriente de la aventura y, cuando se enteró Fulberto,
arrojó a Abelardo de su casa en el acto. Poco después, Eloísa le reveló que esperaba
un hijo y decidieron casarse. El matrimonio se celebró en París, en presencia de
Fulberto y algunos amigos. Un matrimonio público hubiera imposibilitado a Abelardo
la carrera eclesiástica; con todo, este enlace secreto no satisfacía al
canónigo Fulberto. No cesaba en sus insistencias y en amargar la vida a Eloísa.
Al fin, Abelardo la llevó al convento donde se educó. Fulberto imaginó que el
filósofo intentaba zafarse de sus deberes. El odio acumulado contra Abelardo
estalló entonces de modo terrible: una noche, asesinos a sueldo secuestraron al
sabio profesor y le privaron de su virilidad.
Un
idilio dramático
El
águila altanera se convirtió en un pobre mutilado. No obstante, a ruegos de sus
alumnos, reemprendió los cursos y sus discípulos fueron más numerosos que
nunca. Entonces, podía consagrarse por entero al estudio. Pero sus enemigos no
le dejaron en paz. Le acusaron de herejía, mas la calumnia se volvió contra sus
adversarios. Trataron de eliminarlo mezclando veneno en el vino de la misa. Por
fin, pagaron a unos espadachines para suprimirlo, pero logró huir. Eloísa lo
amaba con más pasión que antes. Le escribía sin cesar las más inflamadas
cartas. Él replicó con una epístola paternal exhortándola a resignarse con su suerte.
"Si en las cosas divinas sientes necesidad de mi dirección y consejos
escritos, pregunta cuanto desees saber; responderé en la medida de la
inspiración que Dios quiera concederme."
Nada
queda ya del amante apasionado: reaparece el antiguo dialéctico. El doliente
corazón de Eloísa no esperaba tan mesuradas palabras. En otra carta insiste en su
apasionado amor, que no logra reprimir, aun siendo ya priora de su convento. La
respuesta de Abelardo fue una severa homilía. Si Eloísa deseaba unirse a él un día
en la felicidad eterna, debía apartar de su alma la peligrosa amargura que la consumía:
"Llora por tu Salvador y no por tu seductor". Luego, sólo la calidad
de priora se relacionó con su maestro y sometió su correspondencia a las reglas
conventuales.
Con
todo, Abelardo no había llegado aún al límite de sus sufrimientos. Se vio
mezclado en una violenta disputa teológica con Bernardo de Claraval, que lo
acusó de hereje en un concilio. Fue condenado a la hoguera. Abelardo, anciano y
fatigado, se retractó de sus afirmaciones condenadas y pudo recuperar la paz.
Murió
dos años después, en 1142. Conforme a su última voluntad, fue sepultado en el
recinto conventual de Eloísa.
Ella le sobrevivió veintidós años y sus despojos mortales
fueron colocados junto a los de quien tanto amó. En 1817, sus restos fueron transferidos
por el Padre Lachaise, para que reposasen en el mismo sarcófago. Su tumba común
ha sido siempre lugar de peregrinación para enamorados y para quienes lloran un
amor perdido. Eloísa constituye un símbolo del amor capaz de sacrificarlo todo
a un ideal. En la poesía y en la imaginación popular, Eloísa y Abelardo
aparecen junto a otros célebres amantes: Tristán e Isolda, Dante y Beatriz,
Romeo y Julieta.
Fuente: HISTORIA
UNIVERSAL
CARL
GRIMBERG
TOMO
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