El problema del mal en
algunos caracteres de Shakespeare: ambición, resentimiento, rebeldía,
egolatría
William Shakespeare se sintió atraído muy frecuentemente en el dibujo
y creación de sus criaturas por el factor moral y sus consecuencias. Los
juegos y matices de la pasión, sus nacimientos y desarrollos, el alcance de
sus cumbres y sus frenesíes ocupan ancho margen dentro del riquísimo escenario
de su arte teatral. Y no son exclusivamente las descripciones de pasiones
nobles las que pinta. La maldad tiene en Shakespeare amplia acogida. Gracias a
ella se inaugura el drama y se desencadena la tragedia.
Para Shakespeare lo maléfico posee un poder avasallador. Ello surge
duro y sobriamente, ensimismado y retraído, atento sólo a conveniencias
personales, con absoluto menosprecio del derecho de los demás.
En la economía de lo
maligno, según Shakespeare, dos factores se destacan nítidamente: uno, la
ambición; otro, el resentimiento. La ambición es terrible. Como un incendio,
acrecentado de continuo, ella dirige las almas avasallando derechos y
atropellando obstáculos.
El resentimiento, por
su parte, prepara desde lejos una venganza implacable, venganza contra todo y
contra todos, y en primer término contra la vida y la naturaleza mismas, a las
cuales se achacan ofensas e injusticias reales o imaginarias.
Para Shakespeare la
maldad conoce casi exclusivamente dos orígenes: el de un amor propio desmesurado o el de la sed de poderío. Las
restantes pasiones no penetran en los dominios de lo malo. Un Otelo no es malo por más que mate, ni
un Bruto se convierte en un malvado
por más que ultime.
La maldad, cuando es un sentimiento
digno de tal sustantivo, no es atributo de almas medianas. Ella obtiene como
único paralelo contrario, la santidad. Como afirma Bernanos: "Únicamente los santos y los malvados
conocen el pecado de verdad". La maldad para ambos es negocio de
envergadura. Dios y el demonio se
disputan las almas. Hay en ellas cumbres de generosidad como hay abismos de
perversión. El drama, el grande y auténtico drama sólo puede realmente darse
cuando se aprecian y valorizan los caminos, y esto depende de la voluntad del
hombre, centro de la disputa y sujeto de la elección.
Querer, poder y
saber elegir
La riqueza de lo humano
reside en enfrentarse con la disyuntiva ética, y querer, y poder, y saber
elegir. El drama existe ya en el instante del enfrentamiento. Las consecuencias
podrán revelar a los demás el fenómeno que en el momento inaugural se presentó
frente a la decisión definitiva.
Shakespeare pone en labios de
su Macbeth esta frase tremenda: "Solo el crimen puede consumar lo que
ha empezado el crimen". Los teólogos aseguran que un acto virtuoso
prepara y agiliza la voluntad para el siguiente. Lo mismo podría decirse sobre
el acto vicioso. El hábito en uno u otro caso adquiere mayor tensión como el
objeto que cae adquiere mayor velocidad. La ley de la costumbre recuerda la
ley de la gravedad.
En el campo de la perfidia el
crimen debe necesariamente repetirse para asegurar el triunfo del crimen. Tal
es la exigencia del "crimen perfecto", al cual rarísima vez se llega. Macbeth se ve constreñido a continuar
su crimen y prolongar su culpa porque los obstáculos surgen, las sospechas se
multiplican, las resistencias despiertan y la rebeldía justiciera acaba por
descubrir los orígenes del pecado y poner coto a los repetidos desafueros.
Por otra parte, la ambición y
el resentimiento finalizan en tiranía. Es la impostergable ley de lo malo. El
mal esclaviza a propios y extraños. La ambición come. El resentido no descansa,
pues el aguijón del amor propio incontrolado espolea y acucia.
Shakespeare es el gran
escudriñador de las almas, de sus repliegues, de sus reacciones, de sus
astucias. Nadie como él conoce las finuras de la tentación y las desgarraduras
de la conciencia. Un Hamlet, un Macbeth,
un Ricardo III son sus hijos y pregonan con sus dudas y sus cálculos, su
planear y su discurrir, la hondísima calidad observadora de quien les insufló
aliento y les infundió perenne vida.
EL
UNIVERSO DE LO MALÉFICO
En
su teatro, para estimular su vena dramática, nada más directo y adecuado que
recurrir a la pintura y exposición de las influencias y juegos del mal. En esto
el inglés Shakespiere, como siglos antes el italiano Dante, echa mano al
universo de lo maléfico, y plasma, con ayuda del brotar de las pasiones y su
desarrollo, el ejercicio del más esencial entre todos los valores humanos: el
de la conciencia.
El
valor de un hombre se refugia siempre, en definitiva, en esa actuación de bien
o de mal, de justicia o injusticia. La historia acaba por reconocerlo con su
veredicto. Lo que un hombre merece en vida lo adquiere impostergablemente su
memoria.
Las
criaturas de Shakespeare son seres vistos por dentro. Ellos ostentan un valor
definitivo, habiendo sido "fijados" en un instante cenital. Cuando
Shakespeare termina el drama, sus héroes alcanzan las cumbres de sus vidas,
tanto en valorización humana cuanto en significación existencial. Lo que
pudieron dar, lo han dado. Lo que pudieron ser, lo han sido. La dramaturgia de
Shakespeare no es ese reflejar el mundo como el mundo debería ser, sino el
mundo de la intimidad de cada uno, dentro del cual cada uno escoge o rechaza y
en el que se siente la tentación y la lucha, la duda, y la angustia, y la
rabia, y el dejarse llevar, impotente, por la marejada de las circunstancias y
acontecimientos, por propósito o temperamento, por voluntad o por impotencia.
El
mundo de Shakespeare, además, es real; un mundo por el cual y con el cual se
hace la historia y se confiere su significado a cada vida humana. En esas vidas
la maldad forzosamente debe ejercer su influencia. Ella penetra como elemento
catador de voluntades o como ingrediente que sazona las existencias. "La
tentación prueba al hombre", ha dicho el místico. Shakespeare sabe que sin
la presencia de lo malo, ni su teatro ni la vida se convertirían en
"drama", pues la experiencia surge con la prueba como el vigor con la
resistencia. El enfrentarse con la maldad y con el malvado obliga a reconocer
el valor de las jerarquías humanas, hace despertar la necesidad de su defensa y
estimula finalmente el sentido de vivir de cada hombre.
Por
ello si Macbeth asesina y Ricardo III
aniquila, también a sus lados se yergue el veredicto. El crimen no queda
impune por más impune que parezca quedar. Si la sanción no cae en los autores,
si no pesa sobre ellos, el tiempo, o mejor los hombres, hijos del tiempo,
sancionarán los hechos e impondrán justicia con sus sentencias históricas.
Las
derrotas finales de Macbeth y de Ricardo
III se consiguen mejor a causa del horror de sus obras que en virtud de
la efectividad de las armas ajenas. Las iracundias del rey inglés o del
guerrero escocés provocan las uniones en su contra, mientras sus personales desvaríos
complican los propios afanes combativos, restándoles vigor y preparando sus
derrotas.
Rebeldía
El
reino de la maldad no será jamás constructivo. Lo que a hierro se conquista a
hierro se pierde. El descontento y la intranquilidad son los frutos. Y la
marejada de la rebeldía, ahogada tal vez durante un tiempo, vuelve a brotar
incontenible.
Shakespeare, gran
observador de la naturaleza humana y genial dramaturgo, comprende la
avasalladora fuerza de las pasiones maléficas que constituyen la insustituible
palanca productora de los dramas. También comprende que a su alrededor los
dramas suelen elevar el tono y tornarse en tragedias alcanzando así su clima
definitivo.
La llegada del mal a
cada alma equivale a un medidor de valores morales, pues él revela lo que
realmente se es. Esa lección la demuestra Shakespeare en su Rey Lear, cuyo drama máximo,
mucho más que en la sucesión de hechos trágicos, descansa en la noble y limpia
franqueza de Cordelia, quien no sabe
mentir para medrar.
Jorge Bernanos acierta
cuando señala el aspecto "radical de la lucha entre lo bueno y lo
malo". Ella es titánica; muy por encima de intrigas intrascendentes e
inmediatos apetitos sensuales. El mal es de por sí destrucción, talador de toda
esperanza, ilusión o paz. Con él se acompañan la inserenidad y el desasosiego.
En torno de Macbeth, de Ricardo III, de Yago (lugarteniente
de Otelo), las tinieblas crecen y se espesa la soledad. Los afectos se
debilitan y los amigos abandonan. La perfidia levanta siempre sus muros en derredor
de quienes la practican. El círculo de la ambición y el despotismo termina
por impedir todo respiro al elevar las paredes de su egoísmo. El mal posee su
aureola espiritual como las poseen la inteligencia, la bondad o la gracia. Su
irradiación anímica es evidente. Si el genio, la simpatía y la nobleza crean
sus atmósferas alrededor de quienes tales cualidades tienen, también la maldad
ostenta la suya dilatando su campo y ensanchando la influencia.
El teatro de Shakespeare lo demuestra. Los
"climas" de sus dramas van aumentado su tensión a medida que el mal
acrece hasta llegar al ahogo. Macbeth es buen ejemplo de lo dicho. En él la
atmósfera externa se hermana a la atmósfera interna del protagonista. El
batallar espiritual del escocés parece crecer incesantemente. No hay tregua para sus crímenes, pues "el crimen llama al crimen" e
impide el sosegado disfrute de lo conquistado.
Sin embargo, en Macbeth la conciencia se
mantiene viva. Ricardo III se burla de ella o la olvida, o la desconoce. Es
mucho su cinismo.
Egolatría
En realidad, la semilla de lo maléfico reside siempre en la egolatría.
Hacer de lo propio lo único es el comienzo del reinado del mal. Todos los
caracteres de Shakespeare, dominados
por el crimen, empiezan por amarse ellos de manera ilimitada. Sólo importa la
conveniencia, el honor, el poder. Dentro de esta posición se niega todo derecho
ajeno, se avasalla toda justicia, se desprecia toda razón.
Sin embargo, es indudable que este sentimiento del mal engendra a su
vez la reacción del sentir contrario. El derecho se levanta en contra de la
arbitrariedad, la justicia se yergue en defensa de sus fueros, la razón
combate por su razón.
Gracias a este doble
juego, la vida del hombre adquiere su plena dimensión, también su significado.
El mal que ambiciona la destrucción del bien; el mal que al destruir, niega. Y
por consiguiente, mata. La vida -el bien- debe luchar para prolongar la vida entre los hombres, en sus conciencias, y no dejarlas morir. De
ahí lo desgarrador del combate y lo esencial de la guerra. De ahí también lo
capital del conflicto y lo básico del planteamiento argumental de algunos de
los caracteres de Shakespeare en su obra genial. Frente a ese escoger del bien
o del mal reside toda la grandeza de la intrínseca grandeza humana, y así, su
corta permanencia sobre la tierra cobra toda su significación. Shakespeare, el
gran intuitivo, lo comprendió así e hizo del problema natural del hombre el
problema fundamental de sus dramas, trasladando a ellos la verdad de cada
hombre.
Knnaak Peuser,
Angélica. La Prensa, 1o de noviembre de 1964
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