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8 de mayo de 2019

El problema del mal en algunos caracteres de Shakespeare: ambición, resentimiento, rebeldía, egolatría


El problema del mal en algunos caracteres de Shakespeare: ambición, resentimiento, rebeldía, egolatría

William Shakespeare se sintió atraído muy frecuentemente en el dibujo y creación de sus cria­turas por el factor moral y sus consecuencias. Los juegos y matices de la pasión, sus naci­mientos y desarrollos, el alcance de sus cumbres y sus frenesíes ocupan ancho margen dentro del riquísimo escenario de su arte teatral. Y no son exclusivamente las descripciones de pasiones nobles las que pinta. La maldad tiene en Shakespeare amplia acogida. Gracias a ella se inau­gura el drama y se desencadena la tragedia.
Para Shakespeare lo maléfico posee un poder avasallador. Ello surge duro y sobriamente, ensi­mismado y retraído, atento sólo a conveniencias personales, con absoluto menosprecio del derecho de los demás.

En la economía de lo maligno, según Shakespeare, dos factores se destacan nítidamente: uno, la ambición; otro, el resentimiento. La ambición es terrible. Como un incen­dio, acrecentado de continuo, ella dirige las almas avasa­llando derechos y atropellando obstáculos.
El resentimiento, por su parte, prepara desde lejos una venganza implacable, venganza contra todo y contra todos, y en primer término contra la vida y la naturaleza mismas, a las cuales se achacan ofensas e injusticias rea­les o imaginarias.
Para Shakespeare la maldad conoce casi exclusivamen­te dos orígenes: el de un amor propio desmesurado o el de la sed de poderío. Las restantes pasiones no penetran en los dominios de lo malo. Un Otelo no es malo por más que mate, ni un Bruto se convierte en un malvado por más que ultime.
La maldad, cuando es un sen­timiento digno de tal sustantivo, no es atributo de almas media­nas. Ella obtiene como único paralelo contrario, la santidad. Como afirma Bernanos: "Única­mente los santos y los malvados conocen el pecado de verdad". La maldad para ambos es negocio de envergadura. Dios y el demo­nio se disputan las almas. Hay en ellas cumbres de generosidad como hay abismos de perversión. El drama, el grande y auténtico drama sólo puede realmente darse cuando se aprecian y valo­rizan los caminos, y esto depen­de de la voluntad del hombre, centro de la disputa y sujeto de la elección.
Querer, poder y saber elegir
La riqueza de lo humano reside en enfrentarse con la disyuntiva ética, y querer, y poder, y saber elegir. El drama existe ya en el instante del enfrentamiento. Las consecuencias podrán revelar a los demás el fenómeno que en el momento inaugural se presentó frente a la decisión defi­nitiva.
Shakespeare pone en labios de su Macbeth esta frase tremenda: "Solo el crimen puede consumar lo que ha empezado el crimen". Los teólogos aseguran que un acto virtuoso prepara y agiliza la voluntad para el siguiente. Lo mismo podría decirse sobre el acto vicioso. El hábito en uno u otro caso adquiere mayor tensión como el obje­to que cae adquiere mayor velocidad. La ley de la costum­bre recuerda la ley de la gravedad.
En el campo de la perfidia el crimen debe necesaria­mente repetirse para asegurar el triunfo del crimen. Tal es la exigencia del "crimen perfecto", al cual rarísima vez se llega. Macbeth se ve constreñido a continuar su crimen y prolongar su culpa porque los obstáculos surgen, las sos­pechas se multiplican, las resistencias despiertan y la rebeldía justiciera acaba por descubrir los orígenes del pecado y poner coto a los repetidos desafueros.
Por otra parte, la ambición y el resentimiento finalizan en tiranía. Es la impostergable ley de lo malo. El mal esclaviza a propios y extraños. La ambición come. El resentido no descansa, pues el aguijón del amor propio incontrolado espolea y acucia.
Shakespeare es el gran escudriñador de las almas, de sus repliegues, de sus reacciones, de sus astucias. Nadie como él conoce las finuras de la tentación y las desgarra­duras de la conciencia. Un Hamlet, un Macbeth, un Ricar­do III son sus hijos y pregonan con sus dudas y sus cál­culos, su planear y su discurrir, la hondísima calidad observadora de quien les insufló aliento y les infundió perenne vida.
EL UNIVERSO DE LO MALÉFICO
En su teatro, para estimular su vena dramática, nada más directo y adecuado que recurrir a la pintura y exposición de las influencias y juegos del mal. En esto el inglés Shakespiere, como siglos antes el italiano Dante, echa mano al universo de lo maléfico, y plasma, con ayuda del bro­tar de las pasiones y su desarrollo, el ejercicio del más esencial entre todos los valores humanos: el de la con­ciencia.
El valor de un hombre se refugia siempre, en definitiva, en esa actuación de bien o de mal, de justicia o injusticia. La historia acaba por reconocerlo con su veredicto. Lo que un hombre merece en vida lo adquiere imposterga­blemente su memoria.
Las criaturas de Shakespeare son seres vistos por den­tro. Ellos ostentan un valor definitivo, habiendo sido "fijados" en un instante cenital. Cuando Shakespeare ter­mina el drama, sus héroes alcanzan las cumbres de sus vidas, tanto en valorización humana cuanto en significa­ción existencial. Lo que pudieron dar, lo han dado. Lo que pudieron ser, lo han sido. La dramaturgia de Shakespeare no es ese reflejar el mundo como el mundo debería ser, sino el mundo de la intimidad de cada uno, dentro del cual cada uno escoge o rechaza y en el que se siente la tentación y la lucha, la duda, y la angustia, y la rabia, y el dejarse llevar, impotente, por la marejada de las cir­cunstancias y acontecimientos, por propósito o tempera­mento, por voluntad o por impotencia.
El mundo de Shakespeare, además, es real; un mundo por el cual y con el cual se hace la historia y se confiere su significado a cada vida humana. En esas vidas la mal­dad forzosamente debe ejercer su influencia. Ella penetra como elemento catador de voluntades o como ingredien­te que sazona las existencias. "La tentación prueba al hombre", ha dicho el místico. Shakespeare sabe que sin la presencia de lo malo, ni su teatro ni la vida se converti­rían en "drama", pues la experiencia surge con la prueba como el vigor con la resistencia. El enfrentarse con la maldad y con el malvado obliga a reconocer el valor de las jerarquías humanas, hace despertar la necesidad de su defensa y estimula finalmente el sentido de vivir de cada hombre.
Por ello si Macbeth asesina y Ricardo III aniquila, tam­bién a sus lados se yergue el veredicto. El crimen no queda impune por más impune que parezca quedar. Si la sanción no cae en los autores, si no pesa sobre ellos, el tiempo, o mejor los hombres, hijos del tiempo, sanciona­rán los hechos e impondrán justicia con sus sentencias históricas.
Las derrotas finales de Macbeth y de Ricardo III se con­siguen mejor a causa del horror de sus obras que en vir­tud de la efectividad de las armas ajenas. Las iracundias del rey inglés o del guerrero escocés provocan las unio­nes en su contra, mientras sus personales desvaríos com­plican los propios afanes combativos, restándoles vigor y preparando sus derrotas.
Rebeldía
El reino de la maldad no será jamás constructivo. Lo que a hierro se conquista a hierro se pierde. El descontento y la intranquilidad son los frutos. Y la marejada de la rebel­día, ahogada tal vez durante un tiempo, vuelve a brotar incontenible.
Shakespeare, gran observador de la naturaleza humana y genial dramaturgo, comprende la avasalladora fuerza de las pasiones maléficas que constituyen la insustituible palanca productora de los dramas. También comprende que a su alrededor los dramas suelen elevar el tono y tor­narse en tragedias alcanzando así su clima definitivo.
La llegada del mal a cada alma equivale a un medidor de valores morales, pues él revela lo que realmente se es. Esa lección la demuestra Shakespeare en su Rey Lear, cuyo drama máximo, mucho más que en la sucesión de hechos trágicos, descansa en la noble y limpia franqueza de Cordelia, quien no sabe mentir para medrar.
Jorge Bernanos acierta cuando señala el aspecto "radi­cal de la lucha entre lo bueno y lo malo". Ella es titánica; muy por encima de intrigas intrascendentes e inmediatos apetitos sensuales. El mal es de por sí destrucción, talador de toda esperanza, ilusión o paz. Con él se acompañan la inserenidad y el desasosiego.
En torno de Macbeth, de Ricardo III, de Yago (lugarte­niente de Otelo), las tinieblas crecen y se espesa la sole­dad. Los afectos se debilitan y los amigos abandonan. La perfidia levanta siempre sus muros en derredor de quie­nes la practican. El círculo de la ambición y el despotis­mo termina por impedir todo respiro al elevar las paredes de su egoísmo. El mal posee su aureola espiritual como las poseen la inteligencia, la bondad o la gracia. Su irra­diación anímica es evidente. Si el genio, la simpatía y la nobleza crean sus atmósferas alrededor de quienes tales cualidades tienen, también la maldad ostenta la suya dilatando su campo y ensanchando la influencia.
El teatro de Shakespeare lo demuestra. Los "climas" de sus dramas van aumentado su tensión a medida que el mal acrece hasta llegar al ahogo. Macbeth es buen ejem­plo de lo dicho. En él la atmósfera externa se hermana a la atmósfera interna del protagonista. El batallar espiri­tual del escocés parece crecer incesantemente. No hay tre­gua para sus crímenes, pues "el crimen llama al crimen" e impide el sosegado disfrute de lo conquistado.
Sin embargo, en Macbeth la conciencia se mantiene viva. Ricardo III se burla de ella o la olvida, o la desco­noce. Es mucho su cinismo.
Egolatría
En realidad, la semilla de lo maléfico reside siempre en la egolatría. Hacer de lo propio lo único es el comienzo del reinado del mal. Todos los caracteres de Shakespeare, dominados por el crimen, empiezan por amarse ellos de manera ilimitada. Sólo importa la conveniencia, el honor, el poder. Dentro de esta posición se niega todo derecho ajeno, se avasalla toda justicia, se desprecia toda razón.
Sin embargo, es indudable que este sentimiento del mal engendra a su vez la reacción del sentir contrario. El derecho se levanta en contra de la arbitrariedad, la justi­cia se yergue en defensa de sus fueros, la razón combate por su razón.
Gracias a este doble juego, la vida del hombre adquie­re su plena dimensión, también su significado. El mal que ambiciona la destrucción del bien; el mal que al destruir, niega. Y por consiguiente, mata. La vida -el bien- debe luchar para prolongar la vida entre los hombres, en sus conciencias, y no dejarlas morir. De ahí lo desgarrador del combate y lo esencial de la guerra. De ahí también lo capital del conflicto y lo básico del planteamiento argumental de algunos de los caracteres de Shakespeare en su obra genial. Frente a ese escoger del bien o del mal resi­de toda la grandeza de la intrínseca grandeza humana, y así, su corta permanencia sobre la tierra cobra toda su significación. Shakespeare, el gran intuitivo, lo compren­dió así e hizo del problema natural del hombre el proble­ma fundamental de sus dramas, trasladando a ellos la verdad de cada hombre.
Knnaak Peuser, Angélica. La Prensa, 1o de noviembre de 1964







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