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19 de mayo de 2021

El modernismo: de la gran renovación poética a la expresión de alambique (1900-1920)

 

El modernismo: de la gran renovación poética a la expresión de alambique (1900-1920)

 Características principales del modernismo

• Reacción contra el subjetivismo exagerado de la estética romántica

• Combinación innovadora de elementos parnasianos y simbolistas

• Literatura aristocrática: visión estetizante /decadente de la realidad

• Renovación del lenguaje poético: - Importancia del trabajo sobre la palabra. - Búsqueda de la perfección formal y la musicalidad. - Predominio de imágenes sensoriales. - Uso frecuente de la sinestesia como recurso poético. - Innovaciones métricas. - Creación de espacios poéticos exóticos (palacios, jardines, cisnes, pavos reales).

• Exaltación del espíritu americanista.

La crítica ha tomado a 1888 (año en que Rubén Darío publica su libro Azul…) como fecha de iniciación del modernismo; y a 1896 (año de publicación de Prosas profanas) como la fecha de su consolidación. En las “Palabras limina­res” de este último libro, en un diálogo imaginario con el poeta norteamerica­no Walt Whitman, Darío proporciona una suerte de clave de filiación estética del movimiento desde su lugar de enunciación de escritor hispanomericano: “Abuelo, es preciso decirlo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París”.

En la línea de esa filiación, el modernismo se constituyó como una amal­gama innovadora de espíritu americanista y distintas corrientes poéticas, con énfasis en el parnasianismo de Théophile Gautier (“cincelar” la palabra) y el simbolismo de Verlaine (“crear música” con las palabras), poetas franceses que durante la segunda mitad del siglo XIX habían propuesto una renovación estética profunda anclada en lo formal, que rompe con las convenciones poé­ticas del momento.

 El modernismo llenó el paisaje literario de versos musicales, sinestesias, imágenes impresionistas, gemas coloridas, jardines, palacios, princesas, cis­nes y pavos reales (también de una poesía más interior, profunda y reflexiva como la última etapa de Darío o de Lugones).

 A comienzos de la década de 1920, desprovisto ya el movimiento de su dimensión poética innovadora y practicado por epígonos, sus imágenes emble­máticas se habían transformado en piruetas verbales de alambique, decora­tivas y superficiales. En ese contexto, el título del soneto “Tuércele el cuello al cisne” del mexi­cano González Martínez (contemporáneo de Darío y de Lugones), se convirtió en una suerte de propuesta compartida por los poetas hispanoamericanos que marcaron la transición hacia una nueva estética.

 En la Argentina, el posmoder­nismo/neorromanticismo de Alfonsina Storni (“Oh, muerte, yo te amo, pero te adoro, vida…”); la poesía despojada de Carriego y el sencillismo de Baldomero Fernández Moreno (“Setenta balcones hay en esta casa / setenta balcones y ninguna flor”) se insertan en esta corriente de renovación.

El modernismo en la Argentina

En los años del pasaje del siglo XIX al XX, la Argentina se había integrado en la división internacional del trabajo como exportadora de materias primas. El gran aluvión inmigratorio del ochenta había cambiado –no sin conflictos– la fisono­mía tanto del país interior como del portuario, y Buenos Aires se había conver­tido en una ciudad atractiva, cosmopolita, bullanguera, llena de posibilidades en los distintos sectores de la actividad productiva, también la intelectual. En esas circunstancias llega Rubén Darío a Buenos Aires, ya como líder indiscutido del movimiento modernista, en continua expansión por toda Hispanoamérica a través de la obra pionera de José Martí, de Julián del Casal, Manuel Guitiérrez Nájera, José Asunción Silva, Amado Nervo y el propio Darío.

Es la primera vez que un movimiento literario en habla hispana surge de América y va hacia España donde triunfa como nueva estética: es la primera vez que los americanos conducen. En Buenos Aires, Leopoldo Lugones conoce a Darío cuya obra admira, lo mismo que Leopoldo Díaz, poeta que adopta la nueva estética en su fase más aristocratizante, la de los mundos exóticos y sensoriales de Prosas profanas. En otro orden de cosas, la literatura modernista coincide en la Argentina con las luchas finales por la obtención del voto universal, secreto y obligato­rio para todos los ciudadanos varones, y con el primer gobierno del radical Hipólito Yrigoyen, elegido presidente en 1916 como resultado de la aplicación de esta Ley

Breve reseña de la producción canónica del modernismo

La estética modernista produjo en la Argentina renovaciones de envergadura en la escritura poética (Lugones, fundamentalmente); en la narrativa las inno­vaciones fueron menos significativas en función de las características mismas del género: el desarrollo de la trama y de los personajes plantean al escritor otras urgencias frente a las cuales el trabajo formal de la palabra queda nece­sariamente acotado a ciertos modos discursivos. Además de la perspectiva estética aristocrática y distanciada característica del movimiento, los escritores modernistas de la nueva narrativa del paisaje – Güiraldes, Dávalos, el Larreta de Zogoibi– incorporaron en sus obras la prosa impresionista, construida sobre imágenes sensoriales combinadas.

La poesía modernista

Leopoldo Lugones es uno de los poetas mayores de la literatura argentina; la irradiación de su obra sobre las generaciones posteriores ha sido enorme, ya sea por devoción filial o por rechazo parricida. Borges, por ejemplo, ha mantenido con Lugones y su obra una relación literaria conflictiva y entrañable que –transcurridos más de veinte años de la muerte del poeta– lo lleva a decir en la dedicatoria/ prólogo de El Hacedor: “Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones…” Lugones es un poeta revolucionario, innovador, iconoclasta, experimenta­dor con el lenguaje hasta los límites de la ruptura, anticonvencional. De su admiración por Darío surge una temprana adhesión al modernismo y a sus propuestas de refinamiento verbal, pinturas lujosas y distanciadas con visión estetizante de la realidad. En esa línea de alarde técnico destinada más a sor­prender que a conmover, escribe Las montañas del oro (1897) y Crepúsculos de jardín (1905), y su obra más arriesgada y singular Lunario sentimental (1909).

Se trata, en este último caso, de una obra criticada, admirada e imitada en toda América, en la que Lugones entremezcla versos líricos, poesía narrativa, prosa, notaciones musicales, diálogos teatrales, para poetizar sobre la luna con escritura irreverente, piruetas lingüísticas e imágenes inusitadas (“En la sombra infinita/ donde su luz se extingue, / la luna echará un pringue/ vivaz, de carpa frita;”). En los libros posteriores –Odas seculares (1910), El libro fiel (1912), El libro de los paisajes (1917)– Lugones atenúa la pirotecnia verbal y las rupturas for­males de las primeras etapas del modernismo, para integrarse en una visión lírica que valoriza la pertenencia a la tradición argentina y americana (dice, por ejemplo, en Oda a los ganados y las mieses: “A través de la pampa, un río, tur­bio/ de fertilidad, rueda silenciosa/ su agua, que tiene por modesta fuente/ la urna de tierra de la tribu autóctona”).

Los sucesivos cambios político-ideológicos que Lugones va produciendo a lo largo de su vida, se registran en las variaciones y tensiones de su escritu­ra: la voz personal y reflexiva por debajo de las imágenes modernistas en Las horas doradas (1922) y en Poemas solariegos (1927); la veta popular entron­cada con la tradición hispánica en Romancero (1924), acentuada como veta nacionalista en Romances del Río Seco (“Y en la historia se halla escrito/ y a mi favor ello aboga, / que cuatrocientos capiangos / tuvo Facundo Quiroga”), publicado cuatro años después.

La narrativa modernista

 Aunque sin la dimensión estética de su poesía, Lugones produjo también obras narrativas (La guerra gaucha, 1905; Las fuerzas extrañas, 1906; Cuentos fatales, 1924). En los dos primeros libros –con temática histórica nacional uno, con enfoque pseudocientífico el otro– abundan las descripciones con imá­genes visuales características de la prosa impresionista de los modernistas.

 A Lugones le interesaron también el ocultismo, la teosofía y el espiritualismo, así como los fenómenos ligados a lo sobrenatural, la magia y la superstición. Cuentos fatales se mueve en este último espacio de escritura. En el mismo año que La guerra gaucha y casi como su oxímoron, Enrique Larreta publicó La gloria de don Ramiro, cuyo argumento se desarrolla en la España de Felipe II. Se trata de una novela singular construida sobre la base de descripciones impresionistas del paisaje y la utilización de un vocabulario castizo, preciosista, elegante y minucioso, que apunta a reproducir la lengua literaria de la Península.

Varios años después, Larreta publica Zogoibi (1927), novela que lo entron­ca con otras producciones de la narrativa del paisaje rural, ligadas a la literatu­ra regional: El inglés de los güesos de Benito Lynch y Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes (la pampa húmeda, lo mismo que Zogoibi); El viento blanco de Juan Carlos Dávalos (el noroeste); y también los cuentos de Horacio Quiroga (la selva misionera), estos con abordaje naturalista. Güiraldes publica en 1926 Don Segundo Sombra, considerada por la crí­tica como la novela de la pampa moderna, con el gaucho transformado en peón de estancia. Se trata de un viaje iniciático, formador, de un muchacho (Fabio) que acompaña al nuevo gaucho/peón (Don Segundo) en tareas rura­les a través de la provincia de Buenos Aires, en localidades cercanas a San Antonio de Areco, donde Güiraldes tenía su estancia.

Las descripciones del paisaje pampeano están trabajadas con recursos moder­nistas: impresionismo plástico, imágenes sensoriales combinadas, búsqueda de equilibrio y elegancia formal (“El barro de las orillas y las barrancas habíanse vuelto de color violeta. Las toscas costeras exhalaban como un resplandor de metal. Las aguas del río hiciéronse frías a mis ojos y los reflejos de las cosas en la superficie serenada tenían más color que las cosas mismas. El cielo se ale­jaba. Mudábanse los tintes áureos de las nubes en rojos, los rojos en pardos”).

El escritor salteño Juan Carlos Dávalos publicó El viento blanco en 1922, un libro de cuentos de filiación modernista y temática regional. En el cuento del mismo nombre se narra la travesía de un patrón y sus peones para entregar una tropilla de toros del otro lado de la cordillera antes de la nevada que, sin embar­go, los sorprende. Sin abandonar el registro culto, el lenguaje del cuento incor­pora algunos modismos norteños (“le demos”, “se volvamos”) y vocablos regio­nales (acullico, iros); sobre estos últimos, Dávalos, con conciencia lingüística de extrañamiento, llama la atención del lector con la tipografía distintiva (bastardilla). El relato abunda en descripciones del paisaje con imágenes sensoriales que resultan funcionales a la trama, en tanto constituyentes de un clima narra­tivo entre melancólico y premonitoriamente amenazador (“Era en el cañadón de Huaitiquina, profundo tajo entre cerros de arenisca roja que destacaban al alto cielo sus ásperos crestones de escoria grisácea”; “Y vieron […] que la inmensa sábana blanca se revolvía ondulante, proyectando al espacio raudos jirones de nieve pulverizada que corrían por las laderas, en la penumbra, como legiones de fantasmas enloquecidos”).

Como en el resto de los movimientos, tampoco en el caso de la narrativa modernista las divisiones son tajantes: las obras literarias –a veces las de un mismo autor, tal el caso de Güiraldes, animador activo de las vanguardias– coexis­ten en el espacio cultural con viejas y nuevas estéticas, con las que conforman un entramado complejo.

Fuente:

Pagliai, Lucila : Literatura argentina : 1830-1930 . - 1a ed. - Bernal : Universidad Virtual de Quilmes, 2014.  

 

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