Análisis de la obra de Filippo Lippi
La biografía que de
Filippo Lippi nos ha dejado Vasari constituye una continua sucesión de
aventuras, por lo general amorosas. En realidad, parece ser que la vida del
pintor no fue tan intensa ni azarosa. Nació en Florencia en 1406 y, al quedarse
huérfano a tierna edad, fue educado desde los ocho años en el Convento de los
Carmelitas, donde, en 1421, pronunció los votos y permaneció hasta 1432. En
1434 trabaja probablemente en Padua —la primera noticia de su actividad
pictórica es del año 1431— figurando en el séquito de Cosme de Mediéis. De
vuelta a Florencia, Filippo se dedica a una notable producción de pinturas
sobre tabla y afirma ya su personalidad.
En 1452 comienza la decoración al
fresco de la capilla mayor de la Catedral de Prato: en 1445 es nombrado capellán
en el convento de Santa Margarita, de esta misma ciudad y allí se produce el
hecho escandaloso: se enamora de una monja, Lucrecia, y la rapta (con su hermana y tres amigas).
De sus amores con
Lucrecia nacerá su hijo Filippino;
más tarde, intervendrá el papa Pío II para solucionar al fin esta situación liberando a Filippo y Lucrecia de los
votos hechos y disponiendo su casamiento.
En 1467, el pintor
comienza la decoración de la catedral de Spoletto, trabajo que no puede
terminar al sorprenderle la muerte en
1469.
Sobre la formación de
Filippo, la crítica se muestra de
acuerdo con Vasari que hace descender artísticamente
de Masaccio. Ello no se opone a que, en una segunda época, Filippo Lippi se
sintiese atraído por el arte de Fra
Angélico. De todas formas, sería inútil insistir demasiado sobre « estas
influencias, porque, en realidad, Filippo es un pintor tan original que
inaugura precisamente una nueva página del arte humanístico.
No busquemos en ideales
austeros, sino más bien la representación pictórica de la vida tal como la perciben
y gozan los sentidos. Mucho se ha escrito sobre
su linearismo y su gracia, pero importa mucho más
hacer hincapié en su sentido de la luz que, en Filippo, no es materia
trascendente sino vibración, «emanación del
aspecto físico del mundo».
En este artista la luz
es como el «aglutinante » del espacio, la materia cohesiva que une las cosas
entre sí y que crea la profundidad. De esta
concepción de la luz nace el encanto de la
pintura de Filippo y ese
calor que encontramos inmediatamente tan humano.
Del pintor presentamos
aquí la obra que le hizo más famoso: La Virgen con el Niño y ángeles.
Indudablemente estamos lejos ya del mundo de un Masaccio, de un Piero
o de un Andrea del Castagni, lejanos
tanto por el valor formal como por la mentalidad. De una pintura centrada en la
búsqueda espacial y
plástica, pasamos a una más mórbida y velada en que la rotundidad modeladora de
la luz y la línea adquiere una nueva fascinación.
VIRGEN CON EL NIÑO Y
ANGELES (tabla), 1465. Florencia, Uffizi;
FILIPPINO
LIPPI: APARICION DE LA VIRGEN A SAN BERNARDO (tabla), poco antes de 1486. Florencia,
Badia.—
Fue
Filippino fruto de los pecaminosos amores de
Filippo Lippi y Lucrecia Buti; muerto su padre cuando él tenía doce años, fue
confiado primero a fray Diamante, que había sido discípulo y ayudante
de Filippo, y luego llevado al taller de Botticeli, alumno
asimismo de Lippi, y que, aún jovencísimo era ya pintor de sólido renombre.
San
Bernardo inclina la cabeza, sorprendido ante la figura de la Virgen, aunque sin
extrañar que la Celestial señora compareciera a inspirarle el trabajo que está realizando
en el pupitre, acostumbrado a dialogar con ella en la oración.
La
Virgen es una florentina delicada, de largo cuello pálido y cabellos de oro, que
escapan del peinado, retenido apenas por el velo transparente. El nimbo es cristalino,
la luz se diluye dibujando las manos finas, los ropajes resplandecientes y
hasta las rocas cortadas que aíslan el santo grupo de los personajes
secundarios del fondo. Tan solo el donante, un devoto con las manos plegadas, presencia
la divina aparición, sacando de tierra medio cuerpo, como el que fray Filippo había
pintado para mirar de escondidas, detrás de una roca, en el cuadro de la Academia
de Florencia.
Pero
en la técnica y en el paisaje, Filippino se muestra mucho más adelantado que su
padre, y sus cualidades debían ponerse plenamente á prueba al recibir el encargo
de continuar la decoración de la capilla Brancaccio del Carmine, que Masolino y
Masaccio habían dejado sin terminar. En sus frescos del Carmine, Filippino abandona
por completo el estilo de fray Filippo, y se deja llevar de la influencia de Masaccio,
hasta el punto de confundirse con él en estilo
y color.
Resulta precisar
la parte que corresponde a Masaccio, a Masolino y a Filippino en los frescos de la capilla Brancaccio,
á pesar de haber sido ejecutados por tan diferentes artistas y con más de medio
siglo entre unos y otros.
Durante largo tiempo
Filippino reflejó en sus obras la influencia de su
maestro, lo que también le ocurrió con la paterna, pero sin que su temperamento
le hiciese entrar en la esfera dolorida de las alegorías y los mitos botticellianos;
en efecto, siguió un ideal menor de gracia un poco fácil.
A este periodo pertenecen
obras como La historia de Lucrecia, las de Ester y Virginia, la Virgen con
santos franciscanos de Budapest o los frescos de la capilla Brancacci en el
Carmine de Florencia: se trataba de recoger la herencia de
Masaccio, además de la más ligera de Masolino: pero
era demasiado para Filippino,
sin contar con que los tiempos heroicos del humanismo ya habían pasado.
Los tipos nobles y eternos de
Masaccio los reemplazó
Filippino por una efímera galería de retratos, porque
al representar, no sin armonía compositiva las últimas escenas de la Historia de
San Pedro, pintó figuras con los rostros de artistas
contemporáneos suyos, sin olvidarse de sí mismo. Vinieron luego sus mejores
obras, como la Virgen de los Uffizi o la Aparición de la Virgen a San Bernardo
en la que a la importancia de la línea, que reviste ya una fluencia de gusto
barroco, se une un color jugoso, casi sensual, derivado de la escuela flamenca
y sobre todo de Hugo van der Goes.
A continuación, su
estancia en Roma indujo a Filippino a una forma de hacer más grandiosa y
artificiosa; para complicar las cosas, se hizo más marcada la influencia de
los flamencos, que alejó posteriormente al pintor de los modos que le eran
naturales, para encaminarlo hacia un virtuosismo que no pocas veces es demasiado
patente, como por ejemplo en obras como la Adoración de los Magos de los
Uffizi.
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