Romeo y Julieta de Wiliam Shakespeare -
Categoría: Ensayo
NO DEJA DE SER EXTRAÑO QUE LOS DOS SERES humanos a quienes más
se ha nombrado juntos en los últimos cuatro siglos, (y que producen por ello la sensación de ser inseparables) apenas si se hayan
visto cinco veces en su atormentada existencia.
La primera vez, en forma muy
breve, fue en la casa de Capuleto, la noche del baile de máscaras. Impulsivo y apasionado, Romeo no
debió pasar mucho tiempo contemplando de lejos a la joven; se le acercó, bailó con ella, y nadie pudo impedir que besara por dos veces sus labios. La segunda vez fue en el jardín, en la penumbra hechizada de un jardín veronés, bajo las estrellas. Allí hablaron, entre asombros, urgencias, temeridades
y aprensiones, seguramente algunas
horas. La tercera vez se vieron en la celda de fray Lorenzo, y fue para casarse, pero su proximidad apenas si duró lo que duró la ceremonia. La cuarta vez fue la única plena noche
de amor de sus vidas,
aunque oprimida por la doble sombra del delito que Romeo acababa de cometer
y el peligro de estar
juntos en territorio enemigo, y fue la noche del mismo día de la boda y del crimen. La quinta y última y
penosa vez fue en el cementerio, y ya no pudieron hablar el uno con el otro porque una
red de absurdas fatalidades acabó con sus vidas.
¿Cómo ha logrado
Shakespeare con esa extraña obra
sobre dos amantes casi
siempre separados, que sólo supieron el uno
del otro en los últimos cinco días de sus vidas, crear la leyenda de un amor
infinito, de un amor inmortal, lo más cercano que conoce nuestra edad al ideal
del amor como pasión?
Digo como pasión, y no
como estado, porque si algo parece darle
brillo a ese amor y nutrir su desvarío y su leyenda son más bien los
obstáculos. Si no hubieran pertenecido a dos casas en pugna, el amor de los dos protagonistas parecería
menos intenso. En la fiesta, asistimos con ansiedad al encuentro porque, aunque
ellos lo ignoren, nosotros lo sabemos prohibido. La humanidad entera ha
entrado en ese baile de máscaras no para ser testigo de un
jugueteo amoroso sino para ser cómplice de una tierna conspiración. En el
jardín, volvemos a temer que los encuentren conversando en la penumbra. Nos
alarman esas voces que llaman desde el interior de la casa: "¡Julieta!
¡Julieta!"
Y en la noche inmortal de la boda, de la que
Shakespeare sabiamente nos oculta todo, salvo el desenlace, la discusión sobre
el ruiseñor y la alondra es el más alto ejemplo
de cómo utilizar imágenes bellas para describir
estados penosos. Romeo sabe que debe huir y
advierte que ya está
cantando la alondra,
que anuncia la mañana; Julieta quiere que se quede, y lo que oye es el trino
del ruiseñor, que canta en la noche. La discusión entre los amantes parece
acompasar sus ternuras y sus temores. La triste simetría de los destinos de estos dos jóvenes encuentra en esa escena su plenitud. Hasta allí una red de azares
magníficos ha conspirado para unirlos, a partir de ese momento todo conspirará para su separación. La nodriza, que los ha acercado, aceptará mezquinamente que se alejen y se olviden. El bondadoso fraile que los ha casado será el
involuntario artífice de su ruina.
A partir de este momento ya no habrá para ellos lugar
en el mundo. Romeo
deberá huir de Verona, Julieta se verá
conminada a abandonar su casa
y unirse a un noble desconocido, y tortuosos caminos se trenzarán para que el
encuentro final de los dos se dé en el cementerio, en
la soledad, y otra vez en la noche, bajo el yugo
de las estrellas.
No podemos negar de que Romeo está enamorado de
Julieta, pero ¿quién olvida que ayer no más suspiraba con iguales temblores por
Rosalina, ahora completamente olvidada?
El amor obsesiona a Romeo desde antes de conocer a la hija de
Capuleto. Antes de encontrarse con el criado que anda llevando las invitaciones
para la fiesta, ya Romeo ha prodigado todos los oxímorones imaginables, en el
mejor estilo del siglo XVI,
sobre el amor y sus
estragos.
Fray Lorenzo incluso le reprocha su veleidad, diciéndole que el sol
todavía no ha disipado en el cielo la nube de sus recientes suspiros, que él
mismo tiene los oídos aún llenos de sus cercanos lamentos, que todavía sobre
la mejilla del joven la huella de una antigua lágrima no ha acabado de
borrarse. Así, Romeo llega a la fiesta predispuesto al amor, y Shakespeare
parece creer en la definición que nos ha dejado Spinoza: "El amor es la
alegría, acompañada de la idea de una causa exterior". Pero además, desde
el comienzo, Romeo parece presentir o preparar lo que sobrevendrá. Antes de
entrar en la fiesta lo oímos pronunciar estas palabras:
ROMEO
Mi corazón presiente que alguna fatalidad, todavía suspendida en las
estrellas, comenzará amargamente su temible curso con los regocijos de esta
noche, y pondrá fin a la despreciable vida que encierra mi pecho por algún
golpe vil de prematura muerte.
Es imposible ser más explícito respecto a lo que
habrá de ocurrir. A Macbeth fueron las brujas quienes le prefijaron y
anunciaron el destino; a Ricardo, las maldiciones de la resentida Margarita de
Anjou; pero Romeo mismo es quien anuncia su suerte, y en la noche del amor es
Julieta quien le hace el coro con estos expresivos presagios:
JULIETA
¡Oh, Dios! ¡Qué negros presentimientos abriga mi alma! ¡Se me figura verte ahora, que estás abajo semejante a un cadáver en
el fondo de una tumba! O mi vista me engaña, o
tú estás muy pálido.
La siguiente vez que lo vea, la situación será esa
que ahora describe, como si el dolor de la separación abriera para ella las puertas prohibidas del futuro y la dejara penetrar en sus
misterios. Abundan las evidencias
de que los dos jóvenes
de algún modo colaboran con su desdicha. Parece
increíble que inmediatamente después de la boda lo primero que haga
Romeo sea mezclarse en
una gresca con sus nuevos parientes, y que
al ver morir a su buen amigo
Mercucio se deje cegar
por la ira y mate a Teobaldo, primo de su mujer. Si
su situación ya difícil, casado clandestinamente,
ahora se ha vuelto insostenible. Pero es que Romeo está hecho sólo
de pasión y de
impulsos, y si bien al entrar en la fiesta había dicho: "¡Que aquel
que gobierna el timón de mi existencia guíe mi nave!", ahora lo oiremos
gritar, desconsolado, en su estupor: "¡Oh! ¡Soy juguete del destino!"
Lo es; y por su propio
carácter cada vez lo será más. Pero no es menos cruel lo que ocurre con fray
Lorenzo y con Julieta. El fraile parece encarnar menos el espíritu de la
iglesia que el espíritu del apenas disfrazado por el talar monacal, un
nigromante bondadoso. Sus primeras palabras son una reflexión sobre las
opuestas propiedades de la naturaleza, que contiene en su seno lo saludable y
lo nocivo, lo provechoso y lo maligno. Como siempre, Shakespeare está aquí muy
lejos del espíritu de la religión medieval y muy cerca del paganismo y del
naturalismo del Renacimiento.
Fray Lorenzo colabora
con Romeo porque piensa que tal vez el amor de los jóvenes sea el antídoto que
necesita el odio de las dos familias rivales.
No se equivoca al pensar que será por ellos que las familias
finalmente se reconcilien, pero ignora que antes se habrá de consumar una
dolorosa tragedia, y que él será el instrumento de esa fatalidad. Si pensamos
en las intenciones de fray Lorenzo: dar una pócima a Julieta para que ésta
parezca muerta y en estado de catalepsia sea llevada a la tumba, y enviar un
mensaje a Romeo para que venga por la joven y escape con ella a Mantua, casi
nos parecen absurdas y cargadas de oscuro simbolismo. ¿No sería más fácil ayudar a la joven a huir
hasta Mantua, amparada por algún monje?
El largo rodeo por el cementerio, la idea de una joven viviente
dormida en una tumba entre los muertos, la idea de ir a rescatarla a
medianoche, ya participan de las propiedades del desenlace, y ya nos
introducen en ese clima gótico final que después estimularía tanto la
imaginación del Romanticismo. Pero es la propia Julieta quien ha sugerido esta
idea. En momentos en que fray Lorenzo
discurre sobre las posibles alternativas, y piensa
en cómo darle un somnífero que la haga parecer
muerta, es ella quien le sugiere: "Enciérrame de noche en un osario, todo
cubierto de crujientes huesos de difuntos, de ennegrecidas tibias y de amarillentas
calaveras descarnadas".
Así, una
vez más, la historia que los dos amantes afrontan parece concebida por ellos
mismos.
Antes
del mensaje del fraile, que se pierde por los caminos, llega a Romeo la noticia
de la muerte de su amada, y empieza un extremo juego de azares y
desencuentros. Y una vez más será el carácter
de Romeo, impulsivo, irreflexivo, lo que determinará
los hechos. Romeo no es Hamlet. Romeo
no se detiene ni se demora en dudas y
consideraciones y monólogos. Romeo es la impaciencia misma,
y así como se acercó a la joven en la fiesta, así como más tarde saltó por la
pared prohibida para verla, así como al día siguiente organizó la
boda, así como apenas celebrada la boda
ya estaba
en una riña callejera y, una vez allí, ya estaba vengando al dicharachero
Mercucio y matando al belicoso Teobaldo, así como todo el tiempo lo vemos
correr por delante de su caballo, así lo vemos ahora llegar al silencioso
cementerio, ya con un frasco de veneno en sus manos. Todavía alcanzará a pelear
con un desconocido, a darle muerte, a reconocer en él después al noble Paris, y
a arrepentirse de esta penúltima fatalidad que inscribe el nombre de Paris a su
lado "en el libro funesto de la desgracia".
Y sin embargo, por un
instante, Romeo ha tenido un presentimiento: la verdad casi se ha revelado
ante sus ojos. Ha visto por fin otra vez a Julieta, dormida ahora en la tumba,
y ha tenido la nítida sensación de que está viva. No le ha bastado sentirlo, lo
dice con todas sus sílabas:
ROMEO
¡Oh, amor mío! ¡Esposa mía! ¡La muerte, que ha saboreado el néctar de tu
aliento, ningún poder ha tenido aún sobre tu belleza! ¡Tú no has sido vencida!
¡La enseña de la hermosura ostenta todavía su carmín en tus labios y mejillas,
y el pálido estandarte de la muerte no ha sido enarbolado aquí!
Pero Romeo ya es su
propio enemigo, y aunque haya tenido aquí la nítida impresión de que Julieta
vive, no se concederá el tiempo de comprobarlo o de negárselo.
Está preso de la voluntad de morir que lo ha traído hasta aquí. En este momento ya tiene urgencia
por decir las más poderosas palabras que haya pronunciado un hombre en trance
de morir, las que sólo un suicida podría pronunciar:
ROMEO
¡Aquí quiero fijar mi eterna morada, y sacudir de mi carne, harta del
mundo, el yugo de las infaustas estrellas!
Sólo cinco veces se
vieron Romeo y Julieta, y es curioso que lo único constante en esos encuentros
es la urgencia. No hay tiempo en el mundo para ese amor. Hay tiempo para la
guerra y para las fiestas, para los negocios y para los paseos solitarios; hay
tiempo para que Mercucio cuente su larga y fantástica historia de la reina Mab,
y para que la nodriza cuente tres veces el mismo chiste en un solo monólogo;
hay tiempo para los largos y rituales desafíos de los criados de Montescos y
Capuletos; tiempo para las pócimas de fray Lorenzo y para las pretensiones de
Paris; tiempo para molestar a las viejas en las calles y para fraguar
matrimonios; tiempo para la peste y tiempo para el veneno; sólo para una cosa
no parece haber tiempo en ese mundo: para que los dos jóvenes que mueren el uno por
el otro se encuentren y morosamente paladeen las inminencias del amor, sus
secretos pueriles, su eternidad. Y pensamos conmovidos en aquella noche: la
única, aunque breve, en que hubo tiempo, la única en que los dos jóvenes y
bellos amantes pudieron yacer casi libres de las urgencias del mundo, casi
libres de la mezquindad de los
hombres y de su "incestuosa guerra", esa noche tibia y secreta
que Shakespeare no se atrevió a mostrar,
porque acaso ni siquiera la poesía debe llegar allí, porque
esa penumbra merece persistir lejos de toda profanación, adivinada pero desconocida, cierta
pero inaccesible. Hasta que rompa su hechizo la alondra que canta. Hasta que
la ventana, donde se había abierto paso la luz del amor en la víspera, deje
"que entre la luz y que salga la vida", como elocuentemente lo dice
Julieta.
Todo ha ocurrido
demasiado pronto. Amigos y enemigos han contribuido por igual a fraguar el
desenlace funesto. Teobaldo, que amaba a Julieta, y Mercucio, que amaba a
Romeo, han muerto, y han dejado con su muerte condenados a los amantes. Como un
fuego peligroso, el amor de estos jóvenes entra en conflicto con todos los
otros amores. Vuelve feroces e insultantes las palabras del viejo Capuleto,
convierte en veneno mortal las pócimas cordiales del fraile. Convierte la luz
del amanecer en odiosa oscuridad, y el armonioso canto de la alondra en
"ásperas disonancias y desagradables chirridos". Pero no es el amor,
es el mundo hecho contra él lo que pervierte las cosas en su naturaleza,
desordena la secuencia del tiempo, cambia el comienzo en final, cambia el lecho
de plumas en un lecho de huesos crujientes, y hace que los jóvenes en lugar de
avanzar hacia la serenidad y la dicha se apresuren hacia el cementerio.
El viejo Montesco lo advierte
tardíamente. Comprende que algo ha desquiciado los órdenes del mundo,
cuando, al ver a su hijo envenenado en la cripta en aquella noche de confusiones, sólo acierta a
pronunciar esas palabras que tan bien lo definen como padre, llenas de
confundido pesar:
MONTESCO:
¡Maleducado! ¿Qué maneras son esas de apresurarte a la tumba antes de tu
padre?
Tarde comprende, como todos, que él también es la causa. Que
es la Verona tejida por sus manos, se paciente tapiz de discordias, lo que finalmente ha
convertido el amor en muerte.
Fuente:
William Ospitia en Shakespeare y su obra
Ed. Norma, Colombia, 1994
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