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1 de diciembre de 2013

Romeo y Julieta de Wiliam Shakespeare - El peso de un infausto destino

Romeo y Julieta de Wiliam Shakespeare -
El peso de un infausto destino
Categoría: Ensayo
NO DEJA DE SER EXTRAÑO QUE LOS DOS SERES humanos a quienes más se ha nombrado juntos en los últimos cuatro siglos,  (y que producen por ello la sensación de ser inseparables) apenas si se hayan visto cinco veces en su atormentada existencia.
La primera vez, en forma muy breve, fue en la casa de Capuleto, la noche del baile de máscaras. Impulsivo  y apasionado, Romeo no debió pasar mucho tiempo contemplando de lejos a la joven; se le acercó, bailó con ella, y nadie pudo impedir que besara por dos veces sus labios. La segunda vez fue  en el jardín, en la penumbra hechizada de un jardín veronés, bajo las estrellas. Allí hablaron, entre asombros, urgencias, temeridades y aprensio­nes, seguramente algunas horas. La tercera vez se vieron en la celda de fray Lorenzo, y fue para casarse, pero su proximidad apenas si duró lo que duró la ceremonia. La cuarta vez fue la única plena noche de amor de sus vidas, aunque oprimida por la doble sombra del delito que Romeo acababa de cometer y el peligro de estar juntos en territorio enemigo, y fue la noche del mismo día de la boda y del crimen. La quinta y última y penosa vez fue en el cementerio, y ya no pudieron hablar el uno con el otro porque una red de absurdas fatalidades acabó con sus vidas.
¿Cómo ha logrado Shakespeare con esa extraña obra sobre dos amantes casi siempre separados, que sólo supieron el uno del otro en los últimos cinco días de sus vidas, crear la leyenda de un amor infinito, de un amor inmortal, lo más cercano que conoce nuestra edad al ideal del amor como pa­sión?
Digo como pasión, y no como estado, porque si algo parece darle brillo a ese amor y nutrir su desvarío y su leyenda son más bien los obstáculos.  Si no hubieran pertenecido a dos casas en pugna, el amor de los dos protagonistas pare­cería menos intenso. En la fiesta, asistimos con ansiedad al encuentro porque, aunque ellos lo ignoren, nosotros lo sabemos prohibido. La huma­nidad entera ha entrado en ese baile de máscaras no para ser testigo de un jugueteo amoroso sino para ser cómplice de una tierna conspiración. En el jardín, volvemos a temer que los encuentren conversando en la penumbra. Nos alarman esas voces que llaman desde el interior de la casa: "¡Ju­lieta! ¡Julieta!"
Y en la noche inmortal de la boda, de la que Shakespeare sabiamente nos oculta todo, salvo el desenlace, la discusión sobre el ruiseñor y la alondra es el más alto ejemplo de cómo utilizar imágenes bellas para describir estados penosos. Romeo sabe que debe huir y advierte que ya está

cantando la alondra, que anuncia la mañana; Julieta quiere que se quede, y lo que oye es el trino del ruiseñor, que canta en la noche. La discusión entre los amantes parece acompasar sus ternuras y sus temores. La triste simetría de los destinos de estos dos jóvenes encuentra en esa escena su plenitud. Hasta allí una red de azares magníficos ha conspirado para unirlos, a partir de ese momento todo conspirará para su separación. La nodriza, que los ha acercado, aceptará mezqui­namente que se alejen y se olviden. El bondadoso fraile que los ha casado será el involuntario artífi­ce de su ruina.
A partir de este momento ya no habrá para ellos lugar en el mundo. Romeo deberá huir de Verona, Julieta se verá conminada a abandonar su casa  y  unirse a un noble desconocido, y tortuosos caminos se trenzarán para que el encuentro final de los dos se dé en el cementerio, en la soledad, y otra vez en la noche, bajo el yugo de las estrellas.
No podemos negar de que Romeo está enamorado de Julieta, pero ¿quién olvida que ayer no más suspiraba con iguales temblores por Rosalina, ahora completa­mente olvidada?
El amor obsesiona a Romeo desde antes de conocer a la hija de Capuleto. Antes de encontrarse con el criado que anda llevando las invitaciones para la fiesta, ya Romeo ha prodigado todos los oxímorones imaginables, en el mejor estilo del siglo XVI, sobre el amor y sus estragos.
Fray Lorenzo incluso le reprocha su veleidad, diciéndole que el sol todavía no ha disipado en el cielo la nube de sus recientes suspiros, que él mis­mo tiene los oídos aún llenos de sus cercanos lamentos, que todavía sobre la mejilla del joven la huella de una antigua lágrima no ha acabado de borrarse. Así, Romeo llega a la fiesta predispuesto al amor, y Shakespeare parece creer en la defini­ción que nos ha dejado Spinoza: "El amor es la alegría, acompañada de la idea de una causa exte­rior". Pero además, desde el comienzo, Romeo parece presentir o preparar lo que sobrevendrá. Antes de entrar en la fiesta lo oímos pronunciar estas palabras:

ROMEO
Mi corazón presiente que alguna fatalidad, todavía suspendida en las estrellas, comenzará amargamente su temible curso con los regocijos de esta noche, y pondrá fin a la despreciable vida que encierra mi pecho por algún golpe vil de prematura muerte.

Es imposible ser más explícito respecto a lo que habrá de ocurrir. A Macbeth fueron las brujas quienes le prefijaron y anunciaron el destino; a Ricardo, las maldiciones de la resentida Mar­garita de Anjou; pero Romeo mismo es quien anuncia su suerte, y en la noche del amor es Ju­lieta quien le hace el coro con estos expresivos presagios:

JULIETA
¡Oh, Dios! ¡Qué negros presentimientos abriga mi alma! ¡Se me figura verte ahora, que estás abajo semejante a un cadáver en el fondo de una tumba! O mi vista me engaña, o tú estás muy pálido.

La siguiente vez que lo vea, la situación será esa que ahora describe, como si el dolor de la separación abriera para ella las puertas prohibidas del futuro y  la dejara penetrar en sus misterios. Abundan las evidencias de que los dos jóvenes de algún modo colaboran con su desdicha. Parece increíble que inmediatamente después de la boda lo primero que haga Romeo sea mezclarse en una gresca con sus nuevos parientes, y que al ver morir a su buen amigo Mercucio se deje cegar por la ira y mate a Teobaldo, primo de su mujer. Si su situación ya difícil, casado clandestinamente, ahora se ha vuelto insostenible. Pero es que Romeo está hecho sólo de pasión y de impulsos, y si bien al entrar en la fiesta había dicho: "¡Que aquel que gobierna el timón de mi existencia guíe mi nave!", ahora lo oiremos gritar, desconsolado, en su estupor: "¡Oh! ¡Soy juguete del destino!"
Lo es; y por su propio carácter cada vez lo será más. Pero no es menos cruel lo que ocurre con fray Lorenzo y con Julieta. El fraile parece encar­nar menos el espíritu de la iglesia que el espíritu del apenas disfrazado por el talar monacal, un nigromante bondadoso. Sus primeras palabras son una reflexión sobre las opuestas propiedades de la naturaleza, que contie­ne en su seno lo saludable y lo nocivo, lo provechoso y lo maligno. Como siempre, Shakespeare está aquí muy lejos del espíritu de la religión medieval y muy cerca del paganismo y del naturalismo del Renacimiento.
Fray Lorenzo colabora con Romeo porque piensa que tal vez el amor de los jóvenes sea el antídoto que necesita el odio de las dos familias rivales.
No se equivoca al pensar que será por ellos que las familias finalmente se reconcilien, pero ignora que antes se habrá de consumar una dolorosa tragedia, y que él será el instrumento de esa fata­lidad. Si pensamos en las intenciones de fray Lo­renzo: dar una pócima a Julieta para que ésta parezca muerta y en estado de catalepsia sea lle­vada a la tumba, y enviar un mensaje a Romeo para que venga por la joven y escape con ella a Mantua, casi nos parecen absurdas y cargadas de oscuro simbolismo. ¿No sería más fácil ayudar a la joven a huir hasta Mantua, amparada por algún monje?
El largo rodeo por el cementerio, la idea de una joven viviente dormida en una tumba entre los muertos, la idea de ir a rescatarla a medianoche, ya participan de las propiedades del desenlace, y ya nos introducen en ese clima gótico final que después estimularía tanto la imaginación del Romanticismo. Pero es la propia Julieta quien ha sugerido esta idea. En momentos en que fray Lorenzo discurre sobre las posibles alternativas, y piensa en cómo darle un somnífero que la haga parecer muerta, es ella quien le sugiere: "Encié­rrame de noche en un osario, todo cubierto de crujientes huesos de difuntos, de ennegrecidas tibias y de amarillentas calaveras descarnadas". Así, una vez más, la historia que los dos amantes afrontan parece concebida por ellos mismos.
Antes del mensaje del fraile, que se pierde por los caminos, llega a Romeo la noticia de la muerte de su amada, y empieza un extremo juego de azares y desencuentros. Y una vez más será el carácter de Romeo, impulsivo, irreflexivo, lo que determinará los hechos. Romeo no es Hamlet. Romeo no se detiene ni se demora en dudas y consideraciones y monólogos. Romeo es la impa­ciencia misma, y así como se acercó a la joven en la fiesta, así como más tarde saltó por la pared prohibida para verla, así como al día siguiente organizó la boda, así como apenas celebrada la boda ya estaba en una riña callejera y, una vez allí, ya estaba vengando al dicharachero Mercucio y matando al belicoso Teobaldo, así como todo el tiempo lo vemos correr por delante de su caballo, así lo vemos ahora llegar al silencioso cementerio, ya con un frasco de veneno en sus manos. Todavía alcanzará a pelear con un desconocido, a darle muerte, a reconocer en él después al noble Paris, y a arrepentirse de esta penúltima fatalidad que inscribe el nombre de Paris a su lado "en el libro funesto de la desgracia".
Y sin embargo, por un instante, Romeo ha te­nido un presentimiento: la verdad casi se ha reve­lado ante sus ojos. Ha visto por fin otra vez a Julieta, dormida ahora en la tumba, y ha tenido la nítida sensación de que está viva. No le ha bastado sentirlo, lo dice con todas sus sílabas:

ROMEO
¡Oh, amor mío! ¡Esposa mía! ¡La muerte, que ha saboreado el néctar de tu aliento, ningún poder ha tenido aún sobre tu belleza! ¡Tú no has sido ven­cida! ¡La enseña de la hermosura ostenta todavía su carmín en tus labios y mejillas, y el pálido es­tandarte de la muerte no ha sido enarbolado aquí!

Pero Romeo ya es su propio enemigo, y aunque haya tenido aquí la nítida impresión de que Julieta vive, no se concederá el tiempo de comprobarlo o de negárselo. Está preso de la voluntad de morir que lo ha traído hasta aquí. En este momento ya tiene urgencia por decir las más poderosas pala­bras que haya pronunciado un hombre en trance de morir, las que sólo un suicida podría pronunciar:

ROMEO
¡Aquí quiero fijar mi eterna morada, y sacudir de mi carne, harta del mundo, el yugo de las infaustas estrellas!

Sólo cinco veces se vieron Romeo y Julieta, y es curioso que lo único constante en esos encuentros es la urgencia. No hay tiempo en el mundo para ese amor. Hay tiempo para la guerra y para las fiestas, para los negocios y para los paseos solitarios; hay tiempo para que Mercucio cuente su larga y fantástica historia de la reina Mab, y para que la nodriza cuente tres veces el mismo chiste en un solo monólogo; hay tiempo para los largos y rituales desafíos de los criados de Montescos y Capuletos; tiempo para las pócimas de fray Lorenzo y para las pretensiones de Paris; tiempo para molestar a las viejas en las calles y para fraguar matrimonios; tiempo para la peste y tiempo para el veneno; sólo para una cosa no parece haber tiempo en ese mundo: para que los dos jóvenes que mueren el uno por el otro se encuentren y morosamente paladeen las inminencias del amor, sus secretos pueriles, su eternidad. Y pensamos conmovidos en aquella noche: la única, aunque breve, en que hubo tiempo, la única en que los dos jóvenes y bellos amantes pudieron yacer casi libres de las urgencias del mundo, casi libres de la mezquindad de los

hombres y de su "incestuosa guerra", esa noche ti­bia y secreta que Shakespeare no se atrevió a mos­trar, porque acaso ni siquiera la poesía debe llegar allí, porque esa penumbra merece persistir lejos de toda profanación, adivinada pero desconocida, cierta pero inaccesible. Hasta que rompa su hechi­zo la alondra que canta. Hasta que la ventana, donde se había abierto paso la luz del amor en la víspera, deje "que entre la luz y que salga la vida", como elocuentemente lo dice Julieta.
Todo ha ocurrido demasiado pronto. Amigos y enemigos han contribuido por igual a fraguar el desenlace funesto. Teobaldo, que amaba a Julieta, y Mercucio, que amaba a Romeo, han muerto, y han dejado con su muerte condenados a los amantes. Como un fuego peligroso, el amor de estos jóve­nes entra en conflicto con todos los otros amores. Vuelve feroces e insultantes las palabras del viejo Capuleto, convierte en veneno mortal las pócimas cordiales del fraile. Convierte la luz del amanecer en odiosa oscuridad, y el armonioso canto de la alondra en "ásperas disonancias y desagradables chirridos". Pero no es el amor, es el mundo hecho contra él lo que pervierte las cosas en su natura­leza, desordena la secuencia del tiempo, cambia el comienzo en final, cambia el lecho de plumas en un lecho de huesos crujientes, y hace que los jóvenes en lugar de avanzar hacia la serenidad y la dicha se apresuren hacia el cementerio.
El viejo Montesco lo advierte tardíamente. Comprende que algo ha desquiciado los órdenes del mundo, cuando, al ver a su hijo envenenado en la cripta en aquella noche de confusiones, sólo acierta a pronunciar esas palabras que tan bien lo definen como padre, llenas de confundido pesar:

MONTESCO:
¡Maleducado! ¿Qué maneras son esas de apresu­rarte a la tumba antes de tu padre?

Tarde comprende, como todos, que él también es la causa. Que es la Verona tejida por sus manos, se paciente tapiz de discordias, lo que finalmente ha convertido el amor en muerte.

Fuente:
William Ospitia en Shakespeare y su obra

Ed. Norma, Colombia, 1994

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