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1 de diciembre de 2013

Romeo y Julieta: el mito del amor imposible

Romeo y Julieta: el mito del amor imposible

Categoría: ensayo
Al leer toda la obra de Shakespeare, vemos que a pesar del inmenso conocimiento del alma humana que el autor refleja, no está interesado en describir psicológi­camente ningún proceso. Sus obras son, en cambio, la dramatización poética de las grandes experien­cias del hombre.
Como Quevedo, Shakespeare define el amor como la síntesis de los contrarios:  
 ¡Pluma de plomo, humo resplandeciente,
Fuego helado, robustez enferma,
 sueño en perpetua vigilia, que no es lo que es!

El amor, pues, es paradójico, supera el orden de la razón; y al estar ésta ausente del sentimiento que mueve a los adolescentes, y al verse debilitada al máximo su voluntad, quedan exonerados de toda responsabilidad; la pasión actúa en ellos de la misma manera que el filtro en Tristón e Isolda: víc­timas de sus efectos irán por ella hasta la muerte.
Sabemos que los griegos hablaron del amor como una enfermedad; de la misma manera, Romeo se presenta a Benvolio como un "enfermo", o sea como un hombre que ha sido atacado por un mal externo sin que pueda hacer nada para defenderse. Y aquél que actúa impelido por una fuerza extraordinaria que sobrepasa sus recursos está lógicamente libre de culpa. Este sentimiento eminentemente cristiano no existe en esta obra, y esto la llena de enorme frescura. La única ligera disculpa que esboza Julieta a Romeo por no saber disimular su enamoramiento es la de su naturaleza apasionada. Y es que el amor que invade, que se apodera del individuo maniatando su voluntad, encuentra su verdadero terreno propicio en las almas ardientes, que son siempre almas jóvenes.

...en primer lugar, Fedro es el más joven de los dioses. Una gran prueba en pro de mi afirmación él mismo lo procura, al huir en franca fuga de la vejez (...). Contra ésta, como es sabido, siente el Amor aversión por naturaleza, y no se aproxima a ella ni a larga distancia.

Son las palabras de Agatón, que parlamenta en El banquete, subrayando que el amor es patrimonio de la juventud. Romeo y Julieta puede ser considerada una obra en la que Shakespeare ilustra ya la brecha entre jóvenes y viejos que va a ser después el tema de El rey Lear. La juventud es la dueña del sentir, de la emoción y el vértigo, mientras la gente vieja, dirá Julieta, "dijérase muerta en su mayoría". Los jóvenes en la obra son alegres, impetuosos, pendencieros como Teobaldo o dicharacheros o procaces  como Mercucio. Sus diálogos están llenos de bromas y calambures que muestran su ánimo desenfadado siempre dispuesto al juego y a la conquista. El mismo Romeo, enfermo de amor, participa sus pesares a su amigo con gran sentido del humor. Pero sobre todo aman y sufren con una intensidad sin límites y son capaces de asumir todo riesgo. El ejemplo más claro de desbordamiento emocional es quizá aquella escena en que Romeo, transido de dolor por la sentencia del destierro, se lamenta entre lágrimas arrojándose al suelo. Tanto Romeo como Julieta, víctimas de la pasión, transgreden el límite de lo posible.
Los adultos, en cambio, parecieran aborrecer la desmesura. "Un sentimiento moderado revela amor profundo, en tanto que si es excesivo indica falta de sensatez", dice lady Capuleto. "La miel más dulce empalaga por su mismo excesivo dulzor, y al gustarla, embota el paladar. Ama, pues, con mesura, que así se conduce el verdadero amor", aconseja a Romeo fray Lorenzo. Autoritarios, a veces crueles, encerrados en sus prejuicios y convenciones sociales, los viejos contrastan con la espontaneidad de los jóvenes, dispuestos siempre a  seguir los dictados del corazón, ya sea en el amor o en el odio.
Los adultos constituyen el verdadero obstáculo del amor en la medida en que han creado una ba­rrera entre los jóvenes al persistir en sus odios Irracionales. Y vemos que en la estructura misma de la obra funcionan de manera eficaz elementos de la comedia, pues de ella parecieran derivar ciertos personajes y situaciones. En los orígenes del drama de Romeo y Julieta, como en la comedia, encontramos un obstáculo, una ley absurda, que deberán violar los enamorados para obtener sus fines. La encarnación de ese obstáculo bien puede ser Capuleto, tan parecido en su esencia al senex iratus de la comedia latina, el padre arbitrario y cruel que se opone a su hija. En Romeo y Julieta, el bonachón personaje que sirve de anfitrión en el baile es luego capaz de gritarle a Julieta, que se opone a sus designios: "¡Fuera de mi presencia, encarroñada clorótica! ¡Fuera, libertina! ¡Cara de sebo!"
Prolongación del padre, en la medida en que también son personajes obstructores, son la madre y Paris; este último, joven como Romeo, rompe el esquema de la comedia, donde el pretendiente suele ser viejo y celoso como el padre, pero re­presenta los deseos de éste, que no resiste el re­chazo de Julieta a su pretendiente "ahora que le habíamos conseguido un caballero de familia de príncipes".
La nodriza, ese magnífico personaje que mues­tra la fina observación del mundo de que era capaz Shakespeare, tendría su remoto origen en  el esclavo pícaro que desemboca en el gra­cioso del drama español, en la medida en que es cómplice de su ama y le ayuda a urdir sus intrigas. Pero es obvio que también participa de la natura­leza del criado lerdo, del charlatán empedernido que habla mucho y dice poco y de la alcahueta, esa magnífica figura que tiene su mejor exponente en La celestina.
La nodriza es un magnífico ejemplo del talen­to caracterizador de Shakespeare. Impertinente y habladora, unos cuantos rasgos le dan perfecta consistencia a nuestros ojos: su prodigiosa memo­ria, por ejemplo, y su gusto por el detalle particularizador, que nos la muestra sumergida en su pequeña vida doméstica, transcurrida íntegramente en casa de los Capuleto. El vivo realismo de sus palabras resulta sorprendente. Aquel parlamento acezante en que la pesada mujer no deja de quejar­se de cansancio sin llegar a desatar su lengua para comunicar los recados de Romeo, basta para paten­tizarla en nuestra imaginación con todo su peso físico y su mezcla de senilidad y malicia. Como buena alcahueta, la nodriza concibe la felicidad de su ahijada sólo en el terreno de los placeres de la cama, y en su boca siempre encontramos la alusión picaresca y a veces obscena que produce risa en los espectadores. Pero su alma bonachona y torpe, que goza con el encuentro furtivo de los enamorados, no duda un momento en aconsejar a Julieta, con el pragmatismo ramplón de quienes no saben del amor-pasión, que abandone a Romeo por París, a sus ojos mucho mejor "partido". La nodriza, capaz de ternura y de crueldad, construida minuciosamente a través de unos cuantos parla­mentos, es una de las grandes creaciones de Shake­speare en esta obra.
Un alcahuete también, pero por razones distin­tas, resulta ser fray Lorenzo. Su capacidad de compren­der lo aleja del mundo implacable de los adultos y lo acerca al de los jóvenes. Romeo y Julieta se aproximan a él porque lo consideran justo y lo encuentran sabio. Y en efecto, las reflexiones del cura tienen el elocuente tono que encontramos a menudo en boca de algunos personajes shakespearianos, erigidos por momentos en modelos de comportamiento humano. Pero fray Lorenzo tam­bién hace las veces de guardián del orden al apre­surarse a casar a los dos jóvenes, legitimando así su unión. Romeo y Julieta se atreven a desafiar el orden social, pero no el orden divino. Shakespeare respetó así la tradición novelesca y de paso las convenciones de la época. No hay en sus obras lugar para el amor libre. Y sin embargo, es tal la fuerza de esta pasión, tan pronta su realización, que el espectador o el lector tienen la viva impresión de que éste lo fuera.
¿Se ha pensado alguna vez en las monstruosas consecuencias que tiene en la historia la rebuscada idea de fray Lorenzo de provocar con un filtro la catalepsia en Julieta, así esté motivado por la soli­daridad con los jóvenes y se le abone su respeto por la idea del amor? Deliberadamente este cura, procurando llevar hasta sus últimas consecuencias la tarea que ha emprendido, proporciona el más inmenso dolor a la familia Capuleto.  Y,  sin quererlo, se convierte en el agente de la desgracia. Como siempre en las obras de Shakespeare encontramos, pues, una gran ironía trágica. El hombre que planea paso por paso la felicidad de sus aconsejados, planea también, sin saberlo, las circunstancias de su muerte.
Pero esa misma ironía ya aparece, de tanto en tanto, en alusiones inocentes que después resul­tan trágicas. Terminado el baile, por ejemplo, dice Julieta a la nodriza: "¡Si es casado, mi tumba se me figura mi lecho nupcial!" Ante las lamentaciones de la misma por la muerte de Teobaldo, pregunta la muchacha: "¿Se ha dado muerte Romeo?" Y lue­go expresa el infinito dolor que esto le causaría. Pero tal vez la muestra más dramática de esta iro­nía trágica está encerrada en las palabras de lady Capuleto, disgustada por la negativa de Julieta a casarse con Paris: "¡Ojalá se desposara con la tumba esta necia!"
En esta obra el humor no corre solamente por cuenta de la nodriza. Las escenas picarescas protagonizadas por los criados permiten la intromisión de lo prosaico en medio de lo elevado,  la mezcla tan común y bien realizada en las obras de   Shakespeare. En ellas el espectador se relaja y sonríe. Y el entorno de la acción se configura, se llena de verosimilitud, de realismo.
La noche es el ámbito por excelencia del amor-pasión, y es natural entonces que buena parte de esta obra transcurra en su dominio. Espacio pro­picio para la fantasía y el sueño es también el marco ideal para los placeres eróticos. La obra en que Shakespeare explota de forma más poética el tema de la noche como desencadenadora de pasiones es Sueño de una noche de verano; los personajes se ven allí envueltos en un entramado de acciones que alienta los deseos y hace posible lo imposible; los amantes cambian el objeto de su amor, los dioses sufren de celos por causa de los humanos, y Titania, la reina de las Hadas se rebaja al grotesco amor de una bestia. La noche, pues, propicia el encantamiento que trastoca los afectos de los personajes. Surgiendo el día todo retorna a la normalidad.
Amor y muerte se realizan en Romeo y Julieta en un ambiente nocturno: el encuentro en el huerto frente al balcón que hace decir a Julieta, una vez se ha despedido Romeo: "¡Oh bendita, bendita noche! Cuánto temo, por ser ahora de noche, que todo esto no sea sino un sueño, demasiado encan­tador y dulce para que tenga realidad!"; la cita de los enamorados antes de que Romeo parta para Mantua; y la escena en el cementerio en que se lleva a cabo el trágico desenlace.
Amor y sexualidad van juntos en Romeo y Julieta. Ya veíamos las observaciones picarescas y un tanto obscenas de la nodriza; encontramos también las bromas subidas de tono de Mercucio en la escena primera del acto segundo, y es evidente que hay deseo en las palabras de los amantes. Sin éste no podríamos concebir el amor de Romeo y Julieta, comprender su ímpetu, el furor de su impulso. Es el deseo el que convierte en prohibido este amor, que no se resigna a no consumarse, y es el deseo el que apresura la boda para poder llegar cuanto antes a la posesión. Los jóvenes planean presentar a sus padres su acto como algo irreversible.
Pero el enamoramiento va más allá del deseo. Y quizá la mejor prueba de ello es el proceso de idealización mutuo que refleja su lenguaje. Obnu­bilados por el amor cada uno contempla del otro sólo lo que es bello, de modo que aspiran a la unión de una manera trascendente. El solo deseo no es capaz de precipitar a un hombre en la muerte voluntaria; Romeo y Julieta experimentan a tra­vés del amor la más profunda sensación de vida, de modo que ya no pueden concebir ésta sin aquél.
El amor de Romeo y Julieta es en realidad un símbolo en un mundo gobernado por el odio. La primera víctima de éste será Mercucio, figura deliciosa, llena de gracia e ingenio. Mercucio pasa por la obra fugazmente, pero su corta interven­ción es suficiente para despertar en el público una enorme simpatía. Shakespeare sabía que tenía que crear ese efecto para que su muerte, seguida por  la de Teobaldo, resultara impactante para el espec­tador, que comprende de inmediato que la rivali­dad entre Capuletos y Mónteseos es mucho más que un juego de pendencias. Las palabras de Mer­cucio están llenas de humor y de imaginación, y en su parlamento sobre la reina Mab reconocemos la voz de Shakespeare poeta, su fascinación por la imaginería del folclor nacional. Quizá ningún otro joven ilustra mejor en la obra el desenfado propio  de la juventud, su ignorancia de la muerte. Por eso esta resulta tan sorpresiva, aun para el mismo personaje en cuyas palabras finales, tan acordes con su temperamento, adivinamos la desespera­ción, la sorpresa y la rabia.
La muerte de Romeo y Julieta equivale a un reordenamiento social, es la forma en que las dos familias expían su culpa y superan sus odios. Los dos jóvenes inmolados se convierten en la penosa conciencia de Verona que necesitó de tan estruen­dosos sucesos para reaccionar.
Pero también es cierto que si esta historia que­ría ser una metáfora sobre el amor verdadero, cuya corriente, según Lisandro en Sueño de una noche de verano, "jamás se ha deslizado exenta de borrascas", no tenía más alternativa que la de la muerte como desenlace. Otra cosa equivaldría a negar la verda­dera esencia del amor, que según Shakespeare es efímero, "breve como un corto sueño". Superados los obstáculos, al joven matrimonio no le quedaría más alternativa que la armónica convivencia en la domesticidad, y un futuro de padres tan poco emocionante como el de los padres mismos de Romeo y Julieta.
Es posible que el amor, como opina Ortega y Gasset, sea una "operación más amplia y profunda, más seriamente humana pero menos violenta" que el enamoramiento. Pero es la pasión, con toda su angustia, su alucinación, su sobresalto, lo que cautiva la imaginación del público. Si a la pasión se le suma la muerte, tendremos la tragedia por excelencia. La muerte consagra el amor como mito y a los amantes como símbolo de la vida intensa que los seres humanos quieren vivir.
Es verdad que el azar, esa fuerza ciega que ya empieza a vislumbrarse como regidora de los destinos humanos en las obras de Shakespeare, es aquí definitivo. Pero también es cierto que Romeo y Julieta escogieron la muerte con la misma pasión con que habían escogido el amor. En su santua­rio, al lado de Tristán e Isolda, de Dante y Beatriz, de Petrarca y Laura, inmortalizados en su eterna entrega, duermen el más hermoso de los sueños que la humanidad se atreve a soñar.

Fuente:
Piedad Bonnett Vélez en William Shakespeare y su obra, Ed. Norma, Colombia, 1994



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