KAFKA: REALIDAD Y ABSURDO
ÍNDICE
LA CRISIS DE LA CULTURA BURGUESA
· KAFKA: VIDA Y LITERATURA
· LA OBRA DE KAFKA
· Diarios: una relación con la literatura
· 1912: "La condena" y "La metamorfosis"
· América ¿una novela de aprendizaje?
· La justicia: El proceso y "La colonia penitenciaria"
· Algunos cuentos: distancias y laberintos
· "El castillo"
· NOTAS Y ARTÍCULOS COMPLEMENTARIOS_
· Praga, ciudad dividida
· La literatura en la Praga de Kafka
· Carta a mi padre
· Kafka y el judaísmo
· Una interpretación de Maurice Blanchot
· Bibliografìa
· KAFKA: VIDA Y LITERATURA
· LA OBRA DE KAFKA
· Diarios: una relación con la literatura
· 1912: "La condena" y "La metamorfosis"
· América ¿una novela de aprendizaje?
· La justicia: El proceso y "La colonia penitenciaria"
· Algunos cuentos: distancias y laberintos
· "El castillo"
· NOTAS Y ARTÍCULOS COMPLEMENTARIOS_
· Praga, ciudad dividida
· La literatura en la Praga de Kafka
· Carta a mi padre
· Kafka y el judaísmo
· Una interpretación de Maurice Blanchot
· Bibliografìa
1.LA CRISIS DE LA CULTURA BURGUESA
En 1880 mueren Gustave Flaubert y George Eliot; dos años más tarde, en 1882 nacen James Joyce y Virginia Woolf; un año después, Franz Kafka. Estas fechas, aparentemente casuales, no lo son si se considera qué es lo que nace y lo que muere junto con esos nombres.
A partir de 1914, el siglo XX asiste a una guerra mundial de crueldad y proyecciones antes desconocidas. Las burguesías nacionales también presencian con horror el na¬cimiento del socialismo, mientras que el capitalismo de libre competencia debe transformarse, para subsistir, en los imperialismos que terminan de dividirse el mundo e inauguran, por la concentración de la producción, los recursos y los mercados, la etapa monopólica.
Europa adquiere nueva fisonomía política y su cultura entra consecuente¬mente en crisis. El positivismo reformista contempla la destrucción de su orden. Por su parte, el absolutismo monárquico entra en franca etapa de retroceso después de 1920, cediendo su lugar a las experiencias fascistas. Ya no hay espacio histórico para las visiones del mundo integrales con las que se regocijaba la burguesía en su etapa de apogeo y seguridad en el poder. Paralelo a la pérdida de la seguridad positivista y de su optimismo presente en las fórmulas de reemplazo del socialismo utópico, se produce la destrucción de una conciencia cultural unívoca. A partir de entonces la literatura comienza a ser pensada en función de una desconfianza explícita hacia las formas de lo que se llamó el gran realismo del siglo XIX.
Frente a una realidad cuestionada históricamente por la revolución rusa y la primera guerra, la tradicional fe en la palabra entra en crisis, junto con las formas de percepción y organización, ahora ya ingenuas, del realismo.
Con Marcel Proust culmina la novela psicológica y a la vez comienza su destrucción. Con Joyce y Virginia Woolf (también con Henry James) nuevos procedimientos textuales —articulados a partir del buceo en el fluir de la conciencia y del tiempo subjetivo— fundan la literatura del siglo XX, donde la polisemia y la ambigüedad, superando la precisión realista del detalle, expresan una diferente posición del escritor frente a las posibilidades de la palabra. A partir de entonces, toda interpretación debe desplazarse hacia el problema del sentido, ya que la nueva literatura comienza por cuestionar los modos tradicionales de significación y representación. Ya es imposible la existencia de una sola lectura del texto; las lecturas son múltiples y no se convalidan solo en su relación con la realidad, ya que esta relación tampoco es única. Se ha inaugurado una forma de producción textual que empieza por problematizar la escritura, considerando que ya no es absoluta y certeramente confiable. En consecuencia se desconfía también de cualquier realidad que se presente como sólida, cuando la experiencia la constata fracturada y caótica. En este replanteo total de las bases del conocimiento y la práctica debe ubicarse la obra y la vida de Franz Kafka.
2-KAFKA: VIDA Y LITERATURA
"…El
mundo prodigioso que tengo en la cabeza. Pero ¿cómo liberarme y liberarlo sin
destrozarme? Y preferiría mil veces destrozarlo antes que retenerlo o
enterrarlo dentro de mí. Que para eso estoy aquí, me parece evidente." (Diarios, 21 de
junio de 1913.) Kafka escribía esto a los 30 años. Sin embargo, la angustiosa
lucha por la creación es el signo a partir del cual puede llegar a extenderse
su vida entera: la clave reside en las relaciones entre existencia y
escritura, es decir en los nudos insolubles donde toda su potencialidad
literaria entraba en supuesta contradicción —contradicción vivenciada— con las
posibilidades vitales. Esta oposición, imposible de superar en la realidad y
solo abolida en parte en la literatura, desgarra el centro mismo de cualquier
intento unificador: Kafka habita en la zona de fractura donde es posible ser
checo, alemán y judío; donde el tiempo y la cotidianidad se convierten en enemigos;
donde, finalmente, la guerra "nacida sobre todo de una espantosa falta de
imaginación" no haría sino confirmar la arbitrariedad terrible de un
mundo que la obra kafkiana ya había descripto.
Kafka, cuyo conocimiento de este universo
quebrado por la violencia y la arbitrariedad
es previo a la explicitación del caos histórico, intenta en la escritura de sus
Diarios y su Correspondencia el análisis minucioso, casi obsesivo, del problema
que lo acosa: la identidad, la culpa y el juicio, la relación con el
"deber ser" vital, con lo "natural" de las experiencias del
mundo y los otros. Entre los otros, uno es de primordial importancia: el
padre. Definir una relación con el padre, Hermann Kafka, implicaba definirla
con el mundo: esa fue una de las metas que persiguió desde la adolescencia
hasta su muerte.
Kafka, nacido en Praga en 1883, reconoció
siempre en sí mismo los elementos conflictivos de sus dos herencias, la de los
Kafka y la materna de los Löwy. A su padre, una personalidad vital, arbitraria,
extrovertida y muchas veces cruel, seguro de sí mismo y de lo que había logrado
con su propio esfuerzo en la vida, a menudo vulgar, y para Kafka niño siempre
enorme, hermoso y magnífico, se contrapone la imagen de la madre, Julie Löwy,
de quien Kafka cree recibir una tradición de piedad y sabiduría judaicas, a través
de los abuelos profundamente conocedores de la ciencia rabínica. Cuando esta
herencia mítica debe definirse, Kafka la expresa así: "sensibilidad,
sentido de la justicia, desasosiego", como balance de los Löwy;
"energía vital, gusto por los negocios y voluntad de conquista",
como rasgos de los Kafka.
Si bien los testimonios de Max Brod,
los documentos conocidos sobre las dos familias e incluso declaraciones de puño
y letra de Julie Löwy, coinciden con esa caracterización, puede pensarse
también que existió en Kafka un nivel de elaboración casi literaria de sus
condicionamientos vitales: así el desequilibrio y la fractura de sus herencias
diversas son repetidos ejes significativos en sus Diarios, especie de oposiciones semánticas dentro de las que Kafka
irá definiendo sus conflictos.
Estas contradictorias relaciones
familiares aparecen homologadas en parte con la situación que se le impone a
Kafka frente a Praga. Uno de sus biógrafos, Klaus Wagenbach, sostiene al
respecto: "Kafka nacería...
precisamente en el límite de estos dos barrios (el del proletariado provinciano
checo-judío, donde había vivido su padre, y el de la burguesía judío-alemana,
de donde provenía su madre), como si
hubiera que aportar una prueba más de la diversidad de sus orígenes, la cual le
distinguiría al mismo tiempo de los otros escritores de la escuela de Praga:
era el único que hablaba y escribía checo casi sin faltas y el único que nació
en plena ciudad vieja, en el límite con la judería, que todavía en aquella
época formaba una unidad arquitectónica. Nunca perdió Kafka los estrechos
límites que lo unían con el pueblo checo; nunca olvidó la atmósfera de su
juventud".
La inseguridad y la culpa
estructuran siempre sus relaciones sucesivas con los representantes simbólicos
o concretos de la autoridad:"... persistía
en la convicción de que ese año no aprobaría los exámenes y que en ese caso no
pasaría al curso siguiente, y que si después de todo lo conseguía mediante
algún engaño, fracasaría en los exámenes definitivos al final de mi carrera, y
que indudablemente, en el momento más inesperado, sorprendería de una vez por
todas a mis padres, adormecidos por mi progreso aparentemente regular, así
como al resto del mundo, con la revelación de alguna increíble ineptitud" (Diarios,
recuerdos anotodos en 2 de enero de 1912).
Su educación padeció de las
carencias tradicionales: el acento puesto sobre la cultura clásica, la inmersión
en el universo grecolatino a través de estériles memorizaciones. Kafka, años
más tarde, acusó el desarraigo de una educación de este tipo: nada había
conocido acerca de la cultura judía, que probablemente le hubiera significado
un principio elemental de identificación. En 1901, año en que termina el bachillerato,
Kafka es un solitario, ávido de comunicación y amistad. En el momento de la
decisión vocacional, su padre se opone a que siga cursos de alemán en Munich.
En consecuencia, Kafka elige y comienza la carrera de derecho en Praga. Se
suponía obligado a elegir una carrera que le asegurara una relativa
independencia económica de la esfera paterna. Sin embargo, éste es el
comienzo de un error que signó el resto de sus perspectivas vitales. En 1906
termina su doctorado. Ya antes había conocido a Max Brod —durante una
conferencia pronunciada por éste sobre "Schopenhauer y Nietzsche",
en una asociación de estudiantes de carácter liberal, es decir ni nacionalista
antisemita ni sionista, que Kafka frecuentaba. Por entonces Brod lo define como
una "mezcla de desesperanza y
voluntad constructiva", a lo que agrega, como rasgos sobresalientes,
el humor y la precisión consciente, meticulosa, acuciada por un constante
esfuerzo de probidad y justicia. También durante esos años de comienzos de
siglo Kafka profundiza su relación con un ex condiscípulo del Liceo, Oskar
Pollak, y conoce a Franz Werfel. Lee a Goethe, Hebbel, Grillparzer, Kleist y
Flaubert y conserva celosamente el secreto de su propia literatura.
En 1907, después de un año de práctica
forense, Kafka comienza a trabajar en la compañía Assicurazioni Generali, como
auxiliar administrativo: sufre una verdadera pesadilla de horarios e
imposiciones. En 1908, pasa a la Compañía de Seguros por Accidentes de
Trabajo, vinculada con la administración imperial. Permanecerá allí hasta 1922
cuando se jubila. Comienza entonces a padecer la obsesión por el tiempo que
puede dedicar a la literatura. En 1910 escribe en su Diario: "Si no me libero de la oficina estoy
simplemente perdido: esto es para mí una verdad de claridad meridiana; sólo se
trata de mantener, mientras pueda, la cabeza erguida para no ahorcarme. Hasta
qué punto será difícil, la cantidad de energías que me absorberá, lo demuestra
desde ya el hecho de que hoy no haya podido cumplir con mi nueva resolución de
escribir desde las 8 hasta las 11, de que en este momento ni siquiera lo
considere un desastre tan grande, y de que sólo escriba rápidamente estas pocas
líneas para poder ir a acostarme". Esta es una de sus batallas más
dolorosas, "una espantosa doble
vida, que probablemente, no tenga otra vía de escape que la locura"
(19 de febrero de 1911). Sus Diarios de esos años repiten el mismo argumento:
la vida cotidiana es un engranaje maléfico y compresivo contra el cual Kafka
intenta una independencia que no logrará jamás. Registra los días en que no
ha podido escribir y busca, en vano, la afirmación de su libertad personal; en
parte su familia, especialmente su padre, lo acosa son obligaciones menores,
con responsabilidades burguesas —supervisión de ciertos negocios y luego, al
comenzar la guerra, de la fábrica de su cuñado— que Kafka se ve obligado a
asumir.
Todas estas circunstancias externas
lo empujan hacia resoluciones que Kafka tarda años en adoptar. La correspondencia
con su novia, Felice, y las anotaciones de sus Diarios reflejan un mismo núcleo obsesivo: piensa que es imposible
conjugar la felicidad matrimonial y sentimental sin mutilar sus posibilidades
literarias. "Necesito estar mucho
tiempo solo. Todo lo que he producido es simplemente un producto de la
soledad. Odio todo lo que no se relacione con la literatura; me aburre seguir
una conversación (aun cuando se relacione con la literatura), me aburre hacer visitas,
las penas y las alegrías de mis
parientes me aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones me roban la
importancia, la seriedad, la verdad de todo lo que pienso (21 de julio de
1913).
El proceso de sus dos compromisos y
rupturas con Felice Bauer es a la vez el proceso de una decisión en la que
Kafka no logra superar la dicotomía entre vida y literatura (muchas veces
piensa, y se apoya, en la similar situación vivida por Flaubert). Este conflicto
lo desgasta física y psíquicamente: en 1917 se le diagnostica la tuberculosis
que terminará con su vida. Rompe entonces con Felice Bauer y pasa una temporada
en la pequeña propiedad que su hermana Ottla administra en Zürau. Kafka se ve
acosado por la culpa y las imágenes del tribunal se reiteran en sus Diarios; todo esto se traduce en una
"destrucción sistemática de todas sus posibilidades vitales".
Sin embargo en 1919 aparece "La colonia penitenciaria" y como
en un nuevo intento de superar su viejo conflicto vuelve a comprometerse, esta
vez con Julie Wohryzek. También le exige un doloroso esfuerzo el proyecto de
rectificar las relaciones con su padre, quien hasta ese momento se había
opuesto sistemáticamente a todas sus actividades, incluso a su matrimonio,
mientras que había contemplado con hostilidad e indiferencia su vida literaria.
Resultado de este esfuerzo es Carta a mi padre, escrita para que fuera
efectivamente leída por aquél, pero que nunca llegó a sus manos. Es un texto
torturado y complejo, en el que se entrecruzan el deseo explícito de aclarar
ciertas cosas "que pueden hacernos
más fácil el vivir y el morir", con un análisis cruel de la esencia de
la relación mutua: la culpa, la humillación, el tormento de lo repetido, el
complejo de inferioridad frente a una imagen paterna magnificada.
Kafka aprendía hebreo y se había
ido vinculando más profundamente con la cultura judía. La relación con Dora lo
arraiga aún más en esa tradición y le proporciona su más feliz experiencia
vital, en la que supera la vieja dicotomía entre vida y literatura. Kafka mismo
afirma qué "ha superado sus demonios", y despierta en un gran deseo
de felicidad en lo cotidiano. Vive en Berlín con Dora desde septiembre de 1923,
sufriendo todas las privaciones y racionamientos de la inflación de posguerra.
Sus cartas de entonces son las más felices que ha escrito. Sin embargo su
estado empeora constantemente y en mayo de 1924 Dora lo acompaña a Praga y de
allí al sanatorio de Kierling donde muere el 3 de junio de ese año. Ya en 1923
había escrito: "Los terribles
períodos de estos últimos tiempos, innumerables, casi ininterrumpidos. Paseos,
noches, días; incapaz de nada, excepto sufrir".
3- LA OBRA DE KAFKA
Diarios: una relación con la literatura
Estos Diarios
comprenden 13 cuadernos de formato en cuarto, además de los tres diarios de
viaje (1911 a Friedland y Reinchenberger; 1911 a Lugano, París y Erlenlach;
1912 a Weimar y Jungborn); se han publicado además los cuadernos azules en
octavo, que, a diferencia de los Diarios,
no se refieren a la experiencia autobiográfica sino que más bien registran
ideas literarias, aforismos y fragmentos de narraciones —material también
presente en los cuadernos en cuarto. También han sido publicadas las Cartas a Milena y parte de su correspondencia
con Felice.
Todo este material puede ser considerado,
desde un punto de vista estructural, como perteneciente a la integridad de
los textos kafkianos —aparte de su oscuro y a veces contradictorio testimonio
biográfico, así como su indudable valor psicológico—. Semánticamente hay
ciertos significados constantes y reiterados, que se agrupan alrededor de un
eje fundamental: la literatura y las posibilidades de la escritura. Estos
textos representan el análisis obsesivo de los caminos de la literatura,
incluso de la escritura como sistema sustituto de la realidad: "Cuando se hizo evidente en mi organismo
que la literatura era la posibilidad más productiva de mi ser, todo se
encaminó en esa dirección, y dejó vacías aquellas aptitudes que correspondían
a las alegrías del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica
y sobre todo de la música. Me atrofié en todas esas direcciones" (3 de
enero de 1912). Aparece, con claridad, el nivel desde el cual Kafka identifica
su tarea: su literatura será la justificación fundamental que podrá presentar
ante ese tribunal que constantemente lo asedia con su imagen. Y sin embargo, es
esta misma literatura la que Kafka ordena reiteradamente destruir, primero a
Max Brod y luego a Dora Diamant, quien en presencia del mismo Kafka accede a
quemar varios manuscritos.
Kafka comprende y se apoya constantemente
en su necesidad de producir textos; lo devora la angustia del tiempo y se
tortura durante los períodos en que no escribe; y pese a todo, teme a su
literatura, comprende su peligrosidad, se destruye al construir con la
palabra: "Me es cada día más
doloroso escribir. Es comprensible. Cada palabra, retorcida en manos de los
espíritus (...) se convierte en una lanza dirigida hacia el que habla"
(12 de junio de 1923).
Sucede que, como sus propios textos
de ficción, todo texto kafkiano es una red compleja de significados
complementarios: así la literatura puede ser a la vez un instrumento de
salvación o de condena y, por tanto, Kafka piensa que debe ser salvada y
destruida. También la palabra escrita es lo que puede lavar la culpa aclarar la
situación —como lo intenta en Cartas a
mi padre— pero a la vez provocar nuevas culpas, confundiéndolo todo. De
esta ambigüedad propia de la escritura Kafka es absolutamente consiente y da
prueba de ello en sus Diarios, donde
propone, por ejemplo, claves diversas e incluso opuestas para algunos de sus
relatos. Estos conceptos no unívocos acerca de la función y el significado de
la escritura suponen la misma desconfianza hacia las posibilidades normales o
naturales de significar, ya imposibles en un mundo donde la belle époque había
concluido en la gran guerra, quebrando para siempre la oportunidad de
existencia de una conciencia uniatria, clásica o romántica, sobre la literatura
y la realidad.
Un universo fracturado torna imposible
la persistencia de los modos literarios del gran realismo del siglo XIX. La
burguesía atravesaba una de sus grandes crisis que culminaría en 1929. Agréguese
a esto la situación peculiar de Kafka, judío en un medio donde avanzaba el
antisemitismo; desarraigado hasta más allá de los 30 años de las tradiciones
judías, sobre las que se habían impuesto la lengua y la cultura alemanas;
habitante de una ciudad como Praga, escindida entre el nacionalismo checo y la
dominación austríaca .Todos estos elementos no hacen sino confirmar el
análisis que el mismo Kafka intenta cada vez que se aproxima a su literatura:
ya no hay seguridades posibles; el texto es a la vez una necesidad de
salvación y una condena irremisible. No hace falta calificar esta posición como
profética de las próximas décadas del siglo; para comprenderla basta
referirse a una realidad común que invade y transforma la literatura de todo
el período.
4-1912: "La
condena" y "La metamorfosis"
Cuando Georg Bendemann ("La condena") visita a su padre, su
buena voluntad, su ternura y cariño, los reproches que se hace a sí mismo, son
un anticipo de su culpa. Georg la desconoce, su padre casi no se la aclara,
sin embargo la culpa es algo a lo que está existencialmente adscripto y de lo
que no podrá escapar. Su tribunal engañoso —como el de El proceso—: su padre, un anciano sólo aparentemente indefenso se
transforma de pronto en fiscal y juez. Es inútil que Georg asuma su defensa,
ya que, aunque en apariencia sólo es "un niño inocente" su padre le
descubre una naturaleza maligna, "más en el fondo todavía, un ser
diabólico". Su condena será la muerte ya que toda falta es irremisible. El
núcleo de la culpa está constituido por un vacío de significados concretos, cuya
ausencia es cubierta por acusaciones inciertas o falsas. Lo principal no es en
realidad la transgresión sino la culpa como estado subjetivo y, a la vez,
imposición externa. Es la culpa la que debe ser castigada, más que el delito,
puesto que el delito podría ser objetivamente definido y esa objetividad admitiría
la posibilidad de una defensa; en cambio la culpa es indemostrable y por tanto
el veredicto establecido a partir de ella resulta inapelable.
En "La metamorfosis" Gregorio Samsa padece una condena antes de
conocer la raíz de su culpa ("Una
mañana, al despertar Gregorio Samsa tras un sueño agitado, encontróse
convertido en un gigantesco insecto"). La irracionalidad autoritaria
no se limitará a aniquilarlo sino que previamente desea arrebatarle su
naturaleza humana (en ese sentido conviene recordar un relato como "Informe para una academia",
donde la transformación se produce a la inversa pero equivale igualmente a
una violación y despojo de la identidad: el mono que a través del
adiestramiento se convierte en un proyecto monstruoso de ser humano).
El relato, en el caso de "La
metamorfosis", apunta a dos núcleos significativos: por un lado la
"suprema autoridad" (destino, dios, sistema irracional) está en el
origen de la transformación que Gregorio jamás había deseado, aunque quizás
sí la hubiera deseado Kafka como medio de separación respecto de la realidad
concreta; por otro lado, está el sentido mismo del cambio: ya no sólo se
impone la aniquilación, como a Georg Bendemann, sino también la pérdida de la
identidad anterior: ahora es otro. Y ese otro es un extraño, por lo tanto un
enemigo, a quien se le niega toda comunicación humana; su familia se avergüenza
de él, su querida hermana deja, al poco tiempo, de cuidarlo, su padre le arroja
manzanas cuando intenta abandonar su encierro; una de esas manzanas se le
incrusta en el lomo y se pudre, constituyendo el primer anuncio explícito de
la muerte que se aproxima.
Tanto Georg Bendemann como Gregorio
Samsa aceptan la decisión de sus respectivas muertes y se ofrecen como
instrumentos voluntarios de las mismas: Georg arrojándose al río donde perecerá
ahogado, Gregorio decidiéndose a morir. Ambos han internalizado la decisión
omnímoda cuyo significado se les escapa mientras que su inevitabilidad les
parece evidente. El veredicto que sobre ellos se ha pronunciado es natural y
no absurdo, por lo tanto no se proponen una defensa. Sus muertes constituyen
una aceptación pasiva e ignorante de sus destinos: son marginados cuya
existencia no ha tenido otro sentido ni otra condición que la llegada de ese
desenlace. Evitarlo, entonces sería quitarle sentido a sus anteriores
historias personales.
5-América ¿una novela
de aprendizaje?
Durante
1912, aparte de "La condena" y
"La metamorfosis", Kafka termina siete capítulos de su novela América. Un año más tarde, "El fogonero", su primer capítulo,
es publicado en forma independiente.
Curiosamente, Kafka intenta establecer una especie de coartada al
declarar que su novela tenía a Dickens como modelo: en realidad parece más bien
postularse como el América, más que asumir un modelo opuesto, el contraejemplo,
de la novela de aprendizaje romántica. Aun sin recurrir a una lectura en clave
trascendente o alegórica, América es
una novela del estatismo, donde todos los cambios acaecidos o padecidos por el
héroe son meramente formales. Desde un punto de vista estructural, América
supone la negación de cualquier posibilidad de cambio interno, a nivel
psicológico. En rigor no es solamente eso, sino el primer esbozo kafkiano de
una narrativa en que héroe-narrador-lector están incluidos en un mundo manejado
desde fuera, sobre el cual ni el personaje, ni mucho menos el narrador, pueden
influir o cambiar (y, como es lógico, tampoco comprender).
Sin ningún esfuerzo pueden describirse
las acciones de la novela mediante la voz pasiva, en lugar de la voz activa típica
de la ficción: Karl Rossman, un muchacho de dieciséis años, nacido en Praga, es
seducido (no seduce) por una sirvienta quien tiene de él un hijo; en
consecuencia y para evitarle responsabilidades es enviado por sus padres a
Norteamérica. En el puerto de Nueva York es encontrado por un tío suyo,
senador, comerciante y multimillonario; por circunstancias diversas es
rechazado y abandonado luego por su tío. Desde entonces se supone que debe
comenzar un nuevo aprendizaje, que sin embargo está signado por la misma
pasividad funcional: sigue a dos vagabundos, Robinson y Delamarche, quienes
están dispuestos a sacarle sus últimos dólares; sin embargo, es salvado por la
cocinera mayor de un hotel desmesurado, situado en los alrededores de la
hipotética ciudad de Ramsés; allí es empleado como ascensorista y protegido
por la cocinera y su secretaria; pese a eso, la malignidad de su destino
absurdo vuelve a enfrentarlo con Robinson quien compromete a Karl frente a
las autoridades inapelables del hotel; es despedido y obligado por Delamarche a
servir a Brunelda, su amante.
La novela se interrumpe allí, pero
conocemos un capítulo más que, aunque no es el último, preanuncia el destino
posterior de Karl: es empleado en el Gran Teatro de Oklahoma, ambigua tipificación
de la felicidad o del más sórdido capitalismo.
El sistema verbal pasivo de la
novela presupone, como es lógico, un tipo especial de reflexión sobre las
posibilidades de acción voluntaria sobre la realidad. En sus obras
posteriores Kafka insiste sobre esta imposibilidad, aunque sus héroes (el
omnipresente K.) desean y a veces intentan comprender o modificar los hechos
que, por otra parte, se presentan ya como consumados.
Karl Rossman, caracterizado funcionalmente
por la pasividad, representa el antihéroe de la novela de aprendizaje; dos
elementos más, de importancia estructural en el relato, son en primer lugar
la ignorancia, que el mundo identifica con la culpa cuando de hecho debería
identificarse con la inocencia, y en segundo lugar, el tribunal y el juicio.
Karl ignora trágicamente que la maquinaria de sus desventuras ya ha sido puesta
en marcha, por decisiones arbitraras de las que la intencionalidad de su
acción permanece absolutamente ajena: por haber aceptado la invitación del señor
Pollunder y alejarse por una sola noche de Nueva York, su tío lo abandona para
siempre; Karl intenta volver a medianoche, intuyendo su falta, pero desde el
momento en que se alejó nada de lo que hiciera podría detener la decisión irreversible;
esa decisión es un verdadero veredicto que Karl acepta sin comprender, puesto
que ya ha aprendido que "si ignora uno tales relaciones puede cometer las
mayores faltas". Como ascensorista del Hotel Occidental, Karl es
nuevamente juzgado; ya ha aprendido a no defenderse, puesto que en una
situación totalmente irracional la defensa comienza a carecer de significado: "Es imposible defenderse si falta la
buena voluntad —díjose se Karl— y ya dejó de contestar al camarero mayor
(...) Sabía que lo que él pudiera decir
tendría otro aspecto muy distinto, que ya no sería lo que él había querido
decir, y que sólo quedaba a la merced de la manera de juzgar las cosas el que
se viera en ellas algo bueno o malo".
Karl ya sabe desconfiar de la
palabra que puede ser equívoca, plurisignificante y maligna. Él, Karl Rossman,
un inmigrante que nada representa frente a las autoridades del hotel, tiene
como única posibilidad el silencio, puesto que la palabra pertenece a los que
juzgan, a los poderosos. Para ser poderoso o libre sería necesario entonces
apropiarse de la palabra, ya sea en la escritura —como
Kafka— o en el sucedáneo de la mentira:
cuando Karl se postula como aspirante a ingresar en el Gran Teatro de Oklahoma
miente; pretende entrar bajo la impostura de lo que hubiera sido su destino si
hubiera permanecido en Europa y, aboliendo mágicamente todo su pasado
norteamericano que equivale a la humillación, afirma que es ingeniero. Pese a
todo, la impostura se rompe y Karl es empleado como trabajador técnico.
La simbología a la cual está sujeto,
en América, el Gran Teatro de Oklahoma, ha sido diversamente interpretada. Max
Brod supone al Gran Teatro como el espacio de la liberación, una especie de
tierra prometida para aquellos que han sido rechazados; varios críticos han
incurrido también en esta interpretación optimista: se lo ha identificado con
un lugar de abundancia y libertad, etc. Sin embargo, el texto mismo de este
capítulo de la novela no autoriza tal exégesis: en primer lugar Karl, hasta ese
momento prisionero de dos marginados, Robinson y Delamarche, y sirviente de
una histérica, Brunelda, se convierte al ingresar al Gran Teatro en un mínimo
engranaje de la gran maquinaria del trabajo —con lo que esto significaba para
Kafka—. Es cierto que allí se puede entrar abandonando el pasado y la culpa,
pero ese abandono significa también la abolición de la identidad (Karl, al
ingresar siente el impulso de cambiar de nombre y así lo hace).
6- La justicia: El proceso y "La colonia penitenciaria"
A
fines de 1914, Kafka escribe "La colonia
penitenciaria" y comienza la redacción de El proceso. El tema de la
justicia resume todos los sentidos que había concretado en sus relatos anteriores.
Kafka ya ha decidido que su literatura se situará en el límite de un universo
donde el absurdo y lo arbitrario se convierten en normas fundamentales; pero
un absurdo y una arbitrariedad minuciosamente legisladas para que asuman las
apariencias de lo verosímil y lo posible, a la vez que se constituyen en
principio inapelable frente al cual fracasan trágicamente todos los intentos de
la razón o el buen sentido. En última instancia, este proyecto kafkiano es
sólo una traslación simbólica del mundo enajenante y en crisis en el que
estaba viviendo. Así como se han hecho innumerables exégesis de Kafka según las
variadas claves espirituales, místicas y teológicas, nada puede desautorizar
una interpretación que acerque su obra a los términos de realidad e historia.
Dentro del proyecto kafkiano existe, en primera instancia, el objetivo de
definir lógicamente aquello que por su naturaleza misma es irracional,
inhumano, con frecuencia salvaje: conocía bien la burocracia de la monarquía
austríaca, ese enorme aparato simulador de justicia, de jerarquías cristalizadas
e inmutables. Esas mismas jerarquías son las que Kafka define, en su
literatura, como una pirámide en cuya cúspide reside el inapelable y
desconocido Tribunal Supremo.
Y en esa postulación de existencia
—la del Tribunal Supremo— residen los resortes y las trampas de la
arbitrariedad y el absurdo. En el relato "La
colonia penitenciaria", el condenado ignora que ha sido juzgado;
tampoco se le ha brindado la oportunidad de una defensa y ni siquiera posee la
posibilidad de la palabra. Para el oficial, que asume los poderes de juez y
ejecutor, "la culpa es siempre
indudable". La obsesión del oficial de esa colonia perdida en el
desierto no es explicar ante el explorador visitante los procedimientos de la
sentencia sino los de su ejecución: una máquina diabólica escribe, mediante
largas agujas, sobre el cuerpo del condenado, la sentencia por la cual merece
la muerte. El proceso dura doce horas, durante las cuales las agujas van
penetrando lentamente en el cuerpo de la víctima hasta atravesarlo por
completo. Recién entonces, instantes antes de morir, el condenado comprende,
puesto que su cuerpo deshecho ostenta la inscripción de su delito: "La severidad de nuestro sistema es
aparente (dice el oficial). Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado,
mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado".
Kafka juega aquí con la literalidad de los
significados, toma las palabras "al pie de la letra": el condenado
desconoce su sentencia pero "la sabrá, a su tiempo, en carne
propia". Así la sentencia consiste en ser escrito, en que el propio cuerpo
se convierta en escritura. Pero esa escritura puede llegar a fracasar, a no
ser comprendida; de hecho, el explorador no la comprende y, es más, la
desaprueba con repugnancia. El oficial entiende, al ver esto, que su
"máquina de escribir", que él tanto admira, nunca más podrá ser
admirada por los otros (su antiguo jefe, el inventor, ha muerto y el nuevo comandante desaprueba el
procedimiento y desea abolirlo). El único camino que le queda abierto es optar
por desaparecer junto con su escritura. Libera al prisionero y se coloca a sí
mismo en la máquina; la inscripción será esta vez "Sé justo".
El relato, de una objetividad, más
que realista, análoga por su precisión y distancia al testimonio antropológico,
incluye dos elementos típicos de la obra kafkiana: por un lado, la
irreductibilidad de la justicia a términos racionales puesto que se caracteriza
siempre por la ilogicidad y la arbitrariedad, atributos de un aparato
incomprensible para quien la padece; en segundo lugar, el concepto de la escritura
peligrosa que se opone al de la escritura salvadora: ser escrito significa la
muerte, mientras que poseer la escritura puede llegar a significar afirmación
y poder; sin embargo, ambos términos pueden alterarse y el que posee la
escritura, como el oficial, llega a morir por ella, es escrito, y en eso reside
su castigo y a la vez su culpa.
"K.
hizo un ademán como para arrancarse de los dos hombres que, no obstante, se
mantenían lejos de él, y quiso continuar su camino. —No— dijo el que estaba
junto a la ventana (...). —usted no tiene derecho a salir, está detenido. —Así
parece —dijo K.(...) Y añadió enseguida—. ¿Y por qué? —No estamos aquí para
decírselo. Vuelva a su habitación y espere. El procedimiento está en marcha y
lo sabrá usted todo en el momento oportuno. Yo me excedo en mi misión al
hablarle tanto. Si sigue usted teniendo en todo tanta suerte como sus guardianes,
puede tener esperanza". Este fragmento, que pertenece al primer capítulo
de El proceso, señala un esquema
completo de las situaciones que luego desarrolla circularmente la novela. José
K. es sorprendido, una mañana, por dos hombres quienes le informan que se le
ha iniciado un proceso. Estos mismos guardias subalternos le proporcionan las
dos claves a las que estará en adelante sujeto: la espera y el azar. Atenerse a
ellas significaría comenzar a entender el mecanismo de la justicia; violarlas
—como lo intenta constantemente K.— representa la muerte. Conocer es morir:
como el condenado de "La colonia
penitenciaria" K. recién entiende cuando el cuchillo de los verdugos se
ha clavado en su cuerpo. En El proceso,
la identidad de cada uno de los miembros de la pirámide burocrática es doble,
invisible o simulada: los guardias son a la vez ladrones (le roban a K. sus
camisas) y "parecen" vulgares comisionistas; los verdugos, pobremente
vestidos, se asemejan a viejos actores de una compañía de segunda; los
códigos sobre la mesa del juez de instrucción no son sino libros pornográficos;
el pintor Titorelli pinta retratos donde los jueces inferiores aparecen
revestidos de una dignidad y magnificencia que nunca poseyeron. Por otra
parte, también el conocimiento de los hechos es incierto o incompleto porque
la maquinaria de la justicia está rodeada de misterio: "La jerarquía de la justicia comprendía grados infinitos, entre
los cuales se perdían los propios iniciados. Ahora bien, los debates ante los
tribunales permanecían secretos en general, tanto para los pequeños funcionarios
como para el público".
Existe una básica negación de la
posibilidad de conocimiento y las preguntas que se plantean al principio de la
novela quedarán sin respuesta hasta la muerte de K., quien por lo menos logra
en apariencia entender su ejecución. K. se pregunta: "La cuestión esencial es saber de qué soy
acusado. ¿Qué autoridad dirige el proceso? ¿Son ustedes funcionarios?".
Ninguna respuesta es posible: tanto los guardias como el abogado le dicen que
interroga como lo haría un niño, y que ese no es, por cierto, el camino de la
comprensión. Por eso K. no logra entender nunca el carácter de su proceso y
todos sus actos se encaminan a influir negativamente sobre su situación: su
mayor error es la impaciencia, que lo precipita en los constantes equívocos
donde se confunde. Estos equívocos son propios de la realidad con la que K.
debe enfrentarse, puesto que nadie asume, en ella, la apariencia que sería
natural a su función: la comisión investigadora, por ejemplo, sesiona en una
casa mísera —en realidad la casa del ujier—; cuando K. llega frente al juez de
instrucción siente que ese "tribunal" se parece bastante a una
reunión política en la que existen dos bandos antagónicos que lo aplauden o
abuchean; actúa como si esta impresión suya correspondiera con la realidad y
por lo tanto se equivoca; en vez de contestar con humildad (actitud propia del
procesado) a las preguntas, pronuncia un larga discurso, violando todas las
convenciones. Pone en duda la autoridad del juez de instrucción y la pertinencia
del proceso mismo. En una palabra, desconoce las leyes del juego y pierde su
oportunidad: "Quiero simplemente
—dijo el juez— hacer-notar que usted mismo se ha frustrado hoy, por no haberse
dado cuenta de la ventaja que un interrogatorio representa siempre para un
acusado". Sin embargo, ni siquiera el juez puede confiar demasiado en
la solidez y permanencia de sus propias palabras; la mujer del ujier —que es
seducida por K., como todas las que encuentra en el transcurso de su proceso,
quizás a causa del hecho mismo de ser un condenado— le dice que el juez ha
informado largamente por escrito sobre los resultados del interrogatorio, tal
como si éste hubiera existido realmente.
Según Marthe Robert, "... dos formas de arte se ofrecen sucesivamente
como salida para la novela: en primer lugar la autobiografía de José K., que
representa evidentemente la explotación de la literatura para dudosos fines de
autodefensa. Por otra parte, el arte del pintor Titorelli (...) que es, pese a
todo, el pintor oficial de la Justicia, o en otros términos de la
colectividad, y como tal, puede comunicar a José K. informaciones claras y
seguras respecto del funcionamiento del misterioso Tribunal". En
estas consideraciones de Marthe Robert vuelven a replantearse los problemas de
la palabra (es decir la literatura, el arte) en relación con la salvación o la
condena. Las mayores crueldades pueden ser desatadas por las palabras que se
pronuncian sin investigar sus complejos significados en el contexto: K.,
embriagado de palabras durante su discurso en la comisión investigadora,
había asentado una acusación contra los guardias. Días después los encuentra en
un desván del banco donde trabaja; son allí azotados a causa del delito que K.
les había atribuido. Las palabras que K. había pronunciado se habían independizado
y originado un nuevo proceso que se resolvía en ese castigo. K., además, tiene
una peligrosa proclividad a creer en la palabra propia y desconfiar de la
palabra ajena: no tiene fe en las defensas que pueden organizar sus abogados. Opina que él
mismo podría escribirlas mejor, componiendo un informe autobiográfico que,
lógicamente, se postula como alternativa frente a los procedimientos tradicionales
y codificados de la justicia. K. se engaña de nuevo al pensar que es el primer acusado que sabe defenderse.
En realidad nada sabe y lo que propone es un trabajo imposible: escribir esa
defensa puede ser tarea interminable que le torna insoportables todas sus
otras responsabilidades concretas, toda su vida anterior ordenada alrededor de
su empleo (tanto K. como Kafka se proponen escribir de noche o pedir largos
períodos de vacaciones para hacerlo). La otra salida que parece dispuesto a
adoptar es la que propone el pintor Titorelli. Titorelli es el que le brinda la
mayor cantidad de información concreta y organizada: "Se presentan tres posibilidades: la absolución
real, la absolución aparente y la prórroga ilimitada... Que yo sepa no hay
nadie que pueda determinar una
absolución real". De esta forma se niega la posibilidad de la
inocencia; sólo el Tribunal Supremo, al cual ni siquiera el pintor (y mucho
menos los abogados) pueden acceder, tiene la facultad de pronunciar
absolución definitiva; en consecuencia todo procesado es culpable, ya que la
justicia inferior ni admite ni está en condiciones de considerar las pruebas
de la inocencia. Lo único que se puede obtener son remisiones periódicas de la
culpa, plazos que separan al procesado de su destino final.
El tercer
camino, más bloqueado que los anteriores, es señalado a K. por un sacerdote.
Mediante la parábola sobre un procesado que espera hasta su muerte frente a una
puerta que nunca pudo franquear pero que sin embargo existía sólo para que él
la traspusiese, K. termina de entender que su situación es desesperada: el
Tribunal Supremo es el único que puede aceptar las pruebas de su inocencia,
pero nunca podrá
llegar a él; un centinela (la sociedad y sus fuerzas) se lo impedirán cada vez
que lo intente. El sacerdote se lo dice explícitamente: "...me temo que termines mal. Se te tiene por
culpable, tu proceso no saldrá quizás del resorte de un pequeño tribunal. Por
el momento se considera al menos tu falta como probada." Desde ese instante,
y aunque nadie le anuncie su llegada, K. espera a los enviados. Cuando estos
llegan, K. siente que su deber sería arrebatarles el cuchillo y hundirlo él
mismo en su cuerpo. Pero no lo intenta: su muerte, que hubiera podido parecer
un suicidio como el de Georg Bendemann, ya ni siquiera le pertenece. Y muere
"como un perro", como si "la vergüenza debiera sobrevivirle".
No ha podido conocer su culpa concreta, ni saber si todo se debe a un
malentendido.
El planteo
de Kafka es formal: K. es condenado por sus errores a partir del momento en
que el proceso comienza, mientras que la culpa desencadenante ya se ha borrado
de las perspectivas del juicio. Una vez que la máquina de la justicia se ha
puesto en marcha desaparece para siempre la posibilidad de la inocencia: todos
los enjuiciados son culpables. Así el sentido del tribunal en todas sus
instancias es administrar el castigo en lugar de averiguar una verdad inverificable.
K. ha luchado por descifrar una compleja estructura de informaciones
simbólicas y contradictorias; ha cometido todos los errores posibles en el
proceso de ese desciframiento; ignoró su culpa pero la asumió como natural para
poder avanzar dentro de su proceso. Sin embargo (oscuramente lo intuía) todo
estaba decidido desde un comienzo: K. no pudo asumir la ilogicidad
que gobierna todas las etapas del juicio y, lo que es aún peor, intentó
comprender y racionalizar. En un mundo irracional, arbitrario y absurdo, Kafka
parece afirmar que la razón es la mayor culpa.
7-
Algunos cuentos: distancias y laberintos
La obra de Kafka se define por la
coherencia con que ciertos motivos se organizan en una estructura temática.
Esta coherencia se expresa, más bien que en su relación con lo externo, en la
reiteración literaria de una simbología. Elemento importante de este universo
simbólico es la persistencia de una situación básica de extrañamiento: los
personajes kafkianos están segregados de la comunidad a la que pertenecieron o
hubieran podido pertenecer; son, en esencia, seres (animales, cosas) atípicos,
solitarios, muchas veces torturados por una tarea o una misión obsesionante.
Para ellos no existe la posibilidad de lo "normal", de la
integración. Sus obsesiones son, desde fuera, manías inexplicables y a menudo
absurdas; resultan de tina ubicación no convencional que agota las
posibilidades de lo real acosado, por todos lados, por lo absurdo y el sin
sentido.
Héroes de
relatos tales como "Un artista del
hambre" y "Un artista del
trapecio" tienen en común la conciencia de desempeñar una actividad
especial, delicada y mágica. Ambos se aíslan voluntariamente del resto de sus
compañeros y elaboran en soledad el perfeccionamiento de una actitud. El
artista del hambre, en realidad un ayunador de circo, va muriendo lentamente
dentro de su jaula; al público ya no le interesa, ni entiende el "arte del
ayuno" puesto que "a quien no lo siente, no es posible hacérselo
comprender". Agonizante, es descubierto por un inspector de la empresa
que se sorprende de encontrarlo todavía ayunando, puesto que todos ya se habían
olvidado de él. El artista intenta entonces una última simulación: decide
quitarle todo sentido a su vida anterior, para acercarse a los
"otros" por lo menos en su muerte. Así es que declara que su arte
fue una impostura condicionada por la vulgaridad: nunca había encontrado una
comida que le gustara. Quitar sentido a la soledad (al arte) implica
re-valorizar aquello que nunca pudo ser obtenido por el artista: la
cotidianidad de una existencia similar a la del resto de los hombres;
existencia a la vez rechazada y deseada en el momento de la muerte: "Todavía, en sus ojos quebrados,
mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría
ayunando". También el artista del trapecio elige el aislamiento:
"...había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional
de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica— que,
mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el
trapecio". Acepta que toda perfección supone el sacrificio de la soledad
(Kafka testimonió con su vida esta situación). Sin embargo el aislamiento
puede estar poblado de objetos cuyo valor simbólico llena el vacío impuesto
por una comunicación imposible: el artista afirma que ya no podrá actuar con
un sólo trapecio y pide una segunda barra que puede convertirse, luego, en un
tercer o cuarto trapecio; le ha parecido que su mundo ya es incompleto, que
debe ser poblado por la duplicación de las imágenes, quizás en un futuro
infinitas, que representan su arte.
La misma
entrega solitaria anima las "Investigaciones
de un perro". En este relato, un perro ya viejo cuenta, en primera
persona, las preocupaciones que vertebraron su vida. Aunque no existe, para él,
otro mundo que no sea el de los perros, necesitó alejarse de su naturalidad
concreta para buscar su "lógica", las leyes que determinan muchos de
sus fenómenos. El proyecto resulta, en sí imposible, pero no por eso merece
ser abandonado. Más bien a él se sacrifican todas las ventajas de la vida en
comunidad: "Con las preguntas me
azuzo a mí mismo; quiero encenderme, por el silencio que me rodea, la única
réplica. ¿Durante cuánto tiempo soportarás el silencio de la perrada? ¿Hasta cuándo
lo soportarás? Esta es la única pregunta vital, más allá de todas las otras. Me
la dirijo a mí mismo; no molesta a los demás. Lamentablemente es fácil de
contestar: soportaré hasta que me llegue el final". Pero ese final es
simbólicamente la zona del miedo y la muerte. Para ocultarlo y defenderse se
elevan construcciones, pasillos, laberintos y murallas.
En "La construcción", un narrador
innominado relata con minucia obsesiva todos los esfuerzos realizados para
obtener la suprema defensa del aislamiento. El animal-héroe se ha construido
una madriguera aparentemente inexpugnable. Aislado en ella teme sin embargo la
invasión del exterior, del mundo del cual se ha segregado voluntariamente; sin
embargo el temor subsiste: "Pero lo mejor de
mi construcción es su silencio. Por cierto, es engañoso; repentinamente puede
interrumpirse. Todo habría terminado. Pero por el momento todavía existe". En
este relato Kafka problematiza todas las posibilidades de defensa: no existen
refugios totalmente inexpugnables y esta inseguridad es el origen de la
angustia. Quizás sólo la arbitrariedad de una fe colectiva puede rescatar
cualquier proyecto humano: así el pueblo de "De la construcción de la muralla china" se adhiere el
desmesurado proyecto sin problematizarlo. Su seguridad reside en que nunca
realiza la experiencia de un conocimiento directo de la totalidad de la
construcción: simplemente cree y colabora en ella. Desconocer la totalidad,
carecer de una vivencia de lo incompleto (la muralla es, en esencia
interminable) supone conseguir una suerte de tranquilidad ciega, ignorante,
pero integrada y dichosa. La construcción, un sin sentido y un absurdo en sí
misma, adquiere empero una lógica: la de participar en una experiencia
colectiva y establecer, en consecuencia, una comunicación que legisle las
azarosas relaciones humanas. Ser reconocido como participante de un todo es,
como se verá, una de las obsesiones de la última novela de Kafka.
8-
"El castillo"
Escrita durante 1922, El castillo es, con certeza, la obra más
compleja de Kafka, aquella donde la crítica propone las más diversas exegesis
e interpretaciones a causa de la multiplicidad de significación de cada uno de
sus elementos. El problema de El
castillo reside, en primer lugar, en el sentido general que se descubre
en la novela, sólo en apariencia el relato de una búsqueda realizada por un
héroe que atraviesa una serie de pruebas. Lo importante es definir, si ello es
posible, cuál es el objeto y el fin de esa búsqueda o si realmente la búsqueda
existe como actividad realizable. Es preciso, también, definir el estilo de
ciertas palabras que se ofrecen como trampas lógicas para el lector (e
incluso para el personaje que cree en ellas). En última instancia, El castillo también plantea el problema
de la realidad y la veracidad de lo significado y de la imposibilidad de una
fe ingenua en la palabra. Todo lo que allí se afirma debe ser puesto entre
signos de interrogación, ninguna de las informaciones que se dan conserva su
valor durante todo el relato, cada uno de los elementos en juego tiene varios
significados posibles, cada uno de ellos sólo provisionalmente exactos.
El castillo sólo permite una lectura a partir de la desconfianza,
puesto que confiar implicaría cometer los mismos errores de su protagonista.
La obra estructura datos objetivamente contradictorios, que plantean desde el
comienzo varios interrogantes: ¿K. es un agrimensor o simplemente asume esa
identidad para poder permanecer en la aldea? ¿El castillo existe o es un
pretexto creado por la enorme e independiente maquinaria burocrática? ¿K. se
dirigía a esa precisa aldea o su llegada es un mero resultado del azar? Es
casi imposible responder a estos interrogantes de una manera unívoca, puesto
que la novela se organiza dentro de un plano de gran ambigüedad significativa.
K. llega una noche a la aldea del castillo; está perdido (se pregunta
"¿en qué aldea vine a extraviarme?") y asume la situación a partir
de los datos inconexos que le proporcionan en la posada. Su equivocación, que
le será fatal, es comenzar a creer inmediatamente en las palabras,
"inventar" una historia: afirma ser un agrimensor contratado por el
castillo. Y desde el castillo nadie lo desmiente. Desde ese momento su objetivo
será obtener el reconocimiento oficial de su tarea y establecer una
comunicación positiva tanto en el castillo como en los aldeanos. Desde
entonces empieza a decir y hacer cosas "inadecuadas": pretende llegar
al castillo —propósito descabellado—, pregunta por el conde a los campesinos y
al maestro, busca el apoyo y la benevolencia de los funcionarios menores; en
una palabra, se compromete en una tarea de verificación: ser el agrimensor
confirmado por la jerarquía, obtener una posición definida en la microsociedad
de la aldea, comunicarse e integrarse.
En la base
de su fracaso reside un malentendido, puesto que todas las palabras que se
emplean a su alrededor designan cosas que no responden a los significados naturales
que K. pretende atribuirles. Su camino es una de las vías de la decepción
frente a una negada posibilidad de conocimiento verdadero. En realidad nada en
esa aldea coincide con las definiciones usuales, ni siquiera el castillo: "En conjunto, tal como se mostraba
allá a lo lejos, no respondía el castillo a la expectativa de K. No era ni un
antiguo burgo feudal, ni un suntuoso palacio nuevo, sino una planta extensa que
se componía de pocas construcciones
de dos pisos y de muchas construcciones bajas en cambio,-que se estrechaban
unas contra otras; de no haberse sabido que era el castillo, hubiera podido
tomárselo por un pueblecito". Tampoco los ayudantes que el castillo
designa para el agrimensor son verdaderos ayudantes sino más bien oponentes,
presencias incómodas y hasta hostiles.
La lucha de
K. comienza cuando, al día siguiente de llegar, llama por teléfono al castillo
para averiguar cuándo podrá presentarse allí; le contestan que nunca; esta
respuesta hubiera bastado para abandonar el objetivo del reconocimiento,
pero, como todo lo del castillo se maneja en dos o más niveles disímiles, en
ese mismo instante llega un mensajero con una carta que le confirma que está
al servicio de la aldea. Arbitrariamente K. confía en ese mensaje más que en
la negativa verbal, y en Barimbas, su portador. Desde ese momento, Barnabás1
se convertirá en la única conexión de K. con el castillo. Sin embargo, ni
siquiera Barnabás es un verdadero mensajero: simplemente aspira a tal título,
se viste con un uniforme parecido al de los verdaderos mensajeros y espera, a
veces infructuosamente, que se le entregue alguna carta. K. yerra al
considerar los hechos literalmente,
adjudicando a las personas atributos meramente subjetivos: "Su mirada, su sonrisa, su andar parecían un
mensaje." Por otra parte la carta es ambigua y contradictoria: "Había
en ella pasajes en que se hablaba como un hombre libre y cuyo albedrío se
reconocía: tal el encabezamiento; tal el pasaje referido a sus deseos. Pero
había también pasajes donde se le trataba como un pequeño obrero, apenas
perceptible desde la sede de aquel jefe (...); su superior" no era más que
el alcalde de la aldea, a quien hasta debía rendir cuentas, su único colega era
acaso el policía de la aldea". A partir de allí K. se empeñará por definir
una situación, sin comprender que la única definición es doble y contradictoria.
Su aventura es una prueba de la invalidez del conocimiento y las experiencias
por las que atraviesa no hacen sino confirmar la imposibilidad de una
integración.
En el
proyecto de K. desempeña un lugar fundamental el acercamiento a los señores
(empleados, secretarios, funcionarios, burócratas) del castillo que
cotidianamente bajan a la aldea. Se dirige entonces al mesón señorial. Esta
visita lo precipita en una nueva ilusión: seduce o es seducido por Frieda, de
quien se dice que es amante de Klamm, justamente el funcionario del cual K.
cree que depende su destino. La posesión de Frieda significa para K. una muy
deteriorada comunicación simbólica con la esfera de las jerarquías. A peco esa
comunicación se revela como inexistente, demostrando también que K. es incapaz
de romper los límites de su aislamiento: "Como
desvanecida de amor yacía de espaldas y extendía los brazos; sin duda el tiempo
no tenía límites para su dicha amorosa (...). Luego se sobresaltó viendo que
K. permanecía quieto, ensimismado en sus pensamientos". El proyecto
de K. desborda y anula la esfera de la cotidianidad: si piensa casarse con
Frieda es porque supone que para hacerlo tendrá que hablar con Klamm, aunque
ninguno de los aldeanos opina que esto es necesario (otra de las características
de K. es una desconfianza total hacia lo que se le aconseja, acompañada de una
credulidad total hacia lo que circunstancialmente se le dice). Pero tampoco
Klamm es una presencia concreta, y mucho menos abordable. Aunque K. cree
haberlo visto a través de una mirilla en el mesón señorial, nadie en la aldea
coincide al describirlo: "Dicen que
su aspecto cuando llega a la aldea es muy distinto del que tiene cuando la
abandona; que es una su apariencia antes de beber cerveza y otra después; una
cuando está despierto y otra cuando duerme... Y aun dentro de la aldea surgen,
según los relatos, diferencias bastante notables: diferencias que conciernen al
porte, a la corpulencia, a la barba".
Ni siquiera
Barnabás, el mensajero, logra identificarlo inequívocamente, muchas veces lo
confunde y no está muy seguro de haberlo visto ni de que sea Klamm quien le
entrega las cartas para K. Lo que K. intenta es el conocimiento,
la ratificación de lo que él cree apropiado y verdadero. Singularmente su
equivocado camino hacia el conocimiento está plagado de humillaciones, puesto
que las autoridades castigan con la humillación cualquier intento de
independencia: en vez de ser confirmado como agrimensor se le ofrece a K- el
puesto de bedel en la escuela. El hecho es en sí neutro puesto que ni aumenta
ni disminuye sus posibilidades: el reconocimiento del castillo, pese a lo que
pueda creer, no depende de lo que él haga o se proponga. Así cuando ya está
perdiendo su esperanza recibe una nueva carta que se refiere a los trabajos de
agrimensura que en el castillo saben que K. está realizando. Toda la carta es
una impostura; K. no ha empezado siquiera esos hipotéticos trabajos; sin
embargo el mensaje cumple una función: no permitir que K. tome distancia,
considere a su empresa como imposible y se vaya. Su empresa de conocimiento es
necesaria, está prevista, dentro de la absurda economía general del castillo.
Así, cada vez que K. está próximo a ser superado por el desaliento recibe una
señal, algún indicio diminuto y arbitrario que reactualiza la presencia del
castillo y la relación de K. con él. Esto no quiere decir que el conocimiento
y la confirmación sean probables ni que el malentendido que confunde al
agrimensor se haya superado. Sólo indica que el castillo suele abrir ciertas
posibilidades engañosas en las que K., aferrado a la literalidad de los
mensajes, vuelve perderse. Una de esas oportunidades engañosas es la que
desarrolla en el último capítulo que conocemos (la novela ha quedado
inconclusa, aunque es también lícito afirmar que no tiene fin, que las
desventuras del héroe son circulares y eternas). Por intermedio de Barnabás,
uno de los secretarios de Klamm, Erlanger, cita a K. en el mesón señorial.
Abrumado por la larga espera, K. se duerme sobre la cama de otro de los
funcionarios, repitiendo una de las situaciones típicas por las que atraviesan
los héroes kafkianos: sucumben al cansancio precisamente en el momento que
están más cerca de lo que han buscado afanosamente. Cuando K. es recibido por Erlanger se
revela la frustración absoluta de esa nueva expectativa: no es su situación de
agrimensor el tema del interrogatorio sino su relación con Frieda (Klamm le
ordena que la abondone, cosa que ya ha sucedido).
El castillo se cierra sobre esa comprobación: K. todavía no
existe por sí mismo frente a los señores, sino en relación con la gente de la
aldea: un indicio más de que empresa se basa sobre una hipótesis de
cumplimiento imposible. Se ha dicho que sería temerario proponer una
traducción de la simbología de El castillo que se postule como única. Más que
una correspondencia mecánica entre los elementos de la novela y los significados
de otros órdenes extraliterarios (es decir una trasposición simple de una
supuesta alegoría a la realidad) parece posible establecer relaciones dentro
del texto mismo; una vez que se descubran estas relaciones significativas se
estará en condiciones de establecer las vinculaciones con lo extraliterario.
Como se vio,
el eje significativo del texto reside en un proyecto imposible; esa
imposibilidad tiene dos niveles: por un lado, el héroe se propone lograr cosas
que no están dentro de los planes de un poder omnímodo; por otro lado, ese
mismo poder se empeña en engañarlo señalando mediante indicios equívocos la
viabilidad del proyecto. De esta forma, el engaño, el malentendido, reside en
la base del conflicto. Ahora bien, ese malentendido determinante se define por
una relación equívoca entre la palabra que significa y el objeto significado;
desde este punto de vista, lo que problematiza el héroe kafkiano es la validez
de los significados, la mayor o menor honestidad con que las palabras designan
a las cosas. Esta actitud, que define la obra de Kafka, está en la base de grandes
zonas de la literatura del siglo XX. Kafka no sólo presenta héroes sin historia,
marginados y humillados, cuya actitud fundamental es la espera, sino que
plantea a la vez un universo desquiciado por el absurdo y la arbitrariedad, a
través de una crítica consciente de las futuras posibilidades de significación
por medio de la palabra y la escritura. No en vano su literatura fue dada a
conocer en Francia por André Bretón, ni es casual que su obra haya sido
comentado por Sartre, Camus y Maurice Blanchot o que se refleje sobre
posiciones tan diversas como las de André Gide, el teatro del absurdo y y la
novela de la segunda posguerra. Su proyecto literario aún hoy nos es
contemporáneo; la transparencia de su escritura, su amodalidad e impersonalidad
anticipan muchas de las experiencias más recientes de la narrativa y de la
crítica. Y su mundo coincide trágicamente con nuestra actual realidad
fracturada y en crisis.
9-NOTAS Y ARTÍCULOS
COMPLEMENTARIOS
Praga, ciudad dividida
En una de las conversaciones con Gustav Janouch,
Kafka dice: "En nosotros perviven los oscuros rincones, los pasajes
misteriosos, las ventanas ciegas, los patios sucios, las tabernas ruidosas y
las pensiones herméticas. Caminados por las anchas calles de la ciudad nueva,
pero nuestros pasos y nuestras miradas son indecisos. En nuestro interior
temblamos todavía como en los viejos callejones de la miseria. Nuestro corazón
no sabe nada de las obras de saneamiento. Vemos la vieja ciudad insalubre de
los judíos más real que la higiénica ciudad nueva que nos rodea"
(citado por Klaus Wagenbach, Kafka). Esta Praga checa y alemana a la cual Kafka
se refiere contribuyó a crear la atmósfera de sus primeros relatos
—"Descripción de un combate" y "Preparativos de boda en el
campo"—. En sus obras de madurez Praga fue traspuesta a esa ciudad sin
nombre de El proceso. Fundamentalmente Praga constituye, a principios de
siglo un fenómeno racial y cultural específico: "Poblada por alemanes,
pertenecientes por lo general a la alta burocracia, que no tienen en común con
Alemania más que la lengua; por checos, que componen la base de la población
trabajadora, sin por ello constituir un verdadero proletariado ni siquiera una
pequeña burguesía; por judíos, en fin, que, apenas salidos del ghetto
medieval, ejercen muy frecuentemente profesiones comerciales y liberales, pero
que están todavía sometidos a toda clase de restricciones de hecho y de
derecho, la ciudad, bajo la apariencia de un orden imperial, vive
cotidianamente una anarquía y un absurdo (...) Los checos, debilitados por la
larga política de forzada germanización de los Habsburgo, no poseen más
existencia nacional que los judíos. Y los alemanes de Bohemia, los sudetes,
separados de Alemania desde hace dos siglos se encuentran en la posición de un
pequeño grupo de colonos sin metrópoli alguna a sus espaldas (...) Además,
las diferencias étnicas se agravan con agudas diferencias
sociales; los alemanes ocupan la cúspide de la jerarquía, los checos la base;
los judíos gozan a veces de una situación privilegiada que las malas pasadas,
el desprecio o el odio de los otros grupos les hacen pagar ciertamente muy
caro."
Marthe Robert, Acerca de Kafka, acerca de Freud.
La literatura en la Praga de Kafka
Entre 1870 y 1880 nacen dos de los más importantes
novelistas en lengua alemana: Thomas Mann (1875-1955) y Robert Musil
(1880-1942). Este último, como Kafka, había nacido en los dominios
austro-húngaros, en Viena. Paralelamente en las primeras décadas del siglo XX,
surge en Alemania el grupo expresionista, reflejo ideológico y artístico de la
crisis cultural y política anterior a la primera guerra, a la vez que
agrupamiento de vanguardia de plásticos y escritores, cuya influencia más
perdurable operó sobre la literatura dramática.
En Praga, la atmósfera de renovación formal acusa
caracteres menos revolucionarios, por su situación relativamente independiente
de los grandes centros de recreación cultural y crisis política. Dos poetas,
Rainer María Rilke (1875-1926) y Franz Werf el (1890- , y varios narradores:
Gustav Meyrink (1868-1932), autor de El gólem, El rostro verde y El estudiante
de Praga; Karl Hans Strobl (1887- , en cuyas obras El cuarto del estudiante
Vaclav y La antorcha de Hus, se reflejan la agresividad y el conflicto que
atravesaban ya por entonces la vida checa. Junto con Max Brood, también
novelista, son estos los contemporáneos de Kafka; comparten con él la
sensación de extrañamiento frente a una lengua y una cultura sobre la que deben
imponerse, desarraigados en una ciudad-isla que por su particular estructura
social estaba cruzada por las fronteras checa, alemana y judía.
Por cierto que no es ésta la única literatura de
referencia con la que se vincula Kafka. Los Diarios testimonian una diversidad
de lecturas: Knut Hamsun, Wilhelm Schäfer, Emil Strauss, Hauptmann, Wedekind,
Strindberg, Thomas Mann, y a partir de 1918 Kierkegaard, cuyo pensamiento —se
ha sostenido— influyó sobre la simbología kafkiana. A estos hombres debe agregarse
los de los románticos Kleist y Grillparzer, la constante lectura de Goethe y la
admiración hacia Tolstoi, Flaubert y Dostoievski.
Carta a mi padre
En 1919, cuando escribe y entrega esta carta a su
madre, quien no la remite a su destinatario, Kafka intenta concretar, en la
escritura, una comunicación que hasta ese momento había sido penosa e
imposible. En la intención del texto subyace una necesidad de dirimir
responsabilidades, atribuir a alguien la culpa fundamental, el malentendido:
"Si resumes tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas realmente algo indecente o malo ... sino frialdad,
alejamiento, desagradecimiento. Y evidentemente me lo enrostras, como si
fuese culpa mía, como si con un golpe de timón hubiese podido disponer todo en
forma distinta, mientras que tú no llevas ni la culpa más ínfima, salvo la de
haber sido excesivamente bondadoso conmigo".
A través de la Carta el padre se manifiesta
poseedor de un poder omnímodo, que disponía discrecionalmente de sus hijos, especialmente de Franz. Así el universo familiar se
define por la obsesión y la arbitrariedad: "todo lo que me gritaba era
precepto divino". Kafka atribuye mayor poder traumático a la simbología
de la violencia paterna que a la violencia misma: "También es verdad que
prácticamente no me golpeaste nunca. Pero los alaridos, el enrojecimiento de tu
rostro, el rápido movimiento al sacarte los tirantes y la colocación
deliberada de los mismos sobre el respaldo de la silla casi era peor para mí... Además, los numerosos casos en que
según tu opinión yo merecía que me azotara, pero apenas escapaba al castigo
por tu clemencia, se sumaban formando una sensación de culpa mayor. Desde
estas direcciones desembocaba en tu culpa". Los ejes de la Carta
constituyen la oposición poder paterno-liberación. La liberación hubiera
podido residir en la ruptura con la familia y el logro, por ejemplo, de una
pareja; sin embargo, el casamiento hubiera colocado a Kafka a la par de su
padre, y ocupar su lugar equivaldría a reemplazarlo (matarlo): "Pero
tales como estamos ahora, el matrimonio se me veda porque es precisamente tu
jurisdicción más privativa. A veces me imagino el planisferio desplegado
delante de mí. Y me parece entonces que sólo puedo tomar en consideración los
lugares que tú no cubres o que no están a tu alcance. Y estos lugares, de
acuerdo con la representación que tengo de tu grandeza, son muy escasos y poco
consoladores; el matrimonio, en especial, no está entre ellos". Pero sí
lo estaba la literatura que, desde un punto de vista, puede ser un intento
victorioso de aniquilación paterna, de cuestionamiento profundo del principio
de autoridad omnímoda, como se verá en El proceso y El castillo.
Kafka y el judaísmo
En 1910 Kafka asiste a las representaciones
teatrales de una compañía ju-deo-alemana y se siente profundamente conmovido.
Descubre, a través de la amistad con el actor Isak Lowy —de quien dice que lo
"admiraría hasta en el polvo"— la historia y la cultura judías;
hasta el momento le habían sido ajenas como consecuencia de su situación de
asimilado a la cultura alemana, situación característica de la burguesía
próspera de Praga. Sin embargo, cuando hacia 1913, Brod adhiere al sionismo,
Kafka demuestra una poderosa reticencia; en su Diario llega incluso a
cuestionar su pertenencia al judaísmo, desde un punto de vista existencial:
"¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas tengo nada en común conmigo
mismo" (8 de enero de 1914), Años más tarde Kafka vuelve a sentirse
atraído por el judaísmo; comienza a aprender hebreo y, en Berlín, frecuenta la
Facultad de Ciencia Judaica donde asiste a los cursos de Torczyner y Guttman
sobre el Talmud. Desde el punto de vista religioso siempre reprochó a su padre
una educación indiferente en que la solemnidad del rito era trivializada: "Tampoco el judaísmo me salvaba
de ti. Con esto hubiera sido concebible por sí sola una salvación, pero, más
aún, hubiese sido concebible que en el judaísmo nos hubiésemos encontrado
ambos a nosotros mismos o que hasta hubiésemos partido juntos de allí ¡Pero
qué clase de judaísmo me legaste!" (Carta a mi padre).
Kafka redescubre entonces el judaísmo y lee
tardíamente los cuentos judíos populares. Por otra parte, padece su condición
de judío en una ciudad checa y alemana, donde hasta las lenguas que domina le
son históricamente extrañas; el alemán es para Kafka un instrumento que no
siente como propio, que despersonaliza y maneja en un plano totalmente extraño
al habla popular o la innovación, en suma una "lengua transparente".
Lo que parece, empero, una extrapolación audaz es la interpretación teológica,
dentro de la tradición judía, de la obra kafkiana, tal como intenta forzar el
planteo de Max Brod, realizando una exégesis judía de El castillo y El
proceso. Esa transcripción alegórica empobrece la simbología kafkiana que,
precisamente, se caracteriza por la multiplicidad de sus significados. De
todas formas no debe descartarse la influencia que sobre su obra
pudo tener la situación marginada en la que se movía aún la burguesía judía
próspera de Praga.
Una interpretación de Maurice Blanchot
"Seguramente nos equivocamos tanto como el
agrimensor de El castillo cuando creemos reconocer en la fantasmagoría
burocrática el símbolo justo de un mundo superior. Esta figuración corresponde
solamente a la impaciencia, es la forma sensible del error, por la cual, para
la mirada impaciente, se sustituye incesantemente a lo absoluto, la fuerza
inexorable del mal infinito. Kafka quiere alcanzar el fin antes de haberlo
alcanzado. Esta exigencia de un desenlace prematuro es el principio de la
figuración; engendra la imagen, o, si se quiere, el ídolo, y la maldición que
le es inherente a la idolatría. El hombre quiere la unidad inmediatamente, la
quiere en la separación misma; se la representa, y esta
representación, imagen de la unidad, reconstituye inmediatamente el elemento
de la dispersión donde se pierde cada vez más, porque la imagen como imagen,
lo separa, volviéndose inaccesible y volviéndola inaccesible.
Klamm no es invisible; el agrimensor quiere verlo y
lo ve. El Castillo, fin supremo, no está más allá de la vista. En tanto imagen
está constantemente a su disposición. Naturalmente, mirándolas bien, esas
figuras decepcionan; el Castillo no es más que un amontonamiento de casuchas
pueblerinas; Klamm, un hombre corpulento y pesado sentado frente a un
escritorio. Sólo cosas ordinarias y feas. Esa es también la suerte del agrimensor, es la verdad, la honestidad engañosa
de esas imágenes: no son seductoras en sí mismas, no hay nada que justifique el
interés fascinado que se tiene por ellas, recuerdan así que no son el
verdadero fin. Pero, al mismo tiempo, es en esta insignificancia, que
participan de su esplendor, de su valor inefable y que no unirse a ellas ya es
desviarse de lo esencial. Esta situación puede resumirse así: es la impaciencia
la que hace inaccesible el término sustituyéndole la proximidad de una figura
intermediaría. Es la impaciencia la que destruye la cercanía del término,
impidiendo reconocer en el intermediario la figura dé lo inmediato".
Maurice Blanchot, El espacio literario
Bibliografìa
De
Kafka:
·
Contemplación (Betrachtung), 1913
·
La metamorfosis (Die Verwandlung), 1915
·
La condena (Das Urteil), 1916
·
La colonia penitenciaria (In der Strafkolonie), 1919
·
Un artista del hambre y
otros relatos (Ein Hungerkünstler), 1924
·
El proceso (Der Prozess), 1925
·
El castillo (Der Schloss), 1926
·
América (Amerika), 1927
·
La muralla china (Bein Bau der chinesischen Mauer), 1931
·
En las obras completas (Gesammelte Werke, Francfort, 1950-68) se incluyen también los Diarios (Tagebücher 1910-1923), las Cartas a Milena (Briefe an Milena), las Cartas 1902-1924 (Briefe) y
todos los relatos, fragmentos de prosa, aforismos y los ocho cuadernos en
octavo. La recopilación y la edición han estado a cargo de Max Brod.
Sobre
Kafka:
Los trabajos de crítica e interpretación publicados
sobre Kafka en alemán son muy numerosos y para su conocimiento se remite a
Flores, Angel; A chronology and bibliography, Houlton, 1944; y Järv, Harry, Die
Kafka-Literatur. Eine Bibliographie, 1961.
En
otros idiomas puede consultarse:
·
Albérès, R. M. y Pierre de Boisdeffre, Franz
Kafka, Paris, 1960
·
Bataille, Georges, La literatura y el mal, Madrid, 1959
·
Blan-chot, Maurice, El espacio literario, Buenos Aires, 1969
·
Borges, Jorge Luis, "Prólogo" a La metamorfosis, Buenos Aires, 1952
·
Brod, Max, Franz Kafka, Paris, 1945
·
Eisner, Pavel, Kafka, Buenos Aires, 1959
·
Flores, Angel (comp.), The Kafka problem, Nueva York, 1946
·
Lancelotti, Mario, El universo de Franz Kafka, Buenos Aires, 1950
·
Lukács, Georg, Significación actual del realismo crítico ("Franz Kafka o Thomas
Mann?"), México, 1963
·
Mallea, Eduardo , "Introducción al mundo de Franz Kafka", en Sur, 9, 1937 Robert, Marthe, "La lecture de Kafka", en Les
Temps Modernes, 84/5, 1952
·
Robert, Marthe, Kafka, Buenos
Aires, 1969
·
Robert, Marthe, Acerca de Kafka, acerca de Freud, Barcelona, 1970
·
Starobinski, Jean, "Le
rêve architecte", en Lettres, febrero, 1947
·
Wagenbach, Klaus, Kafka, Madrid, 1970
Versiones
españolas de las obras de
Kafka:
·
La obra de Kafka ha sido traducido al castellano en su casi totalidad:
·
Obras completas, prólogo de Carmen Gándara, Buenos Aires,
Emecé, 1960
·
América, trad. de D. J. Vogelmann, Buenos Aires, Emecé, 1943
·
El proceso, trad. de
Vicente Mendivil, Buenos Aires, Losada, 1939
·
El castillo, trad. de D.
J. Vogelmann, Buenos Aires, Emecé, 1949
·
La condena, trad. de J. R. Wil-cock, Buenos Aires, Emecé, 1952 (incluye también
"Un médico rural", "Informe para una academia", "En
la colonia penitenciaria" y "Josefina la cantora", entre otros
relatos)
·
Informe para una academia,
trad. de María Rosa Oliver, Buenos Aires, Emecé, 1945
·
La metamorfosis, trad. y
prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Losada, 1943 (incluye también "Un
artista del hambre" y "Un artista del trapecio'")
·
La muralla china, trad. de
Alfredo Pippig y Alejandro Ruiz Guiñazú (incluye, entre otros relatos,
"Descripción de una lucha", "De la construcción de la muralla
china", "La construcción", "El topo gigante", "Investigaciones
de un perro"), Buenos Aires, Emecé, 1953
·
Carta a mi padre y otros
escritos, trad. de Carlos Félix Haeberle, Buenos Aires, Emecé, 1955
·
Cartas a Milena, trad. de J. R. Wilcock, Buenos Aires, Emecé, 1955
·
Diarios 1910-1923, trad. de J. R. Wilcock, Buenos Aires, Emecé, 1953.
|
El informe para
este fascículo ha sido preparado y escrito por la profesora Beatriz Sarlo
Sabajanes. El profesor Jaime Rest realizó la supervisión técnica.