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18 de agosto de 2017

LA REVOLUCIÓN NARRATIVA: EL “ULISES” DE JAMES JOYCE

LA REVOLUCIÓN NARRATIVA: EL “ULISES”


ÍNDICE
1. JAMES JOYCE: DESTINO Y CONTEXTO

· Joyce e Irlanda

· El itinerario de un desterrado

· Las primeras obras

2. EL "ULISES": REALISMO Y MITO

· Estructura y escritura del "Ulises"

· Realismo y "obra abierta".

3- EL LABERINTO DE FINNEGAN

· Historia y desintegración

· La lengua total

4. JOYCE Y LA NUEVA NOVELA

5. NOTAS Y ARTÍCULOS COMPLEMENTARIOS

El escándalo del "Ulises"

El Ulises joyceano y el Ulises griego

El fallo del juez Woolsey

El monólogo de Molly Bloom

La gloria de Ulises

El mensaje de "El velorio de Finnegan"



         La importancia capital del Ulises, no­vela del irlandés James Joyce, dentro de la literatura de nuestra época cons­tituye ya un hecho reconocido y como tal ha pasado a integrar el repertorio de sobreentendidos y de afirmaciones irrecusables en que se articula la cul­tura actual. Si aceptamos que la cali­ficación de clásico puede tener vigen­cia aun en un contexto contemporá­neo, resulta muy tentador decir que Ulises es una de las pocas obras clá­sicas —la única, tal vez— de la litera­tura del siglo XX. Naturalmente, va­mos a prescindir aquí de la definición profundamente conservadora que ha­ce de un clásico T. S. Eliot (cuya exi­gencia de universalidad ideal le hace  remitirse exclusivamente a las civili­zaciones griega y latina), para limitar­nos a denominar de este modo a aque­llas obras que reúnen en sí, en forma dialéctica y no por mera yuxtaposi­ción, los principales problemas estéti­cos y formales y la maraña de signi­ficaciones básicas de una época deter­minada, expresados todos en una crea­ción compacta y autosuficiente. Inclu­so la modesta perspectiva que nos ofrecen los años transcurridos desde la publicación del Ulises parece bastarnos para respaldar la cualidad de permanencia del libro: se trata, sin duda, de la obra que más ha influido en la evolución de la narra­tiva posterior; su riqueza y multipli­cidad han suscitado una copiosísima bibliografía crítica e interpretativa que ha crecido sin cesar y, en fin, su ca­rácter de inventario y "suma" de una época hace posible, a medida que pa­sa el tiempo, nuevas lecturas que van develando una estructura y un sentido inagotables.
 Este ensayo se propone, aparte de insertar la obra joyceana en el marco general de la evolución de la novelística del presente siglo, presen­tar al escritor en el ámbito nacional y cultural que impregnó sus creaciones, y conectar a éstas con la gran tradi­ción realista a la que Joyce, pese a su grandioso esfuerzo de transforma­ción, no abandonó nunca.

En Dublín, capital de Irlanda —que por entonces pertenecía a la corona británica—, nació el 2 de febrero de 1882 James Augustine Aloysius Joyce. Su padre, John Stanislaus Joyce, pro­venía de una tradicional familia del condado de Cork, tenía cierto renom­bre en los medios políticos dublineses y poseía una excelente voz de tenor; su madre, Mary Jane Murray, era hija de un corredor de vinos. En el mo­mento del nacimiento de James, el hi­jo mayor de los Joyce, la familia goza­ba de relativo bienestar económico, que coincidía, además, con una etapa de tranquilidad en la agitada Irlanda de las luchas por la autonomía o —más radicalmente— por la indepen­dencia. Sin embargo, solo unos meses después, los asesinatos del Phoenix Park —cometidos por rebeldes irlan­deses como protesta contra el poder inglés— cambiarían la situación y acentuarían la atmósfera de represión, trastornando paralelamente la existen­cia de irlandeses más o menos nota­bles.
La posterior caída en desgracia y muerte de Parnell, el gran caudillo político irlandés, cerró definitivamen­te este período e inauguró otro, carga­do de inseguridad y violencia. En este ambiente transcurrió la infancia del futuro escritor, entre las discusiones del padre con sus amigos políticos li­berales y autonomistas, y bajo la su­pervisión de la señora Conway, una es­pecie de institutriz que había ido a vivir con los Joyce para cuidar a James y que se distinguía por su fa­natismo y su intransigencia religiosos (John Stanislaus, aunque católico por tradición familiar como todos los ir­landeses que se preciasen de serlo, atemperaba con su liberalismo un po­sible rigor confesional).
Ya a los seis años el niño entró como interno en el colegio jesuita de Clongowes Wood, pero tres años más tarde la cada vez más difícil situación económica de su padre obligó a éste a borrar a su hijo del prestigioso establecimiento y, des­pués de un intervalo, inscribirlo en el Colegio Belvedere, de Dublín, también regenteado por los jesuitas, cuyo pago de aranceles pudo obviarse gracias a determinadas influencias.
 Inscripto en Humanidades, James pasó estudiando seis años en el Belvedere, probando en carne propia la educación brindada por los jesuitas, hecha de inflexible dogmatismo y severidad física y mo­ral. En 1898, habiendo resuelto no tomar los hábitos, el joven dejó el Bel­vedere y se inscribió en el Colegio Uni­versitario —también jesuita—, en cu­ya facultad de Humanidades se dedicó principalmente a estudiar idiomas. En estos años en que Joyce ya había empezado a escribir, sus lecturas principales habían consistido en los clásicos promovidos por los jesuitas —Aris­tóteles, Santo Tomás de Aquino— y, sobre todo, en el descubrimiento de Ibsen que había hecho casi a espaldas de sus maestros; por lo demás, el lla­mado renacimiento literario irlandés, encabezado por Yeats, llegaba asordinado a sus oídos y no provocaba su entusiasmo. Como su padre, tenía una buena voz de tenor y solo su propia obstinación le impidió ganar un con­curso musical e iniciar, tal vez, una importante carrera de cantante. Una vista débil y enferma, que iba a ser la más pesada carga de toda su vida, le acarreaba ya serios inconvenientes.
El primer trabajo publicado de Joyce fue un artículo sobre Cuando desperta­mos los muertos, la última obra de Ibsen; se trataba de un breve ensayo que, con el título de "El nuevo drama de Ibsen", apareció en abril de 1900 de La Revista Quincenal. En 1901 Joy­ce publicó en forma de folleto —pues el artículo había sido rechazado por la revista del Colegio Universitario— "La era de la multitud", en donde ata­caba el proyecto de creación del Tea­tro Nacional irlandés y polemizaba con el nacionalismo estrecho en ma­teria de arte. Un nuevo artículo, esta vez dedicado al poeta James Clarence Mangan, pudo ser incluido en el nú­mero de mayo de 1902 de la revista universitaria. Joyce ya tenía cierto re­nombre literario juvenil, se conocía su actitud desdeñosa respecto al ambien­te cultural irlandés y se temían sus agudezas verbales y su independencia de criterio.
En 1902 Joyce recibió su diploma de bachiller en Artes. El acto represen­tó también una despedida: había re­suelto abandonar a Irlanda y radicarse en un medio cosmopolita y más gene­roso en el terreno artístico. Después de pasar por Londres —donde fue re­cibido por W. B. Yeats, quien ya había leído sus primeros poemas, a los que no estimaba en demasía— cruzó la Mancha y se estableció en París. Quiso allí estudiar medicina, pero los medios de que disponía —las limitadísimas re­mesas de dinero de sus padres— ape­nas si le permitieron disfrutar de una módica bohemia, que debió interrum­pirse en 1903, ante la noticia del grave estado de salud de su madre. Otra vez Joyce estaba en Dublín. Su madre había muerto y su familia se  disgregaba. Él mismo dejó el depar­

tamento de su padre y llevó una vida errante y de vagabundaje por los ba­rrios bajos de la ciudad.

El 16 de ju­nio de 1904, el día que sería el ámbito temporal del Ulises, Joyce desempeña­ba un empleo de 
maestro en la Clifton School, estaba de novio con Nora Barnacle —que pronto sería su espo­sa— y más que nunca estaba decidido a dejar Irlanda. Aunque sus compa­ñeros ocasionales le advirtieron acer­ca de las penurias por las que debería atravesar un desterrado sin recursos, Joyce y su reciente esposa dejaron Dublín —esta vez en forma definitiva—, el 8 de octubre de 1904. El escritor po­día decir como el protagonista del Re­trato del artista adolescente: "Salgo a buscar por millonésima vez la reali­dad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia in­creada de mi raza".


El itinerario de un desterrado


Después de una breve estancia en Pa­rís, los Joyce pasaron a Zurich, donde el escritor contaba con la promesa de una agencia de colocaciones dublinesa en el sentido de conseguir un puesto de profesor de idiomas en la Escuela Berlitz. En Zurich no existía la vacan­te prometida, y por poco Joyce se ve obligado a regresar; pero una rápida gestión del director de la escuela per­mitió encontrar un puesto libre en la filial de la Berlitz en Trieste (enton­ces perteneciente al imperio Austro-húngaro). En esta ciudad, suerte de intersección de civilizaciones, donde el mundo latino se encontraba con el es­lavo y el germano, y cuya calidad de puerto lo convertía en lugar de paso de viajeros de los países más distan­tes, Joyce y su familia —sus dos hijos habrían de nacer allí— pasaría buena parte de la década siguiente, si se ex­ceptúa una breve estancia inicial en Pola (actualmente Pulj, Yugoslavia) y, después de la renuncia a la Berlitz en 1906, una temporada en Roma, donde el escritor trabajó como empleado en el banco de Nast, Kolb y Schumacher.
 Otra vez en Trieste en 1907, Joyce de­bió mantener a su familia con clases particulares de inglés. Los años que siguieron, pródigos en dificultades materiales y en las querellas de Joyce con sus eventuales editores —que no pasaban de este estado de eventualidad debido a la autocensura ejercida por los impresores británicos de la épo­ca—, solo se mitigaron con algunas fieles amistades contraídas con resi­dentes triestinos; entre ellas, la más fecunda para Joyce fue la de Ettore Schmitz, por entonces casi un desco­nocido y que bastante más tarde ha­bría de conquistar amplísimo renom­bre de escritor con el seudónimo de Italo Svevo, a través de la novela La conciencia de Zeno.
Una visita motivada por problemas de edición a Dublín, en 1912, fue el último contacto de Joyce con Irlanda, y por cierto la única interrupción de esa cu­riosa relación a distancia que mante­nía con su patria, hecha de una singu­lar y dialéctica mezcla de desarraigo y pasión nacional.
Estallada la primera guerra mundial, Joyce se encontró, como ciudadano del Imperio Británico, trabajando en un país enemigo, y como tal su situa­ción no podía ser cómoda ni regular. Al fin, a mediados de 1915, pudo salir con los suyos de Trieste y pasar a Suiza, para establecerse en Zurich hasta 1919. Su posterior regreso a Trieste que habría de ser muy fugaz (1919-1920) y, finalmente, su recalada casi definitiva en París, están ya de­masiado imbricados con la historia de sus libros como para merecer una consideración aislada. Conviene sacar de sus iniciales años de desterrado un par de elementos opuestos pero com­plementarios: la necesidad de universalizar su arte en el alejamiento de una patria culturalmente "subdesarrollada" y provincializada, la intuición de que solo con un regreso posterior —no físico— a ese ámbito primigenio, su arte recuperaría su carnalidad y su verdad.

Las primeras obras


La historia de la primera década de destierro fue también, para Joyce, la historia de sus fracasados intentos por conseguir que le publicaran sus libros. En esos años solo pudo aparecer, en 1907, editado por Elkin Mathews en una edición de poco más de quinien­tos ejemplares, Música de cámara, un tomito de poemas que la buena dispo­sición de Arthur Symons había hecho conocer en Inglaterra. Los 36 poemas del libro, que Joyce nunca valoró ex­cesivamente —aunque le gustaba decir que alguna vez podría ponérseles mú­sica—, se distinguían por su clásica limpieza de construcción y por un ai­re casi isabelino, pero de ninguna ma­nera anticipaban los futuros experi­mentos de renovación narrativa del escritor.
Joyce había querido que su primer li­bro fuese un conjunto de narraciones sobre Dublín. En rigor, este libro —que se publicaría con el título de Gente de Dublín— ya estaba práctica­mente escrito en 1905, y solo las largas y engorrosas negociaciones de Joyce con el editor Grant Richards —que aducía no encontrar impresor a causa de los problemas políticos y morales que suscitaba el libro— demoraron su aparición hasta 1914. Se trata de un conjunto de doce cuentos con la ca­pital irlandesa como fondo, y cuyo común denominador parece ser una tenue y gris sustancia humana que an­ticipa algunas de las concepciones fun­damentales de Joyce sobre su patria. La técnica de los relatos, que podría compararse a la de Chéjov si es que Joyce no fuese un tanto más seco y minucioso en sus descripciones, con­siste en lograr un efecto dramático con el máximo de concentración de la prosa y el mínimo de situaciones y ac­ciones reales. El peculiar inglés con­versacional que usan los dublineses es reproducido por Joyce con sostenida eficacia expresiva. Los apagados y bo­rrosos destinos que trata el escritor se presentan mediante un fino análi­sis psicológico.
James Joyce en 1915
La más considerable de las obras de Joyce anteriores al Ulises es, sin duda, el Retrato del artista adolescente. Aun­que terminado en Trieste en 1914, el libro solo pudo publicarse en 1916 y por Ben Huebsch, un editor norte­americano, puesto que los editores in­gleses se asustaron ante lo que juzga­ron audacias e irreverencias de la obra. El Retrato es casi una transpa­rente autobiografía de Joyce desde su infancia hasta su salida de Irlanda; pero, sobre todo, constituye una típica novela de "formación", en la que se asiste a la progresión de los estados de ánimo y de las acciones vitales de un joven que quiere ser escritor, a partir de un medio hostil y de una educación contraproducente. Esteban Dédalo, el protagonista —Joyce— emerge de su ámbito familiar y de la severísima educación jesuita recibida, con la firme convicción de que la suya será una vida independiente y dedica­da al arte.

Una plástica técnica im­presionista envuelve al lector en el comienzo del libro, en colores, soni­dos, palabras, que constituyen una justa e inmediata réplica de la infan­cia del protagonista. Los primeros pá­rrafos son sumamente logrados: "Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esta vaquita que iba por un caminito se encontró un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa…”
"Este era el cuento que le contaba su padre. Su padre le miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda. "Él era el nene de la casa. La vaquita venía por el camino donde vivía Betty Byrne: Betty Byrne vendía trenzas de azúcar al limón. (...)"Tío Charles y Dante aplaudían. Eran más viejos que su padre y que su ma­dre; pero tío Charles era más viejo que Dante. "Dante tenía dos cepillos en su arma­rio. El cepillo con el respaldo de ter­ciopelo azul era el de Michael Davitt y el cepillo con el revés de terciopelo verde, el de Parnell. Dante le daba una gota de esencia cada vez que le lleva­ba un pedazo de papel de seda."
El inventario del medio familiar —pa­dre, tío, Dante; esta última es eviden­temente la versión literaria de la Sra. Conway, la severa institutriz de Joyce— inmediatamente se abre y am­plía con la perspectiva del país que es el escenario mayor de la acción —Davitt, Parnell—.
Memorables resul­tan las páginas consagradas al joven estudiante del colegio jesuita, deba­tiéndose entre las exigencias de su propia inteligencia y las normas in­flexibles del internado. Como princi­pales legados del Retrato a la futura obra de Joyce quedan las profusas dis­cusiones estéticas, que el estudiante Dédalo desprende sobre todo de las teorías de Santo Tomás, y los proce­dimientos acumulativos que crean o recuperan una atmósfera mediante la sucesión de giros significativos, citas, juegos de palabras, balbuceos infanti­les, aparentemente sin relaciones cau­sales entre sí.
En la primavera de 1914 Joyce escri­bió el drama Desterrados, que no fue publicado hasta 1918, por el ya mencionado editor norteamericano Huebsch. Durante mucho tiempo se subestimó a esta obra, la única que Joyce escribió para el teatro, por es­timarse que su deuda con Ibsen y la dramaturgia de tesis era demasiado acentuada. En la actualidad se tiende a revalorar la tensión y economía de su diálogo, además del audaz planteo que hace Joyce de las relaciones hu­manas (a través del conflicto de un escritor y las posibilidades de su in­dependencia interior respecto a su mujer y respecto a su propio país); no es extraño, entonces, que la últi­ma puesta en escena de Desterrados se deba a Harold Pinter, una de las fi­guras más conspicuas del nuevo tea­tro inglés.

2. EL "ULISES": REALISMO Y MITO


En 1914, una vez terminado el Retrato del artista adolescente, Joyce dio co­mienzo a una gran obra que ya lo había inquietado desde los primeros años de destierro. En 1906, al parecer, el escritor había ideado componer una especie de crónica sobre los aconteci­mientos que le ocurrían en un día a un tal Mr. Hunter, encarnación del dublinés medio. Por otra parte, en esa misma época pensaba poner por títu­lo a su colección de relatos Ulises en Dublín; ya se ha visto que su título final fue Gente de Dublín. Esta preo­cupación por la crónica de un día en la vida de un insignificante ciudada­no de Dublín y por el mito homérico parece, pues, simultánea, pero induda­blemente su confluencia solo se dará bastante más tarde, quizás en la etapa final de la redacción del Retrato, cuan­do Joyce estimó que esta especie de autobiografía debería tener su conti­nuación en un libro mucho más vasto y ambicioso.

Mr. Hunter se transfor­mó entonces en Leopold Bloom, el Es­teban Dédalo del Retrato entró en la historia como segundo protagonista, y solo Dublín se mantuvo como fondo imperturbable de este día cualquiera que seguiría la línea estructural del antiguo poema épico.
Para 1920 el Ulises estaba casi total­mente terminado, pero Joyce sabía que la dificultad para conseguir editor sería ahora mucho más grande que en ocasión de sus libros anteriores. Aun­que el escritor era ya muy conocido, y existía una gran expectativa en el ámbito intelectual por la aparición de ese libro que prometía revolucionar la historia del género novelesco, el ma­nuscrito fue sucesivamente desechado por escritores ingleses y norteameri­canos, al rechazar el autor los múlti­ples cambios que se le sugerían. Solo Sylvia Beach, una norteamericana que poseía una librería, Shakespeare y Cía., en París, en la calle del Odeón, y que había transformado su comercio en el lugar de reunión de los más importan­tes escritores de vanguardia de la época, se animó al fin a la titánica empresa, y encomendó a una casa im­presora de Dijón el enorme manus­crito.
La primera edición del Ulises, de mil ejemplares, apareció en febrero de 1922; al mes estaba agotada. Una ma­rea de comentarios y críticas se exten­dió por el mundo. Las condenaciones morales se mezclaron con los ditiram­bos literarios. La novela, que estuvo mucho tiempo prohibida en los Esta­dos Unidos —hasta el célebre fallo del juez Woolsey— y más tiempo aún en el Reino Unido, se convirtió en una de las atracciones de París, en una de los frutos vedados que solo los visi­tantes sofisticados podían gustar. Las ediciones piratas se multiplicaron y el libro fue introducido de contrabando en diversos países. Un editor norte­americano, Samuel Roth, empezó a publicar el Ulises en forma de folletín, mutilando aquellas partes que pudie­ran motivar la intervención de la fuer­za pública, pero al fin debió renunciar a su propósito ante la querella eleva­da por Joyce y Silvia Beach.
Todos es­tos episodios extraliterarios solo for­man el telón de fondo sobre el que el creciente influjo del Ulises en la narrativa contemporánea se desplega­ba y desarrollaba a partir de su pu­blicación.

Estructura y escritura del "Ulises"


El ámbito temporal en que transcu­rre todo el Ulises es el 16 de junio de 1904. El ámbito espacial es la ciudad de Dublín. Su protagonista es Leopol­do Bloom, de raza judía, agente de anuncios publicitarios que debe idear una marca de fábrica para la empresa en que trabajaba. La trama está dibu­jada sobre el tejido estructural de la Odisea; igual que en ésta, estamos en presencia de la decadencia de una ciu­dad, Dublín que hace las veces de Itaca. Como en la Odisea, Bloom (Ulises)  vuelve al final, por la noche, a su ho­gar, en compañía de Esteban Dédalo (Telémaco), en tanto su mujer, Molly  (Penélope), lo espera en la casa. Pero las fantásticas aventuras que vive Ulises en muchos años son aquí reduci­das a un solo y estrecho día de exis­tencia vulgar. La prosaización del hé­roe narrativo alcanza su deliberado apogeo. El marco de la epopeya es un fondo irónico sobre el cual resaltan mejor las apacibles andanzas de Bloom. Cornudo, perteneciente a una raza perseguida, más bien inestable en su situación económica, Bloom es, sin embargo, un Ulises tan humano y re­presentativo como el del viejo poema épico. Tanto uno como otro consiguen expresar la riqueza y la multiplicidad de la experiencia humana; cada uno es un hombre, todos los hombres. Como lo observa Harry Levin, "la imi­tación de la vida por medio del len­guaje no se ha realizado nunca de un modo más literal".
Leer las sete­cientas y pico de páginas del Ulises nos lleva un tiempo aproximadamente igual a aquel en que se desarrolla la acción. Los personajes se nos apare­cen en su inmediatez, no descriptos sino recreados con sus propios estímu­los sensoriales e intelectuales, sobre todo en aquellos trozos que no pre­tenden alejarse mucho del naturalis­mo. No son estos trozos, con todo, una mayoría apreciable en el conjun­to del libro. Joyce presenta un riquí­simo inventario de los estilos más típicos del panteón de la literatura inglesa, y al mismo tiempo un mues­trario exhaustivo de los procedimien­tos narrativos concebibles en su épo­ca.
 El episodio de Mina Purefoy, espe­cialmente, es un ejemplo de la técnica del pastiche llevada a sus últimas con­secuencias: en las conversaciones y descripciones que tienen lugar mien­tras Bloom espera en la clínica el nacimiento del hijo de la señora Pu­refoy, desfilan sucesivamente, entre otros, los estilos de Sir Thomas Malory, John Lyly, Thomas Browne, John Bunyan, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith y Charles Diekens.
No debe creer­se que esta práctica imitativa sea un mero efecto de virtuosismo verbal por parte de Joyce; por el contrario, es parte fundamental del enjuiciamiento global que el escritor propone de los lenguajes literarios del pasado, en es­pecial si con ellos se pretende cons­truir una visión del mundo de hoy. Los 24 libros de la Odisea son reordenados por Joyce en 18 episodios fun­damentales la cronología y la impor­tancia de los episodios no respetan rigurosamente el esquema homérico, pero éste no sufre otras alteraciones fundamentales.
La primera parte del Ulises, que corresponde a la "Telemaquia" clásica, se dedica a Esteban Dé­dalo, que vive con un amigo, Buck Mulligan, y que aquella mañana dará su clase habitual en la escuela privada del señor Deasy. La escena clave es el recuerdo, por el joven, de la muerte de su madre, y sus propios remordi­mientos por no haberse arrodillado cuando su madre se lo pidió, antes de morir; de esta manera, la ruptura con el mundo católico prolonga el ámbito del Retrato del artista adolescente, así como sus sentimientos de culpa.
El lenguaje también parece una estiliza­ción y continuación del usado en el Retrato; la mezcla de naturalismo e impresionismo se reitera, y conciencia y subconciencia comienzan a igualar­se en una prosa plana y entrecortada, en que la tercera persona descriptiva se alterna naturalmente con la prime­ra persona enunciativa. La segunda parte de la obra, que indudablemente es su centro por la extensión y la im­portancia de sus episodios, está bási­camente dedicada a Bloom, Ulises mo­derno que es sorprendido a la maña­na, antes de salir de su casa, ofrecién­dole el desayuno a su mujer y comien­do "con fruición órganos internos de bestias y aves".
En contraste con el intelectual Telémaco, el sensual Ulises presenta sus funciones físicas con la misma morosidad que aquél había consagrado a sus remordimientos y a sus conflictos interiores. Con Bloom hace su entrada también el idioma co­loquial dublinés, que en adelante será usado en forma intermitente. Ya planteados los respectivos puntos de vista de Esteban y de Bloom, el autor se lanza resueltamente a una serie progresiva de experimentaciones con el lenguaje y la composición na­rrativos, que sumergen a los persona­jes en una ronda infernal de procedi­mientos técnicos y sinuosidades de es­tilo, sin que, curiosamente, se pierda nunca el hilo del relato.
 Lo primero que hace Bloom esa mañana es asis­tir al entierro de Paddy Dignam; más tarde, se hace presente en la redacción de un periódico, para gestionar un avi­so publicitario; después, aparece en la taberna de Barney Kiernan, donde toma unas copas y sufre los embates de un furioso antisemita, convertido en el Cíclope de la historia. La medio­cridad y las sucesivas frustraciones de Bloom, lejos de reducir su estatura de héroe, insinúan que las únicas haza­ñas épicas posibles son, en esta Odi­sea moderna, los fracasos cotidianos.
Por un momento, la acción se desplaza a la Biblioteca Pública, por la que Bloom solo pasa fugazmente, y la aten­ción vuelve a fijarse en Esteban, que expone una ingeniosa y gratuita teo­ría sobre Shakespeare, parodia de uno de los lugares comunes seculares de la intelectualidad inglesa.
Las peregrina­ciones de Ulises por Dublín se suceden hasta que, al atardecer, en el parque, encuentra a una jovenzuela, Gerty Mc-Dowell (la Nausícaa homérica), que, a pesar de su cojera, provoca su ima­ginación y su sensualidad, llevándolo hasta la masturbación. Cerca de la no­che, finalmente, Bloom y Esteban coin­ciden en la maternidad dublinesa, don­de Mina Purefoy espera a su hijo.
El último episodio de la segunda par­te, el de Circe, que relata la visita de Esteban y de Bloom al barrio de los burdeles de Dublín, es la "noche de Walpurgis" del Ulises, suerte de "dra­ma" de la conciencia en que las alego­rías operan de acuerdo a las catego­rías de los autos medievales, aunque la materia alcanza a menudo una cru­deza profana difícil de igualar. En este largo fragmento, construido según la técnica dialogada del teatro (aunque, junto a los personajes reales de la historia, aparezcan otros tan difíciles de resolver escénicamente como Las Campanillas, El Reloj, Los Discos, Las Hijas de Erín, Los Brutos Machos, Los Circuncisos, La Vieja Abuela Pasita, La Voz de Todos los Benditos y Los Tejos, aparte de personajes históricos como Parnell, Eduardo VII y el Arzo­bispo de Armagh y prostitutas del burdel de Bella Cohen como Brigi la Po­drida y Catita la Conchuda), ocurren cosas tan sorprendente como la coro­nación de Bloom como emperador de Irlanda y su posterior caída vergon­zante, como el parto del propio Bloom —en el que da a luz "ocho niños varo­nes amarillos y blancos"—, como las alucinantes discusiones sobre el ju­daismo y el cristianismo, como la transformación de Bloom en una pu­pila más del burdel de Bella.
El propó­sito del fragmento no es solo reunir, en una vertiginosa sucesión de situa­ciones y personajes, las diversas capas de la conciencia y los estratos de la memoria, sino agotar las posibilida­des combinatorias que brindan los dis­tintos personajes y su contorno en es­ta especie de pesadilla dramática. La última parte del libro corresponde al regreso a Ítaca, es decir, a la vuel­ta de Bloom a su hogar, esta vez acom­pañado por Esteban, de quien no se ha separado desde su encuentro en el barrio de los burdeles. Comienza esta parte con las largas conversaciones y digresiones de los dos personajes en el refugio del cochero; sigue con la escena de la cocina de la casa de Bloom, adonde han llegado Esteban y el dueño de casa (y que es resuelta con una serie de preguntas y las res­puestas correspondientes, en forma de inventario administrativo); por fin, el Ulises concluye con el largo monó­logo interior de Molly Bloom que, ten­dida en la cama, espera a su marido. Es éste el pasaje más difícil de admi­tir por las normas de la moral conven­cional, y al mismo tiempo, uno de los más audaces desde el punto de vista de la técnica literaria. El monólogo interior cuenta aquí con los auxilios del llamado procedimiento de "la co­rriente de la conciencia", que Joyce de hecho inaugura en la narrativa con­temporánea, por más que él mismo hubiera reconocido su deuda con el francés Edouard Dujardin y aunque, en realidad, esta técnica hubiese sido parcialmente practicada por escritores del siglo XIX ; lo original de Joyce es su aceptación de todas las capas de la conciencia, con predominio de las asociaciones referidas a la vida pura­mente fisiológica y a la sexualidad.
La vibración de la conciencia de Molly Bloom es la palpitación de una masa de carne femenina que despierta a la evocación de un acto o de una situa­ción sexual y que, a la manera de una vigorosa encarnación de la vida en sus elementos más indiferenciados, está abierta a todas las sensaciones exterio­res. El repaso de los acontecimientos de la tarde —que incluyen un adulte­rio perpetrado en su propia casa— se mezcla con las reminiscencias de otras experiencias sexuales y también de su juventud en Gibraltar, de la historia de su relación con Bloom y de su vida en común, aparte de infinidad de di­gresiones que van rellenando los es­pacios vacíos de su personalidad.
 El final del libro —si bien mantiene la correspondencia con el de Penélope en la epopeya homérica —no cierra un ci­clo como ocurre en la Odisea, sino que representa una suerte de abertura y fluidez en el tiempo que convierte al libro en un recorte puramente espa­cial de vida que no tiene necesaria­mente principio ni fin.
Para explicar la composición del Ulises, se han propuesto los más variados modelos: aparte del obvio del poema antiguo, se ha apelado a un esquema , que tiene en cuenta sucesivamente a las diferentes partes del cuerpo hu­mano (hasta concluir, con el monólo­go final, en el sexo), o que simbólica­mente se va refiriendo a los distintos colores, o que enfrenta gradualmente, las diversas figuras retóricas; pero probablemente la construcción más correcta sería aquella que partiese de la sencilla oposición entre el hombre y la ciudad (objetividad/subjetividad, Dublín/Bloom, Dublín/Esteban), para ir desplegando toda la gama de tensio­nes que la novela expresa.
En rigor, nada sería más inútil que buscar en otra parte un principio estructural pa­ra una obra cuyo rasgo constitutivo de composición es, precisamente, la variedad composicional.
Se ha dicho muchas veces que la es­critura de Joyce procura resumir y en­globar todas las escrituras narrativas posibles, y no mediante la síntesis sino con un procedimiento analítico y acu­mulativo que se articula en los suce­sivos travesti del autor. Esta observa­ción, casi obvia, no agota la significa­ción de la experiencia verbal y lingüís­tica del autor del Ulises. En general, podría llamarse a la de Joyce una "es­critura de la inautenticidad", en cuan­to denuncia la caducidad de las escri­turas particulares de la cultura bur­guesa —en la que él mismo está irre­mediablemente complicado— y propo­ne una nueva forma de expresión que solo circunstancialmente tiene alguna relación con lo que podría llamarse "li­teratura artística" y que más bien alu­de a una totalidad de las posibilidades expresivas humanas. Inautenticidad, totalidad: a estos tér­minos oscuramente complementarios debe atribuirse la articulación de esta paródica epopeya del hombre actual, de la degradación del hombre en me­dio de los jirones brillantes de la cul­tura burguesa, de la dialéctica nunca estabilizada entre lo nacional y lo universal.

Realismo y "obra abierta"


Afirmar que el Ulises es una obra re­alista exige una relativa extensión del concepto de realismo, pero no, por cierto, una redefinición completa. El protagonista del libro es deliberada­mente arquetípico, la objetividad de su presentación es reforzada con enu­meraciones inventaríales que la lle­van a la exasperación, y la historici­dad y contemporaneidad de la histo­ria llegan al colmo de situarse en un día determinado de la primera década de nuestro siglo. El marco referencial es una ciudad cuyo mapa resulta ne­cesario para manejarse a lo largo de muchas páginas, pero también un mi­to antiguo que subyace en la disposi­ción de los episodios narrativos. El mapa y el mito: si el realismo parece afincarse en el primer término, resul­ta naturalmente desplazado por el se­gundo. Pero ¿de qué mito se trata? ¿Acaso la historia de Ulises no es la historia de un destierro y, en fin, de la vuelta al hogar? El dibujo que el mito entreteje satisface necesidades humanas básicas (la tensión hacia el exterior y la posterior vuelta a sí mis­mo, la búsqueda de la universalidad y el regreso a la patria y al seno ma­terno) y apunta, por así decirlo, a una visión secularizada y no heroica de la vida.
 A pesar de sus hazañas, Ulises no posee la dimensión casi sobrenatural de los guerreros de la Ilíada; y, en su regreso, no es más que un humilde mortal que apela a triviales estratage­mas para recobrar a su mujer y su hogar. Ulises es el primer personaje de la picaresca universal, y la picares­ca es una de las primeras formas de transición que confluyen en la narrativa realista moderna. De esta manera, nada más coherente que reencarnar a Ulises, en el ámbito contemporáneo, en un individuo perfectamente medio­cre y antiheroico, pero que no carece de cualidades y rasgos distintivos: sen­sualidad, afición por las artes, falta de talento práctico, curiosidad intelec­tual. Al mismo tiempo, este Ulises compondrá con su Telémaco una uni­dad en que prácticamente estará con­tenido todo el mito.
Hasta aquí, como se ve, la adscripción realista parece irrefutable y nada hay que añadir. Sin embargo, los grandes realistas del siglo XIX nos han acos­tumbrado a que haya una coinciden­cia efectiva entre su técnica y sus ma­teriales, y una de las tácitas premisas de sus obras es un primer nivel de inteligibilidad y comprensión para el mercado, es decir, para el lector me­dio. Este nivel implica un respeto in­discutible de la casualidad, de la cro­nología, de los planos conscientes del psiquismo y, por añadidura, de algu­nas convenciones literarias como el desarrollo de una trama en la cual a determinados personajes les ocurre algo, siempre dentro de lo que permita un narrador omnisciente que trans­fiere en parte sus atributos al lector. Si se quiere medir al Ulises con esta vara, indudablemente la calificación de realista será un exceso o una sub­estimación, pues la obra se despreo­cupa por entero de la inteligibilidad inmediata y fácil y utiliza técnicas que poco tienen que ver con la preceptiva realista tradicional. No nos olvidemos, sin embargo, que los grandes realistas del siglo XIX, al mismo tiempo que receptores sensibles de los requeri­mientos de su mercado lector, eran fieles representantes de las concepcio­nes filosóficas, psicológicas, biológicas y aun físicas de su época, cualidad és­ta que era uno de los cimientos sobre­entendidos de la eficacia de su realis­mo.
El escritor realista del siglo XX —al menos aquel que no cree que la esencia del realismo se halle, precisa­mente, en el cientificismo determinis­ta o en la psicología asociacionista del siglo anterior— debe aceptar una re­alidad de la que son ingredientes bá­sicos una psicología del inconsciente tal como la inauguró Preud, una física discontinua y cuatridimensional tal como la plantearon Planck, Heisenberg y Einstein, una filosofía de la tempo­ralidad tal como la propugnaron Bergson y Heidegger, una teoría económica y social tal como la concibieron Marx y sus seguidores.
 La colosal tarea de Joyce consistió en dar expresión na­rrativa a esa realidad, ante la cual re­sultaban insuficientes y como fosiliza­das las técnicas y los procedimientos de la literatura anterior. En realidad, la fuerza y la debilidad de la aventura joyceana residen en su intento de superar la literatura mediante la litera­tura, de superar la inutilidad de las secuencias de palabras de las letras tradicionales con nuevas secuencias más íntimamente relacionadas con el nuevo estado de la cultura mundial. Pero si cabe hablar de realismo en la narrativa del siglo XX sin que esa pa­labra evoque un mero intento epigonal o una simple réplica de los grandes maestros de la centuria anterior, cier­tamente habrá que partir de la obra de Joyce.
Finalmente, lo que caracteriza al Uli­ses frente a los productos de la narra­tiva anterior es su carácter de "aper­tura", en oposición a formas de arte "cerradas" en que todas las significa­ciones están cuajadas, en que una sola interpretación del texto es posible, en que la relación de autor a lector es unidireccional y no puede revertirse. El mismo hecho de que existan tantos modelos simultáneos posibles en el tejido estructural del libro revela la intención del autor de revestirlo de una ambigüedad fundamental que per­mita diferentes lecturas, así como la realidad puede ser asediada o com­prendida desde diversos ángulos. Exis­te, pues, una lectura del Ulises a un nivel de puros descubrimientos lingüís­ticos y verbales, otra a un nivel de reelaboración paródica del mito anti­guo, otra a un nivel de las relaciones entre la insignificancia del individuo particular y la profusión y el caos de la cultura universal, y cada una de ellas deja abierta una puerta hacia lec­turas nuevas que solo dependen de quien las realice.
Otra característica de la "apertura" es la pretensión de reunir, en la obra verbal y escrita, las tácticas y técnicas de las demás artes; y en el Ulises son muy evidentes los procedimientos musicales de composición (con su uso de temas principales y secundarios, y su contrapunto de líneas independientes que alcanzan, ca­da una, su propio desarrollo), los bri­llantes trozos descriptivos en que pa­recen alternarse los recursos de la pintura impresionista y expresionista, y, muy especialmente, la utilización de la técnica cinematográfica, tanto en la idea particular de la imagen en mo­vimiento como en la sucesión del mon­taje. Desde luego, la "apertura" y la posibilidad de diferentes lecturas son una de las condiciones de casi toda la literatura verdaderamente importante; pero su carácter deliberado y sistemá­tico, que convierte la multiplicidad y la ambigüedad en las preocupaciones centrales del autor, otorga al Ulises el puesto precursor en esta línea que no solo la literatura, sino también la mú­sica, el cine y las artes visuales han transitado en las últimas décadas. Es esta "apertura", digámoslo así, la que reconcilia a las grandes obras de ar­te contemporáneas con la realidad que reflejan, y la que quizás permita algu­na vez una nueva concepción del re­alismo artístico.

3- EL LABERINTO DE FINNEGAN


Los años siguientes a la publicación de Ulises permitieron a Joyce gozar las ventajas y los inconvenientes de la fama literaria: su situación material mejoró, pero su afición al aislamien­to y su relativa antipatía hacia la vida social se vieron gravemente dañadas. La vista del escritor empeoró en for­ma considerable, y sucesivas operacio­nes solo pudieron detener parcialmen­te una pérdida de visión que habría de determinar al cabo una ceguera casi total. El Ulises era una de esas obras que parecen hacer imposible el desarrollo ulterior de su autor; pero el nuevo libro que Joyce comenzó a escribir, probablemente ya en 1922, era tanto o más ambicioso que el anterior. Las primeras partes de este nuevo tra­bajo fueron publicadas por Ford Madox Ford con el título de Work in Progress ("Obra en desarrollo"), y en los años sucesivos fueron apareciendo otros trozos del libro, en folletos o re­vistas. En 1939, finalmente, se publicó simultáneamente en Inglaterra y los Estados Unidos esta obra final de Joy­ce, con el título de Finnegans Wake (que, por un deliberado juego de pa­labras, puede traducirse como "El ve­lorio de Finnegan" o como "El desper­tar de Finriegan"). Estallada la guerra, y producida la invasión de Francia por las tropas alemanas, Joyce debió salir de París con su familia y refugiarse otra vez en Zurich, donde murió como consecuencia de una operación del vientre el 13 de enero de 1941.

Historia y desintegración

Si el Ulises busca su ámbito, espacial y estático, en el Dublín de comienzos de siglo, el Finnegans Wake lo encuen­tra en el flujo temporal de la historia universal, aunque las referencias de personajes y lugares continúen siendo locales, es decir, irlandeses. La princi­pal fuente de inspiración para el au­tor es, en esta obra, el sistema de la historia universal expuesto por Giambattista Vico en su Scienza Nuova, de acuerdo a la sucesión de ciclos fijos por los que pasan todas las socieda­des humanas y en base a una singular concepción del lenguaje y del mito; al mismo tiempo, se cree que otra de las influencias dominantes fueron las ideas metafísicas del filósofo —tam­bién italiano— Giordano Bruno.
 Mien­tras en el Ulises asistimos a un día de la vida de Leopold Bloom, en el Finne­gans Wake el libro descansa en una noche del despensero H. C. Earwicker, largo sueño o pesadilla que termina con el despertar. Las edades sucesivas de la humanidad aparecen en el sue­ño del despensero, a través de una irregular infinidad de pequeños episo­dios e innumerables personajes reales y ficticios. Los temas de la muerte y de la resurrección, y la idea de la repeti­ción cíclica de las fases de la historia, aparecen en forma recurrente en toda la obra. El principal personaje feme­nino no es una mujer sino un curso de agua, Anna Livia Plurabelle, la voz del río Liffey, cuyo memorable monó­logo remata el libro al igual que el soliloquio de Molly Bloom lo hacía con el Ulises. Las alusiones simbólicas y los significados encubiertos en cada situación van creando una complica­da atmósfera de alegoría medieval, la que es disuelta, sin embargo, por un acre tono de farsa. La apelación a los mitos primitivos es contrapesada con escenas contemporáneas que pueden tener lugar en la guerra de Crimea o en un estadio deportivo. La parodia de los poemas osiánicos se superpone a la deformación de una fábula de Esopo. En una especie de vodevil histó­rico, una pareja de comediantes troglo­ditas mima un sketch sordomudo que será repetido por otra pareja seme­jante el día del juicio final, en tanto que una tercera pareja representará otro libreto en medio de la batalla de Sebastopol.
Humpty Dumpty, el estu­diante de semántica de Lewis Carroll, es un personaje fundamental del re­lato, pues él es el único capaz de in­terpretar sus significaciones y sus jue­gos verbales. En la interminable ca­dena de asociaciones no faltan ni el marxismo ni el fascismo, ni la litera­tura de vanguardia ni la Gestapo... En resumidas cuentas, esta pesadilla de la historia desintegra lo histórico en la igualación de todas sus manifes­taciones, lo aplana y minimiza en una infinita mascarada del lenguaje que, con mayor fuerza y énfasis que nunca, se convierte en protagonista única de la obra de Joyce.

La lengua total


Se suele afirmar que el Finnegans Wake es una de las obras más difíci­les de traducir de toda la literatura universal. Aun para un hablante inglés medio, su lectura resulta sumamente ardua. En realidad, no existe una sola traducción completa del libro a idio­ma extranjero alguno; solo algunos fragmentos han podido verterse a otras lenguas con muy relativa fideli­dad. Si en muchas partes del Ulises los juegos de palabras, la combina­toria transformacional de vocablos y frases, los collages verbales que super­ponen diversas lenguas muertas o mo­dernas y las asociaciones sorprenden­tes pueden motivar ocasionalmente la perplejidad de lectores y traductores, en el Finnegans Wake estos recursos constituyen el lenguaje mismo del li­bro y exigen una constante atención que sólo después de un aprendizaje concienzudo puede apoderarse de la estrategia expresiva del autor.
 Giam battista Vico es Mr. John Baptister Vickar, Nicolás de Cusa es Micholas de- Cusack y Matilde Wesendonck (la amante de Wagner) "mudheeldy whee-sindonk". Las cuatro edades del libro corresponden a los períodos o esta­dos de civilización de Vico, es decir, abarcan desde la infancia hasta la edad madura (en el lenguaje joyciano, from tomtittot to teetootomtotalitarian, complicada combinación de pala­bras formada por thumb, "pulgar"; totter, "bambolearse"; teeter, "balan­cearse"; too, "también"; teetotaler, "abstemio"; tom, "soldado"; totalitarian, "totalitario"). El Ossian de Macpherson se transforma en el Make-fearsome's Ocean. El delirio combina­torio recorre todos los matices posi­bles de los artificios acústicos, morfo­lógicos o puramente alfabéticos, hasta alcanzar una nueva lengua totalizado­ra que, por cierto, nada tiene que ver con la realidad.
 Sin embargo, no es arriesgado afirmar que el Finnegans Wake es un libro menos hermético y menos rico en significaciones que el Ulises. Una vez aprehendida su técni­ca —por más que sus variedades sean muchísimas—, el libro puede leerse casi de corrido, pues el lector ya se ha convencido de que jamás podrá com­prender todas las alusiones y referen­cias directas o indirectas que el autor, en última instancia, se dirige a sí mis­mo. Los comentarios sobre la realidad cotidiana y las descripciones de perso­najes reales, cuantiosas en el Ulises a pesar de todas las técnicas de ocultamiento, prácticamente no existen en la nueva obra; no hay efectos plásti­cos, ni escenarios que se puedan visua­lizar, sino la todopoderosa presencia de la música del lenguaje, con sus so­nidos infinitamente combinados y su mecánica transformacional que rápida­mente agota sus encantos.
Muchas pá­ginas del Finnegans Wake poseen una sabrosa fuerza satírica, o incluso una torrencial calidad lírica que brota so­bre los restos magníficos del lenguaje desintegrado; pero su conjunto pone en evidencia la fragilidad de la estéti­ca de Joyce llevada hasta sus últimas consecuencias. Lo que en Ulises era una triunfal transacción entre mate­riales definidamente realistas y proce­dimientos de composición y estructu­ra "abiertos", se transforma aquí en mera exaltación del artificio y de la sobrevaloración lingüísticos, en que la realidad es absorbida, estirada y de­formada por el lenguaje convertido en monarca absoluto. Es cierto que buena parte de la simbología y de las complejas teorías filosóficas, teológi­cas y estéticas subyacentes en el Finnegdns Wake todavía esperan una in­terpretación adecuada; pero parece dudoso que esta empresa consiga me­jorar el destino de un libro que, con todos los riesgos y la valentía que tal elección implica, fue escrito por el autor para el autor mismo.

JOYCE Y LA NUEVA NOVELA


Existe una casi universal aceptación del hecho de que con Joyce la narra­tiva contemporánea entra en una nue­va etapa y de que su gravitación entre los novelistas que le siguieron es, por acatamiento o por reacción, de fun­damental importancia. Donde difieren los críticos es en el trazado exacto del área en que esta transición se opera. ¿Acaso lo que sobresale en el legado de Joyce es su tratamiento de "la corriente de la conciencia?" Hemos señalado que este procedimiento pue­de rastrearse en escritores de los si­glos XVIII y XIX, aunque, por cierto, con una lucidez menor que la demos­trada por Joyce. ¿Habrá que buscar lo revolucionario del mensaje joyceano en su visión desprejuiciada de la vida fisiológica y sexual? Rabelais en el Renacimiento, los naturalistas más recientemente, describieron (tan minu­ciosamente como el autor del Ulises esta esfera de lo humano. ¿Tal vez en sus magistrales pastiches Joyce deja la herencia más aprovechable e indica un camino a seguir para futuros crí­ticos de escrituras caducas? En rigor, existe una larga tradición del pastiche que se inicia en la Edad Media, y que casi siempre está destinada a satirizar o a demoler lenguajes académicos. La tesis que aquí se propone es que de Joyce parte la más importante de las líneas en que se bifurca, en nues­tro siglo, el realismo burgués iniciado con Balzac y Stendhal en la centuria anterior. Parece evidente hoy, a la dis­tancia y con la perspectiva suficiente, que las únicas posibles metamorfosis de la gran narrativa realista surgida al amparo del ascenso social de la cla­se burguesa fueron las que, de hecho, tuvieron lugar históricamente: una, la iniciada a fines del siglo, pasado por la tendencia naturalista, y que constituía una exacerbación y una congelación programática de las premisas realistas (ya hemos visto cómo esta tendencia pudo a su vez diversificarse en nues­tra época en corrientes tan distintas como el naturalismo norteamericano y el realismo socialista ruso); otra, la insinuada ya en el siglo XIX y defi­nitivamente configurada en la obra de Joyce, a la que podríamos denominar realismo experimental, y que ha tra­tado de reflejar, no discursivamente, sino en las propias estructuras y for­mas de las obras creadas, la nueva re­alidad y la nueva imagen antropológi­ca surgidas en las primeras décadas de nuestro siglo. Esta última corriente ha estimado superficial imitar las téc­nicas de representación del realismo decimonónico, y ha creído necesario crearse sus propias técnicas, derivadas directamente de los signos de una ci­vilización en crisis; pero no por ello su pasión realista, su afán por repre­sentar la totalidad de la experiencia humana, ha sido menor.
El aporte de Joyce a la nueva narra­tiva se verificó en múltiples senderos a la vez, y fácilmente su influencia puede encontrarse ya en escritores que asimilaron lo más externo de sus procedimientos, ya en aquellos otros que procuraron incorporar el sentido profundo de su transformación del re­alismo. Las huellas más directas de esta influencia han quedado marcadas, naturalmente, en las literaturas ingle­sa y norteamericana, pero también en Francia, Italia, Alemania e incluso His­panoamérica.
En el campo de la lite­ratura inglesa, solo citaremos dos nombres: Virginia Woolf (1882-1941) y Aldous Huxley (1894-1963). Aunque la Woolf desarrolla de manera parale­la e independiente la técnica de "la corriente de la conciencia" y elige un lenguaje más sostenidamente fluido y sensible que el de Joyce, no hay duda de que sus obras de madurez implican una cuidadosa lectura del autor del Ulises. Huxley, por su parte, y sobre todo en sus grandes novelas, Contra­punto y Ciego en Gaza, adopta con mo­deración algunas de las tácticas joy­ceanas, en especial en el terreno de la cronología narrativa, por más que al mismo tiempo se sitúe en una tradi­ción más antigua, la de la novela "in­telectual" inglesa.
 La narrativa norte­americana entre las dos guerras es tal vez el movimiento de conjunto que más ha contribuido al fortalecimiento de la novela experimental; y aquí la presencia de Joyce es indiscutible. William Faulkner (1897-1962), creador de uno de los grandes ciclos novelís­ticos de los Estados Unidos, llegó a decir que, para su generación, "leer a Joyce era como leer la Biblia"; en su propia obra, en efecto, es verificable la gravitación del escritor irlandés, tanto en la descomposición del len­guaje narrativo como en el tratamien­to del tiempo. De manera más exte­rior, John Dos Passos (1896-1969) ha calcado los recursos verbales joyceanos, principalmente en sus adjetiva­ciones compuestas, y Thomas Wolfe (1900-1938) ha querido apropiarse, sin poder evitar la caída en la retórica, de todo el pensamiento y de toda la ac­ción humanos.
Uno de los supuestos del Ulises —el de que la ciudad encierra al mundo y que, develándola y recorriéndola, se realizará la más completa experiencia interior, tanto en un sentido simbóli­co como en un sentido real— ha sido retomado por distintos escritores. Ya en 1930 el alemán Alfred Döblin (1878-1957), en su Berlín- Alexanderplatz, procuró volver a transitar el itinera­rio joyceano, con el auxilio de los pro­cedimientos expresionistas.
En distin­tos tomos de su enorme y laboriosa "novela-río" Los hombres de buena voluntad, el francés Jules Romains (1885-1968) quiso construir, aunque no siempre pudo lograrlo, una imagen ur­bana semejante. En la narrativa his­panoamericana el primer intento de aproximación a Joyce es, probablemen­te, el del argentino Leopoldo Marechal (1900-1969), en 1948, con su Adán Buenosayres; pero aquí el peso de un lenguaje escasamente narrativo y bas­tante retórico tironea la obra, a pesar de sus méritos, hacia el pasado.
En México dos ejemplos típicos de esta parábola englobadora de la ciudad son los de La región más transparente, de Carlos Fuentes, y José Trigo, de Fer­nando del Paso, aunque en este últi­mo caso el autor ha querido enrique­cer la perspectiva con una visión si­multánea del mundo rural. En una vertiente menos ortodoxa, y vinculado más bien a Joyce por sus artificios de composición, puede mencionarse al Jean-Paul Sartre de Los caminos de la libertad, ciclo de novelas sobre la sociedad francesa en los momentos previos a la segunda guerra mundial y durante ella.
En realidad, el influjo más considera­ble de Joyce no es, por supuesto, el que se efectúa en una forma tan direc­ta, sino el que recorre toda la nove­lística experimental del presente siglo, del neorrealismo al objetivismo, de ciertas expresiones de narrativa social a otras de narrativa poética. En esta gama variadísima se manifiesta una  herencia literaria que es, quizás, la más rica e incitadora de nuestro tiempo, y que probablemente no haya sido todavía aprovechada en todos sus valores.

NOTAS Y ARTÍCULOS COMPLEMENTARIOS

 

El escándalo del "Ulises"


La aparición del Ulises en 1922 provo­có violentas controversias acerca del valor literario de la obra y, sobre todo, acerca de su posible repercusión mo­ral. Dejando de lado las críticas com­prensivas o elogiosas de amigos y ad­miradores de Joyce —como Middleton Murry, Eliot, Edmund Wilson, Valéry Larbaud, Jaloux—, citaremos, como curiosos documentos, algunas de las opiniones del periodismo más tradicional y de la crítica conservado­ra. Alfred Noyes escribió en el Sunday Chronicle de Manchester: "El libro es malo desde el punto de vista literario, y en gran parte confuso por el com­pleto desorden de la sintaxis. Pero el que ha escrito páginas tan imbéciles no puede concebir la inmundicia que hay en ellas." James Douglas, del Sunday Express, estaba igualmente escandali­zado: "Lo he leído y afirmo delibera­damente que es el libro más obsceno de la literatura antigua o moderna. La obscenidad de Rabelais es inocente comparada con sus leprosos y escabro­sos horrores. Todo lo más bajo del vi­cio se canaliza en el fluir de pensa­mientos inimaginables, de imágenes y expresiones pornográficas. Sus sucias locuras están guarnecidas con odiosas blasfemias dirigidas contra la religión cristiana y el santo nombre de Cristo, blasfemias asociadas con las más de­gradantes orgías del satanismo (...) También lo adoptan los freudianos co­mo la suprema gloria de su sucio y degradante culto, que se enmascara en hábitos seudocientíficos bajo la deno­minación de Psicoanálisis".
 Un crítico católico anónimo, compatriota de Joyce, clamaba desde la Dublín Review: ".. .es una espantosa parodia de las personas, sucesos y vida íntima de la más mórbida y repugnante descrip­ción. (...) En esta obra se unen lo espiritualmente ofensivo y lo física­mente sucio. (...) En su lectura está no solo la descripción, sino la comi­sión del pecado contra el Espíritu San­to. Habiendo probado y rechazado el diluvio demoníaco, debemos esperar seriamente que este libro no solo sea colocado en el Index Purgatorius, sino que su lectura y difusión sean reser­vadas."
 Una última crítica miope —pe­ro que ya sospecha la importancia del libro— es la de la norteamericana Mary M. Colum, que escribía así en el semanario Freeman: "No sé cómo se puede continuar denominando novelas a libros escritos por el método sub­consciente. Es tan evidente como la luz del día que ha aparecido una nue­va forma literaria de la cual no tiene nada que temer la novela común. Es­ta es tan diferente de aquélla como en su época lo fuera del drama, el in­vento de Samuel Richardson”.

El Ulises joyceano y el Ulises griego


El crítico Harry Levin ha trazado el cañamazo estructural, proveniente de la epopeya homérica, sobre el cual borda Joyce las aventuras de Ulises moderno. Los hechos de la epopeya corresponden, de esta manera, a los diversos momentos de la jornada antiéptica de Bloom en Dublín (la indi­cación de páginas remite a la versión castellana del Ulises):

I:
1. Telémaco. 8 a.m. Desayuno en la torre Martello (p. 15)
2. Néstor. 10 a.m. Clase de histo­ria en la escuela del señor Deasy (p. 39)
3-Proteo. 11 a.m. Paseo por la playa, en Sandymount (p. 53)

II:
1. Calipso. 8 a.m. Desayuno en el número 7 de la calle Eccles (p. 71)
2. Los Lotófagos. 10 a.m. Los ba­ños públicos (y un símbolo fa­lico) (p. 89)
3.Hades. 11 a.m. En el entierro (encuentro con un abogado eminente) (p. 89)
4. Eolo. Mediodía. En las oficinas de su periódico (p. 139)
5. Los Lestrigones. 1 p.m. Comida en el bar de Davy Birne (p. 175)
6. Escila y Caribdis. 2 p.m. El se­ñor Bloom en la biblioteca (ja­bón en el bolsillo) (p. 211)
7. Las rocas errantes. 3 p.m. Las calles y el carro de libros (p. 247)
8. Las Sirenas. 4 p.m. Las mese­ras del Hotel Ormond. (p. 285)
9. Los Cíclopes. 5 p.m. Humilla­ción en el establecimiento de Barney Kiernan (p. 232)
10. Nausícaa. 8 p. m. Galanteo con Gerty MacDowell (p. 377)
11. Los Bueyes del Sol. 10 p.m. Hospital de maternidad (p. 417)
12.Circe. Media noche. El burdel de Bella Cohen (el amuleto de Bloom) (p. 465)
III:
 1. Eumeo. 1 a.m. El refugio del Cochero (p. 633)
 2. Itaca. 2 a.m. En el número 7 de la calle Eccles: la cocina (p. 691)
 3. Penélope. 2.45 a.m. En el núme­ro 7 de la calle Eccles: la alco­ba (p. 767)


El fallo del juez Woolsey


Después de muchas idas y vueltas le­gales, Ulises pudo ser publicado en los Estados Unidos gracias al fallo del 6 de diciembre de 1933 del juez John M. Woolsey. Memorable por muchos mo­tivos, este fallo merece ser citado, aun fragmentariamente, sobre todo en una época en que la censura cul­tural está en pleno renacimiento: "Al escribir Ulises, Joyce trató de ha­cer un experimento serio en un género literario nuevo, si no enteramente iné­dito. Toma a personas de la más mo­desta clase media, que viven en Dublín en 1904, y trata no solamente de describir lo que hicieron cierto día, a comienzos del mes de junio, mientras iban y venían por la ciudad empeña­das en sus ocupaciones habituales, sino que también trata de contar lo que muchas de ellas pensaron entre­tanto. (...)
"Si Joyce no intentara ser honesto desarrollando la técnica que ha adop­tado en Ulises, el resultado sería psi­cológicamente falso e infiel, por lo tanto, a la técnica elegida. Tal actitud sería artísticamente imperdonable. Y es porque Joyce se ha mantenido leal a su técnica y no ha intentado eva­dirse de sus necesarias implicaciones, sino que ha tratado honestamente de contar con plenitud lo que sus per­sonajes piensan, que ha sido objeto de tantos ataques y que la finalidad por él perseguida ha sido tan a menu­do mal entendida y mal interpretada. Pues su propósito de realizar sincera y lealmente el móvil propuesto le exi­gió usar incidentalmente ciertas pala­bras que en general son consideradas sucias y lo ha llevado a veces a lo que muchos consideran una preocupación demasiado acentuadamente sexual en los pensamientos de sus personajes. Las palabras tildadas de sucias son viejos términos sajones, conocidos por casi todos los hombres y, me arriesgo a decir, por muchas mujeres, y son las palabras que emplearía na­tural y habitualmente, creo yo, la cla­se de gente cuya vida física y mental Joyce está tratando de describir. Res­pecto a la reaparición insistente del tema del sexo en la mente de los perso­najes, no se debe olvidar que éstos ac­túan en un ambiente céltico y en ple­na temporada primaveral. (...)
"Si uno no desea asociarse con gente como la que Joyce pinta, es asunto que queda librado al criterio personal. Para evitar contactos indirectos con esos personajes, uno puede no desear la lectura de Ulises; eso es bastante comprensible. Pero si un verdadero ar­tista de la palabra, como Joyce lo es indudablemente, intenta trazar una imagen real de la clase media más ba­ja de una ciudad europea, ¿debe ser legalmente imposible para el público norteamericano ver esa imagen? (...)
"Me doy perfecta cuenta de que, de­bido a alguna de sus escenas, Ulises es un trago más bien fuerte para ser gustado por algunas personas sensi­bles, aunque normales; pero mi opi­nión, - madurada tras larga reflexión, es que mientras en muchos pasajes el efecto que Ulises produce sobre el lector es indudablemente algo emético, en ninguna parte tiende a ser un afro­disíaco. "Por lo tanto, Ulises puede ser admiti­do en los Estados Unidos."


El monólogo de Molly Bloom


Sin duda una de las más célebres par­tes del Ulises es el extensísimo monó­logo final de Molly Bloom (43 páginas en la versión castellana), ejemplo cum­bre de la técnica de la corriente de la conciencia, en el cual, a través de un ininterrumpido flujo sin puntua­ción ni diferenciaciones tipográficas, afloran los pensamientos y las impre­siones de una mujer acostada, en tro­pel de asociaciones en que se mez­clan el presente y el pasado. Solo a manera de ejemplo aproximativo de este extraordinario monólogo repro­duciremos aquí sus últimas líneas: Molly recuerda su infancia en Gibraltar y la conecta, al mismo tiempo, con sus primeras experiencias amorosas, que aparecen superpuestas y fun­didas:
"el día que conseguí que se me decla­rara sí primero le pasé el pedacito de pastel que tenía en mi boca y era año bisiesto como ahora sí hace 16 años mi Dios después de ese beso largo casi me quedé sin aliento sí me dijo yo era una flor de la montaña sí entonces somos flores todo el cuerpo de una mujer sí esa fue la única ver­dad que me dijo en su vida y el sol brilla para ti hoy sí por eso me gus­taba porque vi que él entendía lo que era una mujer y yo sabía que siempre podría hacer de él lo que quisiera y le di todo el placer que pude lleván­dolo a que me pidiera el sí y primero yo no quería contestarle solo miraba hacia el mar y hacia el cielo y estaba pensando en tantas cosas que él no sabía de Mulvey del señor Stanhope y de Hester y de papá y del viejo capitán Gi'oves y de los marineros que juegan al todos los pájaros vuelan y al salto de cabra y al juego de los platos como lo llamaban en el muelle y el centinela frente a la casa del go­bernador con la cosa alrededor de su casco blanca pobre diablo medio asado y a las chicas españolas riendo con sus chales y sus peinetones y las griterías de los remates por la ma­ñana los griegos los judíos y los ára­bes y el diablo sabe quién más de to­dos los extremos de Europa y Duke Street y el mercado de aves todas clo­queando delante de lo de Larby Sha-ron y los pobres burros resbalando medio dormidos y los vagos tipos dor­midos con las capas a la sombra en los escalones y las grandes ruedas de las carretas de toros y el viejo castillo de edad milenaria sí esos hermosos moros todos de blanco y con turban­tes que son como reyes pidiéndole a una que se siente en su minúscula tienda y Ronda con las viejas venta­nas de las posadas los ojos que espían ocultos detrás de las celosías para que su amante bese los barrotes de hierro y las tabernas de puertas entornadas en la noche y las castañuelas y la no­che que perdimos el barco en Algeci-ras el guardia haciendo su ronda de sereno con su linterna y oh ese ho­rroroso torrente profundo oh y el mar el mar carmesí a veces como el fuego y las gloriosas puestas de sol y las higueras en los jardines de la Alame­da sí y todas las extrañas callejuelas y las casas rosadas y azules y amari­llas y los jardines de rosas y de jaz­mines y de geranios y de cactos y Gi-braltar cuando yo era chica y donde yo era una Flor de la Montaña sí cuando me puse la rosa en el cabello como hacían las chicas andaluzas o me pondré una colorada sí y cómo me besó bajo la pared morisca y yo pen­sé bueno tanto da él como otro y des­pués le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez y después él me preguntó si yo quería sí para que di­jera sí mi flor de la montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos y lo' atraje hacia mí para que pudiera sen­tir mis senos todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije quiero sí."

La gloria de Ulises


"El objeto principal del Ulises es reu­nir a estos dos héroes sin gloria —Es­teban Dédalo y Leopoldo Bloom—, una vez que cada uno ha perdido su respectiva llave, a ver si tienen algo qué decirse. Todos los libros de Joyce, como los de Thomas Mann, caben dentro de la amplia estructura dialéc­tica del Künstler contra el Bürger. Se­gún la terminología crítica de Esteban Dédalo, el Ulises muestra un despla­zamiento de lo personal a lo épico; aleja al artista de sí mismo para lle­varlo a explorar el espíritu del bur­gués. La forma avanza, como Esteban ha previsto, hasta que el centro de gravedad emocional es equidistante entre él y su nuevo héroe, el señor Bloom. (...) Así, cuando el escritor escoge a Ulises como título y persona­je principal, redescubre en el mito an­tiguo el arquetipo del hombre mo­derno.
"Su novela favorita seguía siendo la Odisea, dijo Joyce a un amigo, al con­firmar su elección. «Lo encierra todo.» El hombre de numerosos artificios que ha conocido tantos hombres y tantas ciudades es una figura integral y com­prensiva, una mezcla de las más vul­gares estratagemas y de las simpatías más amplias de la naturaleza humana. ¡Qué obra maestra el hombre —nos obliga a pensar la aparición de Ulises en Dublín— en su mísera ambigüedad, sin esqueleto, elevado a un rango ho­mérico y de héroe legendario en tiem­pos de crisis! Son estas contradiccio­nes las que dan a los personajes de Joyce su especial ironía y patetismo. (...) La mayoría de los paladines de la novela realista, desde que Cervan­tes la convirtió en la expresión litera­ria de la cultura de la clase media, han sido héroes burlescos. Los ata­ques de Don Quijote a los molinos de viento habrían podido ser, en cierto sentido pickwiquiano, batallas contra gigantes. Del mismo modo la ruta de trabajo de un agente de publicidad ir­landés puede ser el peregrinaje de un Ulises contemporáneo."
Harry Levin, James Joyce

 

El mensaje de "El velorio de Finnegan"


En uno de los escasos pasajes de El velorio de Finnegan que admiten una traducción aceptable, Joyce despliega ásperamente esta autoacusación, de al­guna manera un imprecante poema en prosa sobre el papel del escritor en nuestra época:
"Oledor de carroña, sepulturero pre­maturo, buscador del nido del mal en el seno de la palabra buena, tú, que duermes en nuestra vigilia y que ayu­nas en nuestras fiestas; tú, de la ra­zón dislocada que predices ingeniosa­mente, contemplando ciego tus nume­rosas escaldaduras y quemaduras y ampollas, escoriaciones tinosas y pús­tulas, por los avisos de la nube negra como cuervo —tu sombra— y los au­gurios de las cornejas en parlamento, la muerte con todos sus desastres, la dinamitación de los colegas, la reduc­ción de los archivos a cenizas, la des­aparición de todas las aduanas por las llamas, el regreso a una serie de ac­ciones moderadas y con pólvora en polvo; pero nunca golpeó tu cabeza embotada (¡Oh, infierno, aquí viene nuestro entierro! ¡Qué peste, perderé la posta!) mientras más zanahorias re­banes y más rábanos tajes y más pa­pas peles y sobre más cebollas llores y más carne de toro cortes y más car­nero destaces y más legumbres ma­chaques, más ardiente será el fuego, más larga la cuchara, más espeso el caldo, con mayor grasa en tu codo y más alegres los cocidos de tu nuevo cocido irlandés." (Traducción de A. Castro Leal.)


BIBLIOGRAFÍA


Obras de Joyce publicadas en libro:


·         Música de cámara (Chamber Music), 1907.
·         Gente de Dublin (Dubliners), 1914.
·         Retrato del artista adolescente (A Portrait of the Artist as a Young Man), 1916;
·         Desterrados (Exiles), 1918;
·         Ulises (Ulysses), 1922 (entre las edi­ciones posteriores, deben citarse la de Shakespeare y Cía., París, 1926, y la de Odyssey Press, Hamburgo, 1932; en ambas las erratas tipográficas de la primera edición han sido eliminadas casi por completo);
·         Pomes Penyeaeh, 1927;
·         El velorio de Finnegan (Finne-gans Wake), 1939;
·         Esteban Héroe (Ste­phen Hero), post. 1944 (primera ver­sión del Retrato del artista adolescen­te, cuyo manuscrito pertenecía a Syl­via Beach, editora original del Ulises, que lo vendió en 1939 a la Universidad de Harvard);
·         Cartas de James Joyce (Letters of James Joyce), 1957;
·         Los trabajos críticos de James Joyce (The Critical Writings of James Joyce), póst. 1959 (contiene 57 artículos o ensayos de Joyce, publicados en diversas revis­tas o en forma de separata desde 1900 hasta la muerte del escritor).

Estudios sobre Joyce (libros):


·         Beckett, S., Budgen, F., Gilbert, S., Jo­las, E., Elliot, P., McGreevy, Th., .Wi­lliams, W. C, y otros, An Exagmina-tion of James Joyce, Norfolk (Conn.), 1939;
·         Curtius, E. R., James Joyce und sein "Ulysses", Zurich, 1929;
·         Dujardin, E., Le monologue intérieur: son appa­rition, ses origines, sa place dans l'oeuvre de James Joyce, París, 1931;
·         Eco, U., Obra abierta, Barcelona, 1965;
·         Edel, L., James Joyce: the last journey, Nueva York, 1947;
·         Gilbert, S., James Joyce's "Ulysses": A Study, Nueva York, 1930;
·         Givens, S. (ed.), James Joyce: two decades of criticism, Nueva York, 1948; Gorman, H., James Joyce, Buenos Aires, 1945;
·         Jordan Smith, P., A key to the "Ulysses" of James Joy­ce, Chicago 1927;
·         Jung, C. G., ¿Quién es Ulises?, Buenos Aires, 1944;
·         Levin, H., James Joyce, México, 1959;
·         Sou-pault, Ph., Souvenirs de James Joyce, Argel, 1943;
·         Strong, L. A. G., The Sa­cred River. An approach to James Joyce, Londres, 1949;
·         Tindall, W. Y., James Joyce: his way of interpreting the modern world, Nueva York, 1950;
·         Wilson, E., Axel's Castle (el ensayo de­dicado a Joyce), Nueva York, 1931.

 

 

Estudios sobre Joyce (artículos):


·         Colum, P., y otros, "Homage to James Joyce", en Transition, marzo de 1932; Connolly, C, "The position of Joyce", en Life and Letters, abril de 1929;
·         Eliot, T. S., "Ulysses, order andmyth", en Dial, noviembre de 1923;
·         Pehr, B., "James Joyce's Ulysses", en Englische Studien, 1925-26;
·         Larbaud, V., "James Joyce", en la Nouvelle Revue Françai­se, abril de 1922; Roberts, R. F., "Bi­bliographical notes on James Joyce's Ulysses", en Colophon, primavera de 1936;
·         Schlauch, M., "The language of James Joyce", en Science and Society, Otoño de 1939;
·         Soupault, Ph., y otros, "Anna Livia Plurabelle", en la Nouve­lle Revue Française, mayo de 1931 (breve introducción y traducción al francés de este fragmento de El velo­rio de Finnegan);
·         Spencer, Th., "Ste­phen Hero: The unpublished manus­cript of James Joyce's A portrait of the artist as a young man", en la Sout­hern Review, verano de 1941.
·         Entre los repertorios bibliográficos, debe citarse el de John J. Slocum y Herbert Cahoon: A bibliography of James Joyce, New Haven, 1953, que es el más completo hasta la fecha de su publicación.

Traducciones al español:


·         La única traducción completa del Uli-ses es la de J. Salas Subirat, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1945 (2? edic. revisada, Buenos Aires, 1952; todas las citas del presente trabajo han sido tomadas de esta última). A pesar del extraordinario esfuerzo del traductor, la versión adolece de gran número de incorrecciones, sobre todo en el len­guaje coloquial.

Otras traducciones:


·         Dublineses, trad, de L. A. Sánchez, Santiago de Chile, 1945;
·         Gente de Du­blin, trad, de Oscar Musiera, Bue­nos Aires, 1961;
·         Retrato del artista adolescente, trad, de Alfonso Donado, Buenos Aires, 1956 (versiones anterio­res de esta misma traducción en Ma­drid, 1926; Santiago de Chile, 1935; Buenos Aires, 1938, y México, s/f).
·         Desterrados, trad, bajo la dirección de A. Jiménez Fraud, Buenos Aires, 1937; Esteban el héroe, trad, de R. Bixio, Buenos Aires, 1960.


En informe para este fascículo ha sido preparado y escrito por Luis Gregorich. La redac­ción final estuvo a cargo del departamento "Capítulo Universal" del Centro Editor de América Latina. El profesor Jaime Rest realizó la supervisión técnica.

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