La personalidad como destino
Lo
azaroso de nuestra existencia toca, claro está, a la personalidad. Un hecho,
una circunstancia trivial o memorable, puede de pronto ponernos ante el rostro
verdadero de nuestra vida. Este tema aparece reiterado muchas veces, siempre
con variantes creadoras. Por ejemplo, en "El
Sur" y en "El
fin", donde se da la aceptación de ese destino, que se sabe
contiene la muerte y que se espera como culminación natural y justa, tema que
obtiene una versión admirable en el "Poema
conjetural". Lo mismo le ocurre al compañero de Martín Fierro,
que súbitamente se siente al lado del perseguido y se pone a su vera ("Biografía de Tadeo Isidoro Cruz").
Aquí se manifiesta la preocupación antigua
como el hombre de conocer "nuestro verdadero rostro eterno", para
qué vivimos y qué somos. Pero junto a estas ficciones encontramos otras en que
se expresa su contraparte: aquellas en que la personalidad individual
desaparece, es anulada por el tiempo, lo divino o la historia, la capacidad de
vivir y expresar otras vidas.
Todas formas de superar el dogal temporal
que encierra al hombre en un círculo insuperable. Borges, junto a la conciencia
angustiada de que el hombre es una criatura histórica y finita, condenada a la
vejez y a la muerte, ha querido superar esa realidad pensando que es posible escapar
a ella por ciertas vías. Así, en un prólogo escrito para una edición de Emerson
(Clásicos Jackson, volumen 36) escribe: "Nuestro destino es trágico porque somos, irreparablemente, individuos,
coartados por el tiempo y por el espacio; nada, por consiguiente, hay más
lisonjero que una fe que elimina las circunstancias y que declara que todo
hombre es todos los hombres y que no hay nadie que no sea el universo".
Esta idea de que el hombre individual puede
ser todos los hombres tiene ilustres antecedentes (la filosofía individualista
de Hume y Berkeley, las concepciones panteístas occidentales y orientales), y
algunos relatos de El Aleph la expresan de modo creador y
renovado. "La escritura del
Dios" termina cuando el héroe, después de haber coparticipado
de la divinidad y el universo, cae en la nada. De ser un hombre, ha pasado a
ser todos los hombres, es decir, nadie.
Esta idea es un poco la que hace de los
grandes creadores la voz de todos los hombres, seres que han sido tantos otros
que al final han perdido su individualidad (así Homero en "El inmortal", y
Shakespeare en "Everything and Nothing").
Lo
mismo ocurre con el personaje de "La
forma de la espada", cuyos
actos reiteran de alguna manera pecados, debilidades y grandezas que son de
todos los seres humanos: "Lo que
hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto
que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es
injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso
Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los
hombres, Shakespeare es de algún
modo el miserable John Vincent Moon".
Si la infinita variedad puede fundirse en un
solo hecho y un hecho agrandarse hasta abarcar el universo, cabe pensar que los
actos de la vida del hombre tal vez solamente consistan en una serie de repeticiones
y, entre todos ellos, tal vez haya uno, uno solo, que permita inferir el perfil
verdadero de toda una existencia. Esta idea no la aplicó Borges solamente a
sus personajes de ficción (Droctful, Dahlmann), sino también a su propia existencia. Hablando de
sí mismo escribió: "Han
transcurrido más de treinta años, ha sido demolida la casa en que me fueron
reveladas esas ficciones, he recorrido las ciudades de Europa, he olvidado
miles de páginas, miles de insustituibles caras humanas, pero suelo pensar
que, esencialmente, nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín".
En otros casos el tema de la identidad de
los hombres lo ha llevado a identificar existencias y personalidades al
parecer distintas y hasta antagónicas. Ha renovado de modo talentoso el
antiguo tema de la identidad entre víctima y verdugo. Uno de sus cuentos más
perfectos, "Los teólogos",
está centrado sobre esta idea. Las últimas líneas de "El fin" revelan la
identidad entre Fierro y el Moreno, que acaba de vengar el asesinato de su
hermano: “Cumplida su tarea de justiciero, ahora
era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre
la tierra y había matado a un hombre”.
Esta identidad de destinos opuestos
encuentra su versión teológica en "Tres
versiones de Judas"; y otras formas en "Tema del traidor y del héroe", 'La
forma de la espada". Una nueva forma de exponerlo aparece en "Historia del guerrero y de la cautiva",
en cuyo final leemos: "Acaso las
historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de
esta moneda son, para Dios, iguales".
Dios como imposibilidad humana
Si
ante la impenetrabilidad del mundo, Borges asume una posición casi siempre
negativa, junto a ella es posible encontrar en su obra varios relatos que
intentan comunicar y juzgar la experiencia del hombre frente a la sabiduría
total, a la felicidad inmerecida de comprenderlo y saberlo todo sobre todo: la
inasible visión de poseer los ojos de Dios.
"El
Aleph", "El Zahir", "La escritura del Dios" y
"Funes el memorioso"
intentan trasladar a formas literarias esta circunstancia única. La más
limpia de otras intenciones (no se olvide que cada relato apunta a una doble o
triple intención temática e ideaológica) es "La escritura del Dios". El protagonista llega a
comprender la divinidad, a unirse a ella. Contempla el Universo y adquiere su
mirada. En ese momento deja de ser un hombre, pasa a pertenecer a una categoría
en la cual la realidad humana carece para él de sentido: "Quien ha entrevisto el universo, quien ha
entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre,
en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha
sido él y ahora no le importa. Qué le importa la nación de aquel otro, si él,
ahora es nadie".
Lo divino le está vedado al hombre, nos dice
Borges, porque formamos parte de una realidad absolutamente distinta. O somos
seres humanos o seres divinos; y entre ambas esferas se extiende una barrera
infranqueable. En "El Aleph"
se suman varias metas: una sátira a ciertos falsos poetas y prosistas
argentinos; una apenas aludida forma de relación erótica muy nuestra; una
voluntariamente fracasada expresión literaria de la visión divina del
universo. El protagonista vive la experiencia y nos la comunica: "... y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos
habían visto ese objeto sagrado y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres,
pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo".
Si se lee con atención, se comprende que
tanto el narrador en primera persona como el ridículo Carlos Argentino Daneri
(obsérvese el segundo nombre del poeta), no alcanzan a comprender ni a asumir
en plenitud la revelación. Sus vidas siguen atadas a los intereses anteriores;
la visión pasa a su lado y el objeto sagrado está en manos de un tonto. Saben
qué es, pero no alcanzan a asumir totalmente su enorme significado.
En el caso de Funes enfrentamos dos hechos
que una vez más prueban la idea borgiana de nuestra imposibilidad de ser como
los dioses. Un accidente, una circunstancia fortuita, casual, irrepetible,
pone en los ojos y la mente de un hombre inculto, uno solo de los atributos de
la mirada de Dios: la capacidad de recordarlo todo distintamente, la capacidad
de verlo todo en su plenitud simultánea y multiplicadamente heterogénea. En ningún
caso la experiencia total, semejante a la de Dios. El único que la adquiere
deja de ser un hombre, deja de interesarse en su nivel anterior: ha pasado a
otra realidad.
Acierta Ana María Barrenechea (La
expresión ele la irrealidad en la obra de Borges), al afirmar que los tres
últimos cuentos están rodeados de un cierto halo de fracaso; ya sabemos por qué Borges los ha escrito
de ese modo. Con un estoico asentimiento, nuestro escritor sabe que al hombre
le está vedado alcanzar esa visión y entonces el aparente fracaso expresivo
tiene como fin probar estéticamente lo imposible de esta antigua y vana ambición
humana.
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