El personaje principal,
cuyo diario leemos, sufre de reacciones de ansiedad que lo atormentan, en
particular durante la noche, lo persiguen inclusive en sueños, y no pueden ser
ahuyentadas de manera permanente por remedio alguno. Una noche descubre, para
su terror, que su garrafa, llena al anochecer, está vacía por entero, aunque
nadie habría podido entrar en el cuarto cerrado con llave. Desde ese momento en
adelante todo su interés se concentra en el espíritu invisible —el Horla— que
vive en él, o a su lado. Trata de escapar de él de todas las maneras posibles,
pero en vano; se convence cada vez más de la existencia independiente de la
misteriosa criatura. En todas partes siente que lo escucha, que lo vigila, que
entra en sus pensamientos, que lo domina, lo persigue. A menudo se vuelve en
una fracción de segundo para verlo por fin y aferrarlo. Muchas veces se
precipita en la oscuridad vacía de su habitación, donde cree que se encuentra
el Horla, con el fin de "tomarlo,
para estrangularlo, para matarlo".
Por último, este pensamiento de librarse del tirano invisible llega a adquirir predominio: hace que en las ventanas y puertas de su habitación se coloquen postigos de hierro que pueden cerrarse con firmeza, y una noche se desliza con cautela, para aprisionar al Horla, de manera inevitable, tras de sí. Luego pega fuego a la casa, y desde lejos la ve destruirse junto con todas las criaturas vivientes que se hallan en su interior. Pero a la postre se ve acosado de dudas respecto de si el Horla, al cual le estaba destinado todo eso, puede ser destruido en la práctica; y no ve otra forma de escapar de él, como no sea la de matarse. Aquí, una vez más, la muerte destinada al yo como doble cae en cambio sobre la persona misma. El punto a que llega su desintegración lo muestra aquí una fantasía de espejo que ocurre antes de la catástrofe decisiva. El protagonista ha iluminado con muchas luces su habitación para esperar al Horla:
Por último, este pensamiento de librarse del tirano invisible llega a adquirir predominio: hace que en las ventanas y puertas de su habitación se coloquen postigos de hierro que pueden cerrarse con firmeza, y una noche se desliza con cautela, para aprisionar al Horla, de manera inevitable, tras de sí. Luego pega fuego a la casa, y desde lejos la ve destruirse junto con todas las criaturas vivientes que se hallan en su interior. Pero a la postre se ve acosado de dudas respecto de si el Horla, al cual le estaba destinado todo eso, puede ser destruido en la práctica; y no ve otra forma de escapar de él, como no sea la de matarse. Aquí, una vez más, la muerte destinada al yo como doble cae en cambio sobre la persona misma. El punto a que llega su desintegración lo muestra aquí una fantasía de espejo que ocurre antes de la catástrofe decisiva. El protagonista ha iluminado con muchas luces su habitación para esperar al Horla:
Detrás de mí hay un alto ropero con un espejo, que todos los días me
ayuda a afeitarme y vestirme, y en el cual me miraba de pies a cabeza, cada vez
que pasaba ante él. Fingía escribir para engañarlo, pues también él me
vigilaba. Y de pronto sentí —supe muy bien qué hacía— que se inclinaba sobre mi
hombro y leía, que estaba ahí, y me rozó el oído. Me incorporé, extendí los
brazos y me volví con tanta rapidez, que casi caí. ¿Y ahora qué? Se podía ver
allí con tanta claridad, como si brillara el sol, y no me vi en el espejo. El
vidrio estaba vacío, claro, profundo, brillantemente iluminado, pero mi reflejo
faltaba, aunque yo me encontraba donde podía proyectarse. Observé de arriba
abajo la amplia superficie clara del espejo, ¡la observé con ojos horrorizados!
Ya no me atrevía a adelantarme; no me atrevía a moverme; sentí que él estaba
allí, pero que volvería a escapar de mí, él, cuyo cuerpo opaco impedía que me
reflejase. Y —¡cuán terrible!— de pronto me vi en una bruma, en el centro del
espejo a través de una especie de velo acuoso; y me pareció que esa agua corría
de izquierda a derecha, con suma lentitud, de modo que mi imagen aparecía
esbozada con más claridad de segundo en segundo... Por último pude reconocerme
tan por entero como lo hago todos los días cuando me miro en el espejo. Lo
había visto, y todavía ahora tiemblo de pavor".
En un breve esbozo, Él, que da la impresión de
ser un bosquejo para El Horla, Maupassant hizo que
algunos rasgos de interés para nosotros aparecieran en forma más destacada; por
ejemplo, la relación de un hombre con una mujer. Toda la narración sobre el
misterioso "él" —que inspira al personaje principal un temor
espantoso hacia sí mismo— aparece como la confesión de un hombre que quiere
casarse, que debe hacerlo, a pesar de su opinión en contrario, sólo porque ya
no puede soportar el quedar a solas por la noche después que una vez, al
regresar al hogar, lo ve "a él" ocupando su propio lugar acostumbrado
en la butaca, junto al hogar. "Me
persigue sin cesar. ¡Es la locura! Y sin embargo es así. ¿Quién, él? Sé muy
bien que no existe, que es irreal. ¡Sólo vive en mis recelos, en mis temores,
en mi ansiedad! Pero cuando viva con alguien siento con claridad, sí, con mucha
claridad, que ya no existirá. ¡Pues existe únicamente porque estoy solo, nada
más que porque estoy solo!"
Fuente: Otto Rank, El
doble- Un estudio psicoanalítico
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