La alegoría y el símbolo
El concepto de alegoría y su relación con el de
símbolo es objeto de análisis y debate de los teóricos, desde el Romanticismo
hasta la actualidad. Dado que el concepto no puede agotarse en una definición
técnica, parece apropiado considerar diversos puntos de vista que permiten una
aproximación teórica.
Según Gilbert Durand, la alegoría es la traducción
concreta de una idea difícil de captar o expresar en forma simple: es la
representación de una idea abstracta.
Los signos alegóricos contienen siempre un elemento
concreto o ejemplar del significado, que permite una “traducción” o equivalencia
precisa, de modo que, una vez hecha la traducción, se puede abandonar la
alegoría, porque cuando el concepto es comprendido, pierde su función.
Susana Cella, en cambio, dice que “la alegoría
opera mediante la analogía persiguiendo alguna forma de conocimiento, la
transmisión de un mensaje en clave. La complejidad de aquello que transmite es
tal, que parece ser imposible aludir a ello en forma directa”. Sostiene que
forma una unidad compleja, que no equivale a la descomposición en los elementos
que la componen, por lo que resulta “intraducible”, y que su significado surge
de las interrelaciones entre los elementos que la componen.
Para Angus Fletcher, alegoría es decir una cosa
que significa otra y, frecuentemente, comporta un nivel literal que tiene
suficiente sentido solo por sí mismo. Pero que, en cierta manera, esa
superficie literal sugiere una doble intención peculiar y, aunque pueda pasar
sin interpretación, adquiere mayor riqueza e interés cuando es interpretada.
Más allá de las diferencias, los teóricos
entienden la alegoría como la representación de una idea abstracta, que conduce
“lo sensible” de lo representado a lo significado, y contiene dentro de sí
misma su interpretación, posible a partir del uso figurado, y la aplicación de
hechos previos o de elementos de características ya conocidas.
La alegoría suele construirse a partir de una
serie de metáforas que dan un sentido integral a la obra, componiendo un
pequeño universo de sentido y permitiendo la representación de un pensamiento
más complejo, al que se accede por un razonamiento analógico; por este motivo,
se la ha definido también como “metáfora extendida”. Es decir, en la alegoría
hay una correspondencia entre cada elemento del plano literal con otro del
plano del significado, de modo que el texto tiene un
sentido propio inmediato, al tiempo que remite a
otro universo de sentido que le ha sido dado, ya sea en la composición, o en la
exégesis o interpretación.
Historia de la alegoría
Ya en el siglo VI a. C., en la antigua Grecia,
Teágenes de Regio realizó la interpretación o exégesis alegórica de los mitos
de Homero, sustituyendo los datos propios del relato por equivalentes simbólicos.
El mito resulta así purificado de los absurdos y los hechos inverosímiles, para
dejar al descubierto cierto significado profundo y algunas verdades filosóficas
que, a su entender, había que descifrar.
Esta modalidad de lectura interpretativa se
instaló definitivamente en Occidente, así como la composición de obras
literarias de intención alegórica. Prudencio, considerado el primer poeta
cristiano, en el siglo IV , escribe la Psychomachia, combate alegórico entre
las virtudes y los vicios, donde el procedimiento retórico fundamental es la
personificación. A partir de entonces, la alegoría va a ser un instrumento
común en la relectura de la tradición clásica, especialmente de la materia mitológica,
e incluirá también la relectura del Antiguo Testamento.
El cristianismo primitivo, por la prudencia
debida a la persecución de que eran objeto sus fieles, se educó en la traducción
simbólica de los principios de la fe; por ejemplo, la figura de Cristo era reemplazada
por la imagen de un pez. Esto abrió el camino a una posibilidad imaginativa y
didáctica, y poco a poco, serían los mismos elaboradores de la doctrina, los
teólogos, los que traducirían en imágenes las nociones que el hombre común no
habría captado si se hubiera acercado a ellas en el riguroso marco de la
formulación teológica.
El método exegético practicado en esa época se
proponía desentrañar, tanto de las Sagradas Escrituras como de escritos de autores
paganos, un sentido literal (histórico), un sentido alegórico (espiritual), uno
tropológico (moral) y, por último, un sentido anagógico (místico).
Durante la Edad Media, y hasta bien entrado el
Renacimiento, tuvieron gran difusión las moralidades: piezas teatrales de sentido
alegórico que representaban las luchas de virtudes y vicios del alma del hombre,
personificando las diferentes pasiones y movimientos de ánimo desde la perspectiva
de la ética y la moral cristiana. Tenían una clara intención didáctica y
moralizante.
Ya hacia fines de la Edad Media, empezaron a
sustituirse las alegorías antropomórficas, es decir, las personificaciones, por
otras más elaboradas, y se pudo observar una evolución del pensamiento
alegórico.
Los dos textos capitales de la Edad Media en que
la alegoría es el componente principal son el Roman de la Rose, de
Guillaume de Lorris y Jean de Meun, y la Divina Comedia, de Dante Alighieri, que fue modelo de la escuela poética
alegórica desde principios del siglo xv en España.
A partir de la Edad Media, puede hablarse de una
instalación definitiva de la alegoría en Occidente, tanto en la literatura como
en la pintura, la escultura y en la arquitectura.
Fuente: Páginas desde literatura III, Ed. Longseller,
Buenos Aires, 2010
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