HISTORIA ARGENTINA: La República Conservadora.(1930-1943)
La crisis amenazaba fundamentalmente a los sectores ganaderos, representados eminentemente por los grupos políticos conservadores que habían sido desalojados del poder en 1916. Y aunque sólo en parte habían movido éstos la revolución del 6 de septiembre, supieron apoderarse de ella, rodeando al general Uriburu y distribuyéndose los cargos del gabinete. La más notoria figura del conservadorismo, Matías Sánchez Sorondo, ocupó el Ministerio del Interior y desde él orientó la política del nuevo gobierno hacia la reconquista del poder para sus correligionarios.
Los grupos nacionalistas -como se llamó a los teóricos del corporativismo, del revisionismo rosista y de otras tendencias análogas- contaban, sin embargo, con la simpatía del jefe del gobierno, que no vaciló en insinuar sus propósitos de reformar la Constitución de acuerdo con las concepciones moderadamente corporativas que expuso Carlos Ibarguren en un discurso pronunciado en Córdoba el 15 de octubre de 1930. Pero el anuncio suscitó fuertes resistencias. Por una parte, se levantó el clamor de los sectores democráticos, que se alinearon decididamente contra el gobierno en defensa de la Constitución de 1853 pero, por otra, se originó un movimiento de protesta en el seno de los partidos comprometidos con la revolución, que veían peligrar la herencia política que aguardaban. Estos últimos, sostenidos por los sectores militares que encabezaba el general Justo -ya candidato virtual a la presidencia-, lograron prevalecer en el gobierno; y a pesar del fracaso de los conservadores en las elecciones del 5 de abril de 1931 en la provincia de Buenos Aires, en las que triunfaron los candidatos radicales, consiguieron imponer el principio de la continuidad institucional.
Era, ciertamente, un régimen institucional muy endeble el que propiciaban. Mientras los nacionalistas se organizaban en cuerpos armados, como la Legión Cívica Argentina, los conservadores, los radicales antipersonalistas y los socialistas independientes constituyeron un frente político que se llamó primero Federación Nacional Democrática y luego Concordancia. Era evidente que esa coalición no lograría superar al radicalismo, pero sus sostenedores estaban resueltos a apelar al fraude electoral -que alguien llamó "fraude patriótico"- para impedir que los radicales llegaran al poder. Con ello se abrió una etapa de democracia fraudulenta promovida por quienes aspiraban a sujetar al país en la trama de sus propios intereses.
La despiadada persecución de los opositores fue la respuesta a la indignación general que provocaba la marcha del gobierno. Hubo cárcel y torturas para políticos, obreros y estudiantes; y, entre tanto, se comenzó a preparar un vigoroso dispositivo electoral que permitiera el triunfo formal de la candidatura gubernamental en las elecciones convocadas para el 8 de noviembre de 1931. El gobierno vetó la candidatura radical de Alvear y la oposición se aglutinó alrededor de los nombres de Lisandro de la Torre y Nicolás Repetto, proclamados por la Alianza Demócrata Socialista. Mediante un fraude apenas disimulado, la Concordancia logró llevar al gobierno al general Justo.
Signo revelador de la orientación política conservadora fue la resolución de cerrar el país a la inmigración. Ante la crisis que amenazaba a la economía agropecuaria, la preocupación fundamental fue contener todas las manifestaciones de la desordenada expansión que intentaba espontáneamente el país para reducirlo a los viejos esquemas. Tal había sido la intención de la revolución de septiembre y en ella perseveraron los gobiernos conservadores que le siguieron. Para salir de las primeras dificultades se recurrió a empréstitos internos y externos; pero de inmediato se emprendió el reajuste total de la economía nacional con la mirada puesta en la defensa de los grandes productores.
La situación se hizo más crítica a partir de 1932, cuando Gran Bretaña acordó en la Conferencia de Ottawa dar preferencia en las adquisiciones a sus propios dominios, lo que constituía una amenaza directa para las exportaciones argentinas. La respuesta fue una gestión diplomática que dio como resultado la firma del tratado Roca-Runciman, por el que se establecía un régimen de exportaciones de carnes argentinas compensadas con importantes ventajas concedidas al capital inglés invertido en el país.
Entre ellas, la más importante y la más resistida fue la concesión del monopolio de los transportes de la ciudad de Buenos Aires a un consorcio inglés, para prevenir la competencia del capital norteamericano que procuraba intensificar su acción en el país. El gobierno de Justo había iniciado la construcción de una importante red caminera de la que el país carecía: muy pronto Mar del Plata, Córdoba, Bahía Blanca quedarían unidas a Buenos Aires por rutas pavimentadas que estimularían el uso de ómnibus y camiones con grave riesgo para los ferrocarriles ingleses. En cierto modo, la Corporación de Transportes de Buenos Aires debía compensar a los inversores ingleses; pero la medida, como las otras que incluía el tratado, dejaron en el país la sensación de una disminución de la soberanía.
El problema de las carnes repercutió en el Senado, donde Lisandro de la Torre, Alfredo L. Palacios y Mario Bravo denunciaron los extravíos de la política oficial. En debates memorables -como el que Palacios había suscitado antes sobre las torturas a presos políticos o el que Bravo desencadenara sobre la adquisición de armamentos- Lisandro de la Torre interpeló al gobierno sobre la política seguida con los pequeños productores en relación con los intereses de los frigoríficos ingleses y norteamericanos. El asesinato del senador Bordabehere por un guardaespaldas de uno de los ministros interpelados acentuó la violencia del debate, en el que quedó de manifiesto la determinación del gobierno de ajustar sus actos a los intereses del capital extranjero.
Esta tendencia se puso de manifiesto, sobre todo, a través de una serie de medidas económicas y financieras que alteraron la organización tradicional de la economía nacional. Hasta entonces, a través de gobiernos conservadores y radicales, la economía había estado librada a la iniciativa privada, estimulada por las organizaciones crediticias; pero a partir del gobierno de Justo, el Estado adoptó una actitud decididamente intervencionista. Se creó el Instituto Movilizador, para favorecer a los grandes productores cuyas empresas estuvieran amenazadas por un pasivo muy comprometedor; se estableció el control de cambios para regular las importaciones y el uso de divisas extranjeras; y, coronando el sistema, se creó el Banco Central, agente financiero del gobierno y regulador de todo el sistema bancario, en cuyo directorio tenía nutrida representación la banca privada.
En el campo de la producción, el principio intervencionista se manifestó a través de la creación de las Juntas Reguladoras: las carnes, los granos, la vid y otros productos fueron sometidos desde ese momento a un control gubernamental que determinaba el volumen de la producción con el objeto de mantener los precios. A causa de esas restricciones se limitaron considerablemente las posibilidades de expansión que requería el crecimiento demográfico del país, y con ella las posibilidades de trabajo de los pequeños productores y de los obreros rurales.
Quizá esa política contribuyó, en cambio, al desarrollo que comenzó a advertirse en las actividades industriales, cuyo monto empezó a crecer en proporción mayor que el de las actividades agropecuarias. En el período comprendido entre 1935 y 1941, el aumento producido en la renta nacional por el desarrollo industrial alcanzó a los cuatro mil millones de pesos, mientras el monto de la producción agropecuaria se mantenía estable. En 1944 se calculaba que había ocupadas en la industria un total de l.200.000 personas. Así se constituía un nuevo sector social de características muy definidas, que se congregó alrededor de las grandes ciudades y en particular de Buenos Aires.
El origen de ese sector se escondía en un fenómeno de singular importancia para la vida del país. Cegadas o disminuidas las fuentes de trabajo en muchas regiones del interior, comenzó a producirse un movimiento migratorio hacia los centros donde aparecían posibilidades ocupacionales y de altos salarios. Al llegar a 1947 las migraciones internas totalizaban un conjunto de 3.386.000 personas, que residían fuera del lugar donde habían nacido; de ese total el 50% se había situado en el Gran Buenos Aires, el 28% en la zona litoral y sólo el 22% en otras regiones del país. Así se constituyó poco a poco un cinturón industrial que rodeaba a la Capital y a algunas otras ciudades, en el que predominaban provincianos desarraigados que vivían en condiciones precarias, pero que preferían tal situación a la que habían abandonado en sus lugares de origen. Un agudo observador de la realidad argentina, Ezequiel Martínez Estrada, que en 1933 había descripto con rara profundidad los problemas de la comunidad nacional en su Radiografia de la Pampa, llamó la atención poco después sobre la significación del desequilibrio entre la Capital y el país en un estudio penetrante que tituló La cabeza de Goliat. Pero se necesitarían todavía duras experiencias para que la conciencia pública se hiciera cargo de la magnitud y de las consecuencias del problema.
La cambiante composición de la clase trabajadora gravitó prontamente sobre la organización sindical, orientada hasta entonces por grupos anarquistas o socialistas de cierta experiencia política e integrada por inmigrantes o hijos de inmigrantes. Luego de muchos intentos, se había constituido en 1930 la Confederación General de Trabajadores, cuya labor se vio dificultada por las diferencias internas y por la represión del movimiento obrero en la que el gobierno no cejaba, hasta el punto de que sólo pudo constituirse definitivamente en 1937. Pero la incorporación de crecidos grupos de obreros nativos, ajenos a las prácticas sindicales y a las formas de la lucha obrera en el sector industrial, produjo desajustes en los ambientes sindicales. Esas y otras causas provocaron la división y el debilitamiento de la organización obrera en 1941.
Todas estas circunstancias revelaban un cambio profundo en la estructura del país, que si bien estaba vinculado a la situación mundial creada por la crisis de 1929, reconocía como causa inmediata la deliberada acción de los gobiernos conservadores. De ese carácter fue el de Justo iniciado el 20 de febrero de 1932 en una ceremonia en la que Uriburu, al entregar las insignias de mando, había depositado en manos del nuevo mandatario un proyecto de reforma constitucional que sintetizaba sus viejos sueños corporativistas. Pero Justo lo desdeñó y procuró orientar su gobierno dentro de las formas constitucionales, pese a los vicios electorales de su origen y a la decisión de seguir manteniendo el fraude para sostener el frente político en que se apoyaba.
Excluidos de la lucha comicial, los radicales apelaron varias veces a la insurrección, sin lograr éxito. También conspiraron largamente contra el gobierno los grupos nacionalistas, que contaban con núcleos civiles disciplinados y con algunas simpatías en el ejército; pero el gobierno sofocó todos los conatos revolucionarios y, aunque no vaciló en perseguir a los opositores, supo mantener la apariencia de un orden legal montado sobre una correcta administración.
Al margen de la actividad insurreccional de ciertos grupos, el radicalismo se organizó bajo la dirección de Alvear dentro de una línea muy moderada que no tenía otro programa que la reconquista del poder a través de elecciones libres. Pero la situación económico-social del país suscitaba cada día nuevos y más difíciles problemas. Frente a las soluciones de fondo que proponía el socialismo, comenzaron a delinearse las que proponía el grupo F.O.R.J.A, constituido por jóvenes radicales de ideología progresista y nacionalista a un tiempo. Antibritánico por sobre todo, el grupo F.O.R.J.A analizó las influencias del capital inglés en la formación y el desarrollo de la economía argentina, recogiendc los sentimientos antiimperialistas que se ocultaban en el vago pensamiento de Yrigoyen. Pero, a medida que fue desenvolviéndose, se advirtió que se diferenciaban en su seno los que querían mantener los principios democráticos del radicalismo tradicional y los que empezaban a preferir soluciones antiliberales vinculadas de alguna manera con las ideologías nazifascistas que por entonces alcanzaban su apogeo en algunos países de Europa. Si aquéllos se mantuvieron fieles al radicalismo, estos últimos se manifestaron dispuestos a secundar cualquier aventura política de tipo autoritario.
El estallido de la guerra civil española en 1936 provocó en el país una polarización de las opiniones, y el apoyo a la causa republicana constituyó una intencionada expansión para quienes deseaban expresar su repudio al gobierno. Acaso ese clima, acentuado por el creciente horror que provocaba el régimen de Hitler en Alemania, robusteció la certidumbre de que era necesario hallar un camino para restaurar la legalidad democrática en el país.
No fue suficiente, sin embargo, para decidir a los sectores conservadores a cambiar sus métodos al aproximarse la elección presidencial de 1938. Bajo la influencia de Alvear, el radicalismo -que estaba sacudido por un oscuro problema de concesiones eléctricas en el que habían intervenido sus concejales- levantó la abstención electoral en que se había mantenido desde que sus candidatos fueran vetados en 1931, y el propio Alvear fue elegido candidato a presidente. Los sectores conservadores consintieron en apoyar la candidatura de Roberto M. Ortiz, un político de extracclón radical, pero con la condición de que lo acompañara en la fórmula un conservador tan probado como Ramón S. Castillo. Cuando llegaron las elecciones, el gobierno hizo el más audaz alarde de impudicia, alterando sin disimulos el resultado de los comicios. Ortiz fue consagrado presidente, pero la democracia sufrió un rudo golpe y el engaño contribuyó a acentuar el escepticismo de las masas populares, especialmente de las que, agrupadas en los grandes centros urbanos comenzaban a adquirir conciencia política.
Una vez en el poder, Ortiz manifestó cierta tendencia a buscar una salida para la turbia situación política del país. La misma magnitud del fraude había demostrado la persistencia del sentimiento democrático, demostrado no sólo en el apoyo al radicalismo, sino también en la simpatía por la causa de la República Española y luego en el repudio a las agresiones nazis que condujeron a la guerra mundial en septiembre de 1939. Desencadenado el conflicto, un sector del ejército se inclinó hacia el Eje; pero los sectores liberales apoyaron a Ortiz, que decretó la neutralidad. Con ese mismo respaldo, el presidente decidió dar los primeros pasos hacia la normalización institucional del país. En un acto de innegable energía, decretó la intervención de la provincia de Buenos Aires, cuyo gobernador, Manuel A. Fresco, era no sólo desembozadamente adicto a las doctrinas fascistas, sino también el más vehemente defensor del fraude electoral. A partir de entonces las posiciones se polarizaron y los sectores pronazis emprendieron una enérgica ofensiva que contó con la propaganda de los periódicos subvencionados por la embajada alemana. Una circunstancia fortuita les dio el triunfo: afectado por una ceguera incurable, Ortiz debió renunciar en junio de 1940 y ocupó la presidencia Castillo, conservador definido y que apenas disimulaba su simpatía por Alemania.
El gobierno de Castillo duró tres años y desde el primer momento se advirtió que retornaba a la tradición del fraude. Si en ello no innovaba, se atrevió a acentuar aún más las tendencias reaccionarias de sus predecesores. Los grupos pronazis lo rodearon y tiñeron su administración con sombríos colores. Y los sectores militares favorables al Eje trataron de forzar la política nacional para orientarla en el sentido que ellos preferían.
Pero el curso de la guerra mundial obligó a revisar las posiciones. Fuertes movimientos, como el que se denominó Acción Argentina, se organizaron para defender la causa de las potencias democráticas. Y en el seno de los grupos allegados al gobierno comenzaron a dividirse las opiniones entre los que buscaban, para las elecciones que debían realizarse en 1944, un candidato que respondiese a los intereses de los Estados Unidos y los que buscaban uno que no precipitara esa definición.
Castillo se inclinó hacia los primeros y apoyó la candidatura de Robustiano Patrón Costas, en quien se creía ver cierta tendencia a unir el destino del país a los Estados Unidos, acaso por sus intereses industriales que no lo aproximaban a Gran Bretaña, como ocurría con los ganaderos de la provincia de Buenos Aires. Esa preferencia pareció peligrosa a los sectores pronazis del ejército, agrupados en una logia secreta conocida con el nombre de GOU. La posibilidad de un vuelco hacia la causa de los aliados podía poner en descubierto su actividad, contraria a la neutralidad formalmente mantenida por el gobierno, y el 4 de junio de 1943, ante la mirada estupefacta de la población de Buenos Aires, que no sospechaba la inminencia de un golpe militar, sacaron a la calle las tropas de las guarniciones vecinas a la Capital y depusieron sin lucha al presidente de la República, cuyo ministro de guerra encabezaba la insurrección. Así terminó la república conservadora suprimida por una revolución pretoriana análoga a la que le había dado nacimiento, en el momento en que, en Europa, la suerte de las armas comenzaba a girar hacia las democracias. Pero la revolución de junio no giraba hacia la democracia, sino que aspiraba a iniciar en el país una era de sentido análogo al de la que en Europa terminaba ante la execración universal.
FUENTE: Breve historia de la Argentina -José Luis Romero- Primer tomo
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