“Origen de la novela policial”, ALLEWYN,
Richard (1982) En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial Alfa (Adaptación).
Se ha encontrado un cadáver. Las
circunstancias no admiten otro diagnóstico que el de asesinato. Pero ¿quién es
el autor? Esa es la pregunta que ocupa y aterra a todos los ánimos pero que no
se responde hasta que se llega al final de la narración. La pregunta se hace
más urgente después de que ha ocurrido un segundo asesinato, y un tercero. La
pesquisa se vuelve febril. Se encuentran, se persiguen huellas y se vuelven a
perder. Se plantean hipótesis y se las desecha. Pero lentamente se sacan
algunos hechos seguros. Su interpretación y combinación correcta dan por
resultado la respuesta a la muda pregunta que ha planteado el cadáver, la
reconstrucción de los acontecimientos y la averiguación del autor.
Lo que les he presentado es un modelo
en el que ustedes reconocerán un fenómeno literario conocido de todos: la
novela policíaca, una invención moderna. El norteamericano Edgar Allan Poe se
considera como el descubridor de la fórmula y su “Murders in the Rue Morgue”
aparecido en 1841 como el modelo clásico del género. Pero ¿Qué es una novela
policial? ¿Qué la diferencia de la novela criminal? La diferencia es
aparentemente sólo técnica: la novela de crimen narra la historia de un delito,
la novela policíaca la del descubrimiento
de un delito. Pero esta diferencia tiene
amplias consecuencias. En la novela del crimen, el lector conoce al delincuente
antes de su acto y el acontecimiento del acto antes que su resultado. En la
novela policíaca por el contrario la sucesión es inversa. Cuando el lector
conoce al autor, la novela ha llegado inevitablemente a su fin, y también se
entera del resultado del acto antes que de su acontecimiento, y se entera de
este acontecimiento no como testigo ocular sino por la reconstrucción
posterior. Si la novela de crimen se recomienda porque permite al lector
introducirse en el asesino y convivir en su alma el acto, el lector de la
novela policíaca se le niegan esas sensaciones. De ahí que él no tiene que
tener un contagio ni esperar una curación
y si no queda libre de emociones, entonces éstas son de otra naturaleza.
Sobre
el detective como artista
[…] los detectives no son solamente
solitarios, sino también outsider.
¡Qué existencias son esas! No tienen mujer, no tienen hijos, no tienen
profesión, habitan en habitaciones desordenadas, llevan una vida irregular,
convierten la noche en día, fuman opio o crían orquídeas, y hasta tienen
francas inclinaciones artísticas, citan a Dante o tocan violín. Estos
detectives no son almas de funcionario ni siquiera de burgués; estos detectives
son excéntricos y bohemios. Este hecho se ha observado frecuentemente y no sin
sorpresa, pero nunca se lo ha explicado. ¿Qué significa que las novelas
policíacas reconocen con tan llamativa unanimidad el éxito de estos outsiders,
que le niegan a la policía? Ciertamente no significan un voto de confianza para
las instituciones del Estado y tampoco una profesión de fe de conformismo. Más
bien se impone la sospecha de que justamente estas desviaciones de la norma
social y anímica explican el éxito del detective.
Esto nos conduce al examen de un
intento más de explicar la génesis de la novela policíaca a partir del espíritu
del siglo XIX. Este siglo, se ha dicho, llevó su triunfo a las ciencias
exactas. Como hijo de la Ilustración espantó a la oscuridad que hasta entonces
yacía sobre todos los campos de la vida y del pensamiento. Se propuso aclarar
la realidad mediante la recolección planificada y la ordenación lógica de
hechos. ¿Qué es empero, se ha pensado, la novela policíaca sino un modelo de
este procedimiento?
No vamos a su vez a entrar en la
terrible simplificación que subyace a esta teoría, sino a inquirir a la misma
novela policíaca. Cierto que al hacerlo estaremos en situación más difícil.
Indiscutiblemente se trata aquí de un proceso de busca de la verdad. Al
comienzo se encuentra un misterio, al final ocurre la solución y el tema no es
otra cosa que la busca de esta solución, y una buena parte de la tensión se
deduce de ahí. Empirie y lógica, los medios del pensar científico, son también
los medios con los que opera el detective. Se trata de combinar muchas huellas
dispersas y ocultas de tal manera que de allí surge un contexto sin solución de continuidad. Pero
¿tiene el objeto de estas investigaciones algo que ver con nuestra realidad, y
se aplican sus métodos tal como ocurre en las ciencias exactas.
Yo sólo quiero indicar brevemente que
el mundo de la novela policial está construido de manera diferente al de
nuestra experiencia cotidiana. De estas reglas forma parte el hecho de que el
autor pertenece a un grupo de conocidos para permitir que el lector participe
en la búsqueda. Con ello se presenta de antemano un círculo limitado de
personas y se subraya esta limitación mediante obstáculos físicos (casa de
campo, yate, tren, crucero por el Mediterráneo, etc.). Situaciones
artificiales, posibles en la realidad pero no frecuentes.
Pero también se prepara el decurso del
asesinato: éste tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. Para que después pueda
ser reconstruido totalmente mediante la mera combinación, no sólo tiene que ser
planteado íntegramente, sino que también tiene que ocurrir de acuerdo a un
plan. En el plan del asesino no se han previsto las pequeñeces que en la vida
diaria nos obligan constantemente a cambiar
nuestros planes o a aplazar nuestras citas. La novela policíaca acontece
en un mundo sin casualidad, en un mundo que ciertamente es posible pero no es
el habitual.
Otra particularidad es lo intrincado de
los casos que presentan. Se dispone precisamente a inventar casos tan
complicados como no ocurren, o muy raramente, en la experiencia de la vida
criminal. El asesinato insólito se encuentra ya en el origen de la novela
policíaca: el primer asesino de Poe era un orangután y esto no es por
casualidad. Poe hizo que su detective confesara que un asesinato es tanto más
fácil de aclarar mientras más desusado es su procedimiento. Si es pues cierto
que el detective encuentra la verdad pasando por la realidad, no es menos
cierto que esta realidad no es una realidad habitual y ciertamente no la de las
leyes de las ciencias naturales.
¿Qué pasa con los métodos con los que
opera el detective? Ciertamente, él saca conclusiones de observaciones, pero no
son las situaciones evidentes y más concretas las que le interesan, sino cosas
extremadamente insignificantes e inaparentes: un clavo roto, un montoncito de
ceniza de cigarrillo, un reloj que está parado o no, cosas que nada dicen al
hombre corriente, que en la vida corriente tampoco significan algo, que para el
detective se convierten en signos de una escritura secreta, cuyo desciframiento
soluciona el misterio. Este arte de leer las huellas e interpretar los signos
le está negado completamente al hombre corriente, y en la vida habitual tampoco
sirve de nada.
Y aquí debemos mencionar un arreglo que
hemos callado hasta ahora y que, aunque raramente conocido, pertenece como el
detective aficionado a las existencias férreas de la novela policíaca: el
motivo de la falsa huella. Insoslayablemente aluden desde el comienzo todos los
indicios a una persona que en realidad es completamente inocente. Y este error
se puede repetir hasta que todas las personas caen sucesivamente en la más
grave sospecha, con una excepción única, esto es, la del que en realidad es el
autor. El que justamente la persona
sospechosa sea inocente y la menos sospechosa sea el autor, es una regla
practicada generalmente, cuya validez no se suspende naturalmente sino que sólo
se confirma cuando el autor, teniendo en cuenta al lector avispado, invierte
una vez el procedimiento y hace aparecer al realmente culpable tan sospechoso,
que aparece limpio de sospecha.
Esta desorientación del lector sirve
para su perplejidad y con ello para el aumento de su placer. Pero delata una
duda de la índole del mundo y de la adecuación de los órganos de nuestra
experiencia, y contiene ante todo un juicio aniquilante sobre la veracidad de
la prueba por indicios. Muy lejos de difundir confianza en la razón y en la
ciencia, esa desorientación sirve más bien para socavarla. Así como en la
novela policíaca lo habitual no es lo real, así tampoco es en ella lo probable
ya lo real. Su mundo no está construido según el modelo realista y racionalista
del positivismo. De ahí que debemos buscar su patria en otra parte.
La primera historia en la que
encontramos juntos los tres elementos que constituyen la novela policíaca: un
asesinato o serie de asesinatos al comienzo y su esclarecimiento al final, el
inocente sospechoso y el culpable no sospechoso, y la detención, no por parte
de la policía sino de un personaje outsider, y, un cuarto elemento que no es de
rigor pero inmensamente frecuente, la habitación cerrada del asesinato (lockedroom) es “La señorita de Scuderi” (1818), del escritor romántico alemán E.T.A. Hoffmann.
E.T.A.Hoffmann no está solo en ello.
Misterios y su esclarecimiento —ése es en general el tema y el esquema de la
novela romántica en Alemania. Todas las novelas de Tieck, Novalis, Brentano y
Eichendorf comienzan con incógnitas y preguntas y terminan con soluciones y
respuestas. Si los hombres peregrinan con tanto gusto en las novelas
románticas, entonces lo hacen también ciertamente porque los impulsa una
intranquilidad o los atrae una nostalgia, pero ellos están siempre en busca de
algo que una vez poseyeron pero que han perdido, su patria, el padre o la madre
o una amada. Y en esta busca les ocurre que en todas partes de su camino
tropiezan con huellas, que a otros no dicen nada, en las que ellos empero
reconocen señales y mensajes, y estas huellas se entretejen cada vez más
densamente en contextos en los que todo lo que parecía aislado está unido y lo
que parecía casual adquiere una significación más profunda hasta que al final
se vuelve a encontrar todo lo perdido y se solucionan todas las incógnitas.
Misterio es para los románticos el estado del mundo y todos los fenómenos
exteriores son sólo los jeroglíficos de
un sentido oculto.
Este misterio romántico es que en
E.T.A.Hoffmann adquiere el matiz de lo siniestro. Pero en sus “Piezas de noche”
lo siniestro es siempre el presentimiento de un delito oculto en el pasado o en
el futuro. Hoffmann es, como más tarde Poe, uno de los virtuosistas del horror,
y no es el primero que ha descubierto y explotado esta excitación. En Alemania
le había precedido Tieck y tanto Hoffmann como Tieck se nutren de una turbia
corriente que al final del siglo dieciocho inundó desde Inglaterra a toda
Europa y que fertilizó el Romanticismo, la novela “gótica” de misterio.
La novela de misterio es la neurosis de
abstinencia de la Ilustración envejecida. Ella ofreció a un linaje famélico por
el racionalismo y hastiado de la seguridad burguesa los frutos prohibidos del
misterio y del miedo. Si se la desnuda de su vestidura hiperexcitable: viejos
castillos en montañas yermas, en torno a las cuales gime nocturnamente la
tormenta y la luna difunde una luz insegura, queda entonces el núcleo, que es
igual al modelo más sencillo de la novela policíaca. Muchos fenómenos
inexplicables y siniestros se muestran como huellas de secretos contextos y
éstos a su vez se descubren lentamente como las consecuencias o augurios de
delitos terribles, cuyas raíces se encuentran enterradas profundamente en el
pasado y que se descubren completamente cuando al final se desenmascara al
delincuente y se lo entrega a la justicia.
Mysteriesse llaman con gusto estas novelas y se
ha contado que entre 1794 y 1850 aparecieron en Inglaterra más de setenta
novelas que llevaban esta palabra en el título. Las historias de detectives de
E.T.A. Hoffmann y E.A. Poe no son más que retoños laterales de esta raíz común.
Es el escenario el que diferencia la novela de
misterio de la novela policíaca. Esta no aleja a su lector en una tenebrosa
Edad Media. Se anida ciertamente de manera ocasional todavía en lejanas casas
de campo y, en ciudades adormiladas de
provincia, pero gustosamente se domicilia en las modernas grandes ciudades y se
da el placer de convertir sus conocidas calles y edificios en escenario de
acontecimientos altamente insólitos y con ello de hacerlos extraños de una
manera siniestra. Pero también este procedimiento tiene su prehistoria. Ya
hacia mediados del siglo diecinueve se habían desplazado los mysteries «góticos», cuando los Mystères de Paris (1842-1843) de Eugène
Sue desataron en toda Europa una nueva ola de novelas de misterio, a cuya
fascinación tampoco pudieron sustraerse Balzac y Dickens. En ellos se mostró la
cotidianidad aparentemente más prosaica
segura de la moderna gran ciudad como nada más que un techo delgado y
frágil que estaba socavado por un laberinto de conjuraciones criminales. Sin
poder competir con las tenebrosas pinturas colosales de esos misterios de la
gran ciudad, E.T.A.Hoffmann había dado aquí el modelo para ello.
Tanto menos como la novela policíaca,
el Romanticismo tampoco se había dado por satisfecho con la superficie trivial
del mundo y de la vida. Por todas partes, en la Naturaleza y en el alma, iba
tras las huellas de fuerzas ocultas y de secretas significaciones. No las
buscaba solamente fuera, sino precisamente también en la realidad, ciertamente
no en la superficie, sino en su profundidad. «Todo lo externo es algo interior
puesto en estado de misterio» dijo una vez Novalis y con ello quería decir que
para la mirada agraciada todo fenómeno es un misterio, cuya clave se oculta en
su profundidad. El mundo entero es una escritura secreta, y eso vale para la
sociedad no menos que para la Naturaleza.
E.T.A.Hoffmann antes que Sue y Conan
Doyle convierte en escenario de sucesos maravillosos, misteriosos o criminales
no sólo castillos solitarios y conventos sino también calles y plazas, las
casas y los lugares de recreo de París y de Berlín, de Dresden y de Francfort,
conocidas de todo nativo, y de colocar lo insólito y lo improbable en medio de
la vida diaria. En su historia “La casa yerma”, en la que tras la fachada
insignificante de una casa muy conocida y exactamente localizable en Berlín,
Unter den Linden, se descubren misterios tenebrosos, manifiesta la convicción
«de que los fenómenos reales en la vida se configuran frecuentemente de manera
más maravillosa que lo que trata de inventar la fantasía más activa». Como la
novela policíaca, el Romanticismo vio así la realidad: una superficie cotidiana
y pacífica y engañosa, pero debajo abismos de misterio y de peligro.
Pero aquí como allí no está dado a
todos el reconocer y explorar esas oscuras profundidades. Estos dos estratos de
la realidad corresponden más bien a dos especies de hombres. Los unos son los
prosaicos y profanos que se han organizado hogareñamente en la realidad
cotidiana y se resisten a toda intelección que pueda conmover su confianza en
el orden racional del mundo y la seguridad del sentido común, y que por eso son
ciegos para lo insólito e incapaces de enfrentarse a lo improbable. El
Romanticismo los llama filisteos. Y ahí están los otros hombres, una pequeña
minoría, que son poco útiles para la vida práctica porque están alienados de
ella, excéntricos y outsider, pero a
quienes, según E.T.A. Hoffmann, «se les ha concedido el conocimiento del
milagro de nuestra vida como un sentido especial». El Romanticismo los llama
artistas.
Con hombres de este género poblaron los
románticos sus novelas. Se los llama «artistas», menos porque ejerzan algún
arte que porque su carácter excéntrico y su extravagante modo de vivir los hace
excluir de la sociedad de los hombres corrientes e incapaces para la vida
cotidiana. Sin familia y sin profesión,
sin domicilio y sin fortuna se encuentran en guerra con la sociedad y el Estado.
Los burgueses o los funcionarios les son pesados o ridículos. Pero estos
emigrados o expulsados son los que saben leer las huellas e interpretar los
signos que para el hombre normal son invisibles o les resultan incomprensibles.
Pues ellos están preparados para la realidad de lo insólito e inmunes contra el
engaño de lo probable. A este tipo de hombre pertenece la señorita vonScuderi.
A él pertenecen también el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de Conan Doyle y
todos los demás outsider entre los
detectives.
Con ello se han asegurado el origen
literario y la patria espiritual de la novela policíaca. Es un hijo del
Racionalismo sólo en la medida en que el Romanticismo entero tiene como padre
al Racionalismo. Con ello se puede plantear de nuevo la pregunta por su esencia
y la pregunta por la causa de la fascinación que parte de ella. Lejos de
asegurar la realidad cotidiana, el orden racional y la seguridad burguesa, ella
sirve más bien para conmoverlos.
ALLEWYN, Richard (1982) “Origen de la novela policial”. En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial
Alfa (Adaptación).