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12 de diciembre de 2019

Sobre pistas y detectives. La literatura policial en la escuela secundaria


“Origen de la novela policial”, ALLEWYN, Richard (1982)   En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial Alfa (Adaptación).

Se ha encontrado un cadáver. Las circunstancias no admiten otro diagnóstico que el de asesinato. Pero ¿quién es el autor? Esa es la pregunta que ocupa y aterra a todos los ánimos pero que no se responde hasta que se llega al final de la narración. La pregunta se hace más urgente después de que ha ocurrido un segundo asesinato, y un tercero. La pesquisa se vuelve febril. Se encuentran, se persiguen huellas y se vuelven a perder. Se plantean hipótesis y se las desecha. Pero lentamente se sacan algunos hechos seguros. Su interpretación y combinación correcta dan por resultado la respuesta a la muda pregunta que ha planteado el cadáver, la reconstrucción de los acontecimientos y la averiguación del autor.
Lo que les he presentado es un modelo en el que ustedes reconocerán un fenómeno literario conocido de todos: la novela policíaca, una invención moderna. El norteamericano Edgar Allan Poe se considera como el descubridor de la fórmula y su “Murders in the Rue Morgue” aparecido en 1841 como el modelo clásico del género. Pero ¿Qué es una novela policial? ¿Qué la diferencia de la novela criminal? La diferencia es aparentemente sólo técnica: la novela de crimen narra la historia de un delito, la novela policíaca  la del descubrimiento de un delito.  Pero esta diferencia tiene amplias consecuencias. En la novela del crimen, el lector conoce al delincuente antes de su acto y el acontecimiento del acto antes que su resultado. En la novela policíaca por el contrario la sucesión es inversa. Cuando el lector conoce al autor, la novela ha llegado inevitablemente a su fin, y también se entera del resultado del acto antes que de su acontecimiento, y se entera de este acontecimiento no como testigo ocular sino por la reconstrucción posterior. Si la novela de crimen se recomienda porque permite al lector introducirse en el asesino y convivir en su alma el acto, el lector de la novela policíaca se le niegan esas sensaciones. De ahí que él no tiene que tener  un contagio ni esperar una curación y si no queda libre de emociones, entonces éstas son de otra naturaleza.

Sobre el detective como artista

[…] los detectives no son solamente solitarios, sino también outsider. ¡Qué existencias son esas! No tienen mujer, no tienen hijos, no tienen profesión, habitan en habitaciones desordenadas, llevan una vida irregular, convierten la noche en día, fuman opio o crían orquídeas, y hasta tienen francas inclinaciones artísticas, citan a Dante o tocan violín. Estos detectives no son almas de funcionario ni siquiera de burgués; estos detectives son excéntricos y bohemios. Este hecho se ha observado frecuentemente y no sin sorpresa, pero nunca se lo ha explicado. ¿Qué significa que las novelas policíacas reconocen con tan llamativa unanimidad el éxito de estos outsiders, que le niegan a la policía? Ciertamente no significan un voto de confianza para las instituciones del Estado y tampoco una profesión de fe de conformismo. Más bien se impone la sospecha de que justamente estas desviaciones de la norma social y anímica explican el éxito del detective.
Esto nos conduce al examen de un intento más de explicar la génesis de la novela policíaca a partir del espíritu del siglo XIX. Este siglo, se ha dicho, llevó su triunfo a las ciencias exactas. Como hijo de la Ilustración espantó a la oscuridad que hasta entonces yacía sobre todos los campos de la vida y del pensamiento. Se propuso aclarar la realidad mediante la recolección planificada y la ordenación lógica de hechos. ¿Qué es empero, se ha pensado, la novela policíaca sino un modelo de este procedimiento?
No vamos a su vez a entrar en la terrible simplificación que subyace a esta teoría, sino a inquirir a la misma novela policíaca. Cierto que al hacerlo estaremos en situación más difícil. Indiscutiblemente se trata aquí de un proceso de busca de la verdad. Al comienzo se encuentra un misterio, al final ocurre la solución y el tema no es otra cosa que la busca de esta solución, y una buena parte de la tensión se deduce de ahí. Empirie y lógica, los medios del pensar científico, son también los medios con los que opera el detective. Se trata de combinar muchas huellas dispersas y ocultas de tal manera que de allí surge  un contexto sin solución de continuidad. Pero ¿tiene el objeto de estas investigaciones algo que ver con nuestra realidad, y se aplican sus métodos tal como ocurre en las ciencias exactas.
Yo sólo quiero indicar brevemente que el mundo de la novela policial está construido de manera diferente al de nuestra experiencia cotidiana. De estas reglas forma parte el hecho de que el autor pertenece a un grupo de conocidos para permitir que el lector participe en la búsqueda. Con ello se presenta de antemano un círculo limitado de personas y se subraya esta limitación mediante obstáculos físicos (casa de campo, yate, tren, crucero por el Mediterráneo, etc.). Situaciones artificiales, posibles en la realidad pero no frecuentes.
Pero también se prepara el decurso del asesinato: éste tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. Para que después pueda ser reconstruido totalmente mediante la mera combinación, no sólo tiene que ser planteado íntegramente, sino que también tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. En el plan del asesino no se han previsto las pequeñeces que en la vida diaria nos obligan constantemente a cambiar  nuestros planes o a aplazar nuestras citas. La novela policíaca acontece en un mundo sin casualidad, en un mundo que ciertamente es posible pero no es el habitual.
Otra particularidad es lo intrincado de los casos que presentan. Se dispone precisamente a inventar casos tan complicados como no ocurren, o muy raramente, en la experiencia de la vida criminal. El asesinato insólito se encuentra ya en el origen de la novela policíaca: el primer asesino de Poe era un orangután y esto no es por casualidad. Poe hizo que su detective confesara que un asesinato es tanto más fácil de aclarar mientras más desusado es su procedimiento. Si es pues cierto que el detective encuentra la verdad pasando por la realidad, no es menos cierto que esta realidad no es una realidad habitual y ciertamente no la de las leyes de las ciencias naturales.
¿Qué pasa con los métodos con los que opera el detective? Ciertamente, él saca conclusiones de observaciones, pero no son las situaciones evidentes y más concretas las que le interesan, sino cosas extremadamente insignificantes e inaparentes: un clavo roto, un montoncito de ceniza de cigarrillo, un reloj que está parado o no, cosas que nada dicen al hombre corriente, que en la vida corriente tampoco significan algo, que para el detective se convierten en signos de una escritura secreta, cuyo desciframiento soluciona el misterio. Este arte de leer las huellas e interpretar los signos le está negado completamente al hombre corriente, y en la vida habitual tampoco sirve de nada.
Y aquí debemos mencionar un arreglo que hemos callado hasta ahora y que, aunque raramente conocido, pertenece como el detective aficionado a las existencias férreas de la novela policíaca: el motivo de la falsa huella. Insoslayablemente aluden desde el comienzo todos los indicios a una persona que en realidad es completamente inocente. Y este error se puede repetir hasta que todas las personas caen sucesivamente en la más grave sospecha, con una excepción única, esto es, la del que en realidad es el autor. El que justamente  la persona sospechosa sea inocente y la menos sospechosa sea el autor, es una regla practicada generalmente, cuya validez no se suspende naturalmente sino que sólo se confirma cuando el autor, teniendo en cuenta al lector avispado, invierte una vez el procedimiento y hace aparecer al realmente culpable tan sospechoso, que aparece limpio de sospecha.
Esta desorientación del lector sirve para su perplejidad y con ello para el aumento de su placer. Pero delata una duda de la índole del mundo y de la adecuación de los órganos de nuestra experiencia, y contiene ante todo un juicio aniquilante sobre la veracidad de la prueba por indicios. Muy lejos de difundir confianza en la razón y en la ciencia, esa desorientación sirve más bien para socavarla. Así como en la novela policíaca lo habitual no es lo real, así tampoco es en ella lo probable ya lo real. Su mundo no está construido según el modelo realista y racionalista del positivismo. De ahí que debemos buscar su patria en otra parte.
La primera historia en la que encontramos juntos los tres elementos que constituyen la novela policíaca: un asesinato o serie de asesinatos al comienzo y su esclarecimiento al final, el inocente sospechoso y el culpable no sospechoso, y la detención, no por parte de la policía sino de un personaje outsider, y, un cuarto elemento que no es de rigor pero inmensamente frecuente, la habitación cerrada del asesinato (lockedroom)  es “La señorita de Scuderi” (1818),  del escritor romántico alemán E.T.A. Hoffmann.
E.T.A.Hoffmann no está solo en ello. Misterios y su esclarecimiento —ése es en general el tema y el esquema de la novela romántica en Alemania. Todas las novelas de Tieck, Novalis, Brentano y Eichendorf comienzan con incógnitas y preguntas y terminan con soluciones y respuestas. Si los hombres peregrinan con tanto gusto en las novelas románticas, entonces lo hacen también ciertamente porque los impulsa una intranquilidad o los atrae una nostalgia, pero ellos están siempre en busca de algo que una vez poseyeron pero que han perdido, su patria, el padre o la madre o una amada. Y en esta busca les ocurre que en todas partes de su camino tropiezan con huellas, que a otros no dicen nada, en las que ellos empero reconocen señales y mensajes, y estas huellas se entretejen cada vez más densamente en contextos en los que todo lo que parecía aislado está unido y lo que parecía casual adquiere una significación más profunda hasta que al final se vuelve a encontrar todo lo perdido y se solucionan todas las incógnitas. Misterio es para los románticos el estado del mundo y todos los fenómenos exteriores  son sólo los jeroglíficos de un sentido oculto.
Este misterio romántico es que en E.T.A.Hoffmann adquiere el matiz de lo siniestro. Pero en sus “Piezas de noche” lo siniestro es siempre el presentimiento de un delito oculto en el pasado o en el futuro. Hoffmann es, como más tarde Poe, uno de los virtuosistas del horror, y no es el primero que ha descubierto y explotado esta excitación. En Alemania le había precedido Tieck y tanto Hoffmann como Tieck se nutren de una turbia corriente que al final del siglo dieciocho inundó desde Inglaterra a toda Europa y que fertilizó el Romanticismo, la novela “gótica” de misterio.
La novela de misterio es la neurosis de abstinencia de la Ilustración envejecida. Ella ofreció a un linaje famélico por el racionalismo y hastiado de la seguridad burguesa los frutos prohibidos del misterio y del miedo. Si se la desnuda de su vestidura hiperexcitable: viejos castillos en montañas yermas, en torno a las cuales gime nocturnamente la tormenta y la luna difunde una luz insegura, queda entonces el núcleo, que es igual al modelo más sencillo de la novela policíaca. Muchos fenómenos inexplicables y siniestros se muestran como huellas de secretos contextos y éstos a su vez se descubren lentamente como las consecuencias o augurios de delitos terribles, cuyas raíces se encuentran enterradas profundamente en el pasado y que se descubren completamente cuando al final se desenmascara al delincuente y se lo entrega a la justicia.
Mysteriesse llaman con gusto estas novelas y se ha contado que entre 1794 y 1850 aparecieron en Inglaterra más de setenta novelas que llevaban esta palabra en el título. Las historias de detectives de E.T.A. Hoffmann y E.A. Poe no son más que retoños laterales de esta raíz común.
 Es el escenario el que diferencia la novela de misterio de la novela policíaca. Esta no aleja a su lector en una tenebrosa Edad Media. Se anida ciertamente de manera ocasional todavía en lejanas casas de campo y,  en ciudades adormiladas de provincia, pero gustosamente se domicilia en las modernas grandes ciudades y se da el placer de convertir sus conocidas calles y edificios en escenario de acontecimientos altamente insólitos y con ello de hacerlos extraños de una manera siniestra. Pero también este procedimiento tiene su prehistoria. Ya hacia mediados del siglo diecinueve se habían desplazado los mysteries «góticos», cuando los Mystères de Paris (1842-1843) de Eugène Sue desataron en toda Europa una nueva ola de novelas de misterio, a cuya fascinación tampoco pudieron sustraerse Balzac y Dickens. En ellos se mostró la cotidianidad aparentemente más prosaica  segura de la moderna gran ciudad como nada más que un techo delgado y frágil que estaba socavado por un laberinto de conjuraciones criminales. Sin poder competir con las tenebrosas pinturas colosales de esos misterios de la gran ciudad, E.T.A.Hoffmann había dado aquí el modelo para ello.
Tanto menos como la novela policíaca, el Romanticismo tampoco se había dado por satisfecho con la superficie trivial del mundo y de la vida. Por todas partes, en la Naturaleza y en el alma, iba tras las huellas de fuerzas ocultas y de secretas significaciones. No las buscaba solamente fuera, sino precisamente también en la realidad, ciertamente no en la superficie, sino en su profundidad. «Todo lo externo es algo interior puesto en estado de misterio» dijo una vez Novalis y con ello quería decir que para la mirada agraciada todo fenómeno es un misterio, cuya clave se oculta en su profundidad. El mundo entero es una escritura secreta, y eso vale para la sociedad no menos que para la Naturaleza.
E.T.A.Hoffmann antes que Sue y Conan Doyle convierte en escenario de sucesos maravillosos, misteriosos o criminales no sólo castillos solitarios y conventos sino también calles y plazas, las casas y los lugares de recreo de París y de Berlín, de Dresden y de Francfort, conocidas de todo nativo, y de colocar lo insólito y lo improbable en medio de la vida diaria. En su historia “La casa yerma”, en la que tras la fachada insignificante de una casa muy conocida y exactamente localizable en Berlín, Unter den Linden, se descubren misterios tenebrosos, manifiesta la convicción «de que los fenómenos reales en la vida se configuran frecuentemente de manera más maravillosa que lo que trata de inventar la fantasía más activa». Como la novela policíaca, el Romanticismo vio así la realidad: una superficie cotidiana y pacífica y engañosa, pero debajo abismos de misterio y de peligro.
Pero aquí como allí no está dado a todos el reconocer y explorar esas oscuras profundidades. Estos dos estratos de la realidad corresponden más bien a dos especies de hombres. Los unos son los prosaicos y profanos que se han organizado hogareñamente en la realidad cotidiana y se resisten a toda intelección que pueda conmover su confianza en el orden racional del mundo y la seguridad del sentido común, y que por eso son ciegos para lo insólito e incapaces de enfrentarse a lo improbable. El Romanticismo los llama filisteos. Y ahí están los otros hombres, una pequeña minoría, que son poco útiles para la vida práctica porque están alienados de ella, excéntricos y outsider, pero a quienes, según E.T.A. Hoffmann, «se les ha concedido el conocimiento del milagro de nuestra vida como un sentido especial». El Romanticismo los llama artistas.
Con hombres de este género poblaron los románticos sus novelas. Se los llama «artistas», menos porque ejerzan algún arte que porque su carácter excéntrico y su extravagante modo de vivir los hace excluir de la sociedad de los hombres corrientes e incapaces para la vida cotidiana. Sin familia  y sin profesión, sin domicilio y sin fortuna se encuentran en guerra con la sociedad y el Estado. Los burgueses o los funcionarios les son pesados o ridículos. Pero estos emigrados o expulsados son los que saben leer las huellas e interpretar los signos que para el hombre normal son invisibles o les resultan incomprensibles. Pues ellos están preparados para la realidad de lo insólito e inmunes contra el engaño de lo probable. A este tipo de hombre pertenece la señorita vonScuderi. A él pertenecen también el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de Conan Doyle y todos los demás outsider entre los detectives.
Con ello se han asegurado el origen literario y la patria espiritual de la novela policíaca. Es un hijo del Racionalismo sólo en la medida en que el Romanticismo entero tiene como padre al Racionalismo. Con ello se puede plantear de nuevo la pregunta por su esencia y la pregunta por la causa de la fascinación que parte de ella. Lejos de asegurar la realidad cotidiana, el orden racional y la seguridad burguesa, ella sirve más bien para conmoverlos.

ALLEWYN, Richard (1982)   “Origen de la novela policial”. En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial Alfa (Adaptación).

8 de mayo de 2019

El problema del mal en algunos caracteres de Shakespeare: ambición, resentimiento, rebeldía, egolatría


El problema del mal en algunos caracteres de Shakespeare: ambición, resentimiento, rebeldía, egolatría

William Shakespeare se sintió atraído muy frecuentemente en el dibujo y creación de sus cria­turas por el factor moral y sus consecuencias. Los juegos y matices de la pasión, sus naci­mientos y desarrollos, el alcance de sus cumbres y sus frenesíes ocupan ancho margen dentro del riquísimo escenario de su arte teatral. Y no son exclusivamente las descripciones de pasiones nobles las que pinta. La maldad tiene en Shakespeare amplia acogida. Gracias a ella se inau­gura el drama y se desencadena la tragedia.
Para Shakespeare lo maléfico posee un poder avasallador. Ello surge duro y sobriamente, ensi­mismado y retraído, atento sólo a conveniencias personales, con absoluto menosprecio del derecho de los demás.

En la economía de lo maligno, según Shakespeare, dos factores se destacan nítidamente: uno, la ambición; otro, el resentimiento. La ambición es terrible. Como un incen­dio, acrecentado de continuo, ella dirige las almas avasa­llando derechos y atropellando obstáculos.
El resentimiento, por su parte, prepara desde lejos una venganza implacable, venganza contra todo y contra todos, y en primer término contra la vida y la naturaleza mismas, a las cuales se achacan ofensas e injusticias rea­les o imaginarias.
Para Shakespeare la maldad conoce casi exclusivamen­te dos orígenes: el de un amor propio desmesurado o el de la sed de poderío. Las restantes pasiones no penetran en los dominios de lo malo. Un Otelo no es malo por más que mate, ni un Bruto se convierte en un malvado por más que ultime.
La maldad, cuando es un sen­timiento digno de tal sustantivo, no es atributo de almas media­nas. Ella obtiene como único paralelo contrario, la santidad. Como afirma Bernanos: "Única­mente los santos y los malvados conocen el pecado de verdad". La maldad para ambos es negocio de envergadura. Dios y el demo­nio se disputan las almas. Hay en ellas cumbres de generosidad como hay abismos de perversión. El drama, el grande y auténtico drama sólo puede realmente darse cuando se aprecian y valo­rizan los caminos, y esto depen­de de la voluntad del hombre, centro de la disputa y sujeto de la elección.
Querer, poder y saber elegir
La riqueza de lo humano reside en enfrentarse con la disyuntiva ética, y querer, y poder, y saber elegir. El drama existe ya en el instante del enfrentamiento. Las consecuencias podrán revelar a los demás el fenómeno que en el momento inaugural se presentó frente a la decisión defi­nitiva.
Shakespeare pone en labios de su Macbeth esta frase tremenda: "Solo el crimen puede consumar lo que ha empezado el crimen". Los teólogos aseguran que un acto virtuoso prepara y agiliza la voluntad para el siguiente. Lo mismo podría decirse sobre el acto vicioso. El hábito en uno u otro caso adquiere mayor tensión como el obje­to que cae adquiere mayor velocidad. La ley de la costum­bre recuerda la ley de la gravedad.
En el campo de la perfidia el crimen debe necesaria­mente repetirse para asegurar el triunfo del crimen. Tal es la exigencia del "crimen perfecto", al cual rarísima vez se llega. Macbeth se ve constreñido a continuar su crimen y prolongar su culpa porque los obstáculos surgen, las sos­pechas se multiplican, las resistencias despiertan y la rebeldía justiciera acaba por descubrir los orígenes del pecado y poner coto a los repetidos desafueros.
Por otra parte, la ambición y el resentimiento finalizan en tiranía. Es la impostergable ley de lo malo. El mal esclaviza a propios y extraños. La ambición come. El resentido no descansa, pues el aguijón del amor propio incontrolado espolea y acucia.
Shakespeare es el gran escudriñador de las almas, de sus repliegues, de sus reacciones, de sus astucias. Nadie como él conoce las finuras de la tentación y las desgarra­duras de la conciencia. Un Hamlet, un Macbeth, un Ricar­do III son sus hijos y pregonan con sus dudas y sus cál­culos, su planear y su discurrir, la hondísima calidad observadora de quien les insufló aliento y les infundió perenne vida.
EL UNIVERSO DE LO MALÉFICO
En su teatro, para estimular su vena dramática, nada más directo y adecuado que recurrir a la pintura y exposición de las influencias y juegos del mal. En esto el inglés Shakespiere, como siglos antes el italiano Dante, echa mano al universo de lo maléfico, y plasma, con ayuda del bro­tar de las pasiones y su desarrollo, el ejercicio del más esencial entre todos los valores humanos: el de la con­ciencia.
El valor de un hombre se refugia siempre, en definitiva, en esa actuación de bien o de mal, de justicia o injusticia. La historia acaba por reconocerlo con su veredicto. Lo que un hombre merece en vida lo adquiere imposterga­blemente su memoria.
Las criaturas de Shakespeare son seres vistos por den­tro. Ellos ostentan un valor definitivo, habiendo sido "fijados" en un instante cenital. Cuando Shakespeare ter­mina el drama, sus héroes alcanzan las cumbres de sus vidas, tanto en valorización humana cuanto en significa­ción existencial. Lo que pudieron dar, lo han dado. Lo que pudieron ser, lo han sido. La dramaturgia de Shakespeare no es ese reflejar el mundo como el mundo debería ser, sino el mundo de la intimidad de cada uno, dentro del cual cada uno escoge o rechaza y en el que se siente la tentación y la lucha, la duda, y la angustia, y la rabia, y el dejarse llevar, impotente, por la marejada de las cir­cunstancias y acontecimientos, por propósito o tempera­mento, por voluntad o por impotencia.
El mundo de Shakespeare, además, es real; un mundo por el cual y con el cual se hace la historia y se confiere su significado a cada vida humana. En esas vidas la mal­dad forzosamente debe ejercer su influencia. Ella penetra como elemento catador de voluntades o como ingredien­te que sazona las existencias. "La tentación prueba al hombre", ha dicho el místico. Shakespeare sabe que sin la presencia de lo malo, ni su teatro ni la vida se converti­rían en "drama", pues la experiencia surge con la prueba como el vigor con la resistencia. El enfrentarse con la maldad y con el malvado obliga a reconocer el valor de las jerarquías humanas, hace despertar la necesidad de su defensa y estimula finalmente el sentido de vivir de cada hombre.
Por ello si Macbeth asesina y Ricardo III aniquila, tam­bién a sus lados se yergue el veredicto. El crimen no queda impune por más impune que parezca quedar. Si la sanción no cae en los autores, si no pesa sobre ellos, el tiempo, o mejor los hombres, hijos del tiempo, sanciona­rán los hechos e impondrán justicia con sus sentencias históricas.
Las derrotas finales de Macbeth y de Ricardo III se con­siguen mejor a causa del horror de sus obras que en vir­tud de la efectividad de las armas ajenas. Las iracundias del rey inglés o del guerrero escocés provocan las unio­nes en su contra, mientras sus personales desvaríos com­plican los propios afanes combativos, restándoles vigor y preparando sus derrotas.
Rebeldía
El reino de la maldad no será jamás constructivo. Lo que a hierro se conquista a hierro se pierde. El descontento y la intranquilidad son los frutos. Y la marejada de la rebel­día, ahogada tal vez durante un tiempo, vuelve a brotar incontenible.
Shakespeare, gran observador de la naturaleza humana y genial dramaturgo, comprende la avasalladora fuerza de las pasiones maléficas que constituyen la insustituible palanca productora de los dramas. También comprende que a su alrededor los dramas suelen elevar el tono y tor­narse en tragedias alcanzando así su clima definitivo.
La llegada del mal a cada alma equivale a un medidor de valores morales, pues él revela lo que realmente se es. Esa lección la demuestra Shakespeare en su Rey Lear, cuyo drama máximo, mucho más que en la sucesión de hechos trágicos, descansa en la noble y limpia franqueza de Cordelia, quien no sabe mentir para medrar.
Jorge Bernanos acierta cuando señala el aspecto "radi­cal de la lucha entre lo bueno y lo malo". Ella es titánica; muy por encima de intrigas intrascendentes e inmediatos apetitos sensuales. El mal es de por sí destrucción, talador de toda esperanza, ilusión o paz. Con él se acompañan la inserenidad y el desasosiego.
En torno de Macbeth, de Ricardo III, de Yago (lugarte­niente de Otelo), las tinieblas crecen y se espesa la sole­dad. Los afectos se debilitan y los amigos abandonan. La perfidia levanta siempre sus muros en derredor de quie­nes la practican. El círculo de la ambición y el despotis­mo termina por impedir todo respiro al elevar las paredes de su egoísmo. El mal posee su aureola espiritual como las poseen la inteligencia, la bondad o la gracia. Su irra­diación anímica es evidente. Si el genio, la simpatía y la nobleza crean sus atmósferas alrededor de quienes tales cualidades tienen, también la maldad ostenta la suya dilatando su campo y ensanchando la influencia.
El teatro de Shakespeare lo demuestra. Los "climas" de sus dramas van aumentado su tensión a medida que el mal acrece hasta llegar al ahogo. Macbeth es buen ejem­plo de lo dicho. En él la atmósfera externa se hermana a la atmósfera interna del protagonista. El batallar espiri­tual del escocés parece crecer incesantemente. No hay tre­gua para sus crímenes, pues "el crimen llama al crimen" e impide el sosegado disfrute de lo conquistado.
Sin embargo, en Macbeth la conciencia se mantiene viva. Ricardo III se burla de ella o la olvida, o la desco­noce. Es mucho su cinismo.
Egolatría
En realidad, la semilla de lo maléfico reside siempre en la egolatría. Hacer de lo propio lo único es el comienzo del reinado del mal. Todos los caracteres de Shakespeare, dominados por el crimen, empiezan por amarse ellos de manera ilimitada. Sólo importa la conveniencia, el honor, el poder. Dentro de esta posición se niega todo derecho ajeno, se avasalla toda justicia, se desprecia toda razón.
Sin embargo, es indudable que este sentimiento del mal engendra a su vez la reacción del sentir contrario. El derecho se levanta en contra de la arbitrariedad, la justi­cia se yergue en defensa de sus fueros, la razón combate por su razón.
Gracias a este doble juego, la vida del hombre adquie­re su plena dimensión, también su significado. El mal que ambiciona la destrucción del bien; el mal que al destruir, niega. Y por consiguiente, mata. La vida -el bien- debe luchar para prolongar la vida entre los hombres, en sus conciencias, y no dejarlas morir. De ahí lo desgarrador del combate y lo esencial de la guerra. De ahí también lo capital del conflicto y lo básico del planteamiento argumental de algunos de los caracteres de Shakespeare en su obra genial. Frente a ese escoger del bien o del mal resi­de toda la grandeza de la intrínseca grandeza humana, y así, su corta permanencia sobre la tierra cobra toda su significación. Shakespeare, el gran intuitivo, lo compren­dió así e hizo del problema natural del hombre el proble­ma fundamental de sus dramas, trasladando a ellos la verdad de cada hombre.
Knnaak Peuser, Angélica. La Prensa, 1o de noviembre de 1964







4 de enero de 2019

Análisis de las obras de Fedor Dostoievski Crimen y castigo; El idiota; Los demonios; El adolescente; Los hermanos Karamazov


Análisis de las obras de Fedor Dostoievski
 Crimen y castigo; El idiota; Los demonios;  El adolescente; Los hermanos Karamazov

La serie de las cinco grandes obras de Dostoievski, compuestas durante los últi­mos quince años de su vida y que hacen de él un maestro indiscutible de la novela moderna, se inicia en 1866 con Crimen y castigo. Ubicado en la corriente de la gran literatura rusa, junto a Tolstoi y Turghenev, que alcanzan la más alta cima del estilo nacional realista, Dostoievski se dis­tingue fundamentalmente de ellos por su modo de acercarse a los hechos de la reali­dad :  Dostoievski coloca a sus personajes en si­tuaciones extremas, frente a elecciones de­cisivas, desgarradoras, de vida o muerte. Hace de ellos criminales,  por la intención o de hecho, porque dice: "Toda acción con­cluye hoy en el delito". Efectivamente, en todas estas novelas encontramos delitos o, por lo menos, tentativas de delito.

Memorias del subterráneo
A modo de preludio, las grandes novelas de Dostoievski son precedidas por las Memorias del subterráneo, ya aparecida en "La Época" en 1864. Un nuevo Dostoievski se revela en estas Memorias, explorador del subsuelo del alma. Con la palabra "subterráneo", Dostoievski entiende el fango, la "cloaca" que yace en el fondo del alma y cuya existencia el hombre ignora o no se anima a confesar.
Son necesarias circunstancias excepcionales para que este fondo surja a la superficie, por ejemplo, cuando el hombre tiene opor­tunidad de transformarse en verdugo, sea en sentido directo (los verdugos de la Casa de los muertos se anticipan a los de los cam­pos de concentración), sea el verdugo men­tal, de sí mismo o de los demás. El héroe de las Memorias es el primero de los roe­dores intelectuales" dostoievskianos. Este se ale­ja voluntariamente del ambiente que lo circunda para descender a su subsuelo ex­perimentando una dolorosa voluptuosidad. Se entristece y entristece a los que están a su lado. No experimenta deseos ni tiene ambiciones fuera de este juego ignominioso absolutamente gratuito y es en esta "gratuidad" donde reside la singular fascinación de las Memorias.
En el plano ideológico, la actitud del personaje tiene un sentido pro­fundo: es la rebelión del individualismo exasperado contra la aspiración socialista a la colectividad que a los ojos del nuevo Dostoievski no es más que un "hormiguero". El sufrimiento y la meditación solitaria, lo han llevado a reco­nocer la impotencia del individuo y la va­nidad de su reacción contra el orden consti­tuido. En el lugar de su condena, donde había creído poder mezclarse con los for­zados que en su mayoría eran hombres del pueblo, ha comprobado que por su propio origen noble y su condición de intelectual, irremediablemente aparecía a los ojos de aquéllos como algo más que un extraño, un enemigo. Así, la noción de "pueblo', se hacía para él cada vez más abstracta, pa­sando de lo concreto a lo ideológico. Sola­mente la religión, pensaba, podría superar este abismo; la salvación debe venir de lo alto, de la monarquía, inseparable en Rusia de la ortodoxia.

Crimen y castigo
Crimen y castigo marca una nueva etapa en el análisis del individuo. La novela, fruto de largas y crueles meditaciones, fue concebida en su forma definitiva en Wiesbaden durante el verano de 1865, mientras —luego de haber perdido todo a la ruleta— el autor recorría, alterado, los senderos del parque.
Tiene ante todo un fondo social que va más allá de Pobres gentes Ofendi­dos y humillados. Ya en Siberia se había propuesto tratar el viejo tema en una no­vela que titularía Los beodos, cuya figura central habría sido Isaiev Marmeladov. Pero, a partir de entonces, el horizonte de Dostoievski se había ampliado inmensa­mente. Del proyecto inicial conserva el fondo, la tremenda miseria de la familia Marmeladov que determina la degradación del hombre, la locura de la mujer y el sa­crificio de Sonia, la hija mayor, que para salvar a los suyos del hambre, se lanza a a la calle sin perder su fe, su pura y pro­funda humanidad. Es la "santa prostituida".
 Pero un nuevo héroe ocupa la escena: el estudiante Raskolnikov, en pos de una do­ble obsesión: pretende establecer la justicia social y al mismo tiempo afirmar su perso­nalidad. Raskolnikov ha elaborado una teoría que vive intensamente y que cree poder poner en práctica, matando a un usurero, un ser inmundo, vil y pernicioso. Se considera lo suficientemente fuerte como para realizar, sin retroceder, el gesto homi­cida, se cree "Napoleón": "Todo es per­mitido a un verdadero jefe". Esta es la verdadera idea que domina su actitud de ejecutor de la justicia: "Necesitaba saber —y saber pronto— si yo era un hombre o un piojo como todo el mundo ... Si era una tímida criatura o si poseía el dere­cho . . .".
Raskolnikov se atribuye el derecho de los fuertes, mata al usurero, resiste con astucia y firmeza a las insinuaciones del juez Porfiri quien, sin poseer pruebas formales, adi­vina por deducción psicológica, al "homi­cida por ideología". Pero Raskolnikov no puede resistir a la voz interior que habla por boca de Sonia. La semejanza de sus destinos acerca al estudiante orgulloso y a la humilde prostituta. Ésta, que ha acep­tado el sufrimiento, conservando, en el oprobio, un alma pura y ferviente, le grita:
"¡Tú has cometido un delito . . . contra ti mismo!" Y puesto que ella conoce el "su­frimiento insaciable", Raskolnikov besa sus pies: "No es a ti, es a todo el sufrimiento humano a quien saludo".
Raskolnikov no se arrepiente. Cree tener razón, pero la verdad de Sonia es más fuerte: se denuncia. Cumplirá su pena, se­guido por Sonia; sólo mucho tiempo des­pués, se abrirán sus ojos y, nuevo Lázaro, su alma renacerá a nueva vida. Pero no conoceremos este nuevo Raskolnikov. El escritor nos hace solamente presentir su salvación espiritual; describir los "salvados" no es cuestión suya.
La no­vedad de Dostoievski es haber creado un personaje que se alimenta de ideas. "No comprendo —hace decir a otro de sus per­sonajes— cómo un hombre pueda vivir nada más que en su pensamiento cuando éste se ha adueñado enteramente de él y domina su inteligencia y su corazón". En este mo­mento la idea se confunde con el senti­miento.
El genio del novelista le ha permitido crear personajes con ideas-sentimientos. Es­to significa que sus personajes en ningún momento son razonadores abstractos, puesto que su cerebro funciona con la misma in­tensidad que su corazón. Seres de pensa­miento pero también de carne, nos atraen con una fuerza irresistible, actuando al mis­mo tiempo sobre nuestra inteligencia y nuestros sentidos. En esto consiste el poder mágico que ejercen sobre el lector las no­velas de Dostoievski.
El idiota
El autor ha tocado el fondo de la noche pero quiere también mostrar lo que el hombre tiene de sublime. Tal, la idea de El idiota. El trabajo que se impone es "re­presentar una naturaleza humana absoluta­mente hermosa". Sabe que "esto es lo que hay de más difícil en el mundo" y que pin­tando "héroes positivos" es fácil deslizarse en un insípido "angelicalismo" o en un valor romántico que ya no es admisible. Dostoievski toma como punto de partida las dos figuras más puras de la humanidad: Cristo y Don Quijote.
Aun haciendo par­ticipar a su héroe del uno y del otro, pro­cura hacer del príncipe Michkin "un idio­ta". La acepción del término tiene reso­nancias múltiples. Michkin es "idiota" para sus semejantes. No considera a los hombres y las cosas como todo el mundo, sino en el plano de una realidad superior; posee la inteligencia más alta, la del cora­zón. Dotado de excepcional bondad, pure­za, intuición, penetra las almas y sus sufri­mientos. Las personas que se le acercan, comienzan a sentir y a hablar de acuerdo a la verdad. Pero esta radiante seducción, este equilibrio espiritual lo rebaja con su deficiencia física. Como el autor, es un epiléptico. Dostoievski trata el tema en di­versas obras, pero en ninguna va tan lejos como en ésta. Sus descripciones de las crisis de Michkin son clínicas a pesar de admitir la antigua noción de "mal divino" que proporciona al enfermo iluminaciones interiores que evidencian así el aspecto di­vino del "idiotismo". Salido tardíamente del embrutecimiento de su infancia, Mich­kin, oprimido por el peso de acontecimien­tos insoportables, recae en la imbecilidad al final de la obra. Entre estos dos estados de "idiotez", hay un período de lucidez que es amor, piedad, caridad, conocimiento divino de los hombres.
Michkin libra tres batallas comparables a la del ángel contra el demonio que quiere arrebatar tres almas. La primera es Nastasia Filipovna, mujer de encantadora belle­za. Ante su retrato, el príncipe sin cono­cerla aún, es turbado por la expresión de orgullo y sufrimiento que advierte en sus rasgos: "Parece feliz —dice— pero debe ha­ber sufrido terriblemente... Y ¡qué orgu­llo!, ¡qué abominable orgullo! ¿Es buena? ¡Ah! si fuese buena, todo podría salvarse".
 De origen noble, Nastasia cayó, aún niña, en manos de un hombre disoluto y refina­do que le dio una educación esmerada para hacer de ella un instrumento de placer raro y delicado. Nastasia se siente "ofendida", mortalmente herida v se acusa de haber aceptado esta situación. Michkin pide su mano: "Os recibo pura", le dice. "¿Yo, pura? "Sois vos quien me honráis casán­doos conmigo. Yo no soy nada, vos habéis sufrido, y de este infierno habéis salido pura. ¡Qué cosa grande! Estoy seguro de no equivocarme."
Sí, Michkin está en lo cierto. Nastasia rechaza la salvación que le ofrece, no se considera digna. Parte con el traficante Rogozin, un ser tosco, frenético, capaz de todo por obtener esta mujer y quien —Nastasia lo sabe— la matará. Pero ella quiere salvar a Michkin, no se atreve a imponerle la contaminación de su presen­cia.
Nastasia es la más famosa de las he­roínas "condenadas" de Dostoievski. La cuestión se entabla entre ella y los dos hom­bres, pero también entre ella y Aglaé, una jovencita pura. En su desesperación Nasta­sia quiere que el príncipe se case con Aglaé, pero su pasión puede más que su voluntad. Experimenta una amarga volup­tuosidad en humillarse, lastimarse, lanzar­se a la muerte en manos de Rogozin. Estos cuatro seres se debaten en una lu­cha desesperada hecha de pasión, de deseo y de sublimes renunciamientos. Pero a pe­sar de su divina pureza, el príncipe es "idio­ta" ante el curso fatal de los acontecimien­tos y fracasa en su lucha por el alma de Nastasia, por el alma de Rogozin, por el alma de Aglaé. Y será él mismo arrastrado hacia el abismo.
Esta es la trama de la novela, una de las más ilustres obras maestras de la literatura universal. Lo sublime roza lo diabólico y el ser humano aparece en toda su belleza y en toda su misericordiosa impotencia.
 A partir de El idiotala obra de Dos­toievski entra en una nueva fase. El pro­blema social ya no es su mayor preocupa­ción; en El idiota y en las novelas siguien­tes aparece como fondo. La miseria huma­na no es más que uno de los múltiples te­mas que constituyen la trama siempre más rica de estas novelas, junto al de los "jóve­nes iracundos", al del papel de la nobleza en la sociedad moderna o al del dinero. Tampoco falta el análisis psicológico que había alcanzado una hondura insospechada en la figura de Raskolnikov. Pero la pro­fundidad del pensamiento del autor, va más allá de lo social y de lo psicológico.

Los demonios
En la época de El idiota, Dostoievski concibe un proyecto grandioso: describir un hombre que ha perdido la fe y la enor­me perturbación que deriva de ello. En busca de la verdad, su héroe se acerca a los diversos ambientes e interroga a católicos, ortodoxos, adeptos a sectas religiosas, para descubrir, al cabo de largo peregrinaje, "el Cristo y la tierra rusos". Este proyecto, no cesará de atormentar al escritor. En su pri­mer esbozo, el título que le parece más adecuado es Ateísmo, pero el tema se alar­ga y la idea primitiva da paso a toda una Vida de un gran pecador, que permitiría en­globar los fenómenos más diversos de la vida y el pensamiento modernos. Mas una obra de tal envergadura, exige mucho tiem­po y seguridad material y Dostoievski está siempre acosado por las necesidades más in­mediatas. No podrá nunca realizar este proyecto; sin embargo, la gestación interior prosigue y las tres novelas que escribirá aún: Los demonios, El adolescente Los hermanos Karamazov, llevan su impronta. Si bien de asuntos disímiles, estas obras se ubican en una misma perspectiva, la dé la Vida de un gran pecador. En cada una de ellas, se intercalan fragmentos de aquel conjunto, en el cual Dostoievski esperaba finalmente "decir todo" y que no le fue dado escribir.
El tema de Los demonios (1870) se ins­pira en un detonante hecho de crónica: el proceso de Netchaev, asesino de un estu­diante, ocurrido en Moscú el año anterior. El asesinato tenía un carácter netamente político. Netchaev se hacía pasar, lo que de algún modo era cierto, por un emisario de Bakuntn, el famoso anarquista emigrado, residente en el extranjero. Éste le habría encargado preparar la revolución en Rusia organizando una red de células secretas que en el momento oportuno entrarían en ac­ción. Por temor a que lo denunciara, Net­chaev había dado muerte al estudiante. Dostoievski se apodera del episodio y re­produce, en la escena del delito, numerosos detalles.
Sobre Netchaev moldea su héroe, Piotr Verkhovenski, "parásito de la revolu­ción" quien se rodea de cómplices aluci­nados o fantásticos, como el teórico Sigalev que declara: "Me he confundido con mis propios datos y la conclusión está en con­tradicción directa con mi idea primitiva: partiendo de la libertad ilimitada, llegué a un ilimitado despotismo . .. Añado toda­vía, que fuera de esta fórmula ninguna so­lución social es posible". Por muy lejos que vaya Dostoievski en la caricatura del espíritu revolucionario, hay que reconocer que la necesidad de una coacción totalitaria, con el propósito de im­poner a la sociedad estructuras sociales ideales, suena como una funesta profecía. . . A estos seudos revolucionarios que Dos­toievski confunde a sabiendas con la gene­ración "radical" del 1860 en Rusia, opone los idealistas de 1840, personificados por el viejo Verkhovenski padre, ingenuo, ridícu­lo y conmovedor. Los materialistas se pre­sentan al autor como los demonios de parábola evangélica: se habían apoderado de un hombre, de ahí el título de la novela. Abandonaron ese hombre por orden de Jesús, para entrar en una piara de cerdos que, cayendo por la pendiente, se ahogó en el mar.
Este violento panfleto, atacado por la iz­quierda, puesto por las nubes por la de­recha, provocó vivas controversias. Pero para el autor Los demonios tenían otro al­cance, aún más profundo. El verdadero héroe es Stavroghin (ins­pirado en el petrascheviano Spesnev) hom­bre extraño, enigmático, con un pasado revolucionario en efecto, pero consciente de la iuutilidad de una perturbación obtenida por la violencia. Bajo su aspecto de joven noble, rico, bello y seductor, se oculta un espíritu insaciable, demoníaco. Siente den­tro de sí una fuerza inmensa que no sabe a qué aplicar y empujado por el aburri­miento, esa "pereza" que es pecado mortal, realiza experiencias sobre sí mismo:
 Hasta dónde podrá llegar en el mal y en el envi­lecimiento? Stavroghin se casa con una de­mente, viola una niña, se deja abofetear sin reaccionar, con un inmenso esfuerzo so­bre sí mismo, seduce fríamente a una joven enamorada de él y permite que se consu­man delitos que ha previsto. Por fin, se confieza en brazos de Tikhon, un extraor­dinario obispo "luminoso", que le impone el supremo castigo —"un esfuerzo ortodoxo"— el retiro en un convento, meditación since­ra y humildad. El orgullo de Stavroghin no puede resignarse a ello y se ahorca. ¿Es por autocastigo?
Dostoievski llamó a su héroe Stavroghin, derivando el nombre del griego "stauros", la cruz. Es un personaje crucificado, des­membrado sobre los cuatro brazos de la cruz.

El adolescente
El adolescente pone de manifiesto las difíciles relaciones entre las generaciones de la caótica sociedad rusa, en plena for­mación. (el título inicial de la obra era: El desorden.) Arkadi, el narrador, es el vástago de una "familia casual". Hijo ile­gítimo de Versilov, un noble, y de una sierva, ha sido adoptado por Makar, siervo li­berto, a quien Versilov obliga a casarse con la madre del niño. Versilov es una pálida representación de Stravoghin, orgulloso de su estirpe aristocrática y simpatizante, a la vez, de la Comuna de París. Arrogante y cruel, siente sin embargo, profundo respeto por Makar. Éste, expresión del pueblo ruso "teóforo", es un "strannik", uno de esos hombres mitad vagabundos, mitad peregri­nos, que recorren a pie la inmensa Rusia, en pos de la verdad y llevando la buena nueva. Sin participar de ninguna idea so­cialista, Makar, de la secta de los viejos creyentes, disidente de la iglesia ortodoxa establecida, profesa la fe comunista del cristianismo primitivo.
Arkadi se siente igualmente inclinado ha­cia Versilov, cuyo misterio procura desen­trañar, como hacia la pureza de Makar. Él también intenta desquitarse y superar su desdoblamiento mediante una "gran idea": acumular una enorme fortuna, "llegar a ser un Rotschild". No es ávido de riquezas ni avaro, pero sabe que en la sociedad mo­derna lo único que cuenta es el dinero.
El adolescente retoma y desarrolla la idea del desgarramiento: Versilov se divide en­tre el Occidente y la "Santa Rusia", entre su amor-pasión por la orgullosa aristócrata Akamakova y su amor-veneración por su humilde siervo. Desdoblados, divididos, son los jóvenes que el autor presenta, también son alegres, aprovechados, revolucionarios o individualistas fanáticos. Este caos ideoló­gico y social, este desmembramiento del hombre ruso a fines del siglo XIX, culmina en la escena en que Versilov rompe en dos pedazos el antiguo icono de Makar.
Los hermanos Karamazov
El adolescente es otro fragmento de la Vida de un gran pecador, en el que los te­mas eternos se mezclan con insistencia a los de la vida moderna. Reaparecerán tam­bién y con singular relieve en la última y más célebre obra de Dostoievski, Los her­manos Karamazov.
Esta novela, que tiene un mágico poder de evocación, es todo un mundo, tan múl­tiples son sus temas, tan variados los am­bientes y los personajes que representa, tan incisivos los problemas que atormentan a sus héroes. En primer plano, la familia Karamazov: el padre, Fedor Pavlovitch, viejo disoluto y cínico, y sus cuatro hijos, nacidos de tres mujeres. A los cuatro, el padre, "insecto libidinoso", ha trasmitido, bajo formas diferentes, su herencia de lu­juria.
Pero lo que el viejo tiene de más ab­yecto, se ha encarnado en su bastardo, el innoble epiléptico Smerdiakov, que ha en­gendrado abusando de una demente —Li-saveta Smerdiachtcha— cuyo nombre dio al hijo, al cual hizo su servidor. De la primera esposa, Karamazov tuvo a Dmitri, violento, indómito pero de gran rectitud y capaz de gran entusiasmo. Su segunda mujer, joven huérfana, por él per­vertida, le ha dejado a Iván y Aliocha. Iván, poeta y filósofo, vive atormentado por el problema del mal que envilece al mundo. ¿Cómo pueden coexistir Dios y el mal- —"¡Acepto a Dios, simple y directa­mente —exclama—,pero no puedo aceptar el mundo que ha creado!"
 El oprobio de los hombres y el mal hecho a los niños, último extremo de gratuita crueldad, lo lastiman. En una célebre escena de alucinación, Iván entra en explicaciones con el diablo y su vehemente requisitoria se transforma en blasfemia. Dostoievski creyó poder hacer Ha refutación en los capítulos siguientes, presentando un ser "luminoso" que personifica la gracia divina, pero le aconteció como a Dante: su "paraíso no pudo al­canzar la fuerza del infierno".
 En otro pasaje culminante de la novela, Iván abre su corazón a Aliocha y le lee su poema, El gran inquisidoruna de las cum­bres de la literatura universal. Cristo ha vuelto a la tierra, pero ante la opresión o la iniquidad, no puede menos que alterar el orden establecido por el Estado y con­sagrado por la Iglesia. El gran inquisidor encarcela al divino perturbador que ama demasiado a los hombres y pone en ellos excesiva confianza. Secretamente, por la noche, abre la puerta de la cárcel y dice a Cristo: "Vete y no vuelvas más. . .".
Aliocha, el cuarto hijo de Karamazov, ha salido apenas de la adolescencia. Irradia luz, "su alma, precozmente enamorada de cío humano", aspira, 'desde las tinieblas crueles de este mundo a la luz del amor". Sin embargo, es el puro Aliocha quien, en la continuación de la obra que el autor no tendrá ya tiempo de escribir, debía convertirse en el gran pecador, porque lleva una doble marca: la pureza de la madre y la '"lujuria karamazoviana" del padre.
 Para salvar su alma quiere encerrarse en un con­vento. Allí lo fascina la radiante figura del staretz Zossima, gran autoridad moral, al margen de la iglesia. Aliocha le dedica la primera pasión de su "corazón inextingui­ble". El camino recorrido por Zossima, gran pecador arrepentido, es semejante al suyo. A las puertas de la muerte, Zossima ordena a Aliocha que abandone el convento. "Tu lugar no es éste. Yo te bendigo a fin de que hagas tu noviciado en el mundo. Ambularás. Te casarás. Lo habrás probado to­do antes de volver aquí. Tu misión es in­mensa. Te envío porque no dudo de ti. Cristo está contigo.
Si el  príncipe Michkin había sido la encarnación misma de Cristo, Aliocha, destinado a la santidad, vive a su sombra. Y, como Cristo y Michkin, se apro­xima a los niños. Es por eso que ellos tie­nen un papel tan importante en la novela. Los hijos y el padre se debaten en las redes del dinero y la lujuria. Admirables figuras de mujeres, torturadoras y víctimas, al mis­mo tiempo, recorren la novela. Una noche, el viejo es muerto. Caen las sospechas so­bre Dmitri, rival del padre ante la volup­tuosa Grouchenka y, luego de un proceso descrito con todos sus detalles, es conde­nado como parricida. Se trata, sin embar­go, de un error judicial: el delito físico lo ha cometido Smerdiakov, pero todos los hi­jos son culpables; puesto que todos han de­seado la muerte del padre, todos son asesi­nos por el pensamiento.
Los personajes de Los hermanos Karama­zov, están "separados", "escindidos", "divi­didos" entre el bien supremo y la vileza más repudiable, entre la "Virgen y Sodoma", en una lucha permanente contra sí mismos. El título de una parte de la obra Pro y contrapodría ser el título del libro entero y aun de toda la obra de Dostoievski. Durante sus últimos años el escritor, final­mente, pudo trabajar en paz en su retiro de los alrededores de Novgorod. Sin embargo, la tempestad se alojaba en su pecho. Como había escrito El idiota entre los tormentos de una vida errante, pero con "deleite y angustia", así ahora, en su tranquilo retiro, decía en una carta a propósito de Los her­manos Karamazov: "¡No es posible imagi­nar hasta qué punto estoy poseído, día y noche, como un condenado! Trabajo siem­pre, nerviosamente, con afán y con dolor. Escribo un capítulo, lo rechazo y lo escribo de nuevo, una y otra vez. Solamente los pasajes inspirados brotan de inmediato, lo demás exige ardua labor".
Los hermanos Karamazov alcanzaron enor­me resonancia. Ese mismo año, en ju­nio de 1880, Dostoievski conoció, en vida, una verdadera apoteosis. Invitado a Mos­cú para la inauguración del monumento a Puskin, pronunció sobre el poeta nacional un, discurso que se hizo célebre, en el que predicaba al pueblo ruso la virtud suprema de la resignación. Sólo después de su pu­blicación el discurso fue efectivamente en­tendido. En el momento de pronunciarlo, el magnetismo de la personalidad del autor actuó con tal poder que aun los enemigos declarados de esta doctrina de renuncia­miento a la lucha revolucionaria, lo acla­maron frenéticamente.


Fuente: Nina Gourfinkel en Los hombres de la historia, CEAL, Buenos Aires, 1968
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