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12 de diciembre de 2019

Sobre pistas y detectives. La literatura policial en la escuela secundaria


“Origen de la novela policial”, ALLEWYN, Richard (1982)   En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial Alfa (Adaptación).

Se ha encontrado un cadáver. Las circunstancias no admiten otro diagnóstico que el de asesinato. Pero ¿quién es el autor? Esa es la pregunta que ocupa y aterra a todos los ánimos pero que no se responde hasta que se llega al final de la narración. La pregunta se hace más urgente después de que ha ocurrido un segundo asesinato, y un tercero. La pesquisa se vuelve febril. Se encuentran, se persiguen huellas y se vuelven a perder. Se plantean hipótesis y se las desecha. Pero lentamente se sacan algunos hechos seguros. Su interpretación y combinación correcta dan por resultado la respuesta a la muda pregunta que ha planteado el cadáver, la reconstrucción de los acontecimientos y la averiguación del autor.
Lo que les he presentado es un modelo en el que ustedes reconocerán un fenómeno literario conocido de todos: la novela policíaca, una invención moderna. El norteamericano Edgar Allan Poe se considera como el descubridor de la fórmula y su “Murders in the Rue Morgue” aparecido en 1841 como el modelo clásico del género. Pero ¿Qué es una novela policial? ¿Qué la diferencia de la novela criminal? La diferencia es aparentemente sólo técnica: la novela de crimen narra la historia de un delito, la novela policíaca  la del descubrimiento de un delito.  Pero esta diferencia tiene amplias consecuencias. En la novela del crimen, el lector conoce al delincuente antes de su acto y el acontecimiento del acto antes que su resultado. En la novela policíaca por el contrario la sucesión es inversa. Cuando el lector conoce al autor, la novela ha llegado inevitablemente a su fin, y también se entera del resultado del acto antes que de su acontecimiento, y se entera de este acontecimiento no como testigo ocular sino por la reconstrucción posterior. Si la novela de crimen se recomienda porque permite al lector introducirse en el asesino y convivir en su alma el acto, el lector de la novela policíaca se le niegan esas sensaciones. De ahí que él no tiene que tener  un contagio ni esperar una curación y si no queda libre de emociones, entonces éstas son de otra naturaleza.

Sobre el detective como artista

[…] los detectives no son solamente solitarios, sino también outsider. ¡Qué existencias son esas! No tienen mujer, no tienen hijos, no tienen profesión, habitan en habitaciones desordenadas, llevan una vida irregular, convierten la noche en día, fuman opio o crían orquídeas, y hasta tienen francas inclinaciones artísticas, citan a Dante o tocan violín. Estos detectives no son almas de funcionario ni siquiera de burgués; estos detectives son excéntricos y bohemios. Este hecho se ha observado frecuentemente y no sin sorpresa, pero nunca se lo ha explicado. ¿Qué significa que las novelas policíacas reconocen con tan llamativa unanimidad el éxito de estos outsiders, que le niegan a la policía? Ciertamente no significan un voto de confianza para las instituciones del Estado y tampoco una profesión de fe de conformismo. Más bien se impone la sospecha de que justamente estas desviaciones de la norma social y anímica explican el éxito del detective.
Esto nos conduce al examen de un intento más de explicar la génesis de la novela policíaca a partir del espíritu del siglo XIX. Este siglo, se ha dicho, llevó su triunfo a las ciencias exactas. Como hijo de la Ilustración espantó a la oscuridad que hasta entonces yacía sobre todos los campos de la vida y del pensamiento. Se propuso aclarar la realidad mediante la recolección planificada y la ordenación lógica de hechos. ¿Qué es empero, se ha pensado, la novela policíaca sino un modelo de este procedimiento?
No vamos a su vez a entrar en la terrible simplificación que subyace a esta teoría, sino a inquirir a la misma novela policíaca. Cierto que al hacerlo estaremos en situación más difícil. Indiscutiblemente se trata aquí de un proceso de busca de la verdad. Al comienzo se encuentra un misterio, al final ocurre la solución y el tema no es otra cosa que la busca de esta solución, y una buena parte de la tensión se deduce de ahí. Empirie y lógica, los medios del pensar científico, son también los medios con los que opera el detective. Se trata de combinar muchas huellas dispersas y ocultas de tal manera que de allí surge  un contexto sin solución de continuidad. Pero ¿tiene el objeto de estas investigaciones algo que ver con nuestra realidad, y se aplican sus métodos tal como ocurre en las ciencias exactas.
Yo sólo quiero indicar brevemente que el mundo de la novela policial está construido de manera diferente al de nuestra experiencia cotidiana. De estas reglas forma parte el hecho de que el autor pertenece a un grupo de conocidos para permitir que el lector participe en la búsqueda. Con ello se presenta de antemano un círculo limitado de personas y se subraya esta limitación mediante obstáculos físicos (casa de campo, yate, tren, crucero por el Mediterráneo, etc.). Situaciones artificiales, posibles en la realidad pero no frecuentes.
Pero también se prepara el decurso del asesinato: éste tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. Para que después pueda ser reconstruido totalmente mediante la mera combinación, no sólo tiene que ser planteado íntegramente, sino que también tiene que ocurrir de acuerdo a un plan. En el plan del asesino no se han previsto las pequeñeces que en la vida diaria nos obligan constantemente a cambiar  nuestros planes o a aplazar nuestras citas. La novela policíaca acontece en un mundo sin casualidad, en un mundo que ciertamente es posible pero no es el habitual.
Otra particularidad es lo intrincado de los casos que presentan. Se dispone precisamente a inventar casos tan complicados como no ocurren, o muy raramente, en la experiencia de la vida criminal. El asesinato insólito se encuentra ya en el origen de la novela policíaca: el primer asesino de Poe era un orangután y esto no es por casualidad. Poe hizo que su detective confesara que un asesinato es tanto más fácil de aclarar mientras más desusado es su procedimiento. Si es pues cierto que el detective encuentra la verdad pasando por la realidad, no es menos cierto que esta realidad no es una realidad habitual y ciertamente no la de las leyes de las ciencias naturales.
¿Qué pasa con los métodos con los que opera el detective? Ciertamente, él saca conclusiones de observaciones, pero no son las situaciones evidentes y más concretas las que le interesan, sino cosas extremadamente insignificantes e inaparentes: un clavo roto, un montoncito de ceniza de cigarrillo, un reloj que está parado o no, cosas que nada dicen al hombre corriente, que en la vida corriente tampoco significan algo, que para el detective se convierten en signos de una escritura secreta, cuyo desciframiento soluciona el misterio. Este arte de leer las huellas e interpretar los signos le está negado completamente al hombre corriente, y en la vida habitual tampoco sirve de nada.
Y aquí debemos mencionar un arreglo que hemos callado hasta ahora y que, aunque raramente conocido, pertenece como el detective aficionado a las existencias férreas de la novela policíaca: el motivo de la falsa huella. Insoslayablemente aluden desde el comienzo todos los indicios a una persona que en realidad es completamente inocente. Y este error se puede repetir hasta que todas las personas caen sucesivamente en la más grave sospecha, con una excepción única, esto es, la del que en realidad es el autor. El que justamente  la persona sospechosa sea inocente y la menos sospechosa sea el autor, es una regla practicada generalmente, cuya validez no se suspende naturalmente sino que sólo se confirma cuando el autor, teniendo en cuenta al lector avispado, invierte una vez el procedimiento y hace aparecer al realmente culpable tan sospechoso, que aparece limpio de sospecha.
Esta desorientación del lector sirve para su perplejidad y con ello para el aumento de su placer. Pero delata una duda de la índole del mundo y de la adecuación de los órganos de nuestra experiencia, y contiene ante todo un juicio aniquilante sobre la veracidad de la prueba por indicios. Muy lejos de difundir confianza en la razón y en la ciencia, esa desorientación sirve más bien para socavarla. Así como en la novela policíaca lo habitual no es lo real, así tampoco es en ella lo probable ya lo real. Su mundo no está construido según el modelo realista y racionalista del positivismo. De ahí que debemos buscar su patria en otra parte.
La primera historia en la que encontramos juntos los tres elementos que constituyen la novela policíaca: un asesinato o serie de asesinatos al comienzo y su esclarecimiento al final, el inocente sospechoso y el culpable no sospechoso, y la detención, no por parte de la policía sino de un personaje outsider, y, un cuarto elemento que no es de rigor pero inmensamente frecuente, la habitación cerrada del asesinato (lockedroom)  es “La señorita de Scuderi” (1818),  del escritor romántico alemán E.T.A. Hoffmann.
E.T.A.Hoffmann no está solo en ello. Misterios y su esclarecimiento —ése es en general el tema y el esquema de la novela romántica en Alemania. Todas las novelas de Tieck, Novalis, Brentano y Eichendorf comienzan con incógnitas y preguntas y terminan con soluciones y respuestas. Si los hombres peregrinan con tanto gusto en las novelas románticas, entonces lo hacen también ciertamente porque los impulsa una intranquilidad o los atrae una nostalgia, pero ellos están siempre en busca de algo que una vez poseyeron pero que han perdido, su patria, el padre o la madre o una amada. Y en esta busca les ocurre que en todas partes de su camino tropiezan con huellas, que a otros no dicen nada, en las que ellos empero reconocen señales y mensajes, y estas huellas se entretejen cada vez más densamente en contextos en los que todo lo que parecía aislado está unido y lo que parecía casual adquiere una significación más profunda hasta que al final se vuelve a encontrar todo lo perdido y se solucionan todas las incógnitas. Misterio es para los románticos el estado del mundo y todos los fenómenos exteriores  son sólo los jeroglíficos de un sentido oculto.
Este misterio romántico es que en E.T.A.Hoffmann adquiere el matiz de lo siniestro. Pero en sus “Piezas de noche” lo siniestro es siempre el presentimiento de un delito oculto en el pasado o en el futuro. Hoffmann es, como más tarde Poe, uno de los virtuosistas del horror, y no es el primero que ha descubierto y explotado esta excitación. En Alemania le había precedido Tieck y tanto Hoffmann como Tieck se nutren de una turbia corriente que al final del siglo dieciocho inundó desde Inglaterra a toda Europa y que fertilizó el Romanticismo, la novela “gótica” de misterio.
La novela de misterio es la neurosis de abstinencia de la Ilustración envejecida. Ella ofreció a un linaje famélico por el racionalismo y hastiado de la seguridad burguesa los frutos prohibidos del misterio y del miedo. Si se la desnuda de su vestidura hiperexcitable: viejos castillos en montañas yermas, en torno a las cuales gime nocturnamente la tormenta y la luna difunde una luz insegura, queda entonces el núcleo, que es igual al modelo más sencillo de la novela policíaca. Muchos fenómenos inexplicables y siniestros se muestran como huellas de secretos contextos y éstos a su vez se descubren lentamente como las consecuencias o augurios de delitos terribles, cuyas raíces se encuentran enterradas profundamente en el pasado y que se descubren completamente cuando al final se desenmascara al delincuente y se lo entrega a la justicia.
Mysteriesse llaman con gusto estas novelas y se ha contado que entre 1794 y 1850 aparecieron en Inglaterra más de setenta novelas que llevaban esta palabra en el título. Las historias de detectives de E.T.A. Hoffmann y E.A. Poe no son más que retoños laterales de esta raíz común.
 Es el escenario el que diferencia la novela de misterio de la novela policíaca. Esta no aleja a su lector en una tenebrosa Edad Media. Se anida ciertamente de manera ocasional todavía en lejanas casas de campo y,  en ciudades adormiladas de provincia, pero gustosamente se domicilia en las modernas grandes ciudades y se da el placer de convertir sus conocidas calles y edificios en escenario de acontecimientos altamente insólitos y con ello de hacerlos extraños de una manera siniestra. Pero también este procedimiento tiene su prehistoria. Ya hacia mediados del siglo diecinueve se habían desplazado los mysteries «góticos», cuando los Mystères de Paris (1842-1843) de Eugène Sue desataron en toda Europa una nueva ola de novelas de misterio, a cuya fascinación tampoco pudieron sustraerse Balzac y Dickens. En ellos se mostró la cotidianidad aparentemente más prosaica  segura de la moderna gran ciudad como nada más que un techo delgado y frágil que estaba socavado por un laberinto de conjuraciones criminales. Sin poder competir con las tenebrosas pinturas colosales de esos misterios de la gran ciudad, E.T.A.Hoffmann había dado aquí el modelo para ello.
Tanto menos como la novela policíaca, el Romanticismo tampoco se había dado por satisfecho con la superficie trivial del mundo y de la vida. Por todas partes, en la Naturaleza y en el alma, iba tras las huellas de fuerzas ocultas y de secretas significaciones. No las buscaba solamente fuera, sino precisamente también en la realidad, ciertamente no en la superficie, sino en su profundidad. «Todo lo externo es algo interior puesto en estado de misterio» dijo una vez Novalis y con ello quería decir que para la mirada agraciada todo fenómeno es un misterio, cuya clave se oculta en su profundidad. El mundo entero es una escritura secreta, y eso vale para la sociedad no menos que para la Naturaleza.
E.T.A.Hoffmann antes que Sue y Conan Doyle convierte en escenario de sucesos maravillosos, misteriosos o criminales no sólo castillos solitarios y conventos sino también calles y plazas, las casas y los lugares de recreo de París y de Berlín, de Dresden y de Francfort, conocidas de todo nativo, y de colocar lo insólito y lo improbable en medio de la vida diaria. En su historia “La casa yerma”, en la que tras la fachada insignificante de una casa muy conocida y exactamente localizable en Berlín, Unter den Linden, se descubren misterios tenebrosos, manifiesta la convicción «de que los fenómenos reales en la vida se configuran frecuentemente de manera más maravillosa que lo que trata de inventar la fantasía más activa». Como la novela policíaca, el Romanticismo vio así la realidad: una superficie cotidiana y pacífica y engañosa, pero debajo abismos de misterio y de peligro.
Pero aquí como allí no está dado a todos el reconocer y explorar esas oscuras profundidades. Estos dos estratos de la realidad corresponden más bien a dos especies de hombres. Los unos son los prosaicos y profanos que se han organizado hogareñamente en la realidad cotidiana y se resisten a toda intelección que pueda conmover su confianza en el orden racional del mundo y la seguridad del sentido común, y que por eso son ciegos para lo insólito e incapaces de enfrentarse a lo improbable. El Romanticismo los llama filisteos. Y ahí están los otros hombres, una pequeña minoría, que son poco útiles para la vida práctica porque están alienados de ella, excéntricos y outsider, pero a quienes, según E.T.A. Hoffmann, «se les ha concedido el conocimiento del milagro de nuestra vida como un sentido especial». El Romanticismo los llama artistas.
Con hombres de este género poblaron los románticos sus novelas. Se los llama «artistas», menos porque ejerzan algún arte que porque su carácter excéntrico y su extravagante modo de vivir los hace excluir de la sociedad de los hombres corrientes e incapaces para la vida cotidiana. Sin familia  y sin profesión, sin domicilio y sin fortuna se encuentran en guerra con la sociedad y el Estado. Los burgueses o los funcionarios les son pesados o ridículos. Pero estos emigrados o expulsados son los que saben leer las huellas e interpretar los signos que para el hombre normal son invisibles o les resultan incomprensibles. Pues ellos están preparados para la realidad de lo insólito e inmunes contra el engaño de lo probable. A este tipo de hombre pertenece la señorita vonScuderi. A él pertenecen también el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de Conan Doyle y todos los demás outsider entre los detectives.
Con ello se han asegurado el origen literario y la patria espiritual de la novela policíaca. Es un hijo del Racionalismo sólo en la medida en que el Romanticismo entero tiene como padre al Racionalismo. Con ello se puede plantear de nuevo la pregunta por su esencia y la pregunta por la causa de la fascinación que parte de ella. Lejos de asegurar la realidad cotidiana, el orden racional y la seguridad burguesa, ella sirve más bien para conmoverlos.

ALLEWYN, Richard (1982)   “Origen de la novela policial”. En Problemas y Figuras, Barcelona, Editorial Alfa (Adaptación).

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