EL FEMINISMO Y LA VIOLENCIA: 1970-1985
La presencia en este período de una cantidad relativamente grande de escritoras fue estimulada obviamente por el movimiento pro liberación de la mujer que tomó fuerza en la década del 70 después de que se había apaciguado el movimiento estudiantil internacional. Además de la lucha pro trato igual en la educación, en el trabajo, en el matrimonio y en las relaciones sexuales, el movimiento feminista, que coincide con el auge de los teóricos estructuralistas y posestructuralistas, ha engendrado una serie de teóricas que buscan los orígenes de la explotación de la mujer tanto en las sociedades primitivas como en las capitalistas. En cuanto a la cantidad relativamente pequeña de mujeres que figuran en las historias de la literatura, hay algunas teóricas que abogan por rechazar los criterios estéticos seguidos a través de los años por los críticos hombres. O sea que para apreciar la literatura femenina habrá que elaborar nuevos criterios estéticos con los cuales se podría reescribir la historia de la literatura. Sin embargo, las teóricas menos radicales reconocen que la literatura no es sexista en sí. Como dice Sara Sefchovich en la introducción a Mujeres en espejo (México, 1983): “No se trata de hacer una crítica literaria particularista que justifique cualquier escrito de mujeres por el hecho de serlo, pues en el análisis, como en el placer de la lectura, no hay masculino ni femenino, negro ni blanco, sino buena literatura... En este caso, como en muchos otros que se quieren reivindicar (la negritud, el tercermundismo, el exilio) no hay un 'nosotras las mujeres': hay buena y hay mala literatura y no podemos permitirnos la complacencia” (pp. 19, 22). Aunque las mujeres del pasado, por sus propias experiencias vitales, hayan cultivado en su gran mayoría una literatura intimista más que una literatura comprometida, esto no ha impedido que los críticos hombres hayan reconocido el alto valor literario de cuentos como “El árbol” de la chilena María Luisa Bombal o como “Valle Alto” de la costarricense Yolanda Oreamuno.
Un censo de las cuentistas hispanoamericanas contemporáneas revela la hegemonía del Cono Sur de Sudamérica, de México y de Puerto Rico. En la Argentina, el Uruguay y Chile, el porcentaje relativamente alto de inmigrantes europeos y la existencia de una clase media numerosa y relativamente próspera han contribuido a fomentar el cultivo de las letras entre las mujeres. Sin embargo, aun en la Argentina, el país tradicionalmente más próspero y más europeizado de toda Hispanoamérica, la gran mayoría de las cuentistas de renombre continental publican sus obras sólo a partir de la década del 50, tal vez estimuladas en parte por el prestigio de Victoria Ocampo (1880-1976), fundadora en 1931 y directora durante décadas de la revista Sur, y de su hermana Silvina (1905), colaboradora activa de su esposo Adolfo Bioy Casares y de Jorge Luis Borges. Entre las escritoras más destacadas, muchas de las cuales siguen escribiendo en los tres últimos lustros, figuran Luisa Mercedes Levinson (1912), Silvina Bullrich (1915), Beatriz Guido (1924), Elvira Orphée (1930), Marta Lynch (1929-1985), Marta Traba (1930-1984), Syria Poletti (1919) y Luisa Valenzuela (1938), hija de Luisa Mercedes Levinson. En el Uruguay, sobresalen Armonía Sommers (1917) y Cristina Peri Rossi (1941) y en la antología de Rubén Cotelo, Narradores uruguayos (1969), cuatro de los doce autores representados son mujeres: Sommers, María de Montserrat (1915), María Inés Silva Vila (1929) y Silvia Lago (1932). A pesar de que las chilenas Marta Brunet (1901) y María Luisa Bombal (1910-1980) figuran entre las primeras autoras de cuentos verdaderamente sobresalientes, ellas mismas y sus compatriotas parecen haber preferido la novela. En la antología del Instituto de Literatura Chilena (1963), sólo aparece Marta Jara junto con Bombal y Brunet entre veintitrés hombres. En los tres tomos de la antología de Enrique Lafourcade (1969), hay un total de seis mujeres y cincuenta y tres hombres. Y aun en Joven narrativa chilena después del golpe (1976) de Antonio Skármeta, sólo hay una mujer frente a diez hombres.
Mientras no hay ni una sola cuentista o novelista importante en el México del siglo xix, la Revolución de 1910 parece haber proporcionado mayores oportunidades a la mujer debido a sus programas de desarrollo económico y de educación universitaria, su anticlericalismo y su modernización en general. Desde una representación casi nula en la antología de dos tomos de José Mancisidor (1946); en la de Luis Leal (1957); y en Narrativa mexicana de hoy (1969) de Emmanuel Carballo, la mujer mexicana ha avanzado al grado de constituir el 13% (7 mujeres de un total de 52 escritores) en Jaula de palabras (1980) de Gustavo Sainz. En términos de calidad, las siguientes cuentistas tienen que figurar entre las mejores de toda Hispanoamérica: Elena Garro (1920), Rosario Castellanos (1925-1974), Inés Arredondo (1928) y Elena Poniatowska (1933).
En Puerto Rico ocurre un fenómeno único en la América Latina. Durante las décadas del 30, del 40 y del 50, la literatura en general estaba en manos de un matriarcado de investigadoras, críticas y profesoras muy respetadas —Concha Meléndez, Edna Coll, Nilita Vientos, Margot Arce y María Teresa Babín— sin que irrumpiera ninguna cuentista de renombre. La antología de Rene Marqués (1958) no incluye a ninguna mujer y la de Concha Meléndez (1961) sólo incluye a una, la relativamente desconocida Esther Feliciano Mendoza (1917). En cambio, desde los setenta, Rosario Ferré (1942), Carmen Lugo Filippi (1940) y Ana Lydia Vega (1947) se destacan entre los mejores cuentistas puertorriqueños y las mujeres representan el 40% de los autores antologados por Efraín Barradas (1983) y José Luis Vega (1983).
La brevedad de esta introducción a la cuentística de 1970-1985 no permite un estudio extenso ni mucho menos de las cuentistas de cada país. Sin embargo, además de las ya mencionadas, es imprescindible citar a Alba Lucía Ángel (1939) y a Fanny Buitrago (1940) de Colombia; a Antonia Palacios (1908) de Venezuela; a Alicia Yáñez Cossío (1939) del Ecuador; a Julieta Pinto (1922), a Carmen Naranjo (1931) y a Rima Vallbona (1931) de Costa Rica; a Lydia Cabrera (1900) y a Ana María Simó (1943) de Cuba. Llama la atención que la Revolución cubana de 1959 no haya producido una nueva generación de narradoras sobresalientes a pesar de la eliminación del sexismo. En este recorrido también sorprende la ausencia de una sola cuentista peruana a pesar de los ejemplos decimonónicos de Clorinda Matto de Turner (1854-1909) y de Mercedes Cabello de Carbonera (1845-1909).
Dada la mayor participación de la mujer en distintos aspectos de la vida nacional y dado el predominio de las mujeres entre los estudiantes de las facultades de letras por toda Hispanoamérica, se puede esperar que la mujer no tardará en alcanzar la igualdad con el hombre en la producción cuentística del futuro.
En cuanto a los cuentos escritos por los hombres entre 1970 y 1985, de ninguna manera podrían considerarse ni inferiores ni superiores a los cuentos escritos por las mujeres. En realidad, hay que afirmar que en general, durante estos quince años, el cuento no ha sido cultivado con tanto afán ni con tanto éxito como la novela. En contraste con los verdaderos maestros de las décadas anteriores —Borges, Onetti, Rulfo, Arreola, Cortázar y Fuentes— no ha aparecido ningún cuentista que se les iguale en importancia estética. En cuanto al carácter del nuevo cuento, sí parece haber una reacción en contra de la experimentación de la década del sesenta. En contraste con el realismo mágico de “Cartas de mamá”, con los juegos tipográficos y el absurdismo cruel de “Fire and Ice”, y con los juegos lingüísticos de “Cuál es la onda”, el nuevo cuento de 1970-1985 se empeña en captar la violencia de esos años: las dictaduras militares en la Argentina, el Uruguay y Chile; las luchas revolucionarias en la América Central y la crisis financiera que afectó a toda la América Latina.
Aunque esas condiciones repercutieron más en los autores —hombres y mujeres— nacidos hacia 1940, también se dejan ver en dos de los maestros que siguieron publicando durante este periodo. En una serie de conferencias dictadas en 1980 en Berkeley, Julio Cortázar dividió su propia obra en tres etapas llamadas estética, metafísica e histórica. La tercera etapa implica un compromiso con la Revolución cubana, con el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile (1970-1973) y con el de los sandinistas en Nicaragua (1979-). Sin embargo, Cortázar nunca deja de agregar que el compromiso ideológico de un escritor no debe en absoluto restringir su libertad creativa. Por eso, no es de extrañar que pese a la violencia de “Apocalipsis de Solentiname”, “Alguien que anda por ahí” y “La noche de Mantequilla” en Alguien que anda por ahí (1977); pese a la violencia de “Recortes de prensa” y “Grafitti” en Queremos tanto a Glenda (1980); y pese a la violencia de “Pesadilla” en Deshoras (1983), la mayoría de los cuentos en esos tres tomos no representan ninguna ruptura con los temas y la forma de los cuentos anteriores de Cortázar. En cambio, los lazos entre los cuatro cuentos de Agua quemada (1981) de Carlos Fuentes recalcan la violencia y la lucha de clases que se va recrudeciendo a partir de la masacre de Tlatelolco (1968) en la región menos transparente del D. F. con sus más de 15 millones de habitantes. Una comparación con Cantar de ciegos (1964), revela que por lo menos en el cuento, Fuentes se ha vuelto más preocupado por la situación actual de su país y más pesimista, dejando de cultivar el cuento psicológico (“Una alma pura”) y la crítica algo frivola de la nueva clase alta (“Las dos Elenas”).
De cierta manera, el tono de la cuentística hispanoamericana de 1970-1985 lo establece el venezolano Luis Britto García (1940) con el volumen Rajatabla (1970), premiado en Cuba, como tantos otros tomos de cuentos publicados en este periodo. A pesar de que parodia una gran variedad de estilos, todos los cuentos son breves y predomina la violencia, tanto dentro del mundo de los guerrilleros como dentro de la sociedad del consumo. En la misma categoría caben algunos de los cuentos del ecuatoriano Raúl Pérez Torres (1941), Premio Casa de las Américas en 1980, pero el hecho de que su quinta colección Musiquero joven, musiquero viejo (1978) fuera prologado por el farsista argentino Eduardo Gudiño Kieffer (1935), refleja un tono menos sombrío. En Dios y noches de amor y de guerra, Premio Casa de las Américas en 1978, del uruguayo Eduardo Galeano (1940), la preocupación por la violencia hasta llega a esfumar los límites entre el cuento y ía crónica o la memoria para presentar personajes y sucesos históricos de las últimas décadas.
En realidad se encuentra mayor parentesco con los cuentos de Rajatabla en la antología mexicana de Gustavo Sainz, Jaula de palabras, donde de un total de cincuenta y dos cuentos escritos entre 1977 y 1980, treinta y siete son de autores nacidos entre 1940 y 1957. La gran mayoría de ellos reaccionan en contra de los onderos como José Agustín y el propio Sainz, o sea que rechazan el tono antisolemne y la gran importancia concedida al lenguaje coloquial de los jóvenes capitalinos de la clase media y vuelven a preocuparse por los problemas sociales de mayor trascendencia. Con mayor realismo que Britto García, la protesta contra la violencia oficial o semioficial que se hizo notoria con la masacre de Tlatelolco aparece como tema central en “Lorenzo” de Jorge Arturo Ojeda (1943), “Lección de anatomía” de Raúl Hernández Viveros (1944), “Sin salida” de Alberto Huerta (1945), “Si el viejo no aparece...” de Salvador Castañeda (1946) y “Blood rock o ahora va la nuestra” de Javier Córdova (1955). Otro aspecto de la misma actitud política es la crítica de la sociedad del consumo: ‘'El convoy de tropas” de David Ojeda (1950), Premio Casa de las Américas en 1978; “Acidez mental del pasado” de Carlos Chimal (1954) y “Para habitar en la felicidad” de Jesús Luis Benítez (1949-1980). En éste un oficinista se exalta frente al televisor viendo cómo el equipo de fútbol del Brasil por el cual había apostado el dinero para los pagos mensuales del coche y del departamento va perdiendo frente al equipo de Cuba, mientras su esposa obediente y sin carácter le sirve cerveza y botanas. En cambio, la esposa de “Aquí, Georgina” de Guillermo Samperio (1948), Premio Casa de las Américas en 1977, escribe un ensayo para el Partido Comunista y escucha un disco de Bob Dylan mientras el marido comprensivo lleva a la hijita al parque zoológico. Luego, ella es quien propone que hagan el amor y ella es la que monta al hombre. Su idilio feminista marxista termina violentamente con la llegada de los carros llenos de hombres armados de metralletas. El mundo hampesco visto desde adentro está representado por “Ratero” de Armando Ramírez (1951) y “Una de cal” de Luis Zapata (1951). En éste el narrador cuenta sin arrepentimiento y sin sentimentalismo cómo llegó a ser un asesino profesional. O sea que la cuentística postondera de México se caracteriza por su menor grado de literariedad y su mayor grado de documento o testimonio social. Las distintas formas de experimentación de escritores como Borges, Cortázar, Arreola y Agustín se rechazan en favor de un tipo de neonaturalismo. Sin pelos en la lengua, los nuevos cuentistas hurgan en las capas más bajas de la sociedad para revelar directa e impasivamente las condiciones de vida y las actividades de los que no están compartiendo los frutos de la modernización.
FUENTE:
SEYMOUR MENTON -El Cuento Hispanoamericano -ANTOLOGÍA CRÍTICO-HISTÓRICA- COLECCIÓN POPULAR- FONDO DE CULTURA ECONÓMICA- MÉXICO
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