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22 de octubre de 2011

CUENTO POPULAR: El ladrón que robó los tesoros del rey Rampsinito

CUENTO POPULAR: El ladrón que robó los tesoros del rey Rampsinito

(Esta versión procede de Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, II, 121, en traducción de María Rosa Lida de Malkiel. Clásicos Jackson, vol. XXII, 1952. Se trata del an­tiguo cuento egipcio de los dos ladrones recogido por He­ródoto hacia mediados del siglo V A.C.)

Cuentan que este rey poseyó tanta riqueza en plata que ninguno de los reyes que le sucedieron llegó a sobrepasarle, ni siquiera a acercársele.

Queriendo guardar en seguro sus tesoros, mandó labrar un aposento en piedra, una de cuyas pare­des daba a la fachada del palacio. El constructor, con aviesa intención, discurrió lo que sigue: apa­rejó una de las piedras de modo que pudieran re­tirarla fácilmente del muro dos hombres o uno so­lo. Acabado el aposento, el rey guardó en él sus riquezas. Andando el tiempo, y hallándose el ar­quitecto al fin de sus días, llamó a sus hijos (pues tenía dos) y les refirió cómo había mirado por ellos, y cómo al construir el tesoro del rey había discurrido para que pudieran vivir en opulencia; y después de explicarles claramente lo relativo al modo de sacar la piedra, les dio sus medidas, y les dijo que si seguían su aviso serían ellos los tesoreros del rey.

Cuando murió, sus hijos no tardaron mucho en poner manos a la obra. Fueron al palacio de no­che, hallaron en el edificio la piedra, la retiraron fácilmente y se llevaron gran cantidad de dinero. Al abrir el rey el aposento, se asombró de ver que faltaba dinero en las tinajas y no tenía a quién cul­par, pues estaban enteros los sellos y cerrado el aposento. Como al abrir por segunda y tercera vez el aposento siempre veía mermar el tesoro, por­que los ladrones no cesaban de saquearle, hizo lo siguiente: mandó hacer unos lazos y armarlos al­rededor de las tinajas donde estaba el dinero. Los ladrones volvieron como antes, y así que entró uno y se acercó a una tinaja, quedó al punto cogi­do en el lazo. Cuando advirtió en qué difícil trance estaba, llamó enseguida a su hermano, le mostró su situación y le pidió que entrase al instante y que le cortase la cabeza, no fuese que, al ser visto y reconocido, hiciese perecer también a aquél. Al otro le pareció que decía bien, le obedeció y así lo hizo; y después de ajustar la piedra, se fue a su casa llevándose la cabeza de su hermano. Apenas rayó el día, el rey entró en el aposento y quedó pasmado al ver que en el lazo estaba el cuerpo descabezado del ladrón, el edificio intacto, sin entrada ni salida alguna. Lleno de confusión hizo esto: mandó colgar del muro el cadáver del ladrón y poner centinelas con orden de prender y presen­tarle aquel a quien vieran llorar o mostrar compa­sión. La madre del ladrón llevó muy a mal que el cadáver pendiese, y dirigiéndose al hijo que le quedaba le mandó que se ingeniase de cualquier modo para desatar el cuerpo de su hermano y traerlo; y si no se preocupaba en hacerlo, le ame­nazó con presentarse ella misma al rey y denunciar que él tenía el dinero. El hijo, vivamente apenado por su madre, y no pudiendo convencerla por mu­cho que dijese, trazó lo que sigue: aparejó unos borricos, llenó odres de vino, los cargó sobre ellos y los fue arreando. Cuando estuvo cerca de los que guardaban el cadáver colgado, él mismo tiró las bocas de dos o tres odres, deshaciendo las ata­duras; y al correr el vino empezó a golpearse la cabeza y a dar grandes voces como no sabiendo a qué borrico acudir primero. A la vista de tanto vino, los guardas del muerto corrieron al camino con sus vasijas teniendo a ganancia recoger él vi­no que se derramaba. Al principio fingió enojo y les llenó de improperios; pero como los guardas le consolaban, poco a poco simuló calmarse y de­jar el enojo, y al fin sacó los borricos del camino y ajustó sus pellejos. Entraron en pláticas y uno de los guardas chanceándose con él le hizo reír y el arriero les regaló uno de sus odres. Ellos se tendieron allí mismo, tal como estaban, no pen­sando más que en beber y le convidaron para que les hiciese compañía y se quedase a beber con ellos. El se quedó sin hacerse de rogar, y como mientras bebían le agasajaban muy cordialmente, les regaló otro de los odres. Bebiendo a discre­ción, los guardas quedaron completamente borra­chos y vencidos del sueño: y se durmieron en el mismo lugar en que habían bebido. Entrada ya la noche, el ladrón desató el cuerpo de su hermano, y por mofa, rapó a todos los guardas la mejilla de­recha, colocó el cadáver sobre los borricos y se marchó a su casa, cumplidas ya las órdenes de su madre.

Al dársele parte al rey de que había sido robado el cadáver del ladrón, lo tomó muy a mal; pero de­seando encontrar a toda costa quién era el que tales trazas imaginaba, hizo lo que sigue: puso a su propia hija en el lupanar, encargándole que acogiese igualmente a todos, pero que antes de unirse con ellos les obligara a contarle la acción más sutil y más criminal que hubiesen cometido en su vida; y que si alguno le refería lo que había pasado con el ladrón, le prendiese y no le dejase salir. La hija puso por obra las órdenes de su pa­dre y, entendiendo el ladrón la mira con que ello se hacía, quiso sobrepasar al rey en astucia e ima­ginó esto: cortó el brazo, desde el hombro, a un hombre recién muerto, y se fue llevándoselo bajo su manto; cuando visitó a la hija del rey y ésta le hizo la misma pregunta que a los demás, contestó que su acción más criminal había sido cortar la cabeza a su propio hermano, cogido en el lazo del tesoro del rey, y su acción más sutil la de embo­rrachar a los guardias y descolgar el cadáver de su hermano. Al oír esto, la princesa asió de él, pe­ro el ladrón le tendió en la obscuridad el brazo del muerto. Ella lo apretó creyendo tener cogido al la­drón por la mano, mientras éste, dejándole el bra­zo muerto, salió huyendo por la puerta. Cuando se comunicó esta nueva al rey, quedó pasmado de la sagacidad y audacia del hombre. Finalmente, en­vió un bando a todas las ciudades para anunciar que le ofrecía impunidad y le prometía grandes dádivas si comparecía ante su presencia. El ladrón tuvo confianza y se presentó. Rampsiníto quedó tan maravillado que le dio su misma hija por es­posa, como al hombre más entendido del mundo, pues los egipcios eran superiores a los demás hombres, y él, superior a los egipcios.


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