La princesa Casamassima de Henry James se publicó en 1886, y forma, junto con Las bostonianas, de 1885, y La musa trágica, de 1890, la parte central de una especie de tríptico novelesco que James dedicó a cuestiones sociales. De estas tres obras La princesa Casamassima es la que tiene un tema más audaz para a época: es una historia de clases bajas londinenses, de conjurados que quieren subvertir el orden establecido por medio de la violencia, desheredados de la fortuna que habitan en sórdidos cuchitriles, malviviendo de trabajos manuales y deambulando por un Londres oscuro y tristísimo en el que fermenta la conspiración.
James nos presenta el mundo de las cárceles, de sucias tabernas y barrios humildes y personajes populares: costureras, encuadernadores, una dependienta, un violinista de teatro popular , gente modesta y pobre que vive en estrecheces, pero sin hambre ni andrajos, instruida dentro de su esfera, y sobre todo sensible e inteligente, porque tenían que ser así. El libro se ocupa de lo que les pasa por dentro mucho más que de su situación laboral.
En el prólogo el narrador ya nos anuncia que la novela surgió de sus frecuentes paseos por las calles de Londres; no será, pues, una novela de salón (su máxima especialidad) sino algo que brota de la calle, y no de calles distinguidas. Y en efecto, las calles malolientes, húmedas, neblinosas, sucias, serán parte principal del relato, aunque el autor nos conduzca una y otra vez a su terreno preferido, los interiores, donde unos personajes hablan y hablan, trazando lentos círculos verbales en torno a lo que les obsesiona, pero que no parecen tener derecho, o posibilidad íntima, de decir. En el centro de sus largos coloquios con medias palabras suele estar lo misterioso e indecible, que asegura ese toque inquietante que es tan suyo.
El primer misterio que se rodea de ambigüedades es en la novela el extraño origen del protagonista : Hyacinth Robinson, el joven encuadernador pobre pero con alma de artista (no escribe libros, pero los viste de belleza y de lujo, como quedándose, simbólicamente, en la corteza de sus aspiraciones artísticas), es hijo natural de un lord inglés y de una francesa que al verse abandonada apuñaló a su amante, por lo cual pasó el resto de su vida en prisión.
El personaje reúne el brillo lejano y seductor de Francia -vista desde la severa Inglaterra victoriana- y la tragedia. Así se nos regala un episodio al estilo de Dickens : la visita de Hyacinth niño a la cárcel, donde su madre moribunda solo habla francés a aquel hijo que no sabe quién es y que no la entiende. En este episodio se expone la personalidad híbrida e inestable del protagonista, y le da un trasfondo de misterio, pero sobre todo sirve para presentárnoslo en su perenne condición de niño, de niño huérfano.
Niño que va a crecer sin haber conocido a sus padres -o mejor, habiéndolos reemplazado por una sugestiva leyenda de horrores y grandezas-, y que se verá rodeado de una multitud de figuras paternas y maternas, sin duda porque su modo de ser las atrae, las crea; de personas que harán las veces de padre y de madre, amparando lo" que es su cualidad y su debilidad más visibles, la inocencia”.
Hyacinth es un inocente arquetípico en todas las acepciones de la palabra, la de candidez, la de innocuidad y la de estar libre de culpa.
La novela va desarrollando en torno al huérfano una numerosa y heterogénea familia artificial:
Madres: la costurera, la princesa, madame Poupin, madame Grandoni.
Padres: mister Vetch -el más “padre” de todos, hasta el sufrimiento de intuir por adivinación las verdades más terribles-, Eustache Poupin y sobre todo alguien a quien no vemos nunca, Hoffendahl, el padre invisible contra el que uno se rebela, pero que tiene toda la razón y la autoridad moral, y al que no se puede desobedecer.
Luego está una buena colección de hermanos, admirados y envidiados, objeto de amistad, curiosidad, celos, amor: Millicent, Paul Muniment, el capitán Sholto, Rosy, lady Aurora ... Hermanos que hacen concebir grandes ilusiones y que defraudan, que traicionan casi sin darse cuenta.
Y detrás de todos ellos una sociedad a la que hay que combatir, que somete a la mayoría a una vida miserable y embrutecedora, y además cierra el camino a unos jóvenes pobres y ambiciosos.
James sigue el hilo de las reacciones de Hyacinth y Paul, y toca uno de los temas novelescos clásicos del siglo XIX, el del oscuro joven que se abre paso como puede hasta las alturas que le señala su ambición. Hyacinth tiene más de primo hermano de Julien Sorel o de Rastignac que de hijo de Marx o de Bakunin, pero es un Rastignac inocente, que cree que el mundo puede ser suyo sin que los medios para lograrlo le destruyan a él.
El azar, que le deparó un nacimiento singularísimo, reaparece para romper el estrecho círculo de relaciones al que le condenaba su situación social. E irrumpe en la historia como llovida del cielo la princesa Casamassima, «un ángel radiante» que es además «una de las mujeres más notables de Europa». Bellísima y refinadamente elegante, con todas las gracias de la distinción, el talento y la simpatía, y un indeciso papel entre la amante y la madre, ha de ser para Hyacinth el desquite de lo que el destino le arrebató apenas nacer: alcurnia, cosmopolitismo, riqueza, la soñada plenitud de la vida que él había cifrado en el mito de los padres que no conoció; y además sin renegar de sus ideales, porque la princesa quiere ponerse al servicio de la causa de los oprimidos, e incluso renuncia a sus privilegios para compartir su existencia.
La princesa, en quien el lector de James reconocerá a un antiguo personaje de una de sus novelas anteriores, la Christina Light de Roderick Hudson, es uno de los tipos más asombrosos que haya imaginado nunca el escritor; claro e indefinible, como sólo sabía dibujarlos James, algo esnob y cabeza de chorlito, caprichosa, encantadora, excéntrica, jugando a vivir una mala imitación de la pobreza; pero también muy sincera en sus convicciones, sacrificada a su modo, que es a un tiempo inconsciente y lúcido.
Sin ser su protagonista la princesa da nombre al relato, tal vez porque es la clave de ese entrecruzamiento de sueños que forman el horizonte de Hyacinth. Los sueños de su origen prodigioso, el sueño humanitario de la redención de la humanidad por la violencia, finalmente los deslumbrados sueños de su descubrimiento de las maravillas de la civilización, encarnadas por París y Venecia (“el brillo de París le hizo ver las cosas más claras»). Todos los sueños que alimentan su vida confluyen en la princesa, compendio de todas sus ilusiones en una mujer que parece amarle; lo soñado se hace realidad y entonces empiezan a surgir las contradicciones que no eran visibles en el estado puro de la imaginación.
Cómo conciliar su modesta vida de artesano con el destello de la aristocracia; cómo conciliar «la gran rectificación final», la destrucción del mundo y sus injusticias, con la irresistible belleza que ofrece a los sentidos, engaño a los ojos quizá, pero también necesidad ineludible de unas formas de civilización que si desaparecieran dejarían más pobre a la humanidad (y Hyacinth acaba preguntándose si la futura democracia sabrá apreciar las maravillosas encuadernaciones que salen de sus manos); cómo conciliar el amor sublime, ahora casi a su alcance, con la posibilidad tan real de que ella prefiera a otro. Cuando los sueños de que vivía se hacen realidades engendran la angustia de las contradicciones, y éstas matarán al soñador, que ya no es dueño de sus quimeras, sino su esclavo.
1 comentario:
Me encantó el libro que leí un aburrido fin de semana de verano. Creo que podrían hacer una película preciosista o una serie muy interesante. Muy buen resumen! Felicidades.
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