EL CUENTO POPULAR
La costumbre de contar historias es muy antigua.
Cuando aún no existía la escritura el hombre ya contaba cuentos que, con el
tiempo, se fueron transmitiendo oralmente, de padres a hijos. Así, muchas
historias sobrevivieron a través de los años y las generaciones, hasta que
fueron escritas y recopiladas. Esto permitió que se conserven y llegaran hasta
nosotros.
Aunque un relato haya tenido originalmente un autor, una vez
que el pueblo lo adopta como propio se transforma en popular; es decir, pasa a
ser de toda la comunidad: es colectivo, de todos. Forma parte de la tradición
de un pueblo. Por esta razón, los cuentos populares son anónimos, es
decir, se desconoce su autor. Además, cada persona que transmite un cuento
popular le agrega situaciones o detalles y así encontramos diferentes
versiones de un mismo cuento.
Los cuentos populares,
también llamados tradicionales o folklóricos, son narraciones simples,
porque tienen que ser “fáciles” de seguir cuando se los escucha. De allí que desarrollen
una anécdota sencilla, sean espontáneos y redundantes, empleen frases breves
e incluyan construcciones propias de cada región. Esa simplicidad se ve
compensada por la presencia del relator. Así como en el cuento literario es
determinante la figura del autor, en el cuento tradicional el relator tiene a
su cargo lograr una versión atractiva de una historia ya conocida, memorizar
episodios y diálogos y emplear tonos de voz, miradas y gestos para representar
a los personajes o crear climas. Más que limitarse a contar un cuento, el relator lo dramatiza para
conquistar a su auditorio.
Existen, por lo menos, dos tipos de cuentos populares:
los realistas (que tratan asuntos de la vida cotidiana) y los maravillosos (que
tratan asuntos fabulosos y sobrenaturales, generalmente productos de antiguas
leyendas o mitos). En ambos casos, los cuentos populares incluyen una cuota
de humor.
Ahora vamos a leer un cuento que presenta algunas
de estas características
Miseria (anónimo)
Este era un viejito herrero, pobre pero tan
pobre, que todos le llamaban Miseria. Siempre andaba juntando cachivaches para
poder trabajar, porque no podía comprarse los materiales. Resultó que una vez
andaban por el mundo Dios y San Pedro, para ver la bondad de los hombres.
Andaban con un burro, y, de repente, el burro perdió una herradura. Entonces
San Pedro le dijo a Dios:
—Ahí veo una herrería. A lo mejor nos ayudan.
Llamaron a la puerta y cuando salió Miseria, en
seguida los hizo pasar. El viejo revolvió entre las pilas de cachivaches hasta
que encontró una manija de hierro. Fabricó la herradura y se la puso al
burrito.
—¿Cuánto te debemos?— le preguntó Dios.
—Nada, paisano. ¿Qué les voy a cobrar, si son tan
pobres como yo?
—Bueno— le dijo Nuestro Señor—. Para retribuir tu
generosidad, podés pedirme tres gracias.
—¡Pedí el Cielo!, ¡pedí el Cielo!— le sopló San
Pedro. Pero Miseria no le hizo caso.
—Quiero que el que se siente en mi silla, no se
levante sin mi permiso.
—Concedido.
—¡Pedí el Cielo, te dije!— se enojó San Pedro.
—Quiero que el que se suba a mi nogal, no se baje
sin mi permiso.
—Concedido.
—¡Pedí el Cielo, viejo porfiado!— se enfureció
San Pedro.
—¡Calláte, entrometido! Yo pido lo que se me da
la gana. Quiero que el que se meta en mi tabaquera, no pueda salir sin mi
permiso— terminó Miseria. Y lo miró desafiante a San Pedro.
Y Dios y San Pedro se fueron por esos mundos.
Cuando se quedó solo con sus tres gracias, Miseria empezó a protestar:
—¡'Cha que fui sonso! ¡Si no me hubiera molestado ese
viejo metido, aura podría tener un montón de plata! ¡Le vendería
mi alma al diablo por un montón de plata!
En ese momento sonó un trueno y de en medio de
una nube de humo salió un caballero muy bien vestido. Nadie hubiera adivinado
que era un diablo, a no ser por la cola y los cuernos, que no podía esconder.
—Mandinga, para servirte— dijo el caballero—.
Hablemos de negocios. Firmame este papel y tenés diez años de riqueza y
felicidad.
Miseria firmó. Enseguida se vio platudo y se fue
a correr mundo y gastar a manos llenas.
Cuando se cumplieron los diez años, la plata se
acabó. Así que Miseria tuvo que volverse a su herrería. Prendió el fuego y ya
estaba trabajando cuando apareció Mandinga, muy acicalado.
—En seguida estoy con vos— le dijo Miseria—.
Sentáte no más en esa silla, mientras termino de prepararme para el viaje.
El diablo se sentó tranquilamente y Miseria se
fue a dormir la siesta. Como no venía y no venía, el diablo empezó a removerse
en la silla. Y ahí fue cuando sintió algo raro: por más que se movía, no se
podía levantar. Mandinga empezó a aullar llamando a Miseria. Miseria se tomó su
tiempo y cuando vino le dijo:
—¡Aja! Te tengo agarrado. Si no me das otros diez
años y más plata, no te dejo levantar.
Con tal de irse, el diablo firmó el trato. Pero
en el infierno no quedaron conformes con el arreglo.
Miseria se fue otra vez a correr el mundo y
gastar a manos llenas. Al final de los diez años, volvió por la herrería.
Casi en seguida llegaron tres diablos a
llevárselo y lo miraron con desconfianza.
—Veníte con nosotros y te avisamos que no nos
vamos a sentar.
—Faltaba más... Cómanse unas nueces mientras me
preparo— dijo Miseria y se metió para adentro.
Ya se sabe que los diablos tienen todos los
vicios. Estos tenían la gula. Fue ver el nogal y treparse a comer nueces.
Cuando ya les dolía la barriga de tanto comer, se quisieron bajar. ¡Otra vez
empezaron los aullidos llamando al herrero!
—¡Ajajá!— se relamió Miseria—. Diablos
aprovechadores, me dejaron sin nueces. Si quieren bajar, les va a costar otros
diez años y más plata.
Empachados como estaban, los diablos firmaron
cualquier cosa. Pero en el infierno hubo gran disconformidad y más de un
funcionario tuvo que renunciar.
Mientras tanto, Miseria andaba por el mundo,
gastando a manos llenas. Diez años después, mucho más viejo y cansado, se
volvió a su herrería.
Lo estaba esperando el infierno completo, con
Satanás a la cabeza.
—El que hace un trato conmigo lo respeta, viejo
ladino. ¡Quién te habrás creído que sos!— le gritó Satanás.
—Yo soy Miseria, el herrero. Pero lo que es a
vos, no te conozco.
—Soy Satanás, el rey de los infiernos. Y te vengo
a llevar conmigo.
—Ya te dije que no te conozco. Mira, ni siquiera
te creo que seas Satanás.
—¿¡Ah, no!?
—No. Demostrameló. Metete en esta tabaquera con
toda tu diablada...
Y ya se sabe que, hace miles y miles de años,
a Satanás lo perdió la soberbia. Al parecer no había aprendido la lección: se
metió en la tabaquera con todos los diablos en menos que canta un gallo.
Miseria la cerró bien. La puso arriba del yunque,
y entró a darle flor de paliza con el martillo... Ni les cuento cómo aullaban
los diablos...
Y así un día, y otro
día... Miseria meta martillar y Satanás meta suplicar... Hasta que el herrero
se cansó.
—Bueno, los vi'a dejar salir si me prometen no
volver nunca jamás por mi casa.
Lloraban los diablos y firmaron todo lo que
Miseria quiso. Pero el viejo estaba cansado de vivir, así que decidió morirse.
No bien se murió, se fue derecho al Cielo. En la puerta lo atajó San Pedro:
—¿Qué andás haciendo, Miseria? ¿No estarás
queriendo entrar?
—Pero, San
Pedro, 'cha que habías sido rencoroso...
—Viejo ladino, vos rechazaste el Cielo. Tres
veces lo rechazaste. Ahora no podés entrar.
Miseria se fue al infierno. Cuando el diablo que
le abrió la puerta lo reconoció, se pegó flor de susto. Se armó un terrible
griterío y más fuerte que nadie gritaba Satanás. Nada, que lo echaron nomás.
Así que Miseria se tuvo que quedar en la tierra,
y por eso es que la miseria siempre anda dando vueltas por el mundo.
FIN