Los mitos son relatos fabulosos (anónimos, tradicionales, folclóricos y populares) que intentan explicar el origen del mundo, el hombre o los fenómenos naturales. Se trasmiten oralmente de generación en generación y constituyen un elemento esencial en la vida y la cultura de los pueblos, pero corren el riesgo de desaparecer si no se siguen narrando. Por eso, los antropólogos y los investigadores los registran por escrito.
Lean el siguiente mito y luego resuelvan las consignas que figuran al pie.
La historia del fuego
(Mito chiriguano del diluvio, Formosa)
Al principio fueron unas pequeñas gotas. Podía pensarse que una nube pasajera. Después fue una lluvia. Una lluvia poderosa, de esas que anuncian que no van a terminar nunca.
El cielo se volvió acabadamente gris oscuro. Cuando llegó la noche, nada cambió. La misma oscuridad, la misma pelea en el cielo retumbando en la tierra.
Siguió lloviendo al otro día y a la noche y al día siguiente. Y así, por un tiempo interminable donde amaneceres y ocasos se esfumaron transformados en un crepúsculo parejamente húmedo, caprichoso e imposible.
Los animales se habían escondido con la primera llovizna, pero los hombres más jóvenes intentaron llevar una vida normal. Por lo menos los primeros días. Tuvieron que desistir.
Seguía lloviendo y relampagueando y tronando con la misma furia, sin amainar. Arroyos, lagos, ríos se abultaron y recargaron y explotaron, derramándose sobre los terrenos, las viviendas, las personas, los escondidos animales.
Los que pudieron treparon a las elevaciones. Lo hicieron sintiendo cómo el barro cedía bajo sus pies. Los que ascendieron a un árbol vieron, en agonía, cómo el agua iba subiendo, hasta taparlos.
Se hundieron; casi todo se hundió. Siguió lloviendo. Al cabo de tanto tiempo ya no fue posible entibiarse ni con el recuerdo del sol. Ni siquiera pensar en las cosas sumergidas podía rescatarlas del olvido en que se habían hundido. No había forma de otorgarles con el pensamiento una vida que continuara allí, bajo el agua.
Parecían haber desaparecido como si no hubieran existido nunca.
En realidad, parecían haberse diluido. Tal vez porque la imaginación también se desleía, aguada en la lluvia.
Cualquier ser que sobreviviera bajo la tormenta debía sentirse como un charco sin forma, derramado en una noticia acuosa e infinita.
Pero en tanta monotonía inerte alguien quedaba vivo.
Dos indiecitos, uno varón, otra mujer, resistían en un lugar milagrosamente protegidos de la lluvia. Tal vez alguien o algo más.
No sé cuándo, pero un día, paró de llover de golpe. El sol apareció tan normalmente como si jamás se hubiera ido, revelando crudamente la devastación que había provocado el diluvio.
No se puede determinar qué edad tenían los pequeños sobrevivientes en ese momento. Porque al verse solos, no lloraron ni se desesperaron. Inmediatamente se pusieron a buscar juntos refugio y comida. Esa acción hace pensar que eran maduros.
Pero saber que años después ya ni recordaban el diluvio más que con un estremecimiento leve provocado por la caída del primer rayo o el ruido del primer trueno que anunciaba la tormenta, hace pensar que eran muy, muy pequeños.
Aunque tal vez los indiecitos no recordaran porque esa lluvia desmedida cayó para llevarse muchas cosas malas, dolorosas o molestas. Para lavarlas.
Que el generoso sol que apareció después, se ocupó de evaporar efectivamente los restos de las aguas sucias.
Ahora volvamos al momento en que el sol volvía a poner las cosas en su lugar. Ahí, todavía, el sapo no había cumplido la última parte de su misión. Le había sido encomendada cuando se hicieron sentir las primeras gotas.
Cuando entre truenos, se le apareció una india bajita, de cabeza y pies grandes, la cara tapada por un sombrero de ala muy ancha. El sapo la reconoció nomás al verla. Era la Gran Madre, la Pachamama.
Buscó con la vista al perro negro que siempre la acompañaba. Estaba ahí. Todo lo que decían de ella estaba ahí. Los petacones de cuero que seguramente en su interior tendrían oro y plata. El lazo de víbora.
El sapo abrió la boca para saludarla. Pero la Pachamama no lo dejó. Le metió entre las quijadas unos carbones encendidos y le dijo:
—Protege el fuego de la inundación. No dejes que se apague.
El sapo cerró la boca y la vio irse entre rayos, aún emocionado. Aguantó así, protegiendo entre las mandíbulas los carbones encendidos durante cada segundo de la inundación. Los carbones no se apagaban ni se consumían. Su propia respiración los avivaba.
Cuando el sol se dejó ver, por fin, el sapo nadó y saltó hasta dar con los indiecitos. Estos estaban tiritando en un lugar seco. El sapo dejó su carga sobre unas ramitas, cerca de ellos. El fuego se encendió enseguida.
Los pequeños se acercaron a calentarse. Con el tiempo, también aprendieron a asar en el fuego sus alimentos. Los días se sucedieron, cambiantes, y lodo lo que nació después de las lluvias fue creciendo. Como el amor de los indiecitos que creció con ellos.
Con el tiempo se unieron en matrimonio ante las leyes del cielo. Formaron una enorme familia y fueron el origen de la tribu de los chiriguanos. Una tribu que no recuerda lo que quiere olvidar. Y no olvida lo que quiere guardar para siempre en la memoria. Como esta historia...
Versión de Graciela Repún
de Leyendas argentinas, Bogotá, Norma, 2001. (Torre de Papel Azul)
Actividades y guía de lectura
1. ¿Qué problemas o dudas de la comunidad habrá explicado este mito?
2. ¿Qué palabras o frases (índices espacio-temporales) sirven de pista para ubicar la zona donde vivían los chiriguanos?
3. ¿Qué hechos o circunstancias desencadenan la acción?
4. ¿Quiénes son los protagonistas en esta narración? ¿Contra qué deben enfrentarse?
5. Basándose en los datos que proporciona el texto, formulen una hipótesis: ¿por qué no habrán sido destruidos con todo lo demás?
6. ¿Qué tipo de ayuda reciben?
7. Piensen en el "mundo" que reconstruye el mito. ¿Cómo era antes de los sucesos? ¿Cómo fue modificado después?
8. ¿Qué beneficio se obtiene finalmente? ¿Quiénes lo disfrutarán?
Fuente: Lengua 9; Ed. Kapelusz; Bs.As.;2009