Cuento:
Bruja de Julio Cortázar
La juventud de Paula ha sido triste y silenciosa, como ocurre en los
pueblos a toda muchacha que prefiera la lectura a los paseos por la plaza,
desdeñe pretendientes regulares y se someta al espacio de una casa como
suficiente dimensión de vida. Por eso, al apartar ahora los claros ojos del
tejido —un pull-over gris simplísimo—, se acentúa en su rostro la sombría conformidad
del que alcanza la paz a través de moderado razonamiento y no con el alegre
desorden de una existencia total. Es una muchacha triste, buena, sola. Tiene
veinticinco años, terrores nocturnos, algo de melancolía. Toca Schumann en el
piano y a veces Mendelssohn; no canta nunca pero su madre, muerta ya, recordaba
antaño haberla oído silbar quedamente cuando tenía quince años, por las tardes.
—Sea como sea —pronuncia Paula—, me gustaría tener aquí unos bombones.
Sonríe ante la fácil y ventajosa sustitución de anhelos; su horrible
ansiedad de fuga se ha resumido en un modesto capricho. Pero deja de sonreír
como si le arrancaran la risa de la boca: el recuerdo de la mosca se asocia a
su deseo, le trae un inquieto temblor a las manos vacantes.
Paula tiene diez años. La lámpara del comedor siembra de rojos destellos
su nuca y la corta melena. Por sobre ella —que los siente altísimos, lejanos,
imposibles—, sus padres y el viejo tío discuten cuestiones incomprensibles. La
negrita sirvienta ha puesto frente a Paula el inapelable plato de sopa. Es
preciso comer, antes que la frente de la madre se pliegue con sorprendido
disgusto, antes que el padre, a su izquierda, diga: «Paula», y deposite en esa
simple nominación una velada suerte de amenazas.
Comer la sopa. No tomarla: comerla. Es espesa, de tibia sémola; ella odia
la pasta blanquecina y húmeda. Piensa que si la casualidad trajera una mosca a
precipitarse en la inmensa ciénaga amarilla del plato, le permitirían
suprimirlo, la salvarían del abominable ritual. Una mosca que cayera en su
plato. Nada más que una pequeña, mísera mosca opalina.
Intensamente tiene los ojos puestos en la sopa. Piensa en una mosca, la desea, la espera. Y entonces la mosca surge en el exacto centro de la sémola. Viscosa y lamentable, arrastrándose unos milímetros antes de sucumbir quemada.Se llevan el plato y Paula está a salvo. Pero ella jamás confesará la verdad; jamás dirá que no ha visto caer la mosca en la sémola. La ha visto aparecer, que es distinto.
Todavía estremecida por el recuerdo, Paula se pregunta la razón de no
haber insistido, alcanzado la seguridad de lo que sospecha. Tiene miedo: ésa es
la respuesta. Toda su vida ha tenido miedo. Nadie cree en las brujas, pero si
descubren una la matan. Paula ha guardado en el vasto cofre de sus muchos
silencios una íntima seguridad; algo le dice que ella puede. Ha dejado irse la
infancia entre balbuceos y esperanzas; está viendo pasar su juventud como una
tristísima diadema suspendida en el aire por manos vacilantes, deshojándose
despacio. Su vida es así; tiene miedo, quisiera comer bombones. Los pull-overs
y las mañanitas se amontonan en los armarios; también los manteles finamente
diseñados con motivos de Puvis de Chavannes. No ha querido adaptarse al pueblo;
Raúl, Atilio González, el pálido René, son testigos de antaño; la quisieron, la
buscaron, ella les sonrió al rechazarlos. Los temía como a sí misma.
—Sea como sea, me gustaría tener aquí unos bombones.
Está sola en la casa. El viejo tío juega al billar en el Tokio. Empieza
Paula a sentir la tentación, por primera vez intensa hasta darle náuseas. Por
qué no, por qué no. Afirma preguntando, pregunta al afirmar. Es ya algo fatal,
hay que hacerlo. Y como aquella vez, concentra su deseo en los ojos, proyecta
la mirada sobre la mesa baja puesta al lado de la mecedora, toda ella se lanza
tras su mirada hasta sentir de sí misma como un vacío, un gran molde hueco que
antes ocupara, una evasión total que la desgaja de su ser, la proyecta en
voluntad...
Y ve surgir poco a poco la materialización de su deseo. Finas láminas rosadas, reflejos tenues de papel de plata con listas azules y rojas; brillo de mentas, de nueces pulimentadas; oscura concreción del chocolate perfumado. Todo ello transparente, diáfano; el sol que alcanza el borde de la mesa percute en la creciente masa, la llena de translúcidas penetraciones; pero Paula fija todavía más la voluntad en su obra e irrumpe al fin la opacidad triunfante de la materia lograda. El sol es rechazado en cada pulida superficie, las palabras de las envolturas se afirman categóricas; y eso es una fina pirámide de bombones. Praline, Moka, Nougat, Rhum, Kummel, Maroc...
La iglesia es ancha, pegada a la tierra. Las mujeres retardan con charlas su vuelta de misa, apoyando en la sombra espesa de los árboles placeros el deseo de quedarse. Han visto asomar a Paula bellamente vestida de azul, y la contemplan insidiosas en su furtivo camino solitario. El misterio de esa nueva vida las altera, las enajena; apenas puede tolerarse que el misterio resista tanta prolija indagación. El viejo tío ha muerto; Paula vive sola en la casa. Nunca hubo fortuna en la familia; pero ese vestido azul...
Y el anillo; porque han visto el anillo centelleante que a veces, en los
intervalos del cine local, se enciende con insolencia cuando Paula,
mecánicamente, echa hacia atrás el ala vibrante de su pelo castaño.
Paula reza diariamente en la iglesia del pueblo. Reza por sí, por su
horrendo crimen. Reza por haber matado un ser humano.
¿Era un ser humano? Sí lo era, sí lo era. Cómo pudo ella dejarse
arrastrar por la tentación, invadir los territorios de lo anormal, desear una
figurita animada que le recordara sus muñecas de infancia. El anillo, el
vestido azul, todo estaba bien; no había pecado en desearlos. Pero concebir la
muñeca viva, pensarla sin renuncia... Aquella medianoche, la figurita se sentó
en el borde de la mesa sonriendo con timidez. Tenía pelo negro, pollera roja,
corselete blanco; era su muñeca Nené, pero estaba viva. Parecía una niña, y con
todo Paula presintió que una terrible madurez informaba ese cuerpo de veinte
centímetros de alto. Una mujer, una mujer que su extravío acababa de crear.
Y entonces la mató. Le fue preciso borrar la obra que fatalmente sería descubierta y atraería sobre ella el nombre y el castigo de las brujas. Paula conocía su pueblo; no tuvo valor de huir. Casi nadie huye de los pueblos, y por eso los pueblos triunfan. De noche, cuando la figurita silenciosa y sonriente se durmió sobre un almohadón, Paula la llevó a la cocina, la puso en el horno de gas y abrió la llave.
Estaba enterrada en el patio del limonero. Por ella y por sí misma, la asesina rezaba, diariamente en la iglesia.
Es de tarde, llueve. Vivir es triste en una casa sola. Paula lee poco,
apenas toca el piano. Quisiera algo, no sabe qué. Quisiera no tener miedo,
evadirse. Piensa en Buenos Aires; acaso en Buenos Aires, donde no la conocen.
Acaso en Buenos Aires. Pero su razón le dice que mientras se lleve a sí misma
consigo el miedo ahogará su felicidad en todas partes. Quedarse, entonces, y
ser pasablemente dichosa. Crearse una dicha hogareña, envolverse en el
cumplimiento de mil pequeños deseos, de los caprichos minuciosamente destruidos
en su infancia y su juventud. Ahora que ella puede, que lo puede todo. Dueña
del mundo, si solamente se animara a...
Pero el miedo y la timidez le cierran la garganta. Bruja, bruja.
Para las brujas, el infierno.
Las mujeres no tienen toda la culpa. Si creen que Paula vende en secreto
su cuerpo es porque el origen de tan insólito bienestar les es incomprensible.
Está la cuestión de su casa de campo. Las ropas y el auto, la piscina, los
perros finos y el abrigo de visón. Pero el amante no habita en el pueblo, eso
es seguro; y Paula no se aleja casi nunca de su residencia. ¿Habrá hombres tan
poco exigentes?
Ella cosecha las miradas, recoge comentarios por boca de pocos amigos de
familia que acuden a veces, con lenguaje libre de preguntas, a beber una taza
de té. Sonríe tristemente y dice que no le importa, que es feliz. Sus amigos,
antiguos cortejantes convencidos del imposible, comprueban tanta felicidad en
la mirada de Paula. Ahora hay como un brillo de fósforo en sus pupilas claras.
Cuando vierte el té en las finas tazas su gesto tiene algo de triunfante,
contenido por un carácter tímido que se rehuye a sí mismo la ostentación de lo
logrado.
A solas, Paula recuerda su labor de demiurgo; la lenta, meticulosa
realización de los deseos. El primer problema fue la casa; tener una casa en
las afueras del pueblo, con la comodidad que su ocio reclamaba. Buscó el lugar,
el ambiente; cerca del camino real, aunque no excesivamente cerca. Tierras
altas, aguas sin sal. Creó dinero para adquirir el terreno y estuvo por
confiarse a un arquitecto para que le construyera la residencia. Sin embargo la
detenía el temor de manejar cuestiones financieras, acrecentar sospechas
latentes en todo saludo, más precisamente en los muchos silencios desdeñosos.
Una tarde, a solas en su tierra, pensó crear la casa pero tuvo miedo. La
vigilaban, la seguían; en los pueblos una casa no brota de la nada. No debe
brotar de la nada. Había que acudir al arquitecto, entonces; Paula dudaba,
amedrentándose ante cada problema. Irse del pueblo hubiera concluido con todo;
eso y ser valiente: los imposibles.
Entonces hizo algo grande: crear, no la casa, sino la construcción de la
casa. Aplicándose noche y día, logró que la residencia fuera edificada sin
despertar en nadie el temido azoramiento. Creó paso a paso la construcción de
su finca, y aunque hubo días en que se preguntó qué harían los obreros al
concluirla, tuvo al fin la satisfacción de ver que aquellos hombres se
marchaban en silencio, contando su dinero. Entonces entró en su casa, que era
verdaderamente hermosa, y se dedicó a amueblarla poco a poco.
Era divertido; tomaba una revista, en busca de un ambiente que la
complaciera, elegía el lugar preciso y creaba cosa por cosa esas predilectas
imágenes. Tuvo gobelinos; tuvo un tapiz de Teherán; tuvo un cuadro de Guido
Reni; tuvo peces chinescos, perros pomerania, una cigüeña. Los pocos amigos que
acudían a la casa eran recibidos en habitaciones prolijas, de discreto gusto
burgués; Paula los esperaba cordialmente, los llevaba a pasear por la casa y
los jardines, mostrándoles los crisantemos y las violetas; y como ella era la
discreción misma, los visitantes bebían su té y se marchaban de la residencia
sin descubrir nada nuevo.
Integró una biblioteca con volúmenes rosa, tuvo casi todos los discos de
Pedro Vargas y algunos de Elvira Ríos; llegó un momento en que ya poco deseaba
y su capricho sólo halló ejercicio en alguna golosina, un perfume nuevo, una
sazón de pescado. Pero después Paula quiso tener un hombre que la amara, y
aunque vaciló largo tiempo entre recibir en su lecho a cualquiera de sus fieles
pretendientes o crear un ser que cumpliera en todo sus románticas visiones de
antaño, comprendió que no había alternativas y que le era forzoso decidirse por
lo último. Un amante del pueblo hubiera preguntado, inquirido hasta descubrir,
más allá de la sonrisa, el poder de la bruja. Y entonces hubiera sido el
terror, la persecución, la locura.
Creó su hombre. Su hombre la amó. Era bello, fino, se llamaba Esteban, jamás quería salir de la casa: así tenía que ser. Ya enteramente aislada de sus semejantes, Paula negó el té a los amigos y éstos presintieron la regencia de un macho en la casa. Tristes de corazón, se volvieron al pueblo.
Ella recuerda ahora su labor de demiurgo. Es casi de noche; Paula no está triste y sin embargo hay una mano fría que se apoya en su pecho, cubriéndole el hueco entre los senos con una firme opresión. «Estoy cansada», se dice. «He tenido que pensar tanto, que desear tanto...». Comprende, sin palabras, la tremenda fatiga de Dios. También ella necesita su séptimo día para ser enteramente feliz.
Esteban se reclina a su lado, mirándola con hondos ojos negros; le
sonríe, un poco como un hijo.
—Paula —murmura.
Ella le acaricia el pelo sin hablar. Es difícil no sentirse maternal con
ese muchacho demasiado sensible, desasido de todo lazo humano, íntegramente
dado a la tarea de adorarla. Esteban no hace preguntas, parece estar siempre
esperando su voz. Es mejor así.
Y de pronto, como una lejana llamada de cuernos, Paula tiene la débil
pero distinta sensación de estar enferma, de que se va a morir, de que el
séptimo día viene sin aplazo posible.
Cuando los dos médicos retornan al pueblo, es bien poco lo que tienen que
decir. Lo mismo al siguiente día. En la tarde del tercero, el automóvil de los
médicos rodea la plaza y se detiene ante la cochería principal.
Es entonces que los amigos de Paula deben luchar contra el desatado
rencor de todo un pueblo cristiano. Las esposas, las hermanas, los profesores
de moral lugareña; hay quienes aspiran a que Paula se corrompa en la soledad de
su casa, libre y abandonada como su vida. Lo que se elige en este mundo ha de mantenerse
en el otro. Y son pocos, apenas cinco hombres silenciosos, los que acuden por
la noche a la residencia para velar el cadáver de la amiga.
Los empleados de la cochería y dos mujeres de la granja vecina han puesto
a la muerta en el ataúd y montado la capilla ardiente. Los amigos encuentran,
casi sin sorpresa, a Esteban. Lo ven por primera vez, estrechan su mano.
Esteban parece no comprender; está sentado en un alto sillón de respaldo
calado, a la derecha del cadáver. A intervalos se levanta, va hasta Paula y la
besa en la boca; un beso fresco, fuerte, que los amigos contemplan con espanto.
El beso de un joven guerrero a su diosa antes de la batalla. Después vuelve
Esteban a su asiento y se inmoviliza, mirando por encima del ataúd hacia la
pared.
Paula ha muerto al atardecer y es medianoche ya. Los amigos están solos,
con ella y Esteban. Afuera hace frío y algunos piensan en el pueblo, en las
botellas de agua caliente de los lechos, en los boletines de radio.
En semicírculo miran a Paula que yace sin esfuerzo, como por fin liberada
de una carga superior a sus pequeños hombros que han conservado siempre algo de
la forma niña. Las larguísimas pestañas vierten una mínima sombra sobre los
pómulos grises. Los médicos han dicho que su muerte ha sido lenta pero sin
lucha, como una madurez de fruto. Y por los cinco amigos pasa,
alternativamente, el mismo tierno y manido pensamiento: «Parece dormida».
¿Por qué entra tanto frío en la habitación? Es repentino, por bocanadas
crecientes. Tal vez un frío que nace de adentro, piensan los amigos; suele
sentirse en los velatorios. Un poco de coñac... Y cuando uno de ellos mira a
Esteban, rígido en su sillón, siente como un horror que repentinamente le crece
y le invade el pelo, las manos, la lengua; a través del pecho de Esteban está
viendo los calados del respaldo del sillón. Los otros siguen su mirada y
lividecen. El frío sube, sube como una marea. Más allá de la puerta cerrada se
yergue de pronto la masa espesa del monte de eucaliptos bañado de luna; y ellos
comprenden que lo están viendo través de la puerta cerrada. Ahora son las
paredes que ceden ante el paisaje del campo, la granja vecina, todo bajo una
cruda luz de plenilunio; y Esteban es ya una burbuja de gelatina, bello y
lamentable en su sillón que cede como él ante el avance de la nada. Del techo
entra un chorro de luz plateada quitando nitidez a los resplandores de la
capilla ardiente. Por la suela de los zapatos sienten ahora los cinco amigos
filtrarse una humedad de tierra fresca, con césped y tréboles, y cuando se
miran, incapaces de pronunciar la primera palabra de la revelación, están ya
solos con Paula, con Paula y la capilla ardiente que se levanta desnuda en
medio del campo, bajo la luna inevitable.
Julio
Cortázar en: Cuentos completos, Buenos Aires, Alfaguara, 1996.
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