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21 de diciembre de 2016

Cuento: TE DIGO MÁS de Roberto Fontanarrosa

TE DIGO MÁS de Roberto Fontanarrosa



    ¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje, el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime vos, ¿qué  tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel? ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido como para ir a la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo  viste un reno? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol? Ni siquiera en el sur, donde hace frío y a veces nieva encontrás un reno,  ni queriendo. Siempre repetimos lo mismo, eso ya está dado así y está impuesto. Tampoco pretendo que para Navidad aparezca un tío o abuelo disfrazado de Patoruzú a repartir los regalos porque quedaría ridículo (…).
    Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total. Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad. Lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche. El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y  a esa edad no les vas a andar explicando el fato del Fondo Monetario Internacional, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas cosas.
    La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo. Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar el negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che.
    Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso Río Paraná. El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120 porque es alto, grandote, Luis. Y te digo que resultaba perfecto para papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios. Pero tenés que tener en cuenta una cosa, ineludible. Rosario... pleno pleno verano... mediodía, un sol de la madre que lo reparió, algo así como 38 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa, no te miento: gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes. ¡Guantes! Porque la vieja era una vieja conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.
    Pero vuelvo al tema. Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... Y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo. A los quince minutos, a los quince minutos, te juro, el traje del Gordo ya no era colorado... era violeta, violeta era por la transpiración a chorros que largaba el Gordo.
    Me contaba después –porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.
    Te digo que ya era un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos, hablaba en voz alta, hasta creo que disfrutaba, incluso, de ser un centro de atención para la zona. En eso, una vecina, una vieja de esas que nunca faltan, que están al divino cohete como bocina de avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo. O escuchó el griterío y salió a ver qué pasaba. Lo ve al Gordo y se apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja.
    Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita, ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo.
    El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo, pero, en definitiva, la acepta, lógicamente. Además, los del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Al pobre Luis que se estaba deshidratando como un chancho y que le picaba todo y que andaba como mono con tricota el desgraciado, no le habían dado ni agua! Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio. La vieja que contrató a Luis no había venido. El dueño del boliche, esposo de la vieja que contrató a Luis, tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.
    La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja. Cuando el Gordo pudo zafar un poco del piberío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un saque. Pero resulta que no era limonada. Era vino blanco. La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con la mejor de las intenciones.
    El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque. Y, aparte, seamos sinceros,  cuando ya se dio cuenta, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco de una, fondo blanco. Bueno... te imaginarás... te imaginarás la borrachera que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial, una curda como para trescientas personas Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, no había morfado ni tan siquiera un pancho con una coca y se manda casi dos litros de vino blanco bien helado.
    Para colmo el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino, con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O, a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones con el gin-tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa. No te digo que empezó a cantar taradeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes ni nada de eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que tenía para toda la tarde... ¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a uno. Después regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas... Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
    Y el empleado que se rascaba adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles, o apoliyando una siesta mientras esperaba que se hiciera la hora en que el patrón llegaba. Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos, en la puerta del negocio había un mundo de gente, que venía de todas partes alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.
    La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel. Tremendo lío frente a la puerta del negocio, una multitud amontonada allí, ya no sólo chicos, te cuento. Chicos, grandes, medianos, jovatos, familias enteras tratando de aprovechar la generosidad de Luis. En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo. Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarle las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores, radios, que la gente se llevaba. A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando con los beneficiarios.
    Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que andaba de ronda. En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaba que Papá Noel se las regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo. Y bien dice el Martín Fierro, que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.
    Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo, no se iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa y, entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derecho viejo, solito, sin que nadie le dijera nada, adentro del patrullero.
    Afuera seguía el despiole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo. El Gordo fue el baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado él en un bolsito y salió de nuevo para la calle.
    Cuando salía para la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al Gordo sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce. No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino su esposa. “¿Adónde está? ¿Adónde está?”, me contaba el Gordo que preguntaba el pelado. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que él se había sacado.
    Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el gil, la cosa es que señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había  un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra. Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso, de última, el otro policía del patrullero, que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa “¡-Sonamos!”.
    Y el cana le pregunta: “¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo. Pero tuvo miedo de que el cana  le hiciera más preguntas o que se lo hiciera abrir y le dijo: “-No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso barato que después de todo a él no le servía.
    Casi termina preso el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba, ni adónde vivía . Y yo le dije   al Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre viviente, Gordo.” “De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo-… de vaca”.
    Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos!
¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.
FIN



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