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3 de julio de 2008

Lo mágico y lo maravilloso en el mundo medieval

Dice Umberto Eco: "El hombre medieval vivía efectivamente en un mundo po­blado de significados, remisiones, sobresentidos, manifestacio­nes de Dios en las cosas, [ ... ] un león no era solo un león, una nuez no era sólo una nuez, un hipogrifo era tan real como un león porque al igual que éste era signo [ ... ] de una verdad superior: Umbert Eco: Arte y belleza en la estética medieval
Se impone como una evidencia que más allá de lo visible, en el mundo medieval, había otro mundo, invisible la mayor parte de las veces, pero cuyas fronteras no eran infranqueables . Era un mundo enigmático que asomaba a cada a realidad imprimiéndole un aire de misterio y sorpresa, volviéndola maravillosa.
Estas apariciones de las maravillas del trasmundo pueden clasificarse en tres dominios : lo mágico, lo maravilloso con origen precristiano y lo maravilloso cristiano. Para comprender más acabadamente el significado de cada uno de ellos, sobre los que volveremos más adelante, es necesario hacer un repaso del mundo medieval, de sus creencias y formas de vida.


La temprana Edad Media es el período histórico que se extiende desde el siglo V hasta el IX. Comienza con la caída del imperio romano de Occidente y finaliza con la disolución del imperio carolingio.
Cuando se produjo la disgregación del imperio romano, la Iglesia cristiana fue la institución que asumió la unidad y creó una nueva imagen del mundo que imperaría en Occidente hasta mediados del siglo XIII. Esta nueva concepción del universo se constituyó a partir de las ideas cristianas que se impusieron sobre un conjunto de nociones anteriores de distinto origen: la tradición pagana y la tradición germánica.
La visión cristiana fijó una concepción distinta del mundo al incorporar ­la idea de trascendencia, es decir, la existencia de otra vida más allá de la teerrenal. Esta concepción se terminó de configurar durante la Alta Edad Media, período que se extiende desde el siglo IX hasta el XIII, en el que comienzan a manifestarse los límites del orden medieval. Es ésta la época medieval por excelencia.
La sociedad se organizaba en tres esta­mentos u órdenes claramente diferenciados, codependientes entre sí y que parecían inmu­tables: los que oraban -la clerecía, que tenía responsabilidad de cuidar de las necesidades de todos los cristianos-, los que guerreaban -la nobleza, incluidos los reyes, cuya función era luchar y gobernar- y los que tra­bajaban -aquellos cuyas actividades tenían vinculación con la vida económica, que era fundamentalmente agrícola. El buen fun­cionamiento de esta estructura aseguraba el bien común.
Dios había delegado en el Papa el cuidado del bienestar espiritual de los hombres; también había establecido un gobierno secular, el del emperador. En teoría éste concedía reinos a los reyes, quienes, a su vez cedían a los nobles -condes y duques- tierras, en calidad de feudo­ para que hicieran uso de ellas y de los hombres que las habitaban (nunca para que la trabajaran directamente ellos, ya que el trabajo ma­nual no era considerado digno de su condición).
Una red de relaciones personales unía a la sociedad feudal: los cam­pesinos y siervos estaban obligados a entregar el fruto de su trabajo a los señores propietarios de las tierras que habitaban; los nobles, a su vez, ­tenían el deber de protegerlos con sus armas. Como vasallos -término que ­supone un contrato no escrito con un señor y se da entre miembros de la nobleza militar- del rey o de otros nobles de jerarquía superior, debían acompañarlos en la guerra, prestarles consejo y fidelidad.
Pese a este panorama en apariencia armonioso, la Alta Edad Media fue una etapa de fraccionamiento político en la cual reyes y emperadores carecían de instrumentos para imponer su poder frente a una nobleza díscola e intrigante, celosa de su independencia y poderío. Solo a partir de los siglos XII y XIII los reyes, apoyados en parte en la naciente burguesía, iniciaron con cierto éxito la labor centralizadora que daría lugar a la formación de los estados modernos.
El sentimiento heroico -la más importante de las virtudes, floreció entre los nobles en función de las necesidades que se les planteaban: defender sus señoríos, proteger a quienes dependían de ellos. La figura de estos señores y el recuerdo de sus hazañas circularon a través de cantares que estereotiparon sus características: la audacia, el valor ilimitado, la obediencia a su señor. Un ejemplo de estos cantares es el Poema de Mío Cid.
El tercer estamento lo constituían los sectores privilegiados. El campesino vivía en la tierra de ­un noble o de la Iglesia, trabajaba el suelo o desarrollaba tareas artesanales y entregaba su producción al señor feudal que le retribuía con justicia, seguridad y protección. Si bien no podía abandonar la tierra, tampoco podía privarlo de ella.
La misma angustia en relación con el mundo dominaba a todos los estamentos. Los tres órdenes partían un sentimiento general de impotencia ante un universo que consideraban inmutable, que la cólera divina pesaba sobre el mundo y se podía manifestar en diversos castigos. Por eso, importaba esencialmente asegurarse la gracia del Cielo. Esto explica el poder extraordinario de la Iglesia y de los servidores de Dios sobre la tierra.
Junto a este sentimiento de fugacidad de la vida terrena, la certeza de la trascendencia: nadie dudaba de la existencia del más allá, al que se accedía des­de la muerte. El hombre medieval estaba seguro de que no desaparecería por entero pues su vida seguiría en la eternidad. Esta seguridad hacía que, más que la muerte, se temiera el juicio, el castigo en el más allá y los tormentos del infierno, temor alimentado por la idea del Apocalipsis y el Juicio Final, cuya lectura y glosas impactaban con singular dramatismo.
Hacia mediados del siglo XII, las ciudades comenzaron a florecer en todo el Occidente de Europa, animadas por el restablecimiento del comercio con Oriente y protegidas por los reyes de las naciones en formación.
Con ellas empezaba a desarrollarse una nueva clase social, la bur­guesía. Así, como en los siglos anteriores los monasterios habían sido los lugares pensados como etapas de un viaje, las ciudades se transformaron rápidamente en los puntos de encuentro y contacto con el mundo. Al hacerse ­más fluidas y seguras las comunicaciones, los burgueses (mercade­res, estudiantes y artesanos) pudieron transmitir sus experiencias de un lugar a otro del continente, con lo cual se desarrollaron nuevas técnicas y saberes que se advirtieron en el curso de una o dos generaciones. Se abría paso una nueva sensibilidad frente a la vida y el destino de los hombres. De la burguesía -que modificaría la escala medieval de valores al poner en primer lugar el trabajo y la riqueza- surgieron gran parte de los letrados laicos y eclesiásticos que darían brillo a la última etapa de la cultura medieval. Fueron ellos los que participaron en las universidades que comenzaron a crearse en esta época, quienes reordenaron las formas de convivencia apoyando a la monarquía y creando la escolástica. Fueron
los burgueses quienes se empeñaron en una lucha en el terreno de las realidades -construyendo catedrales, le­vantando ciudades populosas y ayuntamientos, estable­ciendo entre ellas una importante red comercial- que quebraría el aparentemente inmutable orden feudal.
Durante la Baja Edad Media (período que se ex­tiende desde el siglo XIII al XV) esta burguesía ascen­dió aceleradamente y las ciudades crecieron y prospe­raron. Al mismo tiempo, se robusteció el espíritu ca­balleresco ligado al prestigio de las minorías cultas y refinadas, como se muestra en la producción del in­fante don Juan Manuel.
Entonces surgieron dos sistemas de valores, el del trabajo y la riqueza frente al del heroísmo y la santidad que parecían opuestos pero que se influían recíproca­mente sin que ninguno se impusiera sobre el otro. En esta época, las clases señoriales empezaron a aspirar a la riqueza y los sectores más altos de la burguesía trataban de asimilar las costumbres cortesanas.
También entre lo religioso y lo profano se daba un juego de oposición y de convivencia al mismo tiempo. Junto a la visión cristiana que había regido hasta el momento, se desa­rrollaba otra que valoraba la vida terrenal. Para el hombre de la Baja Edad Media crecía la importancia del goce de vivir y disfrutaba de su pa­so por la tierra a pesar de su brevedad y de la incertidumbre respecto de la muerte y de la vida eterna.
La danza de la muerte, de la que aparecen varias versiones en esa época, es un ejemplo de este cambio de percepción: los personajes, aún los eclesiásticos, se aferran a la vida y solo a regañadientes y con gran pesar aceptan que les llegó la hora de morir.
La preocupación por la muerte -acentuada por las grandes epide­mias, sobre todo la peste negra de 1348 (situación que se describe en el Decamerón de Boccaccio)- se presentaba con un tono desesperanza­do y escéptico y no como un paso hacia una zona antes detalladamente definida por las imágenes del infierno o del paraíso y que se volvía ahora cada vez más imprecisa.
Durante la Baja Edad Media hubo también una profunda transfor­mación intelectual.
En el siglo XIII, los avances de la Reconquista Española pusieron en contacto el occidente cristiano con el mundo musulmán que había conservado la tradición clásica. La difusión de las ideas de - de Aristóteles permitió que hombres de la Iglesia, como Santo Tomás de Aquino, crearan un sistema de conocimientos más sólido y complejo que la tradición anterior sin amenazar las creencias cristia­nas . Si bien la verdad le era revelada al creyente, era posible acceder a ella también a través de la razón. Los instrumentos de la escolástica se perfeccionaron y las universidades medievales se embarcaron en discusiones que enlazaban interminables silogismos.
El siglo XIV marcó la crisis del orden feudal. Las ramas del saber comenzaron a escindirse. Mientras la teología seguía ocupándose de la pregunta acerca de Dios y admitía como único fundamento del cono­cimiento a la fe, la filosofía comenzó a pensar en la realidad inmediata
valorizando la observación y la experiencia y no la mera obediencia al legado tradicional y las autoridades. Si bien en un principio este divorcio descalificó a la filosofía, creó el horizonte para el surgimiento de la ciencia moderna, en el siglo XVI.
La labor de los humanistas produjo una renovación intelectual que tendía a una visión naturalista e inmanente del mundo la que convivió durante la Baja Edad Media con la concepción teísta y trascendente de la etapa anterior. Una actitud que da cuenta de ese cambio es la nueva concepción del paso por la Tierra: el hombre tenía un destino que realizar y una de las formas de hacerlo era expresar la be­lleza de una creación original.

LO MÁGICO
Los hombres medievales abordaban lo mágico a través de dos prácticas diferenciadas: la magia blanca, que era lícita porque convocaba poderes angélicos y derivaba de actitudes místicas, de reflexión espiritual, y la magia negra, que convo­caba poderes demoníacos. Lo maravilloso medieval se asocia­ba con esta última y poblaba el imaginario social de la época de demonios, brujas y apariciones infernales.
LO MARAVILLOSO CON ORÍGENES PRECRISTIANOS
El dominio de lo maravilloso con orígenes precristiano (romano, germánico) ocupaba un lugar intermedio entre lo mágico y lo maravilloso cristiano; tenía, por una parte, una función compensa­dora: era una forma de resistencia a la doctrina oficial cristiana. Se or­ganizaba como un mundo al revés en el que abundaba la comida y es­taban permitidos la desnudez, la libertad sexual, el ocio, o como un pa­raíso terrestre que había quedado en el pasado, en una edad de oro.
Tales salidas del orden habitual se producían no solo en los festejo· del carnaval sino también en festividades agrícolas, en la fiesta de lo· bobos, del asno, o en las ferias populares, que continuaban las celebra­ciones que se realizaban en las iglesias. Estos momentos de liberación transitoria significaban la abolición provi­sional de las relaciones jerárquicas y los privilegios, pero al mismo tiempo reafir­maban esas relaciones y privilegios ya que eran las mismas instituciones las que con­cedían el permiso para la trasgresión.
Por otra parte y fuera de estas festividades, lo maravilloso podía percibirse cotidianamente: dos ejemplos del siglo XI que renarra Jacques Le Goff, medievalista contemporáneo, muestran de qué manera las maravillas irrumpían naturalmente en el plano de la realidad.
En las ciudades del valle del Ródano hay seres maléficos, los dracos, que atacan a los niños pequeños. Por las noches estos seres se introducen en las casas aunque las puertas estén cerradas, se apoderan de los bebés que están en la cuna y los llevan a las calles ya las plazas donde se los encuentra por la mañana siguiente. [ ... ] Un joven noble que se hizo monje guarda ganado en un campo de la abadía y ve aparecer frente a sí a un primo muerto recientemen­te. Con toda sencillez el joven le pregunta: "¿Qué haces aquí?"; el otro le responde: "Me he muerto y he venido porque estoy en el purgatorio y es menester que oréis por mí". "Así lo haremos:' El difunto se aleja por el prado y desaparece por un extremo del campo como si formara parte del paisaje natural y sin que el mundo haya sido realmente turbado por semejante aparición.
JACQUES LE GOFF, Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Barcelona, Gedisa, 1994.

Estas maravillas también fueron un instrumento de política y po­der para nobles y reyes, quienes creían en ellas. Ricardo Corazón de León, por ejemplo, solía referirse a una leyenda que contaba que la di­nastía de los Plantagenet -a la que pertenecía- había tenido como an­tepasado, dos siglos atrás, a una mujer demonio. El rey Ricardo se servía de ella en su política para explicar la manera en que obraba y para explicar los combates sin tregua que se sucedían en su familia, en la que los hijos se armaban contra el padre. Al rey le gustaba decir: "Nosotros­, los hijos de la mujer demonio ... "

Lo maravilloso cristiano
El cristianismo organizaba lo maravilloso cristiano como milagros o como alegorías moralizantes y lo incorporaba modificando su significado.
Los milagros eran parte del plan divino y ordenaban lo imprevisible y lo desconocido de las maravillas. A diferencia de lo maravilloso, que se producía por fuerzas múltiples y desconocidas, el único autor del milagro era Dios.
La alegoría es una figura que implica la existencia de, por lo menos, dos sentidos para las mismas palabras: uno literal y otro figurado. A diferencia de la metáfora, este doble sentido está indicado de manera explícita, no depende de la interpretación de cada lector. Así, por ejemplo, una mujer con los ojos vendados y una balanza para nosotros funciona como una alegoría de la justicia. En el caso de la ideología cristiana, las alegorías pretendían enseñar e imponer una doctrina y conducta moral que el hombre común no hubiera captado desde la formulación teológica erudita.

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