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15 de julio de 2011

BORGES por FERNANDO SAVATER (II)

De sus años juveniles de iniciación literaria comentó luego Borges: “Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII” (Autobiografía). Con su característica discreción, omite señalar que también se inició en las destrezas que luego nos lo hicieron imprescindible: el comercio estético con los temas filosóficos, el uso de la reflexión como fuente de emoción poética, la habilidad para condensar una doctrina o una biografía en pocas líneas sin pérdida de lo más sustancioso, el uso magistral de la hipálage (“fumando pensativos cigarros”), la erudición como retórica amable o misteriosa pero nunca como pedantería, la consideración dignificante de géneros o autores habitualmente tenidos por “menores”, etc... Y todo ello, defectos y virtudes, bañado en la luz propia de un goce juguetón en el ejercicio de las letras –como lector primero, como autor después– que nunca volverá a ser tan patente, aunque por suerte jamás desaparezca del todo. Muchos años después Borges comentó a un confidente que era el deleite de poder ver las palabras escritas –fuese por otro o por él mismo, sobre todo por él mismo– el don precioso que la ceguera le arrebató: no es lo mismo escuchar o recordar lo leído que leer, no resulta igualmente jocundo escribir viendo aparecer las frases felices que dictar lo que sólo podrán paladear con los ojos los demás. El arte continúa y hasta se ahonda, pero la diversión del creador disminuye irreparablemente. En 1938, cuando muere ciego su padre, Borges ya ha sufrido la primera de las ocho operaciones oculares que intentarán frenar su deriva hacia esa oscuridad que no es exactamente tal, sino más bien una niebla lechosa progresivamente espesa donde se van desvaneciendo los colores hasta que sólo puede reconocerse el tenaz amarillo. Hace años leí en algún sitio que los taxis de Nueva York son de color amarillo porque es el más fácil de distinguir entre la bruma y la ventisca, por baja que sea la visibilidad. Claro que Borges preferirá hablar, cuando lo elogie en los poemas cuidadosamente no patéticos escritos durante su ceguera, del “oro de los tigres”: resulta literariamente menos chocante que cantar al “oro de los taxis”. Trátese de niebla o de tiniebla, lo cierto es que el día que vio morir ciego a su padre Borges ya sabía que estaba destinado a seguirle también en esa minusvalía, no sólo en sus afanes literarios o filosóficos.
Ese acontecimiento decisivo ocurrió en el mes de febrero; en diciembre, otro suceso conmociona la vida del joven escritor. También está ligado a lo precario de su vista. La tarde de Nochebuena, al subir corriendo unas escaleras, se golpea en la cabeza con el batiente recién pintado de una ventana. El traumatismo es leve, pero la herida se infecta y se le declara una septicemia que lo mantiene quince días, delirando, al borde de la muerte. Cuando comienza a recuperarse, le obsesiona la curiosa idea de que quizá sus capacidades intelectuales han quedado mermadas irreparablemente. Peculiar inseguridad, que contribuye a definirle mejor que otros datos biográficos..., si es cierto que la padeció y no se trata de una construcción post festum, la cual tampoco dejaría de ser significativa. Según la versión canónica, el convaleciente pidió a su madre que le leyese unas páginas; al rato, se echó a llorar de alivio porque las comprendía. Pero aún faltaba la auténtica prueba de fuego: volver a escribir. Borges no se atrevió a intentar un poema o un ensayito, sus géneros habituales, porque si fracasaba en ellos quedaría irremisiblemente condenado. Prefirió acometer algo totalmente nuevo, con el fin de que así una eventual incompetencia pudiera justificarse de modo que no quedase desahuciado para empeños más rutinarios. ¿No es conmovedor todo este tanteo, ya fuese auténtico o ya se trate de una elaboración posterior con la que se fragua el mismo año de la muerte del padre la ocasión de un nuevo nacimiento, la conquista de la definitiva personalidad creadora? Sea como fuese, Borges eligió iniciarse en el género fantástico y escribió Pierre Menard, autor del Quijote.
De Shakespeare puede decirse que siempre es interesante, que nunca carece de ramalazos de excelencia, pero que sólo en media docena de sus obras es propiamente él mismo, el incomparable y altísimo Shakespeare. Salvando las distancias –como el interesado se hubiera apresurado a hacer antes que nadie– también de Borges es lícito predicar algo semejante: aunque ninguna de sus páginas carece de meritorias “magias parciales”, sólo en un puñado de relatos, de poemas y de ensayos llega a ser plenamente Borges. Sin duda una de estas piezas en estado de gracia es la crónica de Pierre Menard, el inverosímil y sin embargo familiar homme des lettres que se atrevió a emular –¿mejorándola?– la más alta creación de Cervantes. En este relato disfrazado de reseña bio-bibliográfica afronta Borges uno de sus temas favoritos: la figura patética y risible del literato mediocre cuya pretenciosidad sin talento sirve sin embargo como espejo deformante (al modo esperpéntico de los de las ferias o aquellos del Callejón del Gato mencionados por ValleInclán) para estudiar la tarea del escritor... y quizá también las perplejidades de ese vicio impune que es la pasión de leer. La anécdota es ya de sobra conocida: la historia de un idiota contada por otro aún mayor, la recensión postuma de los estrafalarios empeños literarios del exquisito y modernísimo Pierre Menard (cuyo acmé creativo se sitúa a mediados de los años treinta, es decir, cuando Borges escribe su cuento) emprendida por un admirador estólido. La gran obra de Menard había de ser nada menos que el Quijote, es decir, una novela que coincidiera palabra por palabra y línea por línea con la de Cervantes pero que desde luego no pudiera confundirse en modo alguno con ella.
Este colmo de “intertextualidad” –como dicen ahora– encierra un apólogo sobre ese tipo de obra de arte contemporánea que sólo se basa en la decisión del artista de designarla como tal, sea el preexistente urinario para Duchamp o el preexistente Quijote cervantino para Menard, y que no puede prescindir del discurso explicativo que legitima su propósito estético. Borges parodia ese discurso con evidente delectación (suya y del lector), como hará años después junto a Bioy Casares en sus desaforadas Crónicas de H. Bustos Domecq. Este relato es muy moderno... a costa de burlarse de los contemporáneos. Acabada su aventura ultraísta, Borges descreerá notoriamente de cualquier forma de vanguardismo; se conformará con ser profundamente original, pero renunciando a la pirotecnia de experimentos provocadores. Prefiere suscitar el asombro ante lo familiar que el mero desconcierto y la incomodidad del lector. Sin embargo, en Pierre Menard, autor del Quijote hay un curioso contagio cervantino: del mismo modo que la novela de Cervantes trasciende con mucho su propósito inicial –¡si es que lo fue!– de reducir al absurdo las novelas de caballerías, también el seudocuento borgiano rebasa con creces la mera sátira del amaneramiento de los nuevos culteranos. Hay algo más, mucho más, una insinuación inquietante en cuyo desentrañamiento los exégetas se encarnizan: quizá la de que, en el momento de leer, el autor del texto y su paciente se confunden, o que los clásicos son esas obras que es imposible recordar sin la tentación de amputarlas de la cronología, o que el texto literario vive mientras los hombres mueren repitiéndolo o... tantas otras sugerencias como se han hecho y pueden hacerse, desde la sensibilidad reflexiva o el acartonamiento pedante. Más que un pensador, en el sentido académico de la expresión, Borges es un escritor que da que pensar a los teóricos, que inaugura o renueva perplejidades filosóficas. Puede que sea en Pierre Menard donde se manifiesta así inequívocamente por primera vez. A mí, caprichosamente, la relectura de esta pieza suele remitirme íntimamente a un dístico muy posterior del mismo autor, titulado Un poeta menor:

La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

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