La modernidad cree en la deliberación, en la fuerza de voluntad, en el peso de las influencias históricas o sociales, en los motivos inconscientes y las pulsiones instintivas..., en cualquier cosa menos en el destino. Lo más parecido al fatum que estamos dispuestos a admitir es la fecha del nacimiento y –un poco menos, porque a veces cuenta con nuestra complicidad– la de la muerte. De ahí que esas dos precisiones cronológicas nos produzcan una especie de sobrecogida conformidad al acercarnos a cualquier biografía. Jorge Luis Borges –que se llamó en la pila bautismal y afortunadamente sólo allí Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo– nació en el 840 de la calle Tucumán, ciudad de Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899.
Su madre, Leonor Acevedo, procedía de familias argentinas y uruguayas tradicionales y era sólidamente católica. También fue sólida en otros aspectos, porque vivió hasta los noventa y tantos años conservando hasta el final una salud y una lucidez admirables. Sin duda fue la compañía más duradera en la vida de su primogénito Jorge Luis, sobre todo a partir de que la ceguera de éste se hiciera completa. Ella se encargaba de leerle, de transcribir sus textos y del resto de los aspectos de su cuidado personal. En uno de sus últimos viajes a Madrid, con más de setenta años, le preguntamos por su madre y nos comentó un poco melancólicamente que se encontraba bien pero como es lógico algo debilitada por la edad: “Ahora ya no puede bañarme”. También creo que fue la autora de algunas de las traducciones de William Faulkner, Melville y Virginia Woolf que siguen atribuyéndose a Borges. Algo sospeché cuando en la versión de Orlando encontré varias veces la expresión “estar en tren de”, galicismo que nunca me resultó tolerablemente borgiano. La vigorosa y acaparadoramente protectora personalidad de doña Leonor no debió precisamente facilitar la vida amorosa del maduro poeta, aunque carezco de autoridad o de interés para entrar en tales intimidades.
Su padre, Jorge Guillermo, fue abogado y enseñaba psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Daba las clases en inglés –que era literalmente su lengua materna, pues Francés Haslam, su madre, era oriunda de Staffordshire– utilizando como libro de texto una versión abreviada del manual de William James. Según su hijo, era un sosegado anarquista individualista de la escuela de Herbert Spencer (de cuyas ideas también se reclaman por cierto hoy algunos de los más feroces neoliberales). En su esbozo autobiográfico dictado en 1970 y en inglés a Norman Thomas di Giovanni con destino al prestigioso New Yorker, Borges lo rememora así: “Mi padre era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía”. Tampoco hoy, más de treinta años después, se han dado pasos significativos en esa dirección salvo quizá en lo tocante a las carnicerías gracias a la crisis de las llamadas “vacas locas”. Pero las otras locuras, mucho peores, siguen incólumes y prósperas. La suposición de que toda persona inteligente es bondadosa no es una mera ingenuidad sino un principio socrático: su veracidad, que acato, depende de que sepamos definir bien lo que significa el calificativo de “inteligente”, aquí equivalente a “sabio” en el sentido más clásico –anterior desde luego a la invención del premio Nobel– de esa palabra.
El padre de Borges fue también modesto, virtud inusual en el hombre de letras. Cierto día confió a su hijo que en su juventud hubiera querido ser el hombre invisible de H. G. Wells. Luego recapacitó un momento y concluyó: “¡Y lo soy!”. Fue sin duda él quien contagió a Jorge Luis la afición temprana por la poesía, por el oriente literario de Burton o Lane y desde luego por la metafísica. Con un tablero de ajedrez le ejemplificó las paradojas sobre la impensabilidad del movimiento acuñadas famosamente por Zenón de Elea con la colaboración de Aquiles, una tortuga y una flecha en vuelo perpetuamente aplazado hacia su blanco. También le expuso los rudimentos del idealismo de Berkeley pero sin mencionar nunca el nombre del ilustre filósofo, como debe hacer cualquier buen maestro que quiera interesar a un niño o adolescente en cuestiones filosóficas (lo único ciertamente ininteresante a esas edades es el prestigio de los sabios pretéritos). De su padre le vinieron a Borges los inicios del empeño intelectual, la lengua inglesa (en la que aprendió a leer quizá antes que en castellano con ayuda de su abuela Fanny Haslam) y un don fatal, aunque su progreso demoró medio siglo: la ceguera, congénita en esa rama familiar. También anda su padre implicado en la primera línea que se conserva de Borges, garabateada a los cinco años entre dibujos de tigres primerizos: “Tigre, león, papá, leopardo”. Las fieras tutelares de la aurora y de la infancia.
A los diez años. Jorge Borges (h.) firma una traducción de El príncipe feliz de Oscar Wilde publicada en el diario porteño El País, que los lectores atribuyen como es bastante lógico a su progenitor, equívoco que sin duda enorgullece a ambos.
Me demoro en estos pormenores –¡antes de omitir tantas otras privacidades!– porque creo en la determinación creadora de la infancia. Sobre todo en el caso de Jorge Luis Borges. Fue un niño tímido, retraído, que casi nunca salía de casa (¿la abandonó alguna vez?) y apasionadamente volcado sobre los libros. Cuando su madre quería obligarle a alguna molesta disciplina de las tantas educativamente indispensables, le coaccionaba privándole de lecturas: ¡santo remedio! Aquellos liminares escarceos literarios parecen haber sido siempre en lengua inglesa: la primera novela que leyó completa fue Huckleberry Finn, seguida por las obras de Poe y del capitán Marryat, Los primeros hombres en la luna de H. G. Wells, La isla del tesoro. Don Quijote (¡sí, también en inglés!), Dickens, Lewis Carroll y Las mil y una noches en la versión de Richard Burton, semiclandestinamente por culpa de sus anotaciones eróticas que el niño sobrevolaba desatendidamente en busca de otras maravillas. Estas primeras devociones le acompañaron toda su vida y, aunque después tantas otras las complementaron, nunca fueron derogadas como mera iniciación pueril. ¡Bien por Borges! En cuanto a la vocación del muchacho, quedó pronto implícitamente establecida como prolongación de un afán paterno que no había podido cuajar del todo. “Desde mi niñez... se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importantes que las cosas que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor.” Los primeros tanteos de esa vocación indisputada se atienen a lo esperable: un cuentecito inspirado en un pasaje del Quijote, de título digno de Agustín Pérez de Zaragoza (La visera fatal) y otro compuesto a los catorce años –El rey de la selva– y firmado con el seudónimo “Nemo” (“Que mi nombre sea Nadie, como el de Ulises”, escribirá mucho después), probablemente tomado en préstamo a Julio Verne. El niño prodigio no es aún mucho más prodigioso de lo que suelen serlo todos los niños. Por su casa pasan escritores, quizá menores ante los ojos del Juicio Final de la historia literaria, pero nimbados del aura sacralizadora que merecen los entregados profesionalmente a las letras en las familias cultivadas: por ejemplo, su lejano pariente Alvaro Melián Lafinur (cuyo hermoso nombre patricio adornará luego cuentos como El Aleph) o el más popular Evaristo Carriego, que morirá muy joven y que servirá de pretexto para uno de los primeros libros de ensayo de Borges. También Macedonio Fernández, amigo del padre pero que después llegará a ser mentor destacado de la obra del hijo.
A principios de 1914, la familia Borges –es decir, los padres, Jorge Luis y su hermana Norah, junto a la abuela materna– embarcan hacia Europa. El motivo central de la expedición es buscar un buen oftalmólogo en Suiza que ataje la ceguera gradual del padre, por la cual ha debido jubilarse a los cuarenta años. Tras una breve escala en Londres y otra en París, ciudad emblemáticamente asombrosa pero que nunca asombrará a Borges, se instalan en Ginebra. Allí, en el liceo Calvino, completará en francés su bachillerato Georgie, como será conocido familiarmente nuestro protagonista con un punto de ingenua cursilería, allí traba amistad con dos compañeros de origen polaco –Simón Jichiinski y Mauricio Abramowicz– y allí se familiariza con amigos literarios galos que no han de faltarle nunca más: Víctor Hugo, Voltaire, Maupassant y Marcel Schwob. También les sorprende allí la guerra mundial –“éramos tan ignorantes de la historia universal que no sabíamos que iba a haber guerra”, comenta en alguna parte después el incurable ironista, lo que les retiene en Suiza hasta 1919. Sus mayores aventuras durante esos años son un viaje familiar a Italia, donde se emociona en Verona y Venecia, y sobre todo el aprendizaje por su cuenta de la lengua alemana (con un diccionario y la poesía de Heine), lo que le permitirá frecuentar El Golem de Gustav Meyrink y sobre todo a Schopenhauer, el pensador más cercano según Borges a haber esbozado el inasible secreto del mundo o la realidad. En 1919, en el camino de regreso a Argentina, la familia Borges se detiene una temporada en España. La primera estancia española de Georgie durará algo más de un año y tendrá imborrable relevancia, probablemente más por la edad con que la vivió que por especiales méritos del mundo cultural que encontró en nuestro país. En Palma de Mallorca, donde pasa varios meses, traba amistad con el poeta Jacobo Sureda, con quien disfrutará temporadas en su finca de Valldemosa. Comienza a escribir poesía y comentarios literarios. Su correspondencia de la época, recientemente publicada, revela también sanas peripecias de burdel y su preferencia por alguna “guarra” rubia de buen ver a la que tiene acceso económico gracias a las ganancias en cierta tarde de juego afortunada... Luego pasará por Sevilla y Madrid, donde conocerá a su futuro cuñado Guillermo de Torre, a Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Ramón Gómez de la Serna (con el que no simpatizó demasiado) y sobre todo a Rafael Cansinos-Asséns, el poeta sevillano que se incorpora inmediatamente y ya para siempre a su mitología privada.
Creo que esta adhesión tan duradera se debe más a la figura misma de Cansinos, a su personalidad sentenciosa que encarnaba inolvidablemente un destino puramente literario con el que soñaba el joven Borges (“me dio sobre todo el placer de las conversaciones literarias y también me estimuló a ampliar mis lecturas”, anotó luego en su apunte autobiográfico), que a las aportaciones estilísticas de sus escritos. Pero quizá esta apreciación mía se debe a que no estimo como es debido la mayor parte de la obra del escritor andaluz, sobre todo sus inextricables ficciones vanguardistas como El movimiento V.P. y ni siquiera la prosa poética de El candelabro de los siete brazos, aunque sin duda fue un memorialista de enorme encanto y agudeza en La novela de un literato. Quizá el alevín de poeta porteño admiró precisamente el barroquismo del escritor andaluz porque hablaba de temas que le resultaban próximos en una voz que él pronto renunció a imitar. Como ejemplo mínimo, estas líneas de Cansinos en su artículo titulado Todo es literatura (escrito por la época del encuentro entre ambos), en el que juega con el dictamen de Verlaine “y todo lo demás es literatura”, al que también se refirió más de una vez Borges “Sí después de todo lo caduco y fugaz, después de la juventud y el amor, y de ese tierno y soberbio desfile de cosas bellas y mortales, en que van hacia el misterio cortejo engalanado y triste hacia la guillotina de los rojos ponientes– novias, esposas, madres y los poetas mismos, sólo consagrando todo eso, queda, perdurable, la literatura en los oros del epitafio o en la urna infrangible del libro, donde son eternas llamas las divinas pavesas del alma del cantor...”. Estas cuestiones interesaron a lo largo de toda su vida a Borges, pero afortunadamente su tono al debatirlas fue pronto muy distinto. En cualquier caso, sólo a Borges le correspondía valorar lo que ese magisterio o esa fascinación supusieron para él: y permaneció leal. Muchos años después, en su poemario El otro, el mismo, incluyó un poema titulado Rafael CansinosAsséns que acaba así:
Acompáñeme siempre su memoria;
las otras cosas las dirá la gloria.
Había sido precisamente Cansinos el inventor de la voz “ultraísmo” para nominar a un vago movimiento poético que, en aquella época europea ferviente de manifiestos y vanguardias, pretendía impedir que la creación en castellano se descolgase otra vez de la más urgente modernidad. El entusiasmado Georgie, junto a Guillermo de Torre, se incorpora animosamente a la empresa, colabora en proclamas y perpetra efímeras novedades para desconcierto de retrasados, apela a Tristan Tzara. Col tempo comentará que todo debió de ser una especie de broma que los más jóvenes se tomaron mortalmente en seno. Sin embargo la cuestión de la metáfora, cuyo culto innovador profesaban los ultraístas, nunca dejará de preocuparle en su quehacer poético. Comete entonces un par de libros, de los que sólo nos quedan los títulos y su comentario derogatorio. El uno, Los naipes del tahúr, reunía ensayos literarios y filosóficos cuyas pretensiones bruscas y anarquizantes inspiraba Pío Baroja. El otro era de poesía y se titulaba Los salmos rojos (o quizá Los ritmos rojos): en sus versos se elogiaba el bolchevismo fraterno, la revolución de octubre y el pacifismo. Fueron eliminados antes de partir de España y luego volvió con su familia a Argentina. En 1923 publica su primer libro de versos, Fervor de Buenos Aires. Desde su mismísimo título, esta obra indudablemente inmadura, pero también muy notable, prefigura lo que va a ser su trayectoria posterior. No es arbitrario señalar en esas piezas primerizas los temas que Borges nunca apartará: el asombro metafísico de lo cotidiano, la intimidad secreta de la urbe compartida, la memoria de los hechos heroicos y desvanecidos del pasado, la perplejidad de la muerte, los espejos, el enigma del tiempo... Tampoco falta algún atisbo del idealismo bebido en Berkeley, al que volverá más tarde una y otra vez:
Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla se moriría.
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