Caín de Virgilio Díaz Grullón
El mensajero
de la oficina colocó la tarjeta sobre el escritorio, Vicente la miró
distraídamente y la rodó hacia un lado con el dorso de la mano, concentrándose
de nuevo en la lectura del documento que tenía enfrente. Aunque había posado
por un instante los ojos sobre las letras impresas en la pequeña cartulina, su
significado apenas rozó la superficie de su conciencia y fue sólo un rato
después cuando las letras parecieron ordenarse en su cerebro y formar el nombre
que ahora surgía con pleno significado para él.
—Leonardo
Mirabal — dijo en voz alta complaciéndose, como antes, en la sonoridad de las
palabras. Reclinándose en el respaldar de su lujoso sillón de cuero, Vicente se
sumergió en recuerdos antiguos mientras se acariciaba la mejilla con el canto
afilado de la tarjeta. ¡Qué lejanos le parecieron de pronto aquellos tiempos
del colegio! El primer día de clases: los muchachos corriendo hacia las puertas
enormes, gritando y riendo mientras él, esquivo y huraño, se pegaba a las paredes
con los libros bajo el brazo. Y las voces que pasaban rozándolo: “¡Leonardo, ahí viene Leonardo!”; y la
conversación sorprendida al entrar al aula: “Leonardo, ¿me explicas este teorema? ¡No puedo entenderlo!; y en el primer recreo, el muchacho debilucho
que decía: Leonardo: ¿me dejas entrar al
equipo?…he practicado mucho en las vacaciones… ”
Vicente
apretó con el dedo el botón nacarado del timbre y ordenó al mensajero tan
pronto abrió la puerta.
—Haga pasar
al señor Mirabal. — Maquinalmente se arregló un poco el cabello con las
manos y se ajustó el nudo de la corbata.
—Con permiso
—, decía el hombre en voz baja, de pie en el hueco de la puerta. Vicente se
levantó de un salto de su asiento y caminó hacia él con las manos extendidas,
observándole a los ojos ( ¡Dios mío, qué
cambiado está!, y diciéndole apresuradamente:
—Por favor,
Leonardo, pasa adelante. ¡Cuánto tiempo sin verte!
Después de
apretarle las manos entre las suyas, le palmeó la espalda. ¡Qué flaco está y qué amarillo!
—Anda…siéntate. ¡Qué sorpresa más inesperada y qué gusto me da verte!
Leonardo se sentó en el borde de la silla que le ofrecían y conservó el sombrero girando entre las manos mientras decía con suavidad:
—Anda…siéntate. ¡Qué sorpresa más inesperada y qué gusto me da verte!
Leonardo se sentó en el borde de la silla que le ofrecían y conservó el sombrero girando entre las manos mientras decía con suavidad:
—Yo también
me alegro mucho de verte, Vicente. ¡Hace ya tanto tiempo!… Temí que ya no te
acordaras de mí.
— ¿No
acordarme de ti?, pero, ¿estás loco?… ¡Cómo has podido imaginar semejante cosa!
Vicente se sentó de nuevo y mientras lo hacía le pareció de pronto verse a sí mismo en medio de la multitud que colmaba el salón de actos del colegio, y casi oyó la voz del maestro de ceremonias:… “Y ahora, Leonardo Mirabal, ganador de la medalla de mérito, va a dirigirles la palabra en nombre de sus compañeros”…
Vicente se sentó de nuevo y mientras lo hacía le pareció de pronto verse a sí mismo en medio de la multitud que colmaba el salón de actos del colegio, y casi oyó la voz del maestro de ceremonias:… “Y ahora, Leonardo Mirabal, ganador de la medalla de mérito, va a dirigirles la palabra en nombre de sus compañeros”…
La voz del
otro lo sustrajo bruscamente de sus recuerdos.
—No nos
veíamos desde la graduación, ¿no es cierto?
—No,
Leonardo —le contradijo—. Desde un año después de aquella fecha. Desde el 15 de
septiembre de 1930, exactamente. Aquel día embarcaste para Europa a hacer el
curso de post-graduado y yo estuve en el muelle para despedirte.
—Vaya,
tienes una memoria estupenda. La verdad era que no lo recordaba.
Leonardo
pareció que se disculpaba. Vicente se recostó en el respaldo de la butaca y
apretó los puños bajo el escritorio al recordar la voz suave del director del
colegio mientras le decía: “Lo siento
mucho, señor Izaguirre, pero usted no ganó la beca. El señor Mirabal le
sobrepasó por cuatro puntos”. Y la respuesta humillante de él, que todavía lo
hacía enrojecer: « ¿Mirabal? ¡Oh! Creí
que no competiría…»
—Todo este
tiempo he estado preguntándome lo que había sido de ti—, dijo en voz alta.
El otro hizo un gesto vago con la mano y respondió mirando hacia el suelo:
El otro hizo un gesto vago con la mano y respondió mirando hacia el suelo:
—Me han
pasado muchas cosas desde aquellos días. No he tenido suerte, ¿sabes? Malos
negocios… Locuras de juventud… Pero sobre todo mala suerte, mucha mala suerte.
Vicente se
inclinó hacia adelante:
—Pero,
Leonardo, no puedo explicármelo. Fuiste siempre el primer alumno del colegio…
Hiciste una carrera brillante.
Leonardo
habló sin quitar la vista del suelo:
—Sí, una
carrera brillante hasta que salí del colegio… ¿Sabes, Vicente? Creo que me hizo
mucho daño el que allí las cosas me resultasen tan fáciles. Llegué a pensar que
sería lo mismo afuera y, en cambio, ¡todo resultó tan distinto!… El día de la
graduación parecía que tenía todo el mundo por delante…
Vicente,
mientras lo observaba con mirada inexpresiva, continuó para sí el curso de las
palabras del otro:… Y lo tenías, ¡claro
que lo tenías! Estabas justamente entre el mundo y yo. Lo fuiste tomando todo a
tu paso. Para mí no quedó más que lo que dejabas, porque siempre llegaba a
todas partes un poco demasiado tarde: exactamente dos pasos después que tú…
—Pero, ¿y
aquel matrimonio tan brillante que hiciste? —preguntó en voz alta.
— ¡Ah! ¿Te enteraste de eso?… Duró poco. Apenas un año. Todo cuanto emprendí fracasaba, y mi matrimonio no fue una excepción. No podría decirte, Vicente, cuándo la suerte me dio la espalda. Quizás siempre me persiguió la fatalidad, o tal vez fue sucediendo poco a poco y no me di cuenta sino cuando ya era demasiado tarde. Lo cierto es que cuando intenté reaccionar, no contaba ya con nadie. Los que antes me adulaban, me volvieron la espalda. Las puertas que antes se abrían solas a mi paso, permanecían cerradas ante mis llamados desesperados… ¡No tienes idea de lo cruel que puede tornarse la gente!…
— ¡Ah! ¿Te enteraste de eso?… Duró poco. Apenas un año. Todo cuanto emprendí fracasaba, y mi matrimonio no fue una excepción. No podría decirte, Vicente, cuándo la suerte me dio la espalda. Quizás siempre me persiguió la fatalidad, o tal vez fue sucediendo poco a poco y no me di cuenta sino cuando ya era demasiado tarde. Lo cierto es que cuando intenté reaccionar, no contaba ya con nadie. Los que antes me adulaban, me volvieron la espalda. Las puertas que antes se abrían solas a mi paso, permanecían cerradas ante mis llamados desesperados… ¡No tienes idea de lo cruel que puede tornarse la gente!…
Leonardo
hizo una pausa, y luego, tomando una súbita decisión, miró al otro a los ojos y
exclamó:
—Tienes que ayudarme, Vicente. Eres la última persona a quien acudo. No quise hacerlo hasta ahora porque no quería mezclar mi vida de colegio con este vía crucis por el que estoy pasando actualmente. Aquellos tiempos fueron tan hermosos!… Pero todo ha sido inútil: ninguno de los otros ha querido ayudarme…
—Tienes que ayudarme, Vicente. Eres la última persona a quien acudo. No quise hacerlo hasta ahora porque no quería mezclar mi vida de colegio con este vía crucis por el que estoy pasando actualmente. Aquellos tiempos fueron tan hermosos!… Pero todo ha sido inútil: ninguno de los otros ha querido ayudarme…
Vicente se
puso en pie y miró desde arriba la
figura encorvada en el asiento.
— ¿Y qué
puedo hacer por ti, Leonardo?
Respondió
con voz anhelante:
—Sé que el
Doctor Jiménez, tu compañero de bufete, se retira. Me han dicho que andan
ustedes buscando un sustituto… Dame esa oportunidad, por favor, Vicente.
Él
permaneció un rato mudo, mirándole
siempre desde lo alto, mientras recordaba el día de la entrega de trofeos,
cuando el funcionario del Gobierno ponía en manos de Leonardo la copa de plata
que el equipo del colegio había ganado en las competencias deportivas del
último año. ¿Era este hombre acabado, vencido, que estaba allí sentado,
humillándose, el mismo muchacho alto, hermoso, fuerte que había recibido aquel
trofeo?… Se inclinó sobre él y poniéndole una mano en el hombro le dijo:
—No te
preocupes, Leonardo. Hablaré hoy mismo con Jiménez. Cuenta con mi ayuda.
—Gracias, Vicente —le respondió mientras le estrechaba las manos con efusión—. Sabía que no me fallarías.
—Gracias, Vicente —le respondió mientras le estrechaba las manos con efusión—. Sabía que no me fallarías.
Sonrió
ampliamente y salió del despacho haciéndole desde la puerta un saludo con la
mano.
Casi en el mismo instante, la puerta lateral que daba junto al escritorio se abrió con suavidad y una cabeza canosa se asomó por el hueco preguntando:
Casi en el mismo instante, la puerta lateral que daba junto al escritorio se abrió con suavidad y una cabeza canosa se asomó por el hueco preguntando:
— ¿Alguna
novedad, Vicente?
Vicente tuvo
un pequeño sobresalto y poniéndose en pie respondió:
—Ninguna, Dr.
Jiménez. Un solo visitante durante su ausencia. Justamente acaba de salir… Un
tipo sin importancia a quien conocí hace años…
Y cuando la
cabeza desapareció, Vicente sacó su encendedor de plata del bolsillo, lo
encendió con un movimiento del pulgar y lo acercó a la tarjeta que tomó del
escritorio, manteniéndolo allí hasta que ésta ardió totalmente con una llama
rojiza y brillante.
FIN
Virgilio Díaz Grullón: (República Dominicana: 1924-2001). Fue
escritor, poeta y abogado . Su
obra narrativa abarca desde la narración de escenario urbano y de clase media
hasta la temática psicológica, pasando por el cuento fantástico clásico y la
crítica social. Está considerado como uno de los mejores exponentes
de la literatura dominicana en el género cuentos. En 1997 recibió el Premio Nacional de
Literatura de la República Dominicana. Colaboró con
diversos periódicos y revistas nacionales y extranjeras. Varios de sus cuentos
han sido traducidos al inglés, francés y portugués, apareciendo en numerosas
antologías.