El
cañón de punta grande
Néstor Taboada Terán
Cuando los
patrones reaccionen y quieran recuperar sus tierras, ¿con qué armas se van a
defender? les preguntó el maestro Melitón, dejando la costura del pantalón. Y
los indios que le escuchaban, respondieron al unísono:
—Con los
fusiles que nos ha dado el gobierno. Desde la “Sastrería Chic de Melitón
Mercado” (así rezaba un cartel en la puerta del negocio) se veía la plaza de
principal de Punta Grande (Achacachi, en aymara) con sus árboles raquíticos y
su portentoso monumento erigido en memoria de Andrés Santa Cruz Calahumana,
hijo pródigo de la provincia, mestizo de india e hispano y propulsor de la
unidad del Perú y Bolivia, conocido como Mariscal de Zepita por su derrota en
Yungay. En medio de las casitas bajas, de techo de paja, que albergaban a
veintidós mil habitantes, sobresalían los edificios de la Alcaldía (al fondo la
torre de la Iglesia Matriz), la Subprefectura y, como no podía ser de otro
modo, la elegante Casa Cural. Sus calles estrechas conservaban el trazo típico
español. Los vecinos del pueblo y la indiada, “Andícolas altiplánicos y
ribereños lacustres”, paseaban libremente por la plaza y se reunían los
domingos en la feria franca. Los terratenientes desde 1953 habían abandonado
Achacachi y estaban radica-dos en La Paz y ahora los indios se sentían dueños
del pueblo y trataban de vivir —comer, reír y vestir— de acuerdo a esta su
importancia.
— ¿Con los
fusiles? —les preguntó con intención el sastre.
— Sí, con los
fusiles — reiteraron los indios.
—Pero si los
fusiles son poca cosa —dijo volviendo su atención a la costura—, sí, poca cosa.
¿Poca cosa? Los
indios quedaron perplejos. El Sócrates Wanca se mordía los labios. ¿Quién era
este sastre provincial para dudar de la eficacia de sus armas?
El maestro
Melitón estaba abrumado de compromisos. Y trabajando días y noches. El temo
para el secretario de la Central Agraria lo había tenido dormido seis meses. Y
desde el lunes, hace tres días, su oficial, había desaparecido. Él estaba
informado que el gañán había raptado a una imilla quinceañera y que el
Intendente de Policía, a instancias de su madre, tenía un Mandamiento de
Apremio, firmado por el Coronel San Re san, para trasladarlo al Control
Político de La Paz por abuso de confianza, rapto y violación de menor. El
maestro Melitón no quería contratar otro oficial, porque decía que los que
habían y estaban cesantes en el pueblo no eran para obra fina. Hasta mañana
concluiría el pantalón del dirigente agrario y después comenzaría el temo del
Chullpa Talavera, hoy primera autoridad municipal de Punta Grande. El día que
el Chullpa le entregó un corte inglés, comprado en el mercado nylon de La Paz,
para que le haga un traje estilo mejicano, el maestro Melitón tembló. El
Chullpa Talavera era insolvente con las deudas que contraía, pues, eternas eran
las quejas del Marcelino en el billar, de la Rosenda en la fricasería, del León
Vargas en la cantina y hasta de la Honoria en la posada. Y un defecto, de
temer, era que trataba de finiquitar sus problemas a bofetada limpia. Pero hoy,
que estaba en la Alcaldía, lo componía todo con la intervención y garantía del
Huallata Berríos, el tesorero municipal, su sombra fiel.
—El fusil no
tiene la efectividad de otras armas —prosiguió el maestro Melitón—. En primer
lugar, porque después de cada disparo hay que hurgar la manivela para botar la
vaina. Y, mientras tanto, la rosca no está durmiendo, compañeros. En segundo
lugar, para disparar hay que apuntar bien. En tercer lugar, el peligro que
significa apuntar de frente al enemigo...
El maestro
Melitón se privó, no obstante sus deseos, de decirles que precisamente porque
no apuntaron bien los indios en las trincheras del Chaco, Bolivia había perdido
la guerra con el Paraguay. Cuando se reunía con sus amigos en el billar del
Marcelino, donde todavía no ingresaban los campesinos, lo decía francamente,
entre las risotadas de los cholos que le acompañaban: “Los indios metidos en
las trincheras no sacaban la cabeza y disparaban al cielo y mataban
estrellas...”.
—Hay pues otras
armas mejores...
— ¿Y cuáles son
pues?
—Ah, por
ejemplo, el cañón.
— ¿El cañón?
—Sí, el cañón,
compañeros.
Nunca a los
oídos de los indios había llegado esta novedad, y escuchar hoy tan grande
revelación de labios del sastre del pueblo, fue muy grata.
— ¿Y cómo es el
cañón?
El maestro
Melitón sonrió. Extrajo un carretel de hilo blanco mercerizado de las gavetas
de la Singer y lo ensartó en una agujita. Los había conducido precisamente al
terreno que quería. Los indios no perdían detalle de lo que hacía y decía este
weracocha del pueblo, a quien, en este momento lo estaban conceptuando hombre
de verdaderas luces, equivocado quizá en su vocación artesana.
—El cañón es un
arma bien grande, un poquito menos de esta mi máquina. Bien pesado, de puro
fierro y tiene dos ruedas para andar. Una boca del tamaño de aquel cuadro de la
Virgen de Santa Lucía y la bala del tamaño de la cabeza de Wilasaco...
Los indios se
rieron de la referencia: lo conocían al dirigente de la campera roja.
—Y para el tiro
del cañón no hay mano —y observando la expectativa india trató de producir
mayor efecto en sus palabras—: ¡De un cañonazo no hay rosca que aguante en el
mundo!— ¡De un cañonazo! —los indios se movieron inquietos y le pidieron que
siguiera hablando.
—En el mundo
moderno los rusos tienen cañones de cincuenta megatones, es decir de miles de
caballos de fuerza. Pueden mandar desde La Paz un cañonazo y la bala, después
de dar sesenta y dos vueltas alrededor de la tierra en dos días, cae rectito en
Villazón y hace desaparecer todo Tanja.
— ¡Uyuyuy!
—Y los yanquis
no se quedan atrás, tienen una bomba atómica, que es más o menos como el cañón.
Con la bomba atómica han convertido en cenizas tres o dos ciudades, no recuerdo
bien, de los chinos en el Japón.
— ¡Uyuyuy!
Y eso es en los
países desarrollados. Pero en los países como el nuestro, sin desarrollar
todavía, las armas modernas son los cañones con ruedas, para arrastrar.
— ¿Y el
gobierno tiene cañones?
—Tiene.
— ¿No nos podía
regalar unito?
—No creo,
porque es un arma bien peligrosa, de gran costo.
— ¿Y cuánto
costará, no?
—Diez millones.
— ¿Cuánto?
—Tunka pata
waranka.
Tunka pata
waranka. No, no era mucho... Los indios se despidieron y el sastre provincial,
tanto o mejor charlista que Humberto Palza, o cualquier otro pico de oro, como
ya no tenía con quién conversar (hasta su mujer, la seráfica Gerania, se
encontraba fuera de casa), se sintió solo y comenzó a silbar un huayño lleno de
saudade, hilvanando con rapidez el pantalón del secretario de la Central
Agraria Provincial.
Los muchachos
del pueblo, badulaques y walaichos, a decir de la vecindad, acostumbraban todas
las tardes reunirse en la “Sastrería Chic” para cambiar ideas sobre temas
varios. Se deleitaban con los chismes pueblerinos, principalmente los
referentes al sexo. Y al maestro Melitón siempre lo encontraban risueño, de
buen humor, dispuesto a invitarles sillas cómodas. Era listo y lucía un aire
bribón. Cuando se suscitaban discusiones, él jamás recurría a la retirada.
Conocía de deportes y química, de seguridad social y matemáticas, de política y
ciencias, cual sabio interamericano. Era, sin duda, el artesano más simpático
del pueblo de Achacachi, de cara blanca, buena presencia y pocas huellas de los
47 que cargaba. En los días de fiesta, cuando amanecía embanderado el pueblo,
en especial durante la feria de Santa Lucía, vestía elegante traje oscuro, con
solapas de terciopelo, y sombrero embarquillado que era la envidia de la
aristocracia achacacheña.
El Sócrates
Wanka, acompañado de una decena de indios, no tardó en cruzar la plaza principal
y llegar a la “Sastrería Chic”.
—Buenas tardes,
compañero sastre -saludó con solemnidad.
El maestro
Melitón no se extrañó al verlo tan protocolar, sabía a qué venían todos ellos y
simuló indiferencia:
—Buenas,
compañeros... ¿Y cómo andan esas actividades agrarias?
—Quiero
nuevamente que me expliques lo del cañón —le emplazó imperativo.
—Bien, muy
bien, no hay inconveniente, pero primero te probaré el pantalón porque no
quiero perder el tiempo, yo vivo de mi trabajo, y además el Chullpa me está
exigiendo su terno, si ha venido veinte veces es poco; dice que le urge, va a
viajar a La Paz con traje nuevo a hacer no sé qué trámites para la Alcaldía.
El indio se
sacó el pantalón detrás del biombo y salió con el nuevo, mirándose de un lado
para otro. Lo advertía un poco ancho y no menos largo. Los indios se reían
irrespetuosos.
—Esa es la moda
ahora, compañero Wanka, ancho el pantalón y largo y angosto el saco —dio su
palabra autorizada el maestro Melitón, con lo que acabaron las risas indias—.
Pero no te agaches, pues, tanto. Ponte firme...
—Está bien. Y
ahora háblanos del cañón.
Y el sastre
repitió como disco todo lo que manifestara el otro día.
—Y, compañeros,
de un cañonazo la rosca desaparecería... ¡De un cañonazo no hay rosca que
aguante en el mundo!
Uno de los
indios, el más viejo, no pudo resistirse y le peguntó si él conocía alguna
tienda en La Paz en la cual podían adquirir arma tan valiosa.
—Si ustedes
tienen interés en adquirir, yo podía venderles...
— ¿Tú...? ¿Y en
cuánto será no?
El domingo el
maestro Melitón no abrió su negocio y, lo que es peor, la Gerania no asistió a
la misa. Las campanas de la Iglesia Matriz llamaron en vano. “Y ahora siempre
vendría de visita el padrecito Kennedy, futuro cardenal boliviano...”.
Aprovecharon la mañana y la tarde para extraer del rincón del corral (cerca del
nido de las gallinas hueveras, que hicieron escándalo al ver invadidos sus
predios) un cañón semienterrado en calaminas, hierro viejo y basura. De rato en
rato, la Gerania lanzaba grititos de horror al ver arañas negras y peludas que
escapaban presurosas.
—Y pensar que
yo hasta me venía a orinar estos fierros —decía el sastre.
—De borracho
sería, pues. —No, de sano.
—El cañón era
mediano, de la época de la guerra civil entre federales y unionistas. Los
unionistas, cooperados por los potentados habían lucido valioso armamento, pero
más había hecho el coraje de las masas indígenas que invadieron las ciudades a
favor de los federales. El padre del maestro Melitón, don Manuel Mercado, fue
derrotado en el Segundo Crucero y dejó a su hijo como recuerdo de aquel tiempo
perdido, el cañón que ahora trataba de negociarlo y dos sables de empuñadura de
hierro, de metro y medio aproximadamente.
—Pero no sé de
cómo se me ha venido a la cabeza venderlo a estos kamakes; y mira, Gerania, si
no nos ha de caer mal... Pues, con ese capitalito nada despreciable nos iríamos
a La Paz...
— ¿Y la feria
de Santa Lucía?
—La dejamos,
pues, y en La Paz nos dedicamos al contrabando. Como ha hecho el hijo del viejo
Pizarroso. Ahora está hecho un futre y tiene dos casas sobre calle en la mejor
avenida y es dirigente del sindicato de contrabandistas. La otra vez lo ha
condecorado el Alcalde con una medalla de purito oro y un discurso sentimental
que los había hecho lagrimear a todos y se habían farreado hasta el día
siguiente con Doble V. y singani y orquesta. Su foto ha salido en los diarios.
Yo viajaría al Desaguadero en una camioneta oficial y traería mercaderías que
tú venderías en el mercado nailon. Y nos damos una gran vida, no como ahora que
estamos jodidos con la sastrería. A nuestros hijos, como el Manuelito, que ya
está grande y un poco puebleño, lo ponemos al colegio del San Calixto que tiene
un lindo uniforme...
Les costó mucho
esfuerzo extraer el cañón del rincón del corral. Se ayudaron con maderos,
cañerías y cordeles. En el centro del patio vieron que estaba muy enmohecido y
lo lavaron con gasolina y aceite. Y sudor más que todo. El óxido se empeñó por
mucho tiempo en no abandonar el hierro.
El lunes, a
primera hora, cuando los campesinos ingresaron ceremoniosos al patio, el cañón
ya los estaba esperando erguido, limpio, riendo con su tremenda bocaza.
"El maestro —pensaron los indios en aymara—, no nos ha mentido como
siempre suelen mentir los cholos. ¡Qué boca que tiene este cañón!".
—Esta es la
arma bien peligrosa de los países sin desarrollar...
Los indios
habían traído el dinero en un envoltorio de tocuyo blanco marcado con letras
rojas: Azúcar Cartavio. Y para tratar el precio definitivo y contar el papel
moneda fue preciso cerrar la tienda y proveerse de botellas de cerveza.
Al atardecer ya
todo estaba acordado. Los in-dios pagaron ocho millones de bolivianos y
veinticuatro botellas. Como estaba quemando esa tarde de sol, todas las
botellas fueron vaciadas sin novedad. El maestro Melitón no quiso firmar ningún
documento.
Hasta llegada
la noche charlaron excitados. El repertorio del alegre sastre era inagotable.
Los in-dios, tirados de la lengua, no se quedaron atrás y le contaron al
maestro Melitón que el dinero había sido colectado por el sistema de ramas que
acostumbraban hacer de vez en vez, cuando alguna necesidad los impelía. Y para
que no hayan líos posteriores entre algunos descontentos, lo refrendaban por
asamblea de delegados.
En la noche,
los campesinos, ebrios y sin testigos, porque así lo dispusieron el maestro
Melitón y la seráfica Gerania, trasladaron su adquisición lentamente, a rastras
(ya que no podían levantarlo como a guagua, cual eran sus caros deseos), por
las afueras del pueblo, hasta el patio de la Federación Agraria Provincial,
donde fue depositado con buena custodia. Las ruedas dejaron huellas profundas,
acanaladas, en la tierra y el pavimento del pueblo.
Después de challarlo,
multitud de campesinos del altiplano desfilaron varios días en procesión.
Callados y sigilosos observaban los jóvenes, y los viejos cerrados y mustios.
De súbito, los dirigentes suspendieron la procesión susceptibles de que la
rosca y los ex terratenientes cazurros adviertan al cañón y puedan monearse y
adquirir otro, igual o mejor. ¡Y adiós las ideas de la libertad y la igualdad
que alentaban!
El maestro
Melitón entregó el terno al Alcalde Municipal y la factura, de acuerdo a
convenio, fue cancelada por el Huallata Berríos. “No hay duda de que este
último tiempo la suerte, me acompaña. Hasta el Chullpa me ha pagado...”
Y, para festejar su buena estrella, se bebió un par de cervezas. Apareció su
oficial con la imilla raptada (la pobrecita estropeada), sedientos y
hambrientos hasta la exageración. Después de hacerles variadas bromas de tono
subido y mirarle en los ojos a la muchacha —“Esta imilla ya está encinta” —se
condolió de la suerte de todos los seres pobres del mundo, les regaló cinco mil
bolivianos e invitó dos cervezas. Les contó que él también así había comenzado
su vida, robándose a la mejor chola de Punta Grande, ahora su respetable
mamacuna, la Gerania.
Y día por día,
el maestro Melitón no podía saciarse. Sediento de cerveza se levantaba y
sediento de cerveza se acostaba. Bebía por los vivos y por los muertos de
Achacachi. Hasta que un día lo volvieron en sí los campesinos.
— ¿Y las balas
del cañón?
—No ha sido el
convenio de facilitarles balas y todo.
—Nosotros
necesitamos las balas también. —Las balas las tiene el gobierno. —¿Las balas
del cañón las tiene el gobierno? —Sí, pídanle, pues, al gobierno.
Y los indios
formaron una comisión (la misma que había colectado las ramas) y viajó a La
Paz. En treinta
días entrevistó a casi todas las autoridades nacionales, quienes se reían
cuando los campesinos hacían su solicitud entrañable. El ministro de Asuntos
Campesinos no pudo contenerse y les dijo en tono severo que dejaran de
preocuparse en absurdos y trabajaran.
—El gobierno ya
les ha dado tierras y fusiles, y eso es suficiente, compañeros. Eso de cañones
y balas para cañones son puras majaderías. Y piensan ustedes en esas cosas
porque no trabajan. Si trabajarán no tendrían tiempo de pensar en sonseras. Lo
que ustedes están haciendo en este momento es masturbarse políticamente...
Retornaron
desengañados.
Y antes de
informar a la base, creyeron de buen tiro entrevistarse primero con el
sastre. El maestro Melitón les invitó un vaso de cerveza, y con seriedad que no
deja dudas, les dijo que no era de extrañar la actitud de las autoridades por
tratarse de arma tan poderosa que tenían ellos en su poder y que el gobierno,
por su seguridad, los proyectiles los tenía a buen recaudo, en sus arsenales...
—Sí,
compañeros, en esas casas monumentales, que se llaman arsenales, con cuartos
llenecitos de balas... de cañón.
—Arsenales.
—Sí, arsenales.
— ¿Y dónde
están los arsenales?
—En todas
partes hay arsenales. Por ejemplo en La Paz está en la Plaza Antofagasta, al
lado de la Aduana Nacional y frente a la fricasería del Ulupica...
— ¿No es
arsenal también lo que hay aquí en Achacachi?
—Sí, es arsenal
también... —Anjá.
—Y por si acaso
les comunico que está bien resguardado por los soldados del Ejército de la
Revolución Nacional, no crean que está así no más abandonado...
Los indios
concluyeron con el vaso de cerveza y se despidieron sin mayor comentario.
El maestro
Melitón, desconfiado y temeroso, se rascó la coronilla.
—Ah, indios
kamakes...
Los indios de
la provincia, convocados por los dirigentes de la Federación Agraria, se
reunieron en asamblea. Delegados de Masaya, Avichaca, Suntia, Coromata Alta,
Coromata Media, Coromata Baja, Paychani, Ancoraimes, Ajila, Huari-na, Apuraya,
Sekena, Tunuri, Santiago de Huata, Murumamani, Kaani, Walata, Chojñakala,
Taipipapararani, Ajaría, Huatajata, Kokotani y Tiquina. Deliberaron ampliamente
sobre el cañón y su inutilidad manifiesta sin proyectiles.
Hubieron
acaloradas protestas sobre el injusto trato que les dispensaba el gobierno,
impidiéndoles, de este modo, dar muerte definitiva a la rosca, que de acuerdo
con las informaciones del Comité Político Nacional, estaba constantemente acechándolos.
Cerca de la
media noche, los asambleístas conminaron a los mozos de mejores pulmones para
escalar los cerros y soliviantar a los campesinos adheridos a la Central
Agraria. Resonaron los pututus largamente y los indios, de oído fino, hicieron
a un lado las cobijas de alpaca donde descansaban al lado de sus warmis y
guaguas, cogieron los fusiles y abandonaron sus chozas y chujllas. La noche era
de tinieblas. El pueblo de Punta Grande, alarmadísimo, no quiso aparecer en
escena.
Concentrados
centenares y millares de indios se lanzaron al asalto del arsenal, entre gritos
y aullidos de rebelión. Los soldados de la guardia no pudieron impedir que sean
derribadas todas las puertas y huyeron despavoridos. Los dirigentes requisaron
cuidadosamente habitación por habitación y rincón por rincón. Encontraron
muchos cajones y los destrozaron. Habían fusiles y sólo fusiles, más fusiles.
Munición y más munición. Piripipís y pistames. ¿Y de las balas del cañón? Ni
rastro.
Así tan prolija
como infructuosa fue la búsqueda.
El Subprefecto
de la provincia, acompañado del Alcalde Municipal, que lucía ahora su temo
nuevo, beige, confeccionado en la "Sastrería Chic" del pueblo,
telegrafiaron a La Paz de lo que estaba aconteciendo en Achacachi. Los
carabineros y agentes del Control Político llegaron al día siguiente, por la
tarde, en jeeps japoneses y camiones norteamericanos, retrasados porque habían
tomado erróneamente la misteriosa ruta de Cala-marca que conduce a Oruro. Y a
la llegada de la comisión pacificadora todo ya estaba consumado. Debajo del
portentoso monumento al Mariscal de Zepita, comprobaron que no habían señales
de agitación, ni rebelión indigenales. Los indios en el campo estaban detrás de
sus yuntas abriendo surcos en la tierra para sembrar o haciendo agujeritos para
que sus compañeras arrojen semillas de papas y ocas...
Los policías,
después de la minuciosa inspección ocular que realizaron, no podían explicarse
cómo del arsenal asaltado no habían sido sustraídas las armas, pues la masa
subversiva había pasado por encima despreciándolas y hasta pisoteándolas. Todos
los cajones estaban averiados, mas no así las armas, que lucían intactas.
Los dirigentes
de la Federación Agraria fueron apresados y, para hablar, no necesitaron que
los huasquée el Control Político, pues, mohínos, como perros apaleados,
confesaron con insólita espontaneidad que el origen del vandalismo estaba en la
adquisición que habían hecho del cañón, en ocho millones de bolivianos y
veinticuatro botellas de cerveza, y el egoísmo del gobierno revolucionario en
no querer facilitar sus balas...
Cuando los
sabuesos del Control Político, olisqueando las callejuelas, que conservaban el
trazo típico español, llegaron a la “Sastrería Chic” de Melitón Mercado, en
busca del maestro para hacerle ver su error de jugar con la bondad campesina,
no lo encontraron. Sólo una india vieja, portera de la casa, les informó en
aymara:
—Ayer viajaron
marido y mujer, con todas sus guaguas, en una camioneta oficial, y yo no sé ni
podía decirles a dónde se fueron. El weraqocha parecía estar muy alegre, aunque
siempre así era su carácter...
Fin