Autores consagrados del «boom» hispanoamericano
Entre finales de los cincuenta y principios de los
sesenta se produce lo que se dio en llamar el «boom» de la narrativa
hispanoamericana, a raíz de un poderoso lanzamiento editorial desde España con
el que en gran medida se pretendía paliar la crisis por la que atravesaba el
realismo social. La idea consistía en proponer una nueva novela en lengua
española que actuase de hecho como referente para los narradores de nuestro
país y que desde aquí se proyectase internacionalmente.
Los nombres que ofrecemos a continuación son, a
nuestro parecer, los de los narradores hispanoamericanos consagrados más
influyentes; no obstante, resulta arriesgado proponer una lista cerrada:
primeramente, porque la obra de varios de ellos ha trascendido al gran público
y ha encontrado una resonancia masiva mientras que la de otros muchos ha
apostado por una vía minoritaria y cultista; en segundo lugar, porque algunos
han obrado con tal cautela, que su producción apenas difiere hoy de la de hace
veinte o treinta años, mientras que otros, por fin, han sufrido una evolución
ideológica y estética tan profunda, que hoy apenas se reconoce en ellos a los
narradores de aquellos años en que fueron lanzados como promesas
internacionales. A todo lo cual hay que unir, por fin, la amplitud y número de
autores y obras, que dificultan enormemente una selección rigurosa, a la vez
que la ininterrumpida incorporación de jóvenes ha hecho madurar y evolucionar
en nuevos sentidos la narrativa hispanoamericana.
a) García Márquez
El más difundido de los escritores
hispanoamericanos actuales es el colombiano Gabriel García Márquez , sobre todo a partir de la concesión del Nobel en 1982. Aunque
dicho galardón ha popularizado su nombre y su obra, ésta sigue asociándose
básicamente a Cien años de soledad,
una obra maestra que ha trascendido a su autor para convertirse en el símbolo
de la reciente literatura hispanoamericana.
Antes de consagrarse literariamente, García Márquez
había ejercido el periodismo —que nunca ha abandonado— en diversos puntos del
globo, entre ellos Europa, Estados Unidos y otros países americanos. No sería
hasta 1961 cuando el escritor colombiano se dedicase plenamente a la
literatura, animado por el favor obtenido con la novela corta El coronel no tiene quien le escriba; su
tensión, manifiesta en un estilo clásico y conciso, en una peculiar estructura
y en un característico tratamiento del tiempo, transmite no obstante una
sensación de total inmovilidad y, con ella, de desesperanza. Antes de ella, son
dignos de reseñar Relato de un náufrago
(1954), de tono periodístico; y La
hojarasca (1955), con la que García Márquez iniciaba el llamado «ciclo de
Macondo», del cual nos mostraría nuevos aspectos en dos obras de 1962, La mala hora y el libro de relatos Los funerales de la Mamá Grande.
La figura de García Márquez hubo de ser proyectada
internacionalmente desde España, donde el escritor colombiano había encontrado
algunos admiradores y protectores incondicionales (aun así, el manuscrito de Cien años de soledad, llamada a constituir
un hito en la letras en lengua castellana y a difundir por todo el mundo la
literatura hispanoamericana, rodó por diferentes editoriales hasta ver la luz).
En Cien años de soledad (1967)
encuentra su justa dimensión el mundo simbólico que obsesionaba desde hacía
años a García Márquez y que en sus obras anteriores sólo había podido esbozar.
La obra, encarada como una «novela total», como una representación
globalizadora de la realidad americana, es una epopeya atemporal donde lo
mágico se impone con fuerza pero también con naturalidad:
«[Melquíades]
Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo
soportar la soledad. Repudiado por su tribu, desprovisto de toda facultad
sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en
aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicado a la
explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había
oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su
familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se
quedó mudo de estupor».
El Macondo de Cien
años de soledad —que suele ser emparentado con la Yoknapatawpha de Faulkner
— adquiere así
proporciones míticas y trasciende artísticamente la explicación de la realidad
hispanoamericana: naturaleza, religión y magia, ancestros, y —sobre todo—
violencia y decadencia se unen y superponen en este relato poderoso y sugestivo
cuya ficcionalidad en absoluto oculta la imposición de la dura realidad
hispanoamericana.
Después de un período de silencio motivado por su
convicción de no poder volver a escribir sobre Macondo, García Márquez publicó El otoño del patriarca (1975), que en
cierta medida está emparentada con las novelas anteriores y que supone la
contribución del autor colombiano al tema de la dictadura en la narrativa
hispanoamericana. El otoño del patriarca
está constituida por un largo, dilatado e ininterrumpido discurso narrativo en
el cual confluyen sin solución de continuidad, narrativa y lógicamente
hablando, diversos tiempos y voces —dominando, como en un monólogo interior, la
del dictador—. Se imponen de este modo una escritura y una lectura carentes de
signos de puntuación y que potencian una idea de inmovilidad y, con ella, unos
sentimientos de decadencia y corrupción ajustados a la naturaleza del relato.
También se hizo esperar la siguiente novela de
García Márquez, Crónica de una muerte
anunciada (1981), preludiada por una publicidad que le aseguró un merecido
éxito y que la ha convertido en la novela más difundida del autor después de Cien años de soledad. Sus valores
fundamentales son su excelente estructura, bien estudiada para mantener el
interés —ha sido calificada como «mecanismo de relojería»—; y su estilo
poético, que —a nuestro entender— inaugura ya decididamente una nueva etapa en
la prosa de García Márquez. Es precisamente este segundo estilo, nacido quizá
de la consagración del autor y del «realismo mágico», el característico de sus
últimas novelas: recordemos El amor en
los tiempos del cólera (1985) y El
amor y otros demonios (1993), dos novelas calificadas de «románticas» por
sus dosis de ternura y su tendencia a lo folletinesco. Las últimas obras de
García Márquez evidencian la seguridad y maestría del autor, pero también —pese
a su notable altura y calidad literarias— cierto agotamiento evidente acaso en El general en su laberinto (1989),
novela que trata la figura del «Libertador» Simón Bolívar con recursos a medio
camino entre la seudobiografía y el género histórico.
b) Vargas Llosa
La actualidad, en los últimos años, del peruano
Mario Vargas Llosa (n. 1936) se debe más a cuestiones políticas que
literarias, como detractor del gobierno de su país y representante, él mismo,
del conservadurismo burgués y europeizante limeño. Al margen de estas
consideraciones, sus obras de la última década evidencian una seria y profunda
evolución literaria que lo ha llevado de la estética crítico-realista —por la
que se le consideraba afín a la «Generación del 50»— al idealismo y al
subjetivismo; y del terreno de la creación narrativa al del periodismo y el
ensayo. De cualquier modo, y por más que el conjunto de su producción
ciertamente se caracterice por su renovación y experimentación continuas, en las
últimas creaciones de Vargas Llosa acaso se eche en falta la intensidad con que
cautivó en sus primeras novelas.
La primera de ellas fue La ciudad y los perros (1963), ambientada en un colegio militar de
Lima, pálido reflejo de la podredumbre moral y material del país cuya
estructura social atacaba. El sentido del realismo de La ciudad y los perros, basado en la utilización de nuevas técnicas
narrativas —sobre todo, en el tratamiento del tiempo y en los diálogos y
monólogos—, mostraba nuevas posibilidades del testimonialismo y sorprendió en
España a una generación realista en crisis. La apertura a un nuevo realismo
desde la fidelidad al tradicional, de deuda decimonónica —Flaubert ha sido
siempre el maestro de Vargas Llosa—, domina sus siguientes novelas: La casa verde (1965) y Conversación en la Catedral (1970). La
primera es un alarde de dominio estructural, pues narra tres historias
distintas de sendos personajes en un período de tiempo bastante dilatado; la
segunda, por su lado, es posiblemente la más dura de las novelas de Vargas
Llosa, y constituye un auténtico auto de inculpación de la clase dirigente
peruana —limeña en concreto— en la corrupción que, en la década de los
cincuenta, floreció bajo la dictadura. Junto a las novelas hasta aquí citadas debemos
recordar sus cuentos reunidos en Los
jefes (1959) y la novela corta Los
cachorros (1967), esta última una de sus obras más características a pesar
de su brevedad y de su carga lírica y sentimental.
Distinto signo tienen, a nuestro parecer, las dos
novelas posteriores de Vargas Llosa, Pantaleón
y las visitadoras (1973) y La tía
Julia y el escribidor (1977). Aunque también persiguen la crítica de las
instituciones y la política nacionales, ambas lo hacen a partir de un sentido
del humor que le permite al autor sustraer su atención del real objetivo de la
denuncia: el Ejército en el caso de Pantaleón
y las visitadoras, regularmente «visitado» por un destacamento de
prostitutas en las regiones amazónicas; y la clase intelectual en La tía Julia y el escribidor, reducida a
una cultura empequeñecida, torpe y rutinaria, aunque contemplada con cariño por
el narrador peruano.
La
guerra del fin del mundo (1981) posiblemente marca el fin de los ideales
revolucionarios de Vargas Llosa y, con ellos, de una literatura decididamente
realista y comprometida, siendo —no obstante— la novela en que existe una
reflexión más seria y rigurosa sobre la revolución, el fanatismo, el papel de
los intelectuales frente al pueblo y los políticos, etc. Basada en hechos
históricos, La guerra del fin del mundo
nos ofrece un cuadro del subdesarrollo del noreste del Brasil, donde un
«santón» milagrero y carismático anuncia el fin del mundo y anima a los pobres
y marginados a la rebelión última y total; descubierta la falsedad del
«santón», aquélla será sofocada y negada la viabilidad siquiera de cualquier
revolución. Después de La guerra del fin
del mundo, que marca el punto de inflexión de su producción, el escritor
limeño ha publicado obras de menor fortuna: Historia
de Mayta (1984) plantea —acaso poco literariamente, lo que ha suscitado
mayores polémicas y suspicacias— la inutilidad, la desconfianza y la invalidez
de la revolución; tono menor tienen ¿Quién
mató a Palomino Molero? (1986), paródica y humorística, y la novela erótica
Elogio de la madrastra (1988).
c) Cortázar
La obra del argentino Julio Cortázar (1916-1984) es
quizás una de las menos «hispanoamericanas» —si se nos permite el estereotipo—
de las producidas por los maestros del «boom». Nacido en Bruselas por azar y
residente en Francia por voluntad (aunque sólo se nacionalizó al final de su
vida), la producción de Cortázar, de marcado carácter europeo, se adscribe
básicamente al estructuralismo y al formalismo narrativos, y se caracteriza por
concebir el relato como un todo resultante de la perfecta imbricación de sus
partes. Su idea de la novela se aproxima a la de Borges, aunque el racionalismo
cientifista de éste deja lugar en Cortázar a la suspensión de toda certeza y de
todo juicio. En su obra predomina el tema del azar como lugar de elástica
confluencia entre realidad y potencialidad y, en consecuencia, el ambiente de
sus relatos participa tanto del onirismo como de la irracionalidad y del
misterio. Influido poderosamente por la tradición anglosajona del cuento de
misterio (Cortázar ha sido uno de los mejores traductores de Poe al español),
no debemos olvidar por otro lado su deuda con el existencialismo, que le hace
potenciar el sentimiento del absurdo del hombre actual, su radical
insolidaridad y su incomunicabilidad.
Su inicial tendencia a una literatura fantástica
—los títulos de esta época serían el significativo Bestiario (1951) y Final del
juego (1956)— derivó en su madurez hacia una especial atención a las
posibles interferencias de lo maravilloso en lo cotidiano; es decir, a la
búsqueda de la frontera entre realidad e irrealidad en la existencia humana,
descubriendo así un sentido del «realismo mágico» inusitado y de alcance
universal. Quizá sea en su ambiciosa novela Rayuela
(1963), su obra maestra, donde mejor pueda conocerse el nuevo sentido que
Cortázar le imprime a la narrativa hispanoamericana.
Con un peculiar sentido
del existencialismo, Rayuela propone
la acción como realización del ser humano y la persecución de un ideal
individual y social como meta del intelectual en particular y de todo hombre en
general: desde este punto de vista, la novela preludiaba el mayo francés y
exponía la necesidad del compromiso sociopolítico en Hispanoamérica (Cortázar
fue defensor de la revolución cubana y simpatizante del sandinismo
nicaragüense). Rayuela apuesta por la
experimentación de nuevas técnicas narrativas de filiación neovanguardista y
estructuralista, ofreciendo un ingente material narrativo que sorprende por su
potencialidad y que se dispone en secuencias con múltiples combinaciones,
algunas de ellas simplemente sugeridas. El resultado es la omnipresencia del
autor como artífice de un todo cuyos elementos están en sus manos, cuyas claves
pueden ser variadas y para cuya lectura demanda la colaboración del lector
—hasta el punto de que la lectura por Cortázar de la secuencia número 62 de Rayuela originó una nueva novela: 62 modelo para armar (1968), que para
muchos es, técnicamente, la más conseguida del autor—.
En Cortázar hay que reconocer a uno de los más
hábiles narradores hispanoamericanos de las últimas décadas. Su magistral uso
de las más diversas técnicas y, en concreto, de la voz del narrador, le permite
organizar a su antojo el relato —siempre tenso e intrigante—, distanciándolo en
diversos grados según la atracción que quiera ejercer sobre el lector. Quizá
sea en sus numerosos cuentos donde mejor podamos observar todas estas
características. Volúmenes como Las armas
secretas (1964), Todos los fuegos el
fuego (1966), Octaedro (1974) y Queremos tanto a Glenda (1981) señalan a
Cortázar como uno de los grandes cuentistas de las últimas décadas —igualable a
Borges, en quien veía a un maestro— y los relatos de los que se componen
evidencian las posibilidades de un género a veces infravalorado y que
Hispanoamérica ha contado y cuenta con excelentes cultivadores.
d) Fuentes
De todos los maestros de la nueva novela
hispanoamericana, posiblemente sea el mejicano Carlos Fuentes el
menos conocido y el de obra menos popular. Quizá sea debido al carácter mismo
de su producción, muy marcada por sus orígenes y formación: hijo de un
diplomático mejicano y de madre norteamericana, en sus novelas confluyen las
culturas hispana, indígena y anglosajona, y su arraigado y convencido
culturalismo lo ha convertido en un autor relativamente minoritario.
Los inicios de la obra de Fuentes están vinculados
a los de la generación mejicana que, por los años cincuenta, comenzó a
incorporarse a las nuevas formas narrativas en su intento de superar el
«indigenismo» oficial y de distanciarse de la Revolución como referente
obligado. Sería La región más
transparente (1958) la obra en que Fuentes daría por vez primera la medida
de su talento: siguiendo la línea de la novela urbana de tema crítico, nos
ofrece un retrato moral de la ciudad de México centrándose en las nuevas
generaciones de intelectuales y en el capitalismo como contrapunto de los
ideales revolucionarios que un día alentaran al pueblo mejicano.
La región más transparente interesa,
básicamente, por su carácter experimental, que rompe con el resto de la
narrativa mejicana; así como por su particular conciliación de indigenismo y
culturalismo, gracias a la cual se integran elementos de la tradición
pre-hispánica y los de la actual civilización de la imagen. Una intención
eminentemente crítica preside también La
muerte de Artemio Cruz (1962), una de las novelas de Fuentes más justamente
celebradas. Frente al fragmentarismo estructural y al barroquismo expresivo de
su anterior novela, La muerte de Artemio
Cruz apuesta por un estilo de clásica concisión y por una estructura simple
—ambos de indudable modernidad— para ofrecernos un profundo análisis del
fracaso de la revolución. La novela está dispuesta en doce capítulos que
abarcan las doce horas de agonía del anciano oligarca Artemio Cruz, durante las
que un narrador y él mismo —a través del monólogo interior y del diálogo con su
conciencia— reconstruyen su vida de enriquecimiento, poder y traición a los
ideales revolucionarios.
Muy distintas preocupaciones acoge la que para
algunos es la obra maestra de Fuentes: Cambio
de piel (1967), una novela asociada al movimiento «beat» norteamericano y que hace suyo
el moderno mito de la carretera como modo de vida marginal. Sirviéndose de los
recursos de la nueva narrativa y de elementos de otras artes —pintura y cine,
fundamentalmente—, Cambio de piel
resume los ideales y las inquietudes de finales de los sesenta: los
comportamientos sexuales, la angustia existencial y la crisis de las relaciones
personales e institucionales tienen su lugar en esta novela cuyo telón de fondo
es, sin embargo, el México más profundo y ancestral, que se impone con la
fuerza de su irracionalidad y de su misterio en esta época de radical
inseguridad.
Después de alguna obra de menor aliento y de unos
años de silencio creativo, Fuentes publicó Terra
nostra (1975), una novela ambiciosa pero fallida. Carente de agilidad
narrativa, excesivamente simbólica y repleta de alusiones culturalistas, Terra nostra resulta en verdad
complejísima y exige del lector una vasta cultura, aunque en ella pueda
encontrarse al Fuentes total, intérprete no sólo de la historia, la cultura y
la vida mejicanas, sino también de la civilización y de la existencia humanas.
Obras posteriores tampoco consiguieron ni la altura literaria ni el
reconocimiento que Fuentes pretendía, al menos no hasta la publicación de Gringo viejo (1985), que puede ser
tenida por otra de sus grandes creaciones. Frente a larga extensión de la
mayoría de sus obras, Gringo viejo es
una novela corta con la que Fuentes recupera su obsesión por las implicaciones
de la Revolución Mexicana, esta vez recurriendo a la leyenda en torno a la
muerte del escritor estadounidense Ambrose Bierce, según la cual éste se
adentró en territorio mejicano en plena revolución buscando la muerte.
Fuente: Eduardo
Iáñez- El siglo
XX: literatura contemporánea, 1995