La
novela está organizada en seis capítulos, subdivididos en 39 segmentos
numerados en forma continua (del I al XXXIX). Cada uno de los capítulos está
encabezado por un epígrafe, que en su conjunto, de alguna manera, remiten y se
articulan a las tres vertientes culturales que son puestas en relación al
interior de la obra: dos de ellos remiten a la tradición judeo-cristiana
(Deuteronomio y Salmo 119), dos a la cultura prehispánica (Chilam Balam y
Popol-Vuh) y dos a la cultura europea (Shelley y Quevedo). Los nombres de los
tres personajes femeninos también se vinculan, aunque de otro modo, a estas
tres vertientes: Ruth, Rosario y Mouche.
El
desarrollo del acontecer está expuesto por un narrador-protagonista, músico y
musicólogo devenido en compositor de partituras para publicidad comercial. La
situación y el momento iniciales de todo se expone en el Capítulo Primero: es
un día 4 de junio y el protagonista, que ha terminado exitosamente un encargo
de trabajo, se enfrenta a unas vacaciones de tres semanas en el mismo momento
en que su esposa —Ruth, actriz dramática que lleva cuatro años y siete meses
representando la En tales circunstancias («Roto
el desaforado ritmo de mis días [...] estaba como enfermo de súbito
descanso»), se encuentra por casualidad con su antiguo maestro de
música, curador del Museo Organográfico, quien lo compromete a un viaje a una
región selvática de la América del Sur para tratar de conseguir unos
instrumentos musicales aborígenes. A instancias de su amante —Mouche, que «se había formado intelectualmente en el gran
baratillo surrealista» resuelve finalmente aceptar el encargo, viajar con
ella al país indicado, pero dispuesto a entregar una falsificación de los
instrumentos.
A
partir del Capítulo Segundo, la narración, siempre en primera persona, asume la
forma de un Diario, que va relatando lo que acontece al mismo tiempo que
registra las reflexiones y recuerdos del protagonista. La primera fecha que se
registra, a su llegada a la capital de un país sudamericano, es el 7 de junio
(segmento IV) y la última (segmento XXXIX) el 30 de diciembre.
El
proceso estructurador interno de la novela puede ser planteado, en términos
tomados de la Poética aristotélica, como una anagnórisis, como un reconocimiento,
como el paso de lo desconocido a lo conocido. El protagonista de la obra, a partir
de un cambio en el ritmo cotidiano de su vida y a través de las circunstancias
que se narran, va poco a poco pasando de una condición de existencia alienada
sin conciencia de serlo, a una conciencia clara y conflictiva de su condición.
Este
desplazamiento de la no conciencia a la conciencia, del en sí al para sí, está
simbólicamente articulado al triple viaje que realiza el protagonista:
a) el viaje desde el centro metropolitano del
norte a una
capital sudamericana y luego a los hondones de la selva;
b)
el viaje por las edades y períodos de la historia que se va desplegando en
forma paralela, hasta llegar, más allá de Santa Ménica de los Venados, a lo que
se define como el Cuarto Día de la Creación;
c) el viaje al pasado, a la memoria recuperada
del protagonista, que lo lleva hasta integrarse en las raíces perdidas en la infancia
de su origen latinoamericano.
Este
triple viaje es el que articula formalmente el proceso de anagnórisis, de paso
de la no conciencia a la conciencia. Del en sí al para sí.
La
primera decisión del protagonista en este encuentro con sus raíces, rescatadas
por la memoria al estímulo del medio, al contacto con este mundo natural y
previo a la civilización, salvaje en el sentido antropológico-cultural, es la
de quedarse en él para siempre, libre al fin, pleno y dueño de sí mismo. Pero
esto no es tan fácil. Hay un episodio que ilustra claramente el hecho de que el
protagonista no puede asumir esta relación directa, inmediata y natural con el
medio. Cuando, a raíz del intento de violación de una niñita por parte de
Nicasio, el leproso moribundo, el protagonista sale con Marcos, el hijo del
Adelantado, llevando la escopeta para terminar con el problema, se ve imposibilitado,
vedado por siglos de cultura, cristianismo, humanismo y literatura, y no puede
oprimir el gatillo. Ha de ser Marcos quien, sin aceptar tales remilgos
—incomprensibles, según dice, en un hombre que ha estado en la guerra—, cumple
la tarea que la supervivencia y tranquilidad de todos hace necesaria.
Otro
ejemplo está dado por el hecho de que el protagonista no puede dejar de componer
música. Pero componer como hombre ilustrado, con pentagrama, papel y tinta. Y componer
no es sólo eso, componer es el eslabón de una cadena que no se conecta con ese
medio: músicos, instrumentos, orquesta, ejecución pública. Ese no es un oficio
útil ni necesario en ese medio; para la música está, por ejemplo, Marcos, que
coge la guitarra y toca y canta.
Los
últimos capítulos nos muestran el retorno, supuesta y programadamente provisorio,
al mundo contemporáneo; y luego el segundo intento de regreso a la selva, que
fracasó
Hasta
aquí, también, la novela parece dirigirse más a cuestionar uno de los mitos de
los vanguardistas de comienzos de siglo. No nos olvidemos que el rechazo al
orden burgués y a la idealización del progreso de los positivistas, dio origen
a una búsqueda neorromántica de lo primitivo, de lo salvaje, de todo, en fin,
lo que fuera escape y rechazo de una civilización opresora. Alentados por los
intentos de escapes reales de un Rimbaud o de un Gauguin, viene la mitificación
del primitivismo, de lo infantil, de lo na'if (el aduanero Rousseau), del negrismo
exotista.
No
hay que olvidar tampoco que entre los personajes amigos de Mouche, en el primer
capítulo, aparece un pintor que era «gran aficionado a las artes primitivas», y
que entre las conversaciones de ese grupo no faltaban «los proyectos del que pretendía
instalar una granja en el Oeste, donde el arte de unos cuantos iba a ser salvado
por la cría de gallinas Leghorn, o RhocLe-Island Red».
Sin
embargo, pese a que este cuestionamiento al mencionado mito de la evasión de
los vanguardistas es uno de los elementos del mundo significativo de la novela,
ésta no se reduce a la mera negatividad. Dijimos que, si nos atenemos literalmente
al proceso argumental de la novela ésta parecería ilustrar un fracaso. Y de
algún modo esta novela ha sido leída así. La lectura más corriente de la obra,
toma sus seis capítulos como una secuencia témporo-causal cronológicamente
continua, apoyándose en la secuencia temática del acontecer. Y efectivamente,
en el enunciado, en lo que se narra, hay una secuencia temática que sigue la
con tinuidad cronológica: comienza un día 4 de junio (con las vacaciones del
protagonista y «termina» el 30 de diciembre.
Sin
embargo, no hay que olvidar que una novela no se reduce sólo a los hechos
contados, sino que se integra a ellos, como perspectiva de enunciación poética,
el hecho de ser contados por alguien.
Y
es en esta distinción donde podemos apoyarnos para mostrar un hecho en el que,
al parecer, no se han detenido los que la han estudiado. Se trata de que los
capítulos II al VI son contados, narrados por el protagonista desde una
perspectiva temporal coincidente con y apegada al tiempo de lo que acontece (la
forma de Diario); pero el Capítulo Primero tiene una perspectiva temporal
distinta. Allí el protagonista narra los hechos que sucedieron «al comienzo de
todo«, pero los narra desde una distancia que los coloca como un pasado
distante, como antecedente de lo que sucederá después. Esto significa que la
temporalidad cronológica del acontecer ficticio, que es continua, no coincide
con la temporalidad de la ficción enunciativa. El tiempo de la enunciación
ficticia (el tiempo en que está situado el narrador-protagonista) en los
capítulos segundo al sexto es inmediato y paralelo al del acontecer narrado;
pero el momento desde el que se narran los hechos del Capítulo Primero se sitúa
a gran distancia temporal respecto a lo que se cuenta. La perspectiva semántica
que rige el Capítulo Primero, a diferencia de los capítulos siguientes, implica
un conocimiento de lo que sucederá, una conciencia de que lo que se va a narrar
forma parte de la memoria del sujeto enunciador. En efecto, en los párrafos que
cierran el primer segmento del Capítulo Primero, el protagonista, desconcertado
por el quiebre en su rutina habitual que implica el comienzo de sus vacaciones,
vaga por la ciudad y siente que comienza a llover:
...unas gotas frías rozaron el dorso
de mis manos. Al cabo de un tiempo cuya medida escapa, ahora, a mis nociones
—por una aparente brevedad de transcurso en un proceso de dilatación y recurrencia
que entonces me hubiera sido insospechable—, recuerdo esas gotas cayendo sobre
mi piel en deleitosos al filerazos, como si hubiesen sido la advertencia
primera —ininteligible para mí, entonces— del encuentro. Encuentro trivial, en
cierto modo, como son, aparentemente
todos los encuentros cuyo verdadero significado se revelará más tarde, en el
tejido de sus implicaciones... Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro,
en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia
que sus truenos parecían truenos de otra latitud.
Este
párrafo nos muestra que los sucesos que sitúan el inicio temático del acontecer
están situados como un «entonces» que se narra desde un «ahora», marcando con
ello una clara distancia temporal respecto de los acontecimientos que se rememoran;
esta distancia temporal entre el momento en que se narra («ahora») y el momento
narrado («entonces») no sólo implica para el narrador un distanciamiento con respecto
al acontecer sino también le permite una perspectiva post factum sobre estos
acontecimientos y los que vendrán, por lo que puede valorar los hechos desde el
conocimiento de lo que vendrá después: «debemos
buscar el comienzo de todo (...) en la nube que reventó en lluvia aquella
tarde». La expresión «el comienzo de todo» no puede entenderse sino como
una referencia a los acontecimientos que van a ser conocidos por el lector en
los capítulos siguientes, lo que necesariamente significa que la perspectiva
temporal del narrador de los hechos del Capítulo Primero se sitúa «después» de
haber ocurrido «todo».
Por
consiguiente, si tomamos en cuenta todo esto, el decurso temporal de los
acontecimientos que se exponen en la novela no se cierra en la última página,
puesto que «después» del último episodio se nos presenta el narrador
del primer capítulo (y esto es lo que explica el cambio de tono narrativo).
Dicho en otros términos, en la línea temporal interna de la novela, el momento
en el que está situado el narrador del Primer Capítulo es «posterior» al momento
en que ocurren los acontecimientos del capítulo final. Por eso, el enunciador
formalizado en el primer capítulo de la novela, es un personaje que ya tiene
otra conciencia que el personaje por él narrado. Tiene otra conciencia, es
decir —en otros términos—, tiene conciencia, puede verse a sí mismo, no se reintegró
al mundo falso de una civilización inhumana y alienante. Por eso puede «ver»
como narrador lo que no podía haber visto como personaje.
De
allí que la novela pueda verse más bien como la metáfora de la superación. Se
cerró el falso camino dado por el mito de la evasión caro a los vanguardistas
europeos. Y se inicia el difícil camino de liberarse asumiendo su
circunstancia, asumiendo su condición de hombre ilustrado, urbano, intelectual
y artista.
El
mundo natural, primitivo, muestra, ilustra un modo más pleno de existencia,
pero sólo para quienes pertenecen a él. Para los otros, para nosotros, son
escapismo, evasión, formas oblicuas de un verdadero horror a la realidad y a la
historia.
Y
para el latinoamericano, asumir su circunstancia y su historia es asumir también
la condición que le corresponde en esta sociedad. El hombre ilustrado, instruido,
no puede —no debe— escapar, evadir su condición, debe asumirla y superarla.
Integrar creadoramente su condición a la condición del mundo en que vive. No
evadir su condición, no escapar a la realidad y a la historia. Asumir su
condición, cambiar la realidad, hacer la historia.
Fuente: Nelson Osorio Tejeda en Diccionario
Enciclopédico de las Letras de América Latina, Monte Ávila Editores
Latinoamericana, Primera
edición, 1995
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