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23 de agosto de 2011

CUENTO POPULAR: Historia de la pierna de carnero

CUENTO POPULAR: Historia de la pierna de carnero

Este relato –correspondiente a las noches 787 y 788– pertenece al clásico linaje de los cuentos de ladrones "finos", al que se suma en este caso particular el tema de la man­ceba astuta que logra triunfar en una situación difícil. Fuente: El Libro de las Mil Noches y Una Noche. Tra­ducción directa y literal del árabe por el Dr. J. C. Mardrus. Versión española de Vicente Blasco Ibáñez.

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Cuentan –¡pero Alah es más sabio!– que en el Cairo, bajo el reinado de un rey entre los reyes de aquel país, había una mujer dotada de tanta astucia y de tanta destreza, que pasar por el ojo de la aguja más pequeña era para ella tan senci­llo como beberse un sorbo de agua. Y he aquí que Alah (que distribuye a su antojo cualidades y defectos) había infundido a aquella mujer tal ar­dor de temperamento, que si le hubiese cabido en suerte ser una de las cuatro esposas de un cre­yente y no compartir con justicia las cuatro noches en cuatro lotes, uno para cada una, se hubiera muerto de deseo reconcentrado. Así es que supo ella arreglarse de manera que llegó no sólo a ser la esposa única de un hombre, sino a casarse a la vez con dos hombres, de la raza de los gallos del Alto Egipto. Y había usado de tanta sutileza, y tan bien supo tomar sus medidas, que ninguno de los dos hombres sospechaba un reparto tan contrario a la ley y a las costumbres de los ver­daderos creyentes. Y por cierto que favorecía los manejos de ella la profesión que ejercían sus dos maridos, porque uno era ladrón nocturno y el otro ratero diurno. Con lo cual, cuando uno regresaba a casa por la noche, una vez terminada su tarea, el otro había salido ya en busca de algún trabajo apropiado. En cuanto a sus nombres, se llamaban: el ladrón, Haram, y el ratero, Akil.

Y transcurrieron días y meses, y el ladrón Haram y el ratero Akil se dedicaban con provecho en casa a su oficio de gallos, y fuera de casa al de zorros.

Un día entre los días, el ladrón Haram, después que el heredero de su padre hubo consolado a la hija del tío más excelentemente aún que de cos­tumbre, dijo a la mujer: "Un asunto de gran impor­tancia ¡oh mujer! me obliga a ausentarme por algún tiempo. ¡Plegué a Alah escribirme el éxito, a fin de que esté yo de vuelta junto a ti lo más pron­to posible!" Y contestó la mujer: "El nombre de Alah sea sobre ti y alrededor de ti, ¡oh cabeza de los hombres! Pero ¿qué va a ser de esta desven­turada mientras dure la ausencia de su enamora­do?" Y se desoló mucho y le dijo mil palabras de desconsuelo, y sólo le dejó partir después de las más cálidas pruebas de afecto. Y cargado con un saco de provisiones de boca que la joven había tenido cuidado de prepararle para el viaje, el la­drón Haram se fue por su camino, satisfecho y chasqueando la lengua de contento.

Haría apenas una hora de tiempo que había par­tido él, cuando regresó Akil el ratero. Y quiso la suerte que, teniendo necesidad de abandonar la ciudad, precisamente fuese a anunciar su marcha a su esposa. Y la joven no dejó de hacer presente a su otro marido toda la pena que le producía su alejamiento, y después de las pruebas diversas y multiplicadas de una pasión extraordinaria le lle­nó de provisiones de boca su saco para el viaje, v le dijo adiós, invocando sobre su cabeza las bendiciones de Alah (¡exaltado sea!). Y el ratero Akil salió de su casa alabándose de tener una esposa tan cálida y tan atenta y chasqueando la len­gua de contento.

Y como, por lo general, a cada criatura le espera su destino en cualquier encrucijada del camino, ambos maridos debían encontrar el suyo donde menos pensaban. En efecto, al fin de la jornada, el ratero Akil entró en un khan que le pillaba de camino, proponiéndose pasar allí la noche. Y al entrar en el khan, sólo encontró en él a un viaje­ro, con el cual entabló conversación enseguida, después de las zalemas y cumplimientos por una y otra parte. Y he aquí que su interlocutor era precisamente el ladrón Haram, que tomó el mismo camino que su asociado, a quien no conocía. Y el primero dijo al segundo: "¡Oh compañero!, ¡pare­ce que estás muy fatigado!" Y el otro contestó: "¡Por Alah!, ¡hoy me he hecho de una tirada todo el camino del Cairo! Y tú, compañero, ¿de dónde vienes?" El aludido contestó: "¡Del Cairo también! Y glorificado sea Alah que pone en mi camino un compañero tan agradable para continuar el viaje. Pero, entretanto, para sellar nuestra amistad, par­tamos juntos el mismo pan y probemos la misma sal. He aquí ¡oh compañero! mi saco de provisio­nes, en el que tengo, para ofrecértelos, dátiles frescos y asado con ajo". Y el otro contestó: "Alah aumente tus bienes ¡oh compañero! Acepto la oferta de todo corazón amistoso. Pero permíteme que también contribuya con lo mío". Y mientras el primero sacaba del saco sus provisiones, puso él las suyas en la estera donde estaban sentados.

Cuando acabaron ambos de colocar sobre la estera lo que tenían que ofrecerse, advirtieron que llevaban provisiones exactamente iguales: panes de sésamo, dátiles y media pierna de carnero. Y pudieron asombrarse hasta el límite extremo del asombro en cuanto observaron que las dos me­dias piernas de carnero se acoplaban con perfec­ta exactitud. Y exclamaron: "\Alahu akbarl... ¡Es­taba escrito que esta pierna de carnero vería unir­se sus dos mitades, a pesar de la muerte, el horno y el guiso!" Luego el ratero preguntó al ladrón: 'Por Alah sobre ti ¡oh compañero! ¿puedo saber de dónde procede ese trozo de. pierna de carne­ro?" Y el ladrón contestó: "¡Me lo ha dado la hija de mi tío antes de ponerme en marcha! Pero, por Alah sobre ti, ¡oh compañero!, ¿puedo, a mi vez, saber de dónde sacaste esa media pierna?" Y el ratero dijo: "También me la metió en el saco la hija del tío. Pero ¿puedes decirme en qué barrio se encuentra tu honorable casa?" El aludido dijo: "¡Junto a la Puerta de las Victorias!" Y de pregunta en pregunta, pronto ambos ladrones adqui­rieron la convicción de que desde el día del ma­trimonio eran, sin saberlo, asociados de la misma cama y del mismo tizón. Y exclamaron: "¡Alejado sea el Maligno! ¡He aquí que nos ha burlado la maldita!" Luego, aunque en un principio el descu­brimiento les incitó a realizar alguna violencia, co­mo eran avisados y prudentes, acabaron por pen­sar que el mejor partido que podían tomar consis­tía en volver sobre sus pasos y esclarecer por sus propios ojos y sus propias orejas lo que tenían que esclarecer con la taimada. Y de acuerdo sobre el particular, emprendieron de nuevo ambos la ru­ta del Cairo, y no tardaron en llegar a su vivienda común.

Cuando, tras de abrirles la puerta, la joven vio juntos a sus dos maridos, no pudo dudar de que habían descubierto su estratagema, y como era prudente y avisada, comprendió que sería inútil buscar entonces un pretexto con que ocultar por más tiempo la verdad. Y pensó: "¡El corazón del hombre más duro no puede resistir a las lágrimas de una mujer!" Y de pronto, estallando en sollo­zos y despeinándose los cabellos, se arrojó a los pies de sus dos maridos, implorando su miseri­cordia.

Y he aquí que la amaban ambos y tenían el co­razón prendado por los encantos de ella. Así es que, a pesar de tan notoria perfidia, sintieron que no se había debilitado su afecto hacia ella; y la levantaron y le otorgaron su perdón, pero después de haberle hecho los cargos con ojos furibundos. Luego, como ella permaneciera silenciosa con un aire muy contrito, le dijeron que aquello no era todo, pues tenía que cesar sin tardanza aquel es­tado de cosas tan contrario a las costumbres y usos de los creyentes. Y añadieron: "¡Es absolu­tamente necesario que, al punto, te decidas a es­coger entre nosotros dos al que quieras conservar como esposo!".

Al oír estas palabras de sus dos maridos, la jo­ven baje la cabeza, y reflexionó profundamente. Y por más que la apremiaron ellos para que, sin tar­danza, tomase una determinación, les fue imposible hacerle designar al que prefería, porque a ambos les encontraba iguales en gallardía, fuerza y resis­tencia. Pero como, impacientes por el silencio de ella, le gritasen con voz amenazadora que tenía que escoger, acabó por levantar la cabeza, y dijo: "No hay recurso y misericordia más que en Alah el Altísimo, el Todopoderoso. ¡Oh hombres! ¡ya que me obligáis a escoger entre vosotros y a to­mar un partido que lastima al afecto que os dedi­qué por igual, y como, hecha la reflexión y pesa­das las consecuencias, no tengo ningún motivo para preferir el uno al otro, he aquí lo que os pro­pongo! Ambos vivís de vuestra destreza, y sobre eso tenéis tranquila la conciencia, y Alah que juzga las acciones de sus criaturas conforme a las aptitudes que les ha puesto en el corazón, no os rechazará del seno de Su bondad. Tú, Akil, esca­moteas durante el día, y tú, Haram, robas por la noche. Pues bien; ¡declaro ante Alah y ante vo­sotros que conservaré como esposo a aquel de vosotros que dé la mejor prueba de destreza y rea­lice la proeza más ingeniosa!" Y ambos contesta­ron con el oído y la obediencia admitiendo enseguida la proposición y preparándose al punto a rivalizar en ingenio.

Y he aquí que el ratero Akil fue quien empezó a actuar, yendo con su asociado Haram al zoco de los cambistas. Y le mostró con el dedo a un viejo judío que se paseaba con lentitud de una tienda a otra, y dijo: "¿Ves ¡oh Haram! a ese hijo de perro? ¡Pues me comprometo a quitarle su sa­co de cambista antes de que acabe de dar ese paseo!" Y habiendo hablado así, ligero como una pluma, se acercó al judío que paseaba y le sustrajo el saco lleno de dinares de oro que llevaba consi­go. Y volvió al lado de su compañero, el cual, po­seído de extremo pavor, quiso evitarle en un principio para no arriesgarse a que le detuvieran como cómplice del otro; pero maravillado luego del gol­pe de mano tan feliz, empezó a felicitarle por la maestría de que acababa de dar prueba, y le dijo: "¡Por Alah! ¡me parece que, por mi parte, jamás podré llevar a cabo una empresa tan brillante! ¡Yo creía que robar a un judío era cosa que superaba a las fuerzas de un creyente!" Pero el ratero se echo a reír,.y le dijo: "¡Oh pobre! ¡eso no es nada más que el principio de la cosa, pues no es así como pretendo apropiarme el saco! Porque un día u otro podría ponerse sobre mi pista la justicia y obligarme a decir la verdad. ¡Quiero convertirme en propietario legal del saco con su contenido conduciéndome de manera que el propio kadi me adjudique lo que le pertenece a ese judío relleno de oro!" Y así diciendo, se marchó a un rincón retirado del zoco, abrió el saco, contó las mone­das de oro que contenía, quitó de ellas diez dina­res y puso en su lugar un anillo de cobre que le pertenecía. Tras de lo cual volvió a cerrar el saco cuidadosamente, y acercándose de nuevo al judío despojado, se lo deslizó diestramente en el bolsi­llo del kaftán, como si no hubiese pasado nada. La destreza es un don de Alah, ¡oh creyentes!

Y he aquí que, apenas había dado algunos pa­sos el judío, cuando el ratero se lanzó otra vez so­bre él. pero entonces muy ostensiblemente, gritán­dole: "¡Miserable hijo de Aarón, se acerca tu cas­tigo! ¡Devuélveme mi saco o vamos ambos a casa del kadi" Y en el límite de la sorpresa, al verse tratado así por un hombre a quien no conocía, ni de padre, ni de madre, y a quien nunca en su vida había visto, el judío, para eludir los golpes, empe­zó por deshacerse en excusas, y juró por Ibrahim, Ishak y Yacub que su agresor se equivocaba de persona y que, por su parte, jamás se le había ocurrido, ni por pienso, arrebatarte el saco. Pero Akil, sin querer escuchar sus protestas, amotinó contra el judío a todo el zoco y acabó por agarrar­le del kaftán, diciéndole: "¡Yo y tú a casa del kadil" Y como el otro se resistiese, le cogió de la barba, y entre el tumulto le arrastró a la presencia del kadi.

Y el kadi preguntó: "¿De qué se trata?" Y al punto contestó Akil: "¡Oh nuestro amo el kadil Este judío, de la tribu de los judíos, que traigo entre tus manos, dispensadoras de justicia, es sin duda el ladrón más audaz que ha entrado en la sala de tus decretos. ¡He aquí que, después de haberme robado mi saco lleno de oro, se atreve a pasearse por el zoco con la tranquilidad del mu­sulmán irreprochable!" Y gimió el judío, con la barba a medio arrancar: "¡Oh nuestro amo el kadil ¡Protesto de eso! ¡Jamás he visto ni conocido a este hombre que me ha maltratado y reducido al estado lamentable en que me hallo, después de haber amotinado al zoco contra mí y de haber destruido para siempre mi crédito y arruinado mi reputación de cambista irreprochable!" Pero Akil exclamó: "¡Oh maldito hijo de Israel! ¿desde cuan­do la palabra de un peno de tu raza prevalece sobre la palabra de un creyente? ¡Oh nuestro amo el kadil, ¡este embaucador niega su robo con tan­ta audacia como cierto mercader de las Indias, cuya historia contaré a su señoría si no la cono­ce!" Y el kadi contestó: "No conozco la historia del mercader de las Indias. ¿Pero qué le sucedió? ¡Dímelo brevemente!" Y Aquí! dijo: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos, oh amo nuestro! Para hablar brevemente, te diré que había conseguido inspirar tanta confianza a la gente del zoco, que un día le confiaron en depósito una importante cantidad de dinero, sin recibo. Y se aprovechó de esta circunstancia para negar el depósito el día en que fue a reclamárselo el propietario. Y como éste no podía exhibir contra el demandado testi­gos ni escrituras, sin duda el mercader se habría comido con toda tranquilidad la hacienda ajena, si el kadi de la ciudad, con su talento, no hubiese logrado hacerle declarar la verdad. ¡Y obtenida es­ta declaración, le hizo aplicar doscientos palos en la planta de los pies, y le echó de la ciudad!" Y luego continuó Akil: "Ahora ¡oh nuestro amo! es­pero de Alah que tu señoría, llena de sagacidad y de talento, hallará fácilmente el medio de demos­trar la doblez de este judío! ¡Y primeramente per­mite a tu esclavo que te ruegue des orden de re­gistrar a mi ladrón para convencerte del robo!".

Cuando el kadi hubo oído este discurso de Akil ordenó a los guardias que registraran al judío. Y no tardaron mucho tiempo en encontrarle encima el saco consabido. Y el acusado, gimiendo, insistió en que el saco era de su propiedad legítima. Y por su parte, Akil aseguraba, con toda clase de juramentos e injurias dirigidas al descreído, que él reconocía perfectamente el saco que le habían sustraído. Y el kadi, como juez avisado, ordenó en­tonces que cada una de las partes declarase lo que había dentro del saco en litigio. Y el judío declaró: "En el saco ¡oh amo nuestro! hay qui­nientos dinares de oro que metí en él asta maña­na, ni uno más ni uno menos". Y Akil exclamó: "¡Mientes, a no ser que, al revés de lo que ocurre con los de tu raza, me devuelvas más de lo que cogiste! Yo declaro que en el saco sólo hay cua­trocientos noventa dinares, ni uno más ni uno me­nos". ¡Y, además, debe estar guardado ahí un anillo de cobre con mi sello, como no sea que lo hayas tú quitado ya!" Y el kadi abrió el saco en presencia de los testigos, y su contenido hubo de dar la razón al ratero. Y al punto el kadi entregó el saco a Akil y ordenó que inmediata­mente se administrase una paliza al judío, ¡que se había quedado mudo de estupefacción!

Cuando el ladrón Haram vio el éxito de la acer­tada jugarreta de su asociado Akil. le felicitó y le dijo que a él le resultaría muy difícil superarle. No obstante, se cité con él para aquella misma noche en las inmediaciones del palacio del sultán, a fin de intentar, a su vez, alguna hazaña que no fuese indigna de la maravillosa jugarreta de que acaba­ba de ser testigo.

Así es que, al caer la noche, ya estaban en el punto de cita convenido ambos asociados. Y Haram dijo a Akjl: "Compañero, te has reído de la barba de un judío y de la del kadi. Yo quiero obrar sobre el propio sultán. Aquí tienes una escala de cuerda, de la que voy a valerme para penetrar en el aposento del sultán. ¡Pero tienes que acompa­ñarme para ser testigo de lo que ocurra!" Y a Akil, que no estaba acostumbrado al robo, sino senci­llamente a las raterías, en un principio le asustó mucho la temeridad de aquella tentativa; pero se avergonzó de retroceder ante su asociado, y le ayu­dó a arrojar por encima de la muralla del palacio la escala de cuerda. Y treparon ambos por ella, bajaron por el lado opuesto, atravesaron los jardi­nes y se adentraron en el mismo palacio, a favor de las tinieblas.

Y se deslizaron por las galerías hasta el propio aposento del sultán; y levantando una cortina, Haram hizo a su compañero ver al sultán dormido, junto al cual había un mozalbete que le hacía cos­quillas en la planta de los pies... E incluso el mozalbete aquel, que favorecía el dormir del rey con semejante maniobra, parecía abrumado de sueño, y para no dejarse vencer por el sopor mas­caba un trozo de almacigo.

Al ver aquello, Akil, lleno de pavor, estuvo a punto de caerse de espaldas, y Haram le dijo al oído: "¿Por qué te asustas así, compañero? ¡Tú has hablado con el kadi, y yo, a mi vez, quiero ha­blar con el rey!" Y dejándolo escondido detrás de la cortina, se acercó al mozalbete con una agilidad maravillosa, le amordazó, le ató, y le colgó del te­cho como a un fardo. Luego se sentó en el sitio del otro, y se puso a hacer cosquillas al rey en la planta de los pies con la ciencia de un masa­jista del hamman. Y al cabo de un momento, ma­niobró de manera que se despertase el sultán, quien empezó a bostezar. Y Haram, imitando la voz de un mozalbete, dijo al sultán: "¡Oh rey del tiempo! ya que tu Alteza no duerme, ¿quieres que te cuente algo?" Y cuando contestó el sultán: "¡Está bien!", Haram dijo: "En una ciudad entre las ciudades había ¡oh rey del tiempo! un ladrón llamado Haram y un ratero llamado Akil, que riva­lizaban en audacia y destreza. Y he aquí lo que cada uno de ellos hizo un día". Y contó al sultán la jugarreta de Akil con todos sus detalles, y llevó su audacia hasta enterarle de cuanto pasaba en su propio palacio, cambiando solamente el nombre del sultán y el lugar de la escena. Y cuando hubo terminado su relato, dijo: "Y ahora, ¡oh rey del tiempo! ¿me dirás a cuál de ambos compañeros encuentras más hábil?". Y contestó el sultán: "¡In­dudablemente, a! ladrón que se introdujo en el palacio del rey!".

Cuando hubo oído esta respuesta, Haram pre­textó una urgente necesidad y salió. Y fue a reu­nirse con su compañero que, durante todo el tiempo que duró la conversación, estuvo sintiendo que el alma se le escapaba de terror por la nariz. Y de nuevo emprendieron el camino que ya habían recorrido, y salieron del palacio tan felizmente co­mo habían entrado.

Al día siguiente, el sultán, que estaba muy asombrado de no haber vuelto a ver a su favorito, a quien creía en los retretes, llegó al límite de la sorpresa al hallarle colgado del techo, exactamen­te igual que en la historia que oyó contar. Y enseguida adquirió la certeza de que él mismo aca­baba de ser víctima de tan audaz ladrón. Pero, le­jos de irritarse contra quien así le había burlado, quiso conocerle; y a tal fin hizo proclamar, por los pregoneros públicos, que perdonaba al que se introdujo de noche en su palacio y le prometía una gran recompensa si se presentaba ante él. Y fiado de la promesa, fue Haram al palacio y se presentó entre las manos del sultán, que hubo de alabarle mucho por su valor, y para recompensar tanta maestría, le nombró en el momento jefe de policía del reino. Y la joven, por su parte, al enterarse de la cosa, no dejó de escoger a Haram por único es­poso, y vivió con él entre delicias y alegrías. ¡Pero Alah es más sabio!


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