Esa mujer
Rodolfo Walsh
El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara
ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky,
me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de
informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte.
No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar,
una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se
ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil
amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma
concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles
que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa.
Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa
que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a
buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de
su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto
cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado
amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré
solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de
muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y
Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que
pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su
whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con
entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y
cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta
una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con
los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo
tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un
carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos
de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con
miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta,
orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una
nubecita.
-La pobre quedó muy afectada -explica el
coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!… Oí decir que
al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de
aquello.
El coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo
trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi
alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que
quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta
años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de
Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-.
Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la
mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a
su mujer.
-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el
hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el
coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N…
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene
cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen
jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la
mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos
no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia.
A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar
bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la
historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se
animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una
figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos
repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara
nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es
cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben
lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien
lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo,
con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver
las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión,
quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura
tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale
tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos
de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, coronel.
Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al
ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las
bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño.
El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su
camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba
desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto
transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno
hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no
queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó,
y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la
mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso…
Oscurece por grados, como en un teatro. La
cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un
fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan
remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha
abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus
cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus
sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi
sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la
luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del
ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio,
arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a
agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La
metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran
escena de su vida.
-…se le tiró encima, ese gallego asqueroso.
Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una
trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared.
Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y
pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice,
argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de
Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo.
Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces “Eso le demuestra”,
como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de
ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para
ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre
gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra
una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos
todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba
desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con
todo, con todo…
La voz del coronel se pierde en una
perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus
líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o
qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo
estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres
muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas
más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da… Con un
solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mí no me podía sorprender. Pero ellos…
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas.
Le dije: “Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina?
Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.” Después me
agradeció.
Miró la calle. “Coca” dice el letrero,
plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa
crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la
ciudad, el mundo. “Beba”.
-Beba -dice el coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la
punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba”.
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser
legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo
está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita.
Parecía que iba a hablar, que iba a… Lo del dedo es para que todo fuera legal.
El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera.
Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota,
entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de
pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy.
Desaparece.
-Es para putearme -explica el coronel-. Me
llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono.
Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me
van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro
lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo
respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a
enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje,
con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes
y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro,
rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en
Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola,
escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona,
estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué
era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo
plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los
muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño,
pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador
Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-.
Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el
cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La
enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la
mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora,
que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy
borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio
que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
-DOS.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la
historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre,
coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los
dientes.
-Cuando llegue el momento… usted será el
primero…
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life.
Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va
a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que
tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya
ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades,
complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un
dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una
revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es
mía.
FIN