Cuento:
QUIRÓN de Enrique Anderson Imbert
Desde
muy niño Quirón admiró la belleza de los caballos. Los veía galopar por la
llanura, y el alma se le iba por los ojos como si también ella galopase lejos
de las casas. Si tocaba el anca o el cuello de algún caballo manso, le decía
ternezas con la mano, si ofrecía azúcar, se le estremecía de placer cuando el
belfo blando del caballo se la tocaba. Hubiera querido hablar con el caballo, y
trataba de comprender su lenguaje: el piafar, el relinchar, el temblor de la
piel, el revolcarse por el polvo, el movimiento de las orejas y la cola, el
modo de beber y de comer. Pero comunicarse con él no podía: en cuanto hundía su
vista en los grandes ojos oscuros del caballo ya se sabía rechazado. Una mañana
los padres lo encontraron dormido sobre la paja del establo, al lado de un
zaino ciego: había pasado toda la noche acompañándolo. Otro día los padres lo
ayudaron a que montase en pelo sobre una jaca, y aprendió a no caerse.
Así
creció, hasta que, ya hecho un hombre, quiso domar un potro. En medio de un
horizonte redondo -verde, azul- aquello fue una fiesta de curvas en que el aire
corcobeaba. El jinete se fue absorbiendo al potro. Un hombre y un caballo, un
hombre-caballo, un hombre con un caballo dentro. Y de pronto, sin haber
desmontado, se encontró caminando por el campo, sólo que ahora caminaba en
cuatro patas. El centauro Quirón quiso decir algo y relinchó.
Enrique
Anderson Imbert