Las memorias de Robert Graves a través de su libro
Adiós a todo eso
En su libro Adiós a todo eso, Robert Graves va desgranando memorias de guerra, de sadismo escolar en un internado inglés y de supervivencia a la asfixia de su época y clase social.
Solo un peculiar sentido del humor podía aligerar al texto del peso de semejante material documental. Con un simulado respeto por las convenciones del relato autobiográfico, Graves comienza contando sus dos primeros recuerdos de vida y retrata su estatura y señas particulares:
"Mido un metro ochenta y ocho, tengo ojos grises y cabello negro ... Mi boca es lo que generalmente se conoce como 'carnosa', y mi sonrisa es huidiza. Cuando tenía trece años me rompí dos dientes delanteros y a partir de ese momento me esforcé en ocultarlos."
Con una irresistible mezcla de candor e ironía, un poderoso yo narra las vejaciones sufridas en Charterhouse School, un internado donde todo el mundo despreciaba los estudios, el deporte era obligatorio y en el que Graves tuvo que aprender a boxear ,para ganarse el respeto de alumnos y profesores.
Del internado al cuartel había sólo un paso: Graves salió de la escuela una semana antes que estallara la Primera Guerra Mundial, y se alistó de inmediato. el ingenuo optimismo de la época auguraba una contienda breve: "Yo esperaba que durara lo suficiente para demorar mi ingreso en Oxford, que me parecía temible”. Pertenecía a una generación para la cual continuar estudiando tres años mas era peor que ir a la guerra; uno de cada tres alumnos de esa generación terminó muriendo en el frente occidental.
Graves se entrenó como oficial en un campo de prisioneros y, contagiado por la fiebre patriótica que agitaba al Reino Unido, marchó con ganas a combatir a Francia. Allí se encontraría con una vida militar cuyo heroísmo se reducía a chapotear en húmedas y resbaladizas trincheras, trabajando día y noche para mejorar las condiciones higiénicas y convertir aquellos lodazales en vivienda permanentes, bajo las repentinas luces de las bengalas y los permanentes zumbidos de las balas, a unos trescientos metros de las filas enemigas.
Hasta ese momento, declara Graves mientras describe los sesos de un soldado muerto mezclados con una gorra en el suelo, "nunca había visto un cerebro humano. De alguna manera lo había asociado siempre a un concepto poético."
De un modo desapasionado, acaso reconstruyendo la indiferencia de esos hombres acostumbrados al trato diario con la muerte, Graves evoca los disparates diarios de la Gran Guerra. Dice que solo una vez se abstuvo de disparar contra un alemán, que se estaba bañando. "Me desagradó la idea de disparar contra un hombre desnudo, así que le pasé el rifle al sargento que estaba a mi lado. Tome -le dije- usted tiene mejor puntería que yo."
Al poco tiempo de llegar, lo único que casi todos los soldados querían era ser heridos para que los enviaran de vuelta a casa. Algunos levantaban una mano sobre el parapeto hasta que un tiro del enemigo les arrancaba el pulgar y el índice y se iban contentos al hospital. Un soldado de infantería duraba tres o cuatro meses, calcula Graves; en ese tiempo ya lo habían matado o herido.
Quince o veinte mil hombres pasaron por cada batallón de línea en los cuatro años y medio que duró la guerra; por cada muerto, había cuatro heridos, de los cuales tres recibían lesiones tan ligeras que regresaban al frente después de unas cuantas semanas o meses, y volvían a enfrentar la misma suerte. Pero al menos pasaban unas vacaciones con su familia y, con un poco de fortuna, si la lesión era grave, quizás no lo reenviaran a las trincheras. "Recibir una buena herida es en lo único que piensa un soldado después de cierto tiempo", sentencia Graves.
Él mismo terminó con varias heridas serias, una de ellas en el pulmón y aunque esto le compró un pasaje de regreso a Inglaterra, también sumó reiteradas manías a las secuelas psíquicas de la guerra. En la ciudad, el solo ruido del caño de escape de un auto bastaba para que tuviera el impulso de lanzarse cuerpo a tierra. Los desconocidos en la calle asumían los rostros de amigos muertos; ver a más de dos personas nuevas por día le impedía dormir. No sólo la histeria bélica de la población civil ahora le resultaba insoportable ; toda Londres le pareció, recordando Eliot, una ciudad irreal.
En la retaguardia se reencontró con e poeta Siegfred Sassoon, a quien había conocido en el frente, y que detestaba como él a los políticos y periodistas que hablaban de continuar la guerra sin haber pisado jamás una trinchera. También se relacionó con los escritores Wilfred Owen, Aldous Huxley, H.G. Wells y Bertrand Russell. Más tarde conoció a otro veterano, el coronel T.E. Lawrence y se asombró de su terror enfermizo a que lo tocaran. Lawrence de Arabia estaba escribiendo la segunda versión de Los siete pilares de la sabiduría y lo ayudó a mejorar los poemas de su libro El espejo, que Graves publicaría en 1921.
También se enamoró de la feminista Nancy Nicholson, con quien habría de casarse y tener cuatro hijos, a pesar de que ella consideraba que el matrimonio era un agravio a sus convicciones. Graves recuerda: "Los obuses aún explotaban sobre mi cama a medianoche, aunque Nancy la compartiera. "
Mientras participaba a desgano en el fallido proyecto de su esposa de instalar una tienda de pueblo cerca de Oxford, Graves intentó conciliar su vida de escritor con sus tareas de padre de cuatro niños: "Yo trabajaba entre constantes interrupciones. Podía reconocer las principales variedades de gritos infantiles: hambre, indigestión, pipí, aburrimiento, ganas de jugar; y aprendí a no hacer caso más que de los más importantes."
Un breve paso como profesor de literatura en Egipto y el divorcio de Nancy tras doce años de matrimonio cierran una autobiografía escrita en 1929, a los treinta y tres años. Más tarde Graves volvió a casarse, tuvo cuatro hijos más y se dedicó a producir su obra fundamental, que incluye títulos como Yo Claudio, La diosa blanca, Los mitos griegos.
Robert Graves, poeta y ensayista , tomó la decisión de no volver a vivir jamás en su país natal, promesa que mantendrá hasta su muerte, en Mallorca, en 1985.
FUENTE:
SUPLEMENTO CULTURA Y NACIÓN
DIARIO CLARÍN
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