"K. hizo un ademán como para arrancarse de los dos hombres que, no obstante, se mantenían lejos de él, y quiso continuar su camino.
-No- dijo el que estaba junto a la ventana -usted no tiene derecho a salir, está detenido.
-Así parece -dijo K.(…) y añadió enseguida- ¿Y por qué? -
No estamos aquí para decírselo. Vuelva a su habitación y espere. El procedimiento está en marcha y lo sabrá usted todo en el momento oportuno. Yo me excedo en mi misión al hablarle tanto. Si sigue usted teniendo en todo tanta suerte como sus guardianes, puede tener esperanza".
Este fragmento, que pertenece al primer capítulo de El proceso, señala un esquema completo de las situaciones que luego desarrolla circularmente la novela.
José K. es sorprendido, una mañana, por dos hombres quienes le informan que se le ha iniciado un proceso. Estos mismos guardias subalternos le proporcionan las dos claves a las que estará en adelante sujeto: la espera y el azar.
Atenerse a ellas significaría comenzar a entender el mecanismo de la justicia; violarlas -como lo intenta constantemente K.- representa la muerte. Conocer es morir: como el condenado de "La colonia penitenciaria" K. recién entiende cuando el cuchillo de los verdugos se ha clavado en su cuerpo.
En El proceso, la identidad de cada uno de los miembros de la pirámide burocrática es doble, invisible o simulada: los guardias son a la vez ladrones (le roban a K. sus camisas) y "parecen" vulgares comisionistas; los verdugos, pobremente vestidos, se asemejan a viejos actores de una compañía de segunda; los códigos sobre la mesa del juez de instrucción no son sino libros pornográficos; el pintor Titorelli pinta retratos donde los jueces inferiores aparecen revestidos de una dignidad y magnificencia que nunca poseyeron.
Por otra parte, también el conocimiento de los hechos es incierto, incompleto porque la maquinaria de la justicia está rodeada de misterio: "La jerarquía de la justicia comprendía grados infinitos, entre los cuales se perdían los propios iniciados. Ahora bien, los debates ante los tribunales permanecían secretos en general, tanto para los pequeños funcionarios como para el público".
Existe una básica negación de la posibilidad de conocimiento y las preguntas que se plantean al principio de la novela quedarán sin respuesta hasta la muerte de K., quien por lo menos logra en apariencia entender su ejecución. K. se pregunta:
"La cuestión esencial es saber de qué soy acusado. ¿Qué autoridad dirige el proceso? ¿Son ustedes funcionarios?":
Ninguna respuesta es posible: tanto los guardias como el abogado le dicen que interroga como lo haría un niño, y que ése no es, por cierto, el camino de la comprensión.
Por eso K. no logra entender nunca el carácter de su proceso y todos sus actos se encaminan a influir negativamente sobre su situación: su mayor error es la impaciencia, que lo precipita en los constantes equivocas donde se confunde.
Estos equívocos son propios de la realidad con la que K. debe enfrentarse, puesto que nadie asume, en ella, la apariencia que seria natural a su función: la comisión investigadora, por ejemplo, sesiona en una casa mísera -en realidad la casa del ujier-; cuando K. llega frente al juez de instrucción siente que ese "tribunal" se parece bastante a una reunión política en la que existen dos bandos antagónicos que lo aplauden o abuchean; actúa como si esta impresión suya correspondiera con la realidad y por lo tanto se equivoca; en vez de contestar con humildad (actitud propia del procesado) a las preguntas, pronuncia un larga discurso, violando todas las convenciones.
Pone en duda la autoridad del juez de instrucción y la pertinencia del proceso mismo. En una palabra, desconoce las leyes del juego y pierde su oportunidad: "Quiero simplemente -dijo el juez- hacer notar que usted mismo se ha frustrado hoy, por no haberse dado cuenta de la ventaja que un interrogatorio representa siempre para un acusado".
Sin embargo, ni siquiera el juez puede confiar demasiado en la solidez y permanencia de sus propias palabras; la mujer del ujier -que es seducida por K., como todas las que encuentra en el transcurso de su proceso, quizás a causa del hecho mismo de ser un condenado- le dice que el juez ha informado largamente por escrito sobre los resultados del interrogatorio, tal como si éste hubiera existido realmente.
Según Marthe Robert, " ... dos formas de arte se ofrecen sucesivamente como salida para la novela: en primer lugar la autobiografía de José K., que representa evidentemente la explotación de la literatura para dudosos fines de autodefensa. Por otra parte, el arte del pintor Titorelli (. . .) que es, pese a todo, el pintor oficial de la Justicia, o en otros términos de la colectividad, y como tal, puede comunicar a José K. informaciones claras y seguras respecto del funcionamiento del misterioso Tribunal".
En estas consideraciones de Marthe Robert vuelven a replantearse los problemas de la palabra (es decir la literatura, el arte) en relación con la salvación o la condena. Las mayores crueldades pueden ser desatadas por las palabras que se pronuncian sin investigar sus complejos significados en el contexto: K., embriagado de palabras durante su discurso en la comisión investigadora, había asentado una acusación contra los guardias. Días después los encuentra en un desván del banco donde trabaja; son allí azotados a causa del delito que K. les había atribuido. Las palabras que K. había pronunciado se habían independizado y originado un nuevo proceso que se resolvía en ese castigo.
K., además, tiene una peligrosa proclividad a creer en la palabra propia y desconfiar de la palabra ajena: no tiene fe en las defensas que pueden organizar sus abogados. Opina que él mismo podría escribirlas mejor, componiendo un informe auto biográfico que, lógicamente, se postula como alternativa frente a los procedimientos tradicionales y codificados de la justicia.
K. se engaña de nuevo al pensar que es el primer acusado que sabe defenderse. En realidad nada sabe y lo que propone es un trabajo imposible: escribir esa defensa puede ser tarea interminable que le torna insoportables todas sus otras responsabilidades concretas, toda su vida anterior ordenada alrededor de su empleo (tanto K. como Kafka se proponen escribir de noche o pedir largos períodos de vacaciones para hacerlo).
La otra salida que parece dispuesto a adoptar es la que propone el pintor Titorelli. Titorelli es el que le brinda la mayor cantidad de información concreta y organizada: "Se presentan tres posibilidades: la absolución real, la absolución aparente y la prórroga ilimitada. Que yo sepa no hay nadie que pueda determinar una absolución real".
De esta forma se niega la posibilidad de la inocencia; sólo el Tribunal Supremo, al cual ni siquiera el pintor (y mucho menos los abogados) pueden acceder, tiene la facultad de pronunciar absolución definitiva; en consecuencia todo procesado es culpable, ya que la justicia inferior ni admite ni está en condiciones de considerar las pruebas de la inocencia. Lo único que se puede obtener son remisiones periódicas de la culpa, plazos que separan al procesado de su destino final.
El tercer camino, más bloqueado que los anteriores, es señalado a K. por un sacerdote. Mediante la parábola sobre un procesado que espera hasta muerte frente a una puerta que nunca pudo franquear pero que sin embargo existía sólo para que él la traspusiese , K. termina de entender que su situación es desesperada: el Tribunal Supremo es el único que puede aceptar las pruebas de su inocencia, pero nunca podrá llegar a él; un centinela ( la sociedad y sus fuerzas) se lo impedirán cada vez que lo intente. El sacerdote se lo dice explícitamente: " .. .me temo que termines mal. Se te tiene por culpable, tu proceso no saldrá quizás del resorte de un pequeño tribunal. Por el momento se considera al menos tu falta como probada."
Desde ese instante, y aunque nadie le anuncie su llegada, K. espera a los enviados. Cuando estos llegan, K. siente que su deber sería arrebatarles el cuchillo y hundirlo él mismo en su cuerpo. Pero no lo intenta: su muerte, que hubiera podido parecer un suicidio como el de Georg Bendemann, ya ni siquiera le pertenece. Y muere "como un perro como si "la vergüenza debiera sobrevivirle". No ha podido conocer su culpa concreta, ni saber si todo se debe a un malentendido.
El planteo de Kafka es formal: K. es condenado por sus errores a partir del momento en que el proceso comienza, mientras que la culpa desencadenante ya se ha borrado de las perspectivas del juicio. Una vez que la máquina de la justicia se ha puesto en marcha desaparece para siempre la posibilidad de la inocencia, todos los enjuiciados son culpables.
Así, el sentido del tribunal en sus instancias es administrar el castigo en lugar de averiguar una verdad verificable.
K. ha luchado por descifrar una compleja estructura de informaciones simbólicas y contradictoria; ha cometido todos los errores posibles en el proceso de ese 'desciframiento” e ignoró su culpa pero la asumió como natural para poder avanzar dentro de su proceso. Sin embargo (oscuramente lo intuía) todo estaba decidido desde un comienzo: K. no pudo asumir la ilogicidad que gobierna todas las etapas del juicio y, lo que es aún peor, intentó comprender y racionalizar.
En un mundo irracional, arbitrario y surdo, Kafka parece afirmar que la razón es la mayor culpa.