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14 de abril de 2021

Cuento: Bruja de Julio Cortázar

 

Cuento: Bruja de Julio Cortázar

 Deja caer las agujas sobre el regazo. La mecedora se mueve imperceptiblemente. Paula tiene una de esas extrañas impresiones que la acometen de tiempo en tiempo; la necesidad imperiosa de aprehender todo lo que sus sentidos puedan alcanzar en el instante. Trata de ordenar sus inmediatas intuiciones, identificarlas y hacerlas conocimiento: movimiento de la mecedora, dolor en el pie izquierdo, picazón en la raíz del cabello, gusto a canela, canto del canario flauta, luz violeta en la ventana, sombras moradas a ambos lados de la pieza, olor a viejo, a lana, a paquetes de cartas. Apenas ha concluido el análisis cuando la invade una violenta infelicidad, una opresión física como un bolo histérico que le sube a las fauces y le impulsa a correr, a marcharse, a cambiar de vida; cosas a las que una profunda inspiración, cerrar dos segundos los ojos y llamarse a sí misma estúpida bastan para anular fácilmente.

La juventud de Paula ha sido triste y silenciosa, como ocurre en los pueblos a toda muchacha que prefiera la lectura a los paseos por la plaza, desdeñe pretendientes regulares y se someta al espacio de una casa como suficiente dimensión de vida. Por eso, al apartar ahora los claros ojos del tejido —un pull-over gris simplísimo—, se acentúa en su rostro la sombría conformidad del que alcanza la paz a través de moderado razonamiento y no con el alegre desorden de una existencia total. Es una muchacha triste, buena, sola. Tiene veinticinco años, terrores nocturnos, algo de melancolía. Toca Schumann en el piano y a veces Mendelssohn; no canta nunca pero su madre, muerta ya, recordaba antaño haberla oído silbar quedamente cuando tenía quince años, por las tardes.
—Sea como sea —pronuncia Paula—, me gustaría tener aquí unos bombones.
Sonríe ante la fácil y ventajosa sustitución de anhelos; su horrible ansiedad de fuga se ha resumido en un modesto capricho. Pero deja de sonreír como si le arrancaran la risa de la boca: el recuerdo de la mosca se asocia a su deseo, le trae un inquieto temblor a las manos vacantes.
Paula tiene diez años. La lámpara del comedor siembra de rojos destellos su nuca y la corta melena. Por sobre ella —que los siente altísimos, lejanos, imposibles—, sus padres y el viejo tío discuten cuestiones incomprensibles. La negrita sirvienta ha puesto frente a Paula el inapelable plato de sopa. Es preciso comer, antes que la frente de la madre se pliegue con sorprendido disgusto, antes que el padre, a su izquierda, diga: «Paula», y deposite en esa simple nominación una velada suerte de amenazas.
Comer la sopa. No tomarla: comerla. Es espesa, de tibia sémola; ella odia la pasta blanquecina y húmeda. Piensa que si la casualidad trajera una mosca a precipitarse en la inmensa ciénaga amarilla del plato, le permitirían suprimirlo, la salvarían del abominable ritual. Una mosca que cayera en su plato. Nada más que una pequeña, mísera mosca opalina.

Intensamente tiene los ojos puestos en la sopa. Piensa en una mosca, la desea, la espera. Y entonces la mosca surge en el exacto centro de la sémola. Viscosa y lamentable, arrastrándose unos milímetros antes de sucumbir quemada.Se llevan el plato y Paula está a salvo. Pero ella jamás confesará la verdad; jamás dirá que no ha visto caer la mosca en la sémola. La ha visto aparecer, que es distinto.

Todavía estremecida por el recuerdo, Paula se pregunta la razón de no haber insistido, alcanzado la seguridad de lo que sospecha. Tiene miedo: ésa es la respuesta. Toda su vida ha tenido miedo. Nadie cree en las brujas, pero si descubren una la matan. Paula ha guardado en el vasto cofre de sus muchos silencios una íntima seguridad; algo le dice que ella puede. Ha dejado irse la infancia entre balbuceos y esperanzas; está viendo pasar su juventud como una tristísima diadema suspendida en el aire por manos vacilantes, deshojándose despacio. Su vida es así; tiene miedo, quisiera comer bombones. Los pull-overs y las mañanitas se amontonan en los armarios; también los manteles finamente diseñados con motivos de Puvis de Chavannes. No ha querido adaptarse al pueblo; Raúl, Atilio González, el pálido René, son testigos de antaño; la quisieron, la buscaron, ella les sonrió al rechazarlos. Los temía como a sí misma.
—Sea como sea, me gustaría tener aquí unos bombones.
Está sola en la casa. El viejo tío juega al billar en el Tokio. Empieza Paula a sentir la tentación, por primera vez intensa hasta darle náuseas. Por qué no, por qué no. Afirma preguntando, pregunta al afirmar. Es ya algo fatal, hay que hacerlo. Y como aquella vez, concentra su deseo en los ojos, proyecta la mirada sobre la mesa baja puesta al lado de la mecedora, toda ella se lanza tras su mirada hasta sentir de sí misma como un vacío, un gran molde hueco que antes ocupara, una evasión total que la desgaja de su ser, la proyecta en voluntad...

Y ve surgir poco a poco la materialización de su deseo. Finas láminas rosadas, reflejos tenues de papel de plata con listas azules y rojas; brillo de mentas, de nueces pulimentadas; oscura concreción del chocolate perfumado. Todo ello transparente, diáfano; el sol que alcanza el borde de la mesa percute en la creciente masa, la llena de translúcidas penetraciones; pero Paula fija todavía más la voluntad en su obra e irrumpe al fin la opacidad triunfante de la materia lograda. El sol es rechazado en cada pulida superficie, las palabras de las envolturas se afirman categóricas; y eso es una fina pirámide de bombones. Praline, Moka, Nougat, Rhum, Kummel,  Maroc...

La iglesia es ancha, pegada a la tierra. Las mujeres retardan con charlas su vuelta de misa, apoyando en la sombra espesa de los árboles placeros el deseo de quedarse. Han visto asomar a Paula bellamente vestida de azul, y la contemplan insidiosas en su furtivo camino solitario. El misterio de esa nueva vida las altera, las enajena; apenas puede tolerarse que el misterio resista tanta prolija indagación. El viejo tío ha muerto; Paula vive sola en la casa. Nunca hubo fortuna en la familia; pero ese vestido azul...

Y el anillo; porque han visto el anillo centelleante que a veces, en los intervalos del cine local, se enciende con insolencia cuando Paula, mecánicamente, echa hacia atrás el ala vibrante de su pelo castaño.
Paula reza diariamente en la iglesia del pueblo. Reza por sí, por su horrendo crimen. Reza por haber matado un ser humano.
¿Era un ser humano? Sí lo era, sí lo era. Cómo pudo ella dejarse arrastrar por la tentación, invadir los territorios de lo anormal, desear una figurita animada que le recordara sus muñecas de infancia. El anillo, el vestido azul, todo estaba bien; no había pecado en desearlos. Pero concebir la muñeca viva, pensarla sin renuncia... Aquella medianoche, la figurita se sentó en el borde de la mesa sonriendo con timidez. Tenía pelo negro, pollera roja, corselete blanco; era su muñeca Nené, pero estaba viva. Parecía una niña, y con todo Paula presintió que una terrible madurez informaba ese cuerpo de veinte centímetros de alto. Una mujer, una mujer que su extravío acababa de crear.

Y entonces la mató. Le fue preciso borrar la obra que fatalmente sería descubierta y atraería sobre ella el nombre y el castigo de las brujas. Paula conocía su pueblo; no tuvo valor de huir. Casi nadie huye de los pueblos, y por eso los pueblos triunfan. De noche, cuando la figurita silenciosa y sonriente se durmió sobre un almohadón, Paula la llevó a la cocina, la puso en el horno de gas y abrió la llave.

Estaba enterrada en el patio del limonero. Por ella y por sí misma, la asesina rezaba, diariamente en la iglesia.

Es de tarde, llueve. Vivir es triste en una casa sola. Paula lee poco, apenas toca el piano. Quisiera algo, no sabe qué. Quisiera no tener miedo, evadirse. Piensa en Buenos Aires; acaso en Buenos Aires, donde no la conocen. Acaso en Buenos Aires. Pero su razón le dice que mientras se lleve a sí misma consigo el miedo ahogará su felicidad en todas partes. Quedarse, entonces, y ser pasablemente dichosa. Crearse una dicha hogareña, envolverse en el cumplimiento de mil pequeños deseos, de los caprichos minuciosamente destruidos en su infancia y su juventud. Ahora que ella puede, que lo puede todo. Dueña del mundo, si solamente se animara a...
Pero el miedo y la timidez le cierran la garganta. Bruja, bruja.
Para las brujas, el infierno.

Las mujeres no tienen toda la culpa. Si creen que Paula vende en secreto su cuerpo es porque el origen de tan insólito bienestar les es incomprensible. Está la cuestión de su casa de campo. Las ropas y el auto, la piscina, los perros finos y el abrigo de visón. Pero el amante no habita en el pueblo, eso es seguro; y Paula no se aleja casi nunca de su residencia. ¿Habrá hombres tan poco exigentes?
Ella cosecha las miradas, recoge comentarios por boca de pocos amigos de familia que acuden a veces, con lenguaje libre de preguntas, a beber una taza de té. Sonríe tristemente y dice que no le importa, que es feliz. Sus amigos, antiguos cortejantes convencidos del imposible, comprueban tanta felicidad en la mirada de Paula. Ahora hay como un brillo de fósforo en sus pupilas claras. Cuando vierte el té en las finas tazas su gesto tiene algo de triunfante, contenido por un carácter tímido que se rehuye a sí mismo la ostentación de lo logrado.

A solas, Paula recuerda su labor de demiurgo; la lenta, meticulosa realización de los deseos. El primer problema fue la casa; tener una casa en las afueras del pueblo, con la comodidad que su ocio reclamaba. Buscó el lugar, el ambiente; cerca del camino real, aunque no excesivamente cerca. Tierras altas, aguas sin sal. Creó dinero para adquirir el terreno y estuvo por confiarse a un arquitecto para que le construyera la residencia. Sin embargo la detenía el temor de manejar cuestiones financieras, acrecentar sospechas latentes en todo saludo, más precisamente en los muchos silencios desdeñosos. Una tarde, a solas en su tierra, pensó crear la casa pero tuvo miedo. La vigilaban, la seguían; en los pueblos una casa no brota de la nada. No debe brotar de la nada. Había que acudir al arquitecto, entonces; Paula dudaba, amedrentándose ante cada problema. Irse del pueblo hubiera concluido con todo; eso y ser valiente: los imposibles.

Entonces hizo algo grande: crear, no la casa, sino la construcción de la casa. Aplicándose noche y día, logró que la residencia fuera edificada sin despertar en nadie el temido azoramiento. Creó paso a paso la construcción de su finca, y aunque hubo días en que se preguntó qué harían los obreros al concluirla, tuvo al fin la satisfacción de ver que aquellos hombres se marchaban en silencio, contando su dinero. Entonces entró en su casa, que era verdaderamente hermosa, y se dedicó a amueblarla poco a poco.
Era divertido; tomaba una revista, en busca de un ambiente que la complaciera, elegía el lugar preciso y creaba cosa por cosa esas predilectas imágenes. Tuvo gobelinos; tuvo un tapiz de Teherán; tuvo un cuadro de Guido Reni; tuvo peces chinescos, perros pomerania, una cigüeña. Los pocos amigos que acudían a la casa eran recibidos en habitaciones prolijas, de discreto gusto burgués; Paula los esperaba cordialmente, los llevaba a pasear por la casa y los jardines, mostrándoles los crisantemos y las violetas; y como ella era la discreción misma, los visitantes bebían su té y se marchaban de la residencia sin descubrir nada nuevo.
Integró una biblioteca con volúmenes rosa, tuvo casi todos los discos de Pedro Vargas y algunos de Elvira Ríos; llegó un momento en que ya poco deseaba y su capricho sólo halló ejercicio en alguna golosina, un perfume nuevo, una sazón de pescado. Pero después Paula quiso tener un hombre que la amara, y aunque vaciló largo tiempo entre recibir en su lecho a cualquiera de sus fieles pretendientes o crear un ser que cumpliera en todo sus románticas visiones de antaño, comprendió que no había alternativas y que le era forzoso decidirse por lo último. Un amante del pueblo hubiera preguntado, inquirido hasta descubrir, más allá de la sonrisa, el poder de la bruja. Y entonces hubiera sido el terror, la persecución, la locura.

Creó su hombre. Su hombre la amó. Era bello, fino, se llamaba Esteban, jamás quería salir de la casa: así tenía que ser. Ya enteramente aislada de sus semejantes, Paula negó el té a los amigos y éstos presintieron la regencia de un macho en la casa. Tristes de corazón, se volvieron al pueblo.

Ella recuerda ahora su labor de demiurgo. Es casi de noche; Paula no está triste y sin embargo hay una mano fría que se apoya en su pecho, cubriéndole el hueco entre los senos con una firme opresión. «Estoy cansada», se dice. «He tenido que pensar tanto, que desear tanto...». Comprende, sin palabras, la tremenda fatiga de Dios. También ella necesita su séptimo día para ser enteramente feliz.

Esteban se reclina a su lado, mirándola con hondos ojos negros; le sonríe, un poco como un hijo.


—Paula —murmura.


Ella le acaricia el pelo sin hablar. Es difícil no sentirse maternal con ese muchacho demasiado sensible, desasido de todo lazo humano, íntegramente dado a la tarea de adorarla. Esteban no hace preguntas, parece estar siempre esperando su voz. Es mejor así.
Y de pronto, como una lejana llamada de cuernos, Paula tiene la débil pero distinta sensación de estar enferma, de que se va a morir, de que el séptimo día viene sin aplazo posible.
Cuando los dos médicos retornan al pueblo, es bien poco lo que tienen que decir. Lo mismo al siguiente día. En la tarde del tercero, el automóvil de los médicos rodea la plaza y se detiene ante la cochería principal.


Es entonces que los amigos de Paula deben luchar contra el desatado rencor de todo un pueblo cristiano. Las esposas, las hermanas, los profesores de moral lugareña; hay quienes aspiran a que Paula se corrompa en la soledad de su casa, libre y abandonada como su vida. Lo que se elige en este mundo ha de mantenerse en el otro. Y son pocos, apenas cinco hombres silenciosos, los que acuden por la noche a la residencia para velar el cadáver de la amiga.
Los empleados de la cochería y dos mujeres de la granja vecina han puesto a la muerta en el ataúd y montado la capilla ardiente. Los amigos encuentran, casi sin sorpresa, a Esteban. Lo ven por primera vez, estrechan su mano. Esteban parece no comprender; está sentado en un alto sillón de respaldo calado, a la derecha del cadáver. A intervalos se levanta, va hasta Paula y la besa en la boca; un beso fresco, fuerte, que los amigos contemplan con espanto. El beso de un joven guerrero a su diosa antes de la batalla. Después vuelve Esteban a su asiento y se inmoviliza, mirando por encima del ataúd hacia la pared.


Paula ha muerto al atardecer y es medianoche ya. Los amigos están solos, con ella y Esteban. Afuera hace frío y algunos piensan en el pueblo, en las botellas de agua caliente de los lechos, en los boletines de radio.


En semicírculo miran a Paula que yace sin esfuerzo, como por fin liberada de una carga superior a sus pequeños hombros que han conservado siempre algo de la forma niña. Las larguísimas pestañas vierten una mínima sombra sobre los pómulos grises. Los médicos han dicho que su muerte ha sido lenta pero sin lucha, como una madurez de fruto. Y por los cinco amigos pasa, alternativamente, el mismo tierno y manido pensamiento: «Parece dormida».
¿Por qué entra tanto frío en la habitación? Es repentino, por bocanadas crecientes. Tal vez un frío que nace de adentro, piensan los amigos; suele sentirse en los velatorios. Un poco de coñac... Y cuando uno de ellos mira a Esteban, rígido en su sillón, siente como un horror que repentinamente le crece y le invade el pelo, las manos, la lengua; a través del pecho de Esteban está viendo los calados del respaldo del sillón. Los otros siguen su mirada y lividecen. El frío sube, sube como una marea. Más allá de la puerta cerrada se yergue de pronto la masa espesa del monte de eucaliptos bañado de luna; y ellos comprenden que lo están viendo través de la puerta cerrada. Ahora son las paredes que ceden ante el paisaje del campo, la granja vecina, todo bajo una cruda luz de plenilunio; y Esteban es ya una burbuja de gelatina, bello y lamentable en su sillón que cede como él ante el avance de la nada. Del techo entra un chorro de luz plateada quitando nitidez a los resplandores de la capilla ardiente. Por la suela de los zapatos sienten ahora los cinco amigos filtrarse una humedad de tierra fresca, con césped y tréboles, y cuando se miran, incapaces de pronunciar la primera palabra de la revelación, están ya solos con Paula, con Paula y la capilla ardiente que se levanta desnuda en medio del campo, bajo la luna inevitable.

Julio Cortázar en: Cuentos completos, Buenos Aires, Alfaguara, 1996.

13 de marzo de 2019

Amor: El río Almendares, ahora en su edad madura, tiene 12 millones de años Calvert Casey


Amor: El río Almendares, ahora en su edad madura,
tiene 12 millones de años
Calvert Casey
(Cuba)


Todo el furor, la sorda ira contra mí y contra ella, se apagaron mucho antes de que el ómnibus llegara al puente, donde me esperaba, incluso mucho antes de que los primeros edificios de La Habana dejaran ver su monótono perfil brillando bajo ese sol terrible que no nos abandona nunca.


Recuerdo mal en qué momento se produjo el incidente. Ojalá se repitiera. Ojalá se repitiera muchas veces. Vi desaparecer la dureza en los rostros de los pocos que presenciamos la escena, cambiarse el letargo de los largos viajes por una inquietud molesta, una zozobra que los hizo mirar, mudar de posición en sus asientos, sonreír alterados, quizás avergonzados.
Yo iba de pie en la plataforma, oí voces, miré y vi a la anciana besar y acariciar, sacudida por el llanto, la mano de un hombre que le ofrecía un cigarro. No pude saber si el hombre le ofreció el cigarro para calmarla, o si ella le pidió el cigarro y rompió en un llanto convulso y contenido, con grandes suspiros, agarrándole la mano y besándosela. El hombre no sabía hacía dónde mirar, se reía turbado, pero al mismo tiempo se le veía conmovido por lo que pasaba. La anciana sostenía el cigarro y lloraba silenciosa sobre el puño del hombre.
–¡Qué bueno, qué bueno!– decía con voz ronca cuando la dejaba el llanto, al parecer inagotable.
El hombre le tocó un hombro, torpemente.
–Cálmese...
Debió acordarse de que llevaba un encendedor en el bolsillo y logró extraerlo y encenderlo con la mano que ella le dejaba libre.
La anciana se calmó, se llevó el cigarro a los labios y lo encendió sin soltar el puño del hombre. Le temblaban la mano y los hombros. Vi que a pesar del aire que entraba con violencia por las ventanillas, encendió el cigarro con mucha destreza, inclinando la cabeza instintivamente hasta situar la punta frente a la llama que amenazaba apagarse, y aspirando profundamente. Entre una y otra pequeña convulsión de los hombros arrojó una larga bocanada de humo antes de que el viento apagara la mecha.
Esto pareció sosegarla. Sollozó en silencio una vez más y luego soltó lentamente el puño del hombre. Su mano resbaló por los dedos, como acariciándolos. É1 la tocó de nuevo en el hombro y luego se enderezó aliviado.
La anciana vestía con suma pulcritud. Tenía la boca atrozmente sumida, sin dientes. Sostenía el cigarro uniendo los labios y eso le reducía más aún el tamaño de la cara. Se secaba el resto de las lágrimas con un pañuelo ya muy mojado, pero muy limpio. Un anillo barato le brillaba débilmente en un dedo. Todo en su persona, la blusa almidonada, el cabello blanco bien recogido, respiraba limpieza. Era más bien gorda. Los ojos sin brillo paseaban de vez en cuando una mirada indiferente.
Volví a preguntarme si se conocían y si una conversación previa al momento en que yo subí al ómnibus había provocado el llanto ahogado e inconsolable, o si el hombre le había ofrecido el cigarro para calmarla, iniciada ya la crisis cuyos primeros momentos yo no había visto. Absorto en una idea fija, no había reparado en nada hasta que oí los primeros quejidos.
El ómnibus se vació un poco en una parada y pude sentarme varios asientos delante de ellos, casi detrás del chófer.
Era difícil saber qué efecto había causado la escena entre los demás pasajeros. El ronquido del motor y la velocidad a que iba impulsado el ómnibus, y quizás el calor sofocante, comunicaba a cada rostro un extraño ensimismamiento. Todos miraban hacia fuera, como si quisieran evitar mirar a los demás, o como si esperaran algo.
Me oí respirar con dificultad, con la respiración acortada del que trata de impedir las lágrimas, perturbado pero extrañamente aliviado. Una sombría determinación me había hecho subir al ómnibus, ir a su encuentro. Habrá que impedir el asunto a toda costa. Tiene que tomar algo. Ya se lo dije. Buscar un medio, debe haberlo. Es monstruoso condenar a alguien a vivir, arrojarlo al mundo o desaparecer donde nunca me encuentre. O quitarnos la vida. Pero hay medios, tiene que haberlos, tiene que tomar algo. Me prometió hacerlo. Pienso siempre en el choque del cuerpo contra el pavimento, el desorden y la suciedad; en el cuerpo que cuelga del balcón, qué extraño, una horca en medio de la ciudad, a la vista de todos, como una horca en medio del campo, para escarmiento, como en las edades antiguas.
Pero todo eso se borró bruscamente. Logré serenarme. Cuando el ómnibus se acercó a la parada, la vi ya un poco lejos de donde nos habíamos dado cita, casi al comienzo del puente. Me pareció increíblemente frágil y fea, con el cabello largo y ralo, en una tentativa frustrada de peinado, las uñas comidas, las medias rodadas, el vestido como siempre, maltrecho. La miré como si la viera por primera vez. Allí estaba, mirando los árboles, con una expresión que pretendía ser meditativa. Más allá de los árboles corría el río, muy abajo, hediondo ya de mosto cuando llega al puente, sucio, cargado de una nata verde que el sol pudre y que como nunca llueve jamás se diluye. Me había dado cita allí, para ella el más romántico de los lugares. Pensaría seguramente algo apropiado al encuentro, que sería de una cursilería de la que sólo ella era capaz, y que yo conocía tan bien, aprendida en las novelitas grasientas manoseadas por miles de manos en las librerías de Reina, y que en ciertos momentos era capaz de provocar la náusea.
–Llegaste– me dijo.
La abracé fuertemente por la cintura y ella me miró con ojos furtivos. Comenzamos a atravesar el puente. Más allá del parque, entre los árboles, se veía negrear el río, casi detenido e infecto, despidiendo un vaho húmedo de calor y mal olor.
Hacía un calor aplastante. El tráfico de autos, ómnibus y camiones que se precipitaban con violencia hacia la ciudad, o salían de ella como impelidos por la furia, levantaba ráfagas súbitas de aire caliente y arrojaban polvo sobre nosotros. Por unos instantes el ruido nos impidió oírnos. Detrás de las nubes, el sol enviaba un resplandor exasperante.
Nos detuvimos al llegar a mitad del puente. Debajo de nosotros estaba el parque verde e inmóvil. Los árboles impedían ver el suelo. Pensé que cualquiera que cayera desde el puente quedaría preso entre las ramas, gimiendo quién sabe cuántas horas o cuántos días, con sus gritos ahogados por el ruido, como los moribundos en las cercas de alambre de la primera guerra.
Le pasé el brazo por los hombros y la estreché con fuerza hasta hacer que se volviera hacia mí, pero sin mirarla. Alguien que pasaba a toda velocidad hizo sonar un claxon y gritó.
–Todo el mundo nos ve.
–Que nos vean.
El tránsito sobre el puente pareció duplicarse. Ahora era ensordecedor.
–Deja vivir al niño.
No debió oírme porque hizo un gesto como de quien no ha comprendido. Tuve que repetírselo.
Comenzó a golpearme de pronto, con una violencia histérica, primero con los puños y luego con la cabeza y la cartera, que se abrió. Todo se desparramó por el suelo. Sus movimientos eran tan ridículos que tuve que reírme mientras luchaba por recoger sus cosas –un pañuelo anudado, un creyón gastado, medias rotas– y agarrarla por los puños. Sentí el golpe duro de un zapato cerca de la oreja. Cerré los ojos un instante en que todo me pareció negro. Cuando logré recoger la cartera me abalancé hacia ella para dominarla, abrazándola. Sentí de nuevo la oleada de ternura arrastrarme. Quizá si era lo bastante poderosa nos arrastraría a los dos hasta el río.
–¡Cálmate, cálmate!
Los curiosos demoraban la circulación por el puente. Oí una tempestad de cláxones y de gritos. Desde un auto un hombre nos miraba, sonriendo y avanzando con lentitud como una fiera satisfecha. El tráfico que huía de la ciudad se precipitaba incontenible por la otra banda.
Pero por el lado donde estábamos se paralizó por completo. El auto del hombre se apagó. Sin dejar de mirarnos fijamente, trataba de arrancar de nuevo, con calma. Oí exclamaciones de estupor, risotadas. De un vehículo algo distante bajaron varios hombres jóvenes y nos rodearon, mirándonos' con expresión de regocijo. Uno de los hombres recogió un zapato del suelo y lo sostuvo, sonriendo. Logró desprenderse de mis brazos, y antes de dominarla de nuevo pude ver los dedos de un pie saliéndosele por la media destrozada.
El hombre logró arrancar el auto y bruscamente la fila comenzó a avanzar. Un taxi viejo, casi destruido, se detuvo. Se abrió una puerta. Sin separarme de ella la arrastré por los puños y la hice subir con violencia. Para que entrara tuve que golpearla en la boca. Vi que el chófer era un hombre muy negro y muy flaco. Sin mirar hacia atrás, se aseguró con la mano de que la puerta había quedado cerrada y arrancó.
–¡Qué calor!
Mientras ella se debatía contra mí entre la furia y los primeros síntomas del aborto, mordiéndome el pecho, comencé a besarle frenéticamente el cuello empapado en sudor, el triste cabello sucio y ahora deshecho, mezclando mis sollozos y el polvo, súbitamente vivos los recuerdos de las torpes primeras tardes de sudor y semen.
Antes de que el auto dejara atrás el puente, sentí otra ráfaga de aire sofocante. Sobre los estremecimientos del viejo taxi, las manos del hombre temblaban.
© Editorial Seix Barral, S.A.


CUENTO: Amigo enemigo de Antonio Di Benedetto


Amigo enemigo  de Antonio Di Benedetto 

Eran de mi padre y quedaron para mí. Quizás nunca los tocaré. Son dos cajones de libros de química antigua que alternan con cabalísticos, astrológicos y quirománticos. Con los de química no quería hacer nada bueno: falsificar vinos y licores. Creo que lo hizo, porque son más efectivos que cualquiera de los otros, el adivinador de la lotería por ejemplo. Han venido conmigo a todas las pensiones porque no me atrevo a venderlos ni a tirarlos. Tienen algo de mi padre o él tenía algo de ellos, y yo nada tengo de él, excepto esto.
Excepto esto y la mudez. No era mudo él, no. Pero fue por él. Yo tenía diecinueve años y estaba enamorado. Entré en el baño y ahí estaba mi padre, en la bañera, bajo la lluvia, sí; pero colgado del caño de la flor.
El pericote, que de tan joven podía confundirse con un ratón, entró de día, en la siesta, quizás en fuga de alguna persecución infantil. Los chicos se bañan ahí al fondo, en el canal, bajo el sauce. Pasan las horas desnudos, alborotando. Hacen puntería sobre alguna lata o sobre algún animalejo. Escarban las cuevas. De vez en cuando muere alguno, alguno de los chicos, se entiende, que muere ahogado.
El pericote se iría, sí, apenas digerido el miedo al amparo de los cajones surtidos de cábalas de mi padre. Mi padre habría dicho: Pobreza; anuncia la pobreza. Yo, de pensarlo, tendría que haber preguntado: ¿Aún más?
Proseguí convocando el sueño, que, despreocupado de mí, hacía las cosas a medias: No me tomaba del todo.
Por esa imposibilidad de participar en la conversación, uno, claro, se exime de atender y nadie se molesta por ello. Rovira, un periodista que acostumbra contar cosas y que me contó esta historia, decía algo para todos. Yo percibí distintamente sólo la palabra "Hamelín" (o "Hameln", no memoro bien) y las demás no, como si se mira la tela y se descuida el marco. Pero no hice nada con ella, porque no la había buscado ni me interesó nada más que por el sonido.
Después, sólo después, yendo a la habitación, en unos instantes se me presentó todo lo que pude recordar entonces, que es todo lo que sobre eso puedo recordar. "El tesoro de la juventud" y "El flautista de Hamelín". Un viejito de melena larga y blanca que toca un cornetín y multitud de ratas que pasan junto a él y se arrojan a un río. Con el dibujo una poesía –"del escritor inglés ..."– que habla de flauta, no de cornetín, y dice que las ratas siguieron, como encantadas, al flautista, y seguían y seguían y cayeron todas al agua y el pueblo se libró de la plaga. Pero había más tarde una venganza y no sé de quién, si de las ratas sobre el flautista o del flautista sobre la gente del pueblo, porque no le pagaron el servicio.
Quizás, me dije, el pericote esté todavía en mi pieza. Quizás venga su compañera o alguna otra que le guste y hagan cría. Quizás de este modo desde mi pieza podría lanzar sobre toda la pensión, sobre toda la ciudad, una plaga de pericotes. Pero yo no quería hacer mal a nadie. Pensaba no más.
Esa noche el pericote estaba allí, dentro de un cajón. Tarde, en mi desvelo, meditando otras cosas de la infancia, lo escuchaba roer su alimento nuevo: los libros de mi padre.
Le di un puntapié al cajón, pero después siguió. Seguí yo también, escuchándolo.
Esos libros me resisten, mas me empeño en conservarlos. No quería que el pericote se los comiera. Le llevé pan, miga. La introduje por las rendijas y esa noche no percibí que sus dientes molieran papel. Siempre le llevé migas, pero no cada noche se conformó con las migas. No obstante, algo estaba haciendo yo por la salvación de los libros.
Tomaba las sobras de la mesa del comedor. No me gusta lo bastante nada más que la corteza del pan. Dejo la blanca y pesada pulpa. Más aún desde que una señora atemorizaba a su niño –delante de mí, la malvada– diciéndole que no comiera miga, que engorda, que la miga es el alimento de los tontos y de los mudos.
Siempre he prescindido de la miga, pero antes nunca cargaba con ella en mis bolsillos. La muchacha lo sabía y me preguntó por qué lo hacía ahora. Quise ser humorista y le escribí en mi cuadernillo: "Es para mi hijo". Pero no le hizo gracia. Otra noche se acordó de mi respuesta al verme recoger migajas sobrantes de todos los pensionistas y me preguntó cuántos años tenía ya mi hijo. No supe qué contestarle, porque deseaba seguir la broma y no se me ocurría nada ingenioso. Pero ella estaba festiva y sin esperar respuesta a la primera pregunta me hizo una segunda: "¿Cómo se llama su hijo?" Ahí con su café, hablaba Rovira. Contaba de las guerras o de alguna guerra. Yo anoté en mi cuadernillo, para la muchacha: "Guerra".
—¡Je! Se llama Guerra. Un nene que se llama Guerra.
Entonces me fue fácil, también por el éxito, la respuesta a la primera pregunta: "Tiene los años de la humanidad y todavía más". Pero ella ya no me entendió.
Yo escribía algo, una carta, y crujió la tapa del cajón puesto arriba. Era la tapa del cajón de arriba presionada desde adentro y astillándose segundo a segundo.
No podía ser alguna fórmula de mi padre, debía de ser el pericote, que yo tenía olvidado, olvidado ya por tres días, con la emoción de haber recibido esa carta de mi hermana, al cabo de tantos años. No estaba solo, no.
No estaba solo en el mundo, no; pero en ese momento, en la pieza, tan tarde, sí, y sin voz, que me hizo tanta falta cuando asomó y sacó la cabeza gorda de bestia cebada, cuando puso afuera –engendro asqueroso– medio cuerpo desmesurado y dos patitas todavía minúsculas. Era un monstruo repelente y fiero que me miraba como en reclamación, como anunciando castigo, venganza, y ahí voy por ti mientras te revuelves en la impotencia de tu propio espanto.
No podía salir aún porque la panza le resultaba, seguramente, demasiado voluminosa, y un escaso lapso de tregua a mi pavor, vergonzoso pero justificado, me sirvió para escapar de la silla y subirme a la cama.
Forcejeó más y se arrojó, se arrojó hacia mí; cayo como un derrame de leche condensada, de puro gordo y graso, de pura miga y papel. Y grande, deforme, pelando dientes avanzaba, avanzaba, arrastrado, gomoso, hasta que sentí en mi mano la lapicera y se la lancé como un puñal. Se le clavó en el lomo y vi la sangre brotar en un chorro curvo, decadente, pero continuo en su manar.
Desfallecí. Caí en mi lecho, boca arriba, abandonado, vencido. El miedo y el asco me forzaban a la lasitud fatal y me forzaron, ¡oh, maravilla!, me forzaron un aliento de voz que yo no sabía qué era y creí sería, deseé que fuese, una flauta. Y mi arroyito de voz era el terror afinándose en música al paso por una flauta.
Ha quedado el rastro de sangre hasta el canal. Yo no pude verlo, nunca podría verlo. Y sin embargo lo veo. Lo veo desplazándose como una bola inmunda y lustrosa con un lapicero hundido en un hoyo de tinta roja.
© Editorial Bruguera, 1981.






CUENTO: Águeda Ágata de Paloma Díaz Mas


Águeda Ágata de Paloma Díaz Mas
Para quienes lo hayan hecho alguna vez.

Era cinco de febrero y aquel día le daba la oportunidad de nombrarla muchas veces. Exhibiendo, por ejemplo, su erudición de aficionado al folklore que recuerda cómo, ese día, las mujeres se erigen en alcaldesas y toman el mando y el imperio de muchos pueblos y queman bausanes de paja que representan al hombre opresor y traidor como un judas. Y cómo las madres lactantes se postran ante los altarcitos de la virgen de los senos cortados para ponerle una candela de rizada cera y pedirle buena leche. Y cómo los jóvenes varones, reunidos en círculo, fecundan la tierra con el golpe rítmico de sus recios báculos, mientras cantan en vieja lengua la historia de la muchacha martirizada.

Otras veces había sido la pequeña y sólida capilla de la plaza del Rey la que le había dado la oportunidad de nombrar el nombre de Águeda, latinizado en una construcción gótica por cada una de cuyas gráciles arquivoltas trepaban las sílabas del amado nombre, a cada uno de cuyos pilares surcados de nervaduras se adosaba la adorada palabra: Ágata. La capilla de Santa Ágata.

Hacía ya dos años que Águeda -en una noche amarga e inolvidable de frustrado amor- había apartado los labios de los suyos e, incapaz de explicar el porqué, había balbucido simplemente que no, un no tenue pero helador que él jamás pudo desentrañar ni con ruegos, ni con súplicas, ni con preguntas, ni con la feroz aunque infructuosa persecución a que la sometió todavía durante otro año.

Dos años después de aquel no que era como un terremoto en voz baja, como un cataclismo susurrado, descubrió que le aliviaba el dolor del amor nombrarla en voz alta, especialmente si alguien podía oírle. Fue un título de novela dicho casi al azar (Ágata ojo de gato) lo que le dio la oportunidad de ver brotar de sus propios labios, de la manera más impensada, el nombre de Agueda-Agata. Y sintió que el adorado nombre hallado por casualidad en una frase trivial no sólo no le acrecentaba la punzada como de quemadura que le venía acompañando desde hacía tiempo, sino que, muy al contrario, el nombre así dicho le valía como anestesia para su siempre abierta -aunque oculta- herida, y que era como si poseyendo su nombre y la posibilidad de nombrarla, y de que otros le oyeran, la poseyera un poco a ella y se le disolviera algo, en aquel momento de posesión, aquel no tan inexplicado como inexplicable.

No pasó un día sin que la nombrase, pretextando el título de un libro, una mártir de pechos ensangrentados que se descogaba del calendario para hacer un milagro particular, una piedra semipreciosa de mil irisadas y fulgentes variedades. Al fin, temiendo ser descubierto, rastreó los diccionarios en busca de nuevos pretextos para nombrarla. En verdad, quitando las piedras preciosas, la novela a la que daban título, la mártir patrona de mujeres y la capilla a ella dedicada, pocas eran las oportunidades de repetir el nombre sagrado sin remitirse a mundos exóticos e imposibles, ausentes por lo común de la conversación cotidiana: sólo con grandes esfuerzos logró enquistar en el discurso una alusión a los marroquíes aguedales, que imaginaba como laberintos de jazmines y pintados pabellones; más difícil aún le resultó aludir, sin despertar sospechas, a las propiedades medicinales de la amarga corteza de la aguedita, que combate la fiebre (y, tal vez, la fiebre de amor). Y alguna sorpresa causó un día entre sus conocidos y amigos oírle una disertación sobre el pino kauri, nombrándolo por su nombre botánico: agathis australis.

Su discurso se pobló de Aguedas-Agatas que se deslizaban insidiosamente en la conversación metamorfoseadas bajo la forma de piedras de colores, de árboles frondosos, de irisados cantos que duermen en el fondo de los claros ríos, de concéntricos círculos de variadas tinturas, de exóticos jardines y figuras de imaginero. Y, tras cada nombre que brotaba como una flor efímera que se marchita en un instante, escrutaba los rostros de los interlocutores: rostros planos e inexpresivos que no acusaban ninguna emoción al oír la palabra que se había estado guardando quizás durante horas, para soltarla al descuido y que volase como vuela un globo escapado de la mano de un niño; elevándose por encima de las cabezas más altas que, inadvertidas, ni siquiera se levantan para contemplar el vuelo majestuoso del objeto libre y sin rumbo: simplemente, ni siquiera se dan cuenta de que algo insólito -el inicio de la aventura del globo solitario- acaba de ocurrir; sólo el niño de cuya mano se deslizó (tal vez adrede) el delicado cordel sabe que el globo vuela, y alza la vista para ver cómo se aleja, cómo se convierte en un puntito, cómo se pierde ya.
Habían pasado cinco años desde que surgiera, en dichosa casualidad, la primera Ágata de sus labios.
 El día había estado vacío de posibilidades de nombrar a Águeda, pese a que él había espiado concienzudamente cualquier oportunidad, había oteado meticulosamente el horizonte de las frases triviales para deslizar entre ellas el sésamo ábrete de aquel nombre ya mágico, cada vez más independiente de la realidad a la que se refería. Pero nada, ni una posibilidad de jugar de nuevo a esconder entre el torrente de las palabras del día la única que de verdad le interesaba pronunciar.

Se acostó tarde, y ni aun con la deliberada demora el cansancio logró hacerle dormir. La alcoba parecía sumida en una angustia de silencio opresor -sin tictac siquiera de relojes- en el que de nada valía repetir en voz baja el deseado nombre: inútil nombrar si no hay quien nos escuche, aunque no sea capaz de captar la presencia de lo nombrado.
Al fin, se levantó descalzo, guiándose en el suelo por la rayada luz irreal -escala mágica de rayos, o haz de relámpagos yacentes- de la farola urbana filtrada por entre las tablillas de la persiana. Marcó, tembloroso, empapado en sudor y tiritando casi, un número de teléfono. Preguntó por Agueda. Una voz soñolienta y malhumorada le hizo saber que Agueda no vivía allí. Colgó el auricular aliviado, satisfecho por no haber roto ni un solo día su hábito -hábito ya imposible de desnudar, pegado ya a su piel- de nombrar a Agueda al menos una vez. Se durmió con la paz de saber que alguien había escuchado, en un número de teléfono marcado al azar, el nombre de Águeda y que incluso -suprema felicidad- había sido capaz de repetirlo para él.

  Biografía de Paloma Díaz Mas

Paloma Díaz Mas nació en Madrid en 1954. Es profesora de literatura en la Universidad del País Vasco en Vitoria, en cuya Facultad de Filología y de Geografía e Historia imparte clases de literatura española del Siglo de Oro.
El rapto del Santo Grial, publicada en 1984, es su primera novela. Cuatro son los temas principales que en ella la autora desarrolla, según el crítico Leopoldo Azancot. El primero y principal, la necesidad de postergar indefinidamente la realización de los ideales a fin de que la vida, que cobraba su sentido de la persecución de los mismos, no pierda éste, y se torne insípida. El pacifismo, planteado sin limitarse a esquemas estereotipados, la reivindicación de la igualdad entre el hombre y la mujer, y el deseo de la mujer constituyen los otros temas planteados en la novela.
De 1984 es Tras las huellas de Artorius, con la que obtuvo el Premio Cáceres de Novela.

Es autora del libro de cuentos Nuestro milenio (1987), cuyos relatos tienen la característica en común de estar escritos con un ritmo particular, con un sosiego que no parece propio de este siglo presuroso.
Ha escrito también el libro de viajes Una ciudad llamada Eugenio (1992) y el ensayo Los sefardíes: Historia, lengua y cultura (19 86).
La obra maestra y Águeda/Ágata pertenecen a Nuestro milenio, editado por Anagrama


12 de enero de 2017

Cuento: David Swan de Nathaniel Hawthorne



David Swan de Nathaniel Hawthorne 

Los humanos conocemos, aunque parcial e incompletamente, los acontecimientos que influyen en forma real en el curso de nuestra vida o nuestro destino. Hay, sin embargo, una serie innumerable de otros acontecimientos —si es que pueden llamarse así— que descienden oscuramente sobre nosotros y que pasan de largo sin producir ningún efecto y sin evidenciar su presencia o su proximidad, ni siquiera por un rayo de luz o una sombra dejada en nuestras mentes. Si conociéramos todas las vicisitudes de nuestro destino, la vida estaría tan plena de esperanza y de temor, de optimismo y desaliento, que no nos permitiría una sola hora de tranquila serenidad. Una página de la historia secreta de David Swan podrá ilustrarnos esta idea. 

La vida de David Swan no nos interesa hasta que nos lo encontramos, a los veinte años de edad, caminando por la carretera que conduce desde su lugar natal a la ciudad de Boston, donde su tío, un pequeño comerciante de especias, iba a emplearlo en el negocio. Baste decir que era oriundo de New Hampshire, descendiente de una familia respetable y que había recibido la corriente educación escolar con la consiguiente terminación de un año en la Academia Gilmanton. Después de haber caminado a pie desde la salida del Sol hasta cerca del mediodía de un día de verano, la fatiga y el creciente calor lo hicieron sentarse en la primera sombra que encontrara, a fin de esperar allí el paso de la diligencia. Como plantado a propósito para él, casi inmediatamente surgió ante su vista un pequeño grupo de arces con un claro en el medio y un manantial fresco y rumoroso, tan sugestivo todo, como si hubiera estado verdaderamente esperando a David Swan.  

El viajero besó el agua con sus labios sedientos y se tendió después a la orilla del manantial, envolviendo en un pañuelo alguna ropa y poniéndolo todo debajo de la cabeza a modo de almohada. El resplandor del sol no llegaba hasta él; de la carretera, empapada por la lluvia del día anterior, no se levantaba polvo ninguno, y su lecho de hierba era para el más joven caminante, suave y cómodo como un colchón de plumas. El manantial murmuraba levemente a su lado, las ramas oscilaban bajo el azul del cielo y un sopor profundo, cargado quizá de sueños, fue descendiendo sobre David Swan. Pero lo que aquí vamos a relatar no son los sueños de nuestro protagonista. 

Mientras él yacía profundamente dormido en la sombra, otra gente muy despierta iba y venía a pie, a caballo y en toda clase de vehículos a lo largo de la carretera inundada de sol. Algunos no miraban ni a la derecha ni a la izquierda y no se daban cuenta de que nuestro viajero dormía a la vera del camino; otros, miraban simplemente la carretera, sin admitir la presencia del durmiente entre sus afanosos pensamientos; otros, se reían al verlo durmiendo tan profundamente, y otros, en fin, cuyos corazones se abrasaban en la llama de la soberbia, lanzaban sus venenosas banalidades contra David Swan. Una viuda todavía joven y sin nadie en el mundo volvió la cabeza hacia la orilla del manantial, diciéndose que el adolescente respiraba un encanto indescriptible, sumido como estaba en su profundo sueño. Un predicador de la liga de la abstinencia miró también hacia él y llevó al pobre David al texto de su sermón de aquella tarde, poniéndolo como un caso repulsivo de embriaguez al borde mismo de la carretera. Pero lo mismo la censura que la alabanza, la alegría, el desprecio y la indiferencia, todo era igual, es decir, todo era nada para David Swan. 

No había dormido más que unos pocos momentos, cuando un carruaje de color pardo, arrastrado por un magnífico grupo de caballos, se inclinó levemente hacia un lado y fue a detenerse a la misma altura, precisamente, del lugar en el que se hallaba descansando David. Un perno del eje se había caído, haciendo que una rueda se saliera de su sitio. El accidente no revestía importancia y tan solo causó una alarma momentánea a un comerciante ya de alguna edad y a su mujer, que volvían a Boston en el vehículo. Mientras que el cochero y un criado se esforzaban en colocar de nuevo en su sitio la rueda, el comerciante y su mujer se acomodaron a la sombra de los arces, observando el curso del manantial y el profundo sueño de David. Impresionados por el aura de respeto que todo durmiente, aun el más humilde, derrama en torno a sí, el comerciante se retiró todo lo levemente que su gota le permitía y su esposa se esforzó en evitar el susurro de su vestido de seda, a fin de no despertar a David súbitamente. 

—¡ Qué profundamente duerme! —murmuró el comerciante— ¡Mira con qué ritmo respira! Un sueño así, producido sin narcótico ninguno, es para mí de más valor que la mitad de mi fortuna. Este sueño significa salud y una conciencia tranquila. 

— Y juventud, además —dijo la esposa—. Aun con salud, en la edad madura no se duerme así. 

Cuanto más lo miraban, tanto más interesado se sentía el matrimonio en el joven desconocido, para el que el resplandor de la carretera y la sombra de los arces parecían constituir algo así como un aposento retirado ornado de ricas telas. Al darse cuenta de que un rayo de sol le daba en el rostro, la esposa enlazó una rama con otra, con el fin de interceptarlo. Y al llevar a cabo este gesto de ternura, comenzó a sentirse como una madre frente al durmiente. 

—La providencia parece habernos traído aquí —susurró a su esposo— y habernos hecho encontrarlo, después del desengaño que hemos sufrido con el hijo de nuestro primo. Me parece incluso ver en él una semejanza con nuestro pobre Enrique. ¿No lo despertamos? 

—¿Para qué? —dijo el comerciante indeciso—. No sabemos nada de su carácter. 

—¡Pero... y ese rostro sin nubes! —replicó la esposa en voz baja también, pero en tono serio—. ¡Ese sueño inocente, sobre todo! 

Mientras el matrimonio hablaba así, ni el corazón del durmiente experimentó la más mínima emoción, ni su respiración se hizo más acelerada, ni, en fin, sus rasgos traicionaron el menor interés. Y sin embargo, la Fortuna estaba inclinada sobre él, dispuesta en aquellos momentos a volcar sobre su persona el cuerno de la abundancia. El viejo comerciante había perdido su único hijo y no tenía más herederos de todo su patrimonio que un pariente lejano, con cuya conducta no estaba satisfecho. En casos como este, los hombres acostumbran a realizar actos aún más extraños que el de representar el papel de mago bondadoso y despertar a la riqueza y al esplendor a un joven que se había dormido poco antes en la miseria. 

—¿No quieres que lo despertemos? —repitió la señora en tono persuasivo. 

—El coche está listo, señor —dijo a sus espaldas la voz del criado. 

El matrimonio enrojeció y se puso en marcha apresuradamente, admirándose ambos de que por un momento hubieran pensado en hacer una cosa tan ridícula. El comerciante se aisló en una esquina del carruaje y comenzó a meditar sobre el proyecto de construir un asilo magnífico para hombres de negocios arruinados. Mientras tanto, David Swan gozaba tranquilamente de su sueño. 

No se habría alejado el coche más de una milla o dos, cuando una muchacha linda y esbelta pasó por el camino con un paso saltarín, que indicaba cómo le iba bailando el corazón en el pecho. Quizá fue precisamente este alegre compás de su paso lo que hizo que —¿nosatrevemos a decirlo?— se le aflojara una de sus ligas. Dándose cuenta de ello, la joven se dispuso a remediar el inconveniente y se dirigió al bosquecillo de arces, donde, de pronto, se vio frente al joven dormido. 

Enrojeciendo hasta la raíz del cabello, como si hubiera penetrado en el dormitorio de un hombre, la joven se dispuso a alejarse en puntillas para no turbar el reposo del durmiente. Pero justamente en aquel instante un peligro se cernía sobre la cabeza de este. Una abeja, una monstruosa abeja, había estado zumbando todo el tiempo, unas veces posada en las ramas de los árboles, otras, reluciendo en los rayos de luz que se filtraban entre las hojas, otras, refugiándose en la sombra, hasta que, al fin, se posó precisamente en uno de los párpados de David Swan. La picadura de una abeja puede ser mortal, a veces. Tan valerosa como inocente, la joven atacó al insecto con su pañuelo, lo espantó y no paró hasta que lo vio alejarse debajo del árbol en cuya sombra dormía David. ¡Qué cuadro tan dulce e inocente! Cumplida esta buena acción, con la respiración entrecortada y el rostro encendido de rubor, la joven lanzó una larga mirada a aquel desconocido por cuya causa había luchado con un dragón alado. 

—¡Qué hermoso es! —pensó, y enrojeció aún más intensamente. 

¿Cómo podría ser que ningún ensueño de felicidad turbara la mente de David? ¿Cómo era posible que ningún presentimiento lo agitara permitiéndole ver a la linda viajera entre los fantasmas que poblaban su sueño? ¿Por qué, al menos, ninguna sonrisa de bienvenida iluminó su rostro? 

Había llegado ella, la mujer cuya alma, según una antigua y hermosa metáfora, era parte de la suya y a quien él, en todos sus vagos pero apasionados anhelos, había ambicionado encontrar un día. A ella solo podía amar con amor perfecto, lo mismo que solo a él podía recibir ella en las últimas profundidades de su corazón; y ahora su imagen se reflejaba en la fuente a su lado mismo. Si ella partía, la lámpara de la felicidad de David Swan no volvería a lucir ya sobre su vida. 

—¡Qué profundamente duerme! —murmuró la viajera. 

Y la muchacha partió, pero su paso no era ya tan saltarín y ligero como cuando llegó. 

Pensemos, además, que el padre de la joven era un comerciante muy floreciente establecido en un lugar cercano, el cual, a la sazón, buscaba un joven de las mismas condiciones aproximadamente que David Swan. Si David hubiera trabado conocimiento con la muchacha, una de esas amistades que se anudan en los viajes, es seguro que se hubiera convertido en empleado del padre con todas las consecuencias que ello hubiera significado para él. También aquí, pues, la fortuna —la mejor de las fortunas— había pasado tan cerca de él que su aliento lo había rozado; y, sin embargo, David no se había dado cuenta de nada. 

Apenas se había perdido de vista la muchacha, cuando dos hombres penetraron en el círculo de sombra de los arces. Ambos tenían facciones siniestras, puestas aún más de relieve por una especie de gorra que llevaban encasquetada hasta los ojos. Sus trajes estaban gastados por el uso, pero no parecían de cierta elegancia. Era una pareja de vagabundos y salteadores de caminos, acostumbrados a vivir de lo que el demonio les ponía al paso, y que se disponía a jugarse ahora a las cartas el producto de su próxima fechoría. De pronto, sin embargo, vieron a David durmiendo a pierna suelta y uno de los bandidos susurró al otro: 

—¡Pst! ¿No ves el hatillo que tiene debajo de la cabeza? 

El otro asintió con la cabeza, hizo un gesto con la mano y miró a su alrededor. 

—Apuesto una copa de brandy —dijo el primero— a que el muchacho tiene ahí o bien una cartera o bien un montón de monedas sueltas escondidas entre los calcetines. Y, si no, es seguro que las tiene en el bolsillo del pantalón. 

—Pero ¿y si se despierta? —objetó el segundo. 

—¡Tanto peor para él! —dijo su compinche, abriéndose la chaqueta y señalando el mango del puñal que llevaba a la cintura. 

—¡Vamos, pues! —murmuró en voz baja el otro. 

Los dos rufianes se acercaron al pobre David, y mientras uno dirigía la punta del puñal al corazón del joven, el otro comenzó a registrar el hatillo que tenía debajo de la cabeza. Los dos rostros siniestros y contraídos, en los que se reflejaba, a la vez, la culpa y el temor, tenían un aspecto tan horrible como para que David los hubiera tomado por enviados del infierno en el caso de haberse despertado súbitamente y haberlos visto inclinados sobre él. Es seguro que si se hubiesen visto en el espejo de la fuente, ni ellos mismos se hubieran reconocido. Pero David Swan dormía con un aspecto tan tranquilo, como cuando de niño reposaba en el regazo de su madre. 

—Tengo que quitarle el hatillo de debajo de la cabeza —dijo uno de los bandidos. 

—¡Si se mueve, lo liquido! —susurró el otro. 

En aquel preciso momento, sin embargo, apareció un perro olisqueando la hierba, el cual se quedó mirando sucesivamente a los dos salteadores y después al joven dormido. A continuación, bebió un poco de agua del manantial y partió corriendo. 

—¡Maldito sea! —dijo uno de los rufianes—. No podemos hacer nada ahora. Es seguro que el dueño del perro va a aparecer de un momento a otro. 

—¡Bebamos un trago y marchémonos! —dijo el otro. 

El que había esgrimido el puñal volvió a meterlo en la funda y sacó una especie de pistola, pero no de las que matan o hieren. Era un frasco de aguardiente, con un tapón metálico en el cuello, el cual adoptaba la forma de un arma de fuego. Cada uno bebió de él un largo trago y abandonaron el lugar con tales ademanes y riéndose de tal manera por el frasco de la fechoría, que cualquiera diría que la alegría les escapaba del cuerpo. A las pocas horas habían olvidado completamente todo el asunto, sin pensar siquiera que el Ángel del Recuerdo había escrito en el debe de sus almas el pecado de asesinato, con letras tan indelebles como la misma eternidad. En lo que a David Swan se refiere, su sueño continuaba siendo tan profundo y tranquilo como antes, plenamente inconsciente de la sombra de muerte que había rendido sobre él y sin sentir tampoco la llama de la nueva vida que había lucido al desvanecerse aquella sombra. 

Poco después, sin embargo, el sueño del joven dejó de ser tan tranquilo como antes. Una hora de reposo había borrado de sus miembros la fatiga que había pesado sobre ellos después de una mañana entera de camino. Ahora comenzó  a agitarse, sus labios se movieron sin pronunciar un sonido, murmuró algunas palabras como para sí y pareció dirigirse a los espectros que habían visitado su sueño en aquel mediodía radiante. De repente, se oyó el ruido de ruedas, cada vez más nítido, hasta que disipó, al fin, los últimos restos del sueño de David. Era la diligencia, David abrió los ojos, se puso en pie de un salto y de nuevo fue el de siempre. 

—¡Eh!, ¡cochero! ¿Puede tomar otro pasajero? —gritó. 

—¡Acomódate! —respondió el mayoral. 

David subió al vehículo y, sacudido por sus vaivenes y saltos, siguió alegremente el camino hacia Boston, sin tener ni la más leve idea de aquel tumulto de vicisitudes que, semejantes a un acontecimiento irreal, habían pasado a su lado. Ni sabía que la Riqueza había inclinado un momento sobre él su cuerpo dorado ni que el Amor había suspirado a su lado, ni que la Muerte había asomado también su cara lívida i junto a él. Y todo eso en aquella hora escasa en que había estado entregado al sueño. Dormidos o despiertos, los hombres no percibimos nunca la el paso alado de las cosas que "casi han sucedido".



11 de enero de 2017

Cuento: La historia según Pao Cheng de Salvador Elizondo


La historia según  Pao Cheng  de Salvador Elizondo

En un día de verano, hace más de tres mil qui­nientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de un arroyo a adivinar su destino en la caparazón de una tortuga. El calor y el murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos y olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese momento. «Como las ondas de este arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto se convierte en un caudal hasta que des­emboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y baja, finalmente, otra vez convertido en el mismo arroyo ...» 

Éste era, más o menos, el curso de su pensamiento y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol, la trasla­ción de los demás astros y la propia rotación de la galaxia y del mundo. «¡Bah!», exclamó, «este modo de pensar me aleja de la tierra de Han y de sus hombres que son el centro inamovible y el eje en torno al que giran todas las humanidades que en él habitan...»

 Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la historia-Desentrañó, como si estuvieran escritos en la caparazón de la tortuga, los grandes aconteci­mientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes de ser abatidas a su vez. 

Sur­gieron también todas las razas y las ciudades ha­bitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para confun­dirse con la ruina y la escoria de innumerables generaciones. Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao Cheng llamó poderosamente su atención y su di­vagación se hizo más precisa en cuanto a los detalles que la componían, como si en ella estu­viera encerrado un enigma relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trató de penetrar en los resquicios de esa topografía in­creada. 

La fuerza de su imaginación era tal que se sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza de las construccio­nes y la belleza de los monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclán­dose a los hombres ataviados con extrañas ves­tiduras y que hablaban una lengua lentísima, in­comprensible, hasta que de pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscri­tos los signos indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente. A través de una de las ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo momento Pao Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía íntimamente. Cerró los ojos y acari­ciándose la frente perlada de sudor con las pun­tas de sus dedos alargados trató de penetrar, con el pensamiento, en el interior de la habitación en la que el hombre estaba escribiendo. 

Se elevó volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde de la ventana que estaba abierta y por  la que se colaba una ráfaga fresca que hacía temblar las cuartillas, cubiertas de incomprensi­bles caracteres, que yacían sobre la mesa. Pao Cheng se acercó cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros, conteniendo la res­piración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo hubiera notado pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo contenido todavía es­capaba al entendimiento de Pao Cheng. 

De vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensa­tivo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco que ardía en un extremo y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices, luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas terminadas que yacían en desorden sobre un extremo de la mesa y conforme pudo ir descifrando el significado de las palabras que estaban escritas en ellas su rostro se fue nublando y un escalofrío de terror cruzó, como la repta-ción de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. «Este hombre está escribiendo un cuen­to», se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las cuartillas. «El cuento se llama La historia según Pao Cheng y trata de un filó­sofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a pensar en... ¡Luego yo soy un recuerdo de ese hombre y si ese hombre me olvida moriré!...»

El hombre, no bien había escrito sobre el pa­pel las palabras «... si ese hombre me olvida mo­riré», se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería.

Salvador Elizondo



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