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2 de diciembre de 2011

Los últimos días de Nietzsche


Los últimos días de Nietzsche

Según William Gass: “Nietzsche mordió nues­tros valores como si fueran monedas sos­pechosas y dejó en cada una de ellas la marca de sus dientes”.


Friedrich Wilhelm Nietzsche  nació  en Röcken,  Sajonia prusiana, ­en  1844. Su padre y su abuelo fueron párrocos y su madre era hija de un pastor. Su padre murió cuando Friedrich tenía ­cuatro años, una pérdida de la que  el hijo nunca se recobró totalmente.

Nietzsche se crió en un hogar de mujeres: la abuela, la madre, su hermana Elisabeth, salvajemente antisemita, y dos tías solte­ras. Se educó en Schulpforta, una renombrada escuela regida por pautas militares, donde, pese a la dura disciplina, él era fe­liz y rendía bien desde el punto de vista académico, aunque no de manera sobresa­liente. Más tarde asistió a la universidad en Bonn, donde estudió teología y filo­logía, iniciando en esta última materia una carrera que pronto abandonaría.


En 1865, cuando todavía era estudiante, Nietzsche visitó Colonia, donde unos ami­gos lo llevaron a un prostíbulo. Los deta­lles, e incluso la posibilidad, de esta visita fueron largamente discutidos, pero ahora se acepta que en esa oportunidad contrajo sífilis. En 1867, Nietzsche fue tratado por una infección sifilítica que finalmente de­sembocó en la crisis mental de enero de 1889, fin efectivo de la vida de Nietzsche aunque viviría, en silencio y perdido en sí mismo, hasta 1900.

Nietzsche tuvo una serie de amigas leales y cariñosas, entre ellas Lou Andreas-Salomé. El amor secreto de su vi­da, sin embargo, fue seguramente Cosima Wagner. Cosima fue una de las personas a las que escribió en los frenéticos días ante­riores a la crisis de comienzos de enero de 1889. Entre las misivas alocadamente hu­morísticas que disparó en todas direccio­nes surge el grito angustiado que le diri­gió: "Ariadna, Te amo. Dioniso".


Después de Bonn, estudió en Leipzig y en 1867 fue alistado para prestar servicio durante un año en un regimiento de arti­llería de campo del ejército prusiano. Este período de servicio militar no fue agota­dor, aunque una herida sufrida en un acci­dente a caballo le provocó mucho dolor y le significó una larga convalecencia.


A la edad notablemente temprana de veinticuatro años, Nietzsche había sido designado en la cátedra de Filología clásica en Basilea, donde conoció al historiador Jakob Burckhardt y al teólogo agnóstico Franz Overbeck -este último sería un amigo de toda la vida. No obstante, más importante para él que  el éxito académico fue que los Wagner lo adoptaran virtualmente. Visitó por primera vez al campositor en mayo de 1869 en Tribschen la casa de los Wagner cerca del lago de Lucerna y a partir de entonces se convirtió en un visitante regular.


Wagner aceptaba con gusto la adulación de Nietzsche, en quien  en detectó astutamen­te a un discípulo del que podía esperarse que difundiera el credo wagneriano; a de­cir verdad, Nietzsche sería un critico im­placable de Wager y el  wagnerismo. Co­sima,  que tenía treinta y cuatro años cuan­do Nietzsche llegó por primera vez a Tribschen,  se divertía y probablemente se sintiera un poco halagada por la intensa devoción de este muchacho hacia ella co­mo musa del Maestro. Cuando se produjo la ruptura y Nietzsche se volvió contra Wagner, el resultado fue devastador para Nietzsche, aunque no para el infinitamen­te más duro Wagner.


En 1869, Nietzsche había pedido con éxito que lo relevaran formalmente de sus obligaciones militares que, según los re­glamentos de su patria militarista, signifi­caba que dejaría de ser ciudadano de Pru­sia. Solicitó en cambio la ciudadanía suiza pero fue rechazado. De ahí que a partir de ese momento Nietzsche no tuviera Estado. Era una situación adecuada para un hom­bre con tan inquieta disposición. Después de sufrir un colapso nervioso generaliza­do en 1870, Nietzsche se convirtió en un hipocondríaco aplicado, que vagó por Sui­za e Italia en busca de curas no sólo para su mala salud sino para el incurable mal de ser él mismo. Obtuvo cada vez más licencias de su puesto en Basilea y final­mente abandonó directamente la cátedra; y por el resto de su vida vivió al día, de una minúscula pensión. Pese a ser brillante -quizá debido a eso- no era apto para la vida académica, tal como lo puso de mani­fiesto la publicación, en 1872, de El nacimiento de la tragedia, una reinterpreta­ción embelesada y ditirámbica que escan­dalizó a sus pares por su tono poético y la falta de aparato crítico.


A mediados de 1870, Nietzsche se em­barcó en lo que sería más de una década de traslados interminables en busca de un lugar para descansar su espíritu fatigado y cada vez más frenético. Como muchos ale­manes antes que él, especialmente su amado Goethe, a Nietzsche le bastó poner un pie en suelo italiano para enamorarse del país. En Turín, adonde llegó en abril de 1888, creyó haber encontrado por fin su verdadero lugar. "¡Pero Turín!"- escri­bió a su amigo Peter Gast, en el estilo ex­clamativo de un turista entusiasmado- "¡Qué ciudad tan digna y grave! En ab­soluto grande, en absoluto moderna, co­mo me había temido, sino un lugar resi­dencial del siglo XVII, que sólo tenía un gusto imperante en todo, la corte y la no­bleza. Se ha conservado en todo la calma aristocrática, no hay suburbios mezquinos; una unidad de gusto que llega hasta el color (toda la ciudad es amarilla o ma­rrón-rojiza). ¡Y un lugar clásico tanto para  los pies como para los ojos! Los más bellos  cafés que he visto. Estas arcadas tienen al­go de necesario en un clima tan cambian­te como éste; son amplias, no oprimen. Al oscurecer, sobre el puente del Po: ¡magnífico! ¡Más allá del bien y del mal!"

 Nueve meses después de escribir este  himno a una ciudad idealizada, Nietzsche  se abrazó al cuello de un caballo enfermo  en la vía Po y se perdió en la locura para  siempre. Nunca se recobraría.

Las obras de Nietzsche en  esta última época en Turín son gritos desde el abismo de soledad más profundo. Hay aquí pensamientos horri­bles. Naturalmente, sin los excesos no habrían existido sus percepciones extraordinariamente agudas y devastadoras. Si hu­biera sido menos solitario, probablemente no habría podido decir muchas de las co­sas que dijo.

Turín fue un bálsamo inmediato para el afligido corazón de Nietzsche. Aquí, encontró alojamiento en la casa de Davide Fino y su familia en el Nº 6 de la vía Carlo Alberto. Adoptó enseguida una rutina "frugal y práctica": comida sim­ple, poco alcohol  y ejercicio riguroso, y como siempre, el trabajo. En estos meses finales (se quedó en Turín de abril a junio, cuando visitó a su amada Sils Ma­ria, para volver a Turín en setiembre) su productividad fue asombrosa. Primero fue El caso Wagner, en el cual cristalizó por fin sus argumentos contra lo que veía como los trucos decadentes de la música de este.


El caso Wagner tiene tanto de diatriba como de discusión y en su relato sobre el compositor son discernibles los primeros signos del trastorno mental que juntaba fuerzas a medida que la sífilis le carcomía el cerebro. Las obras compuestas en este último y breve segmento de su vida con su nueva nota aguda y su desesperación. apuntan inequívocamente hacia la locura.


El crepúsculo de los ídolos, El anticristo y Ecce Horno fueron escritos en los últi­mos meses en Turín. Nietzsche debió ha­ber trabajado a un ritmo febril. El sentido de su precipitación exaltada es una de las cosas por las que es tan emocionante leer estos libros: al seguir la línea fundida de su pensamiento tenemos la impresión de que somos nosotros los que estamos pen­sando. Es poeta al igual que filósofo, y sus argumentos nos convencen -si lo hacen­- tanto por la fuerza y la elegancia de su len­guaje como por el rigor de su pensamien­to. En El crepúsculo de los ídolos planteó como su ambición "decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro -lo que nadie dice en un libro ...


Sus últimas cartas son conmovedoras en la medida que se mueven con paso va­cilante entre pedidos ahogados de ayuda y fanfarronadas patéticas. El fin estaba cer­ca. Empezó a tener dificultades para escri­bir, hasta tal punto que sólo su madre podía leer su letra. No había, como KIeist había dicho refiriéndose a sí mismo, nin­guna ayuda para él en esta tierra. Sufría ataques agotadores de llanto, acompaña­dos por temblores y muecas faciales. Se ocultó en su cuarto de la vía Carlo Alberto, observando cómo se volvía más crudo el invierno. Llegó y pasó Navidad, y el 3 de enero en la vía Po se abrazó al rocín de un cochero y se desplomó sobre el pavimen­to. Ya habían llamado a la policía cuando llegó su amable casero Davide Fino. Nietzsche lo reconoció y Fino lo llevó a su casa, donde deliró, despotricó y bailó des­nudo en la bacanal privada de su locura.


De Turín fue trasladado a una clínica en Basilea, y posteriormente fue llevado a Naumburgo por su madre. Luego de la muerte de esta última en 1897, su herma­na lo llevó a Weimar, donde lo alojó en su casa, la Villa Silberblick. Para entonces, la fama de Nietzsche se había difundido en toda Europa y sus libros cobraban grandes regalías, que Elisabeth utilizó para vivir  con un estilo al que no estaba acostumbra­da. En 1898, sufrió un ataque cerebral me­nor y otro más grave al año siguiente. Se debilitó aún más y apenas podía hablar. Un día, cuando le pusieron un nuevo libro en las manos, dijo: "¿No escribí libros bue­nos también?". En agosto de 1900 se res­frió y tuvo dificultades para respirar. El 25 sufrió otro ataque cerebral y murió.


La afirmación fue su credo. Aun en el pozo más profundo, en Turín, cuando su razón se derrumbaba, había sido capaz de poner este párrafo al comienzo de Ecce Homo: "En este día perfecto en que todo está maduro y no sólo la uva toma color oscuro, acaba de posarse sobre mi vida un rayo de sol: he mirado hacia atrás. He mi­rado hacia adelante y nunca había visto tantas y tan buenas cosas de una sola vez. No en vano he sepultado hoy mi año cuarenta y cuatro, me era lícito sepultarlo, lo que en él era vida está salvado, es inmor­tal. La Transvaloración de todos los olo­res, los Ditirambos dionisíacos , El crepúsculo de los ídolos. ¡todos regalos de este año, incluso de su últi­mo trimestre! ¿Cómo no habría de estar agradecido de mi vida entera? Y así me cuento mi vida a mí mismo".   

Pese a las incomprensiones referidas al hombre y a las malas interpretaciones de su obra, Nietzsche sigue siendo uno de los pensadores más grandes y profundos de la era moderna. Sin él, costaría imaginar el mapa filosófico y literario del siglo XX, de Heidegger a Paul de Man, de Freud a La­can, de Thomas Mann a Milan Kundera.

En aforismos aparentemente casuales -"No existen los fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos"- Nietzsche demolió muros enteros de la casa de la filosofía occidental.


Nos trajo noticias de la muerte de Dios como ficción estructural, montó un ataque devastador contra los fundamentos del cristianismo y criticó mordazmente el desprecio por la vida natural del que responsabilizó a curas y filósofos por igual.


Y, lo  que no es menos importante, esta­bleció, en una prosa que resulta bella aun en su traducción, una interpretación poéti­ca de la vida asombrosa por percepción, su honestidad y su grandeza. Pese a todos sus defectos, Nietzsche es una figura inte­lectual capital cuya luz se apagó en los al­bores de un siglo lleno de dolores y terro­res que él mismo profetizó. 

Fuente: Clarín

Suplemento Cultura y Nación


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