Análisis de La Vorágine de José Eustacio Rivera
Junto con Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, La Vorágine (1924) de José Eustasio Rivera es generalmente considerada por la crítica como una de las novelas fundadoras del llamado "realismo social" hispanoamericano. Esta corriente narrativa predomina en todo el subcontinente durante el período que va de 1920 a 1950 aproximadamente, y se caracteriza más que nada por relatar, en el plano de la ficción novelesca, las profundas transformaciones económicas, sociales y políticas que sufrieron las sociedades latinoamericanas desde finales del siglo pasado. Transformaciones estas que tienen su raíz en la inserción de nuestros países en el sistema capitalista mundial en calidad de exportadores de productos agrícolas y mineros e importadores de productos manufacturados.
El realismo social se centra por eso en la reconstitución de procesos, y sus personajes son más tipos sociales (indio, llanero, gaucho, minero, etc.) que individualidades sicológicas. Busca, por lo general, adoptar el punto de vista de los sectores populares, principales víctimas de tales transformaciones, denunciando las nuevas formas de explotación a las que éstos se ven entonces sometidos. Sin embargo, aunque su referente sea principalmente rural y regional, quienes escriben estas novelas pertenecen a capas medias urbanas, políticamente radicalizadas, que desconocen el mundo rural desde dentro, y en particular la cultura de los sectores sociales que ponen en escena. De ahí que, si bien logran hacer de éstos agentes de los procesos sociales que buscan reconstituir, su distancia cultural con respecto a ellos les impide convertir/os en sujetos de la enunciación novelesca.
Por lo demás, estos mismos sectores, generalmente analfabetos, tampoco constituyen los destinatarios virtuales de dicha enunciación. De donde se desprende que el realismo social tenga que definirse por el descentramiento de la instancia de la narración (enunciación y recepción) con respecto a su referente, y por su "exterioridad".
Ahora bien, La Vorágine es más que nada una obra de transición, situada a medio camino entre lo que venía siendo la novela romántica y modernista (que, en Colombia, tienden a confundirse) y el realismo social, De ahí su aparente heterogeneidad temática, estilística y formal. Mientras la primera parte narra, en el tono de la exaltación romántica, la huída de Arturo Cova y su amante a través de los llanos colombianos hasta llegar a Casanare, la segunda y la tercera, más "realistas", relatan la vida de los caucheros en la selva amazónica y las atroces formas de su explotación por parte de las compañías transnacionales y sus aliados locales. Sólo la forma autobiográfica de la narración en primera persona parece asegurar la cohesión entre ambos episodios.
Sin embargo, esta aparente escisión interna merece un examen más detenido, ya que un personaje central, distinto del narrador y protagonista, desempeña cierto papel en la articulación de los dos mundos que, a primera vista, se presentan como separados y sin mayor relación entre sí. Lo propio de dicho personaje - Barrera - es precisamente que pertenece a la vez a ambos mundos: al de las transnacionales caucheras que actúan desde el interior de la selva amazónica, y al de los llanos que se caracterizan por su estructura semi-feudal en plena descomposición. El papel de Barrera en la novela consiste entonces en acelerar esta descomposición para beneficio de las transnacionales, sonsacando con toda clase de artimañas a la mano de obra que les hace falta para la recolección del caucho. Así actúa incluso con el propio Cava, a partir de un buen conocimiento práctico de sus rasgos señoriales: con seducción, provocación y engaño, hasta lograr el incendio de Hato Grande y el descenso de todos a los infiernos selváticos.
El título de la novela no se refiere por eso a la sola selva, como tiende generalmente a afirmarlo la crítica a partir de una lectura unilateral y fragmentaria del texto. Según lo enuncia el mismo narrador y protagonista al inicio de su relato, "La Vorágine" simboliza más bien la violencia corrosiva que, bajo la influencia del capital transnacional, se apodera de todos los ámbitos de la sociedad colombiana, incluso los más privados.
En esta perspectiva, uno y otro episodios adquieren nuevas significaciones, incluso desde el punto de vista formal y estilística. Bien mirada, la primera parte no es una historia romántica de amor perseguido sino en apariencia. Si bien Cova rapta a Alicia (con consentimiento de ésta), reconoce al mismo tiempo que no la quiere; y cuando la frágil muchacha urbana se enferma de fiebres, no representa para su amante más que un estorbo: Además, mientras éste discurre, con una exaltación y en un tono muy propios del romanticismo, sobre el esplendor de la naturaleza llanera, sucede que los caminos están poblados de toda clase de animales ponzoñosos y maleantes de toda laya. Ideológica, formal y estilísticamente, el discurso romántico se encuentra pues minado por dentro y convertido en parodia de sí mismo. Y en cuanto a sus mitos, señalados como tales, los desbaratará Barrera: no habrá posibilidad alguna de felicidad en ningún rincón de naturaleza fuera de la "civilización", como tampoco habrá vuelco de fortuna alguno que permita volver redimido al seno de la buena sociedad bogotana. La sociedad señorial y sus mitos se muestran irremediablemente cancelados.
En cuanto al episodio selvático, tampoco se reduce a su indudable valor testimonial y al alegato nacionalista de Rivera en contra de las transnacionales comerciales y financieras. Como bien lo ha demostrado el crítico chileno Leonidas Morales, este episodio retama en su estructura narrativa una serie de temas y motivos que provienen de una muy antigua tradición mítica, reelaborada por la tradición mitológica y literaria occidental (Homero, Virgilio y Dante) a partir del mito griego de la laguna o río Estigio. Sobre el trasfondo de esta doble tradición, el descenso de Cova y sus compañeros a las entrañas de la selva amazónica ha de leerse como un descenso a los infiernos o un viaje al país de los muertos.
Como la primera parte de la novela, aunque de modo distinto, esta segunda parte descansa entonces en una doble estructura:
por un lado, el relato realista, cuyo principal protagonista y vocero es Clemente Silva; y por otro, el relato mítico, cuyo principal portador sigue siendo Cova.
Sin embargo, la relación entre ambas estructuras no es aquí de carácter paródico. Ya no se trata de oponer la "realidad" al discurso, sino de establecer paralelismos y complementariedades entre ambos planos. Paralelismo, por cuanto la denuncia y el peregrinar de Clemente Silva no son ajenos a la búsqueda mítica (la de la inocencia perdida de su hijo, paralela a la de Alicia y su hijo 'por parte de Cova). Y complementariedad, por cuanto, a pesar de no compartirla objetivamente, éste último asume como suyas la suerte y la redención de los caucheros por medio de la escritura.
Ahora bien, esta escritura - que se inicia en la selva bajo la presión del infierno amazónico e implica la visión retrospectiva y paródica de la primera parte -, recobra en la segunda su unicidad y su fuerza no sólo por la identificación de Cova con la suerte de los caucheros, sino también por la transformación de su relación con la naturaleza.
Esta deja de ser el objeto de la anterior contemplación romántica y escuálida, para convertirse en una grandiosa fuerza telúrica y maligna, contra la cual los hombres luchan para volver a la vida y a la historia. De esta transformación surge entonces una poética totalmente nueva que, además de emparentarse con el Rimbaud de "El barco ebrio" o Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont, anticipa al surrealismo, o más y n a los mejores frutos de lo "real-maravilloso" americano.
Desde nuestro punto de vista, La Vorágine no es entonces la novela
híbrida y desarticulada que la crítica se empeña en ver en ella. La novela de tema realista que la narrativa posterior iba a desarrollar desde varios lugares del continente, el valor testimonial y de denuncia que adquirió en este contexto, y la fuerza poética de la evocación de la naturaleza selvática contribuyeron sin duda a la inserción de la obra de Rivera en los "clásicos de nuestra literatura"..
. La convención autobiográfica, asociada al tema de la huída y el viaje, permitían sin duda asegurar un vínculo entre una multiplicidad de elementos que la realidad socio-cultural presentaba como disgregados. Sin embargo, esta misma convención no convierte necesariamente a Artura Cova en una entidad sicológica, ni resuelve por sí sola la unidad subjetiva de la obra. Esta unidad se cimenta más bien en el tema de la transformación objetiva de las estructuras sociales- transformación cuyo actor principal no es Cova sino Barrera -, y en el tratamiento a la vez divergente y complementario de las distintas voces enunciativas que dicho proceso conlleva. A pesar suyo tal vez y en todo caso a tientas, ya que los procedimientos composicionales no están formalmente subrayados, Rivera encontró con ello una forma esencialmente nueva de novelar, que no sólo ha pasado desapercibida para la crítica, sino que espera ser retornada y explorada por nuestra tradición novelesca.
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Por Francoise Perus
* Francesa. Investigadora en el Instituto de Investigaciones Sociales y profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus libros Literatura y Sociedad en América Latina; el modernismo e Historia Y Crítica Literaria obtuvieron los premios de ensayo en los concursos Casa de las Américas de 1976 y 1982.
El realismo social se centra por eso en la reconstitución de procesos, y sus personajes son más tipos sociales (indio, llanero, gaucho, minero, etc.) que individualidades sicológicas. Busca, por lo general, adoptar el punto de vista de los sectores populares, principales víctimas de tales transformaciones, denunciando las nuevas formas de explotación a las que éstos se ven entonces sometidos. Sin embargo, aunque su referente sea principalmente rural y regional, quienes escriben estas novelas pertenecen a capas medias urbanas, políticamente radicalizadas, que desconocen el mundo rural desde dentro, y en particular la cultura de los sectores sociales que ponen en escena. De ahí que, si bien logran hacer de éstos agentes de los procesos sociales que buscan reconstituir, su distancia cultural con respecto a ellos les impide convertir/os en sujetos de la enunciación novelesca.
Por lo demás, estos mismos sectores, generalmente analfabetos, tampoco constituyen los destinatarios virtuales de dicha enunciación. De donde se desprende que el realismo social tenga que definirse por el descentramiento de la instancia de la narración (enunciación y recepción) con respecto a su referente, y por su "exterioridad".
Ahora bien, La Vorágine es más que nada una obra de transición, situada a medio camino entre lo que venía siendo la novela romántica y modernista (que, en Colombia, tienden a confundirse) y el realismo social, De ahí su aparente heterogeneidad temática, estilística y formal. Mientras la primera parte narra, en el tono de la exaltación romántica, la huída de Arturo Cova y su amante a través de los llanos colombianos hasta llegar a Casanare, la segunda y la tercera, más "realistas", relatan la vida de los caucheros en la selva amazónica y las atroces formas de su explotación por parte de las compañías transnacionales y sus aliados locales. Sólo la forma autobiográfica de la narración en primera persona parece asegurar la cohesión entre ambos episodios.
Sin embargo, esta aparente escisión interna merece un examen más detenido, ya que un personaje central, distinto del narrador y protagonista, desempeña cierto papel en la articulación de los dos mundos que, a primera vista, se presentan como separados y sin mayor relación entre sí. Lo propio de dicho personaje - Barrera - es precisamente que pertenece a la vez a ambos mundos: al de las transnacionales caucheras que actúan desde el interior de la selva amazónica, y al de los llanos que se caracterizan por su estructura semi-feudal en plena descomposición. El papel de Barrera en la novela consiste entonces en acelerar esta descomposición para beneficio de las transnacionales, sonsacando con toda clase de artimañas a la mano de obra que les hace falta para la recolección del caucho. Así actúa incluso con el propio Cava, a partir de un buen conocimiento práctico de sus rasgos señoriales: con seducción, provocación y engaño, hasta lograr el incendio de Hato Grande y el descenso de todos a los infiernos selváticos.
El título de la novela no se refiere por eso a la sola selva, como tiende generalmente a afirmarlo la crítica a partir de una lectura unilateral y fragmentaria del texto. Según lo enuncia el mismo narrador y protagonista al inicio de su relato, "La Vorágine" simboliza más bien la violencia corrosiva que, bajo la influencia del capital transnacional, se apodera de todos los ámbitos de la sociedad colombiana, incluso los más privados.
En esta perspectiva, uno y otro episodios adquieren nuevas significaciones, incluso desde el punto de vista formal y estilística. Bien mirada, la primera parte no es una historia romántica de amor perseguido sino en apariencia. Si bien Cova rapta a Alicia (con consentimiento de ésta), reconoce al mismo tiempo que no la quiere; y cuando la frágil muchacha urbana se enferma de fiebres, no representa para su amante más que un estorbo: Además, mientras éste discurre, con una exaltación y en un tono muy propios del romanticismo, sobre el esplendor de la naturaleza llanera, sucede que los caminos están poblados de toda clase de animales ponzoñosos y maleantes de toda laya. Ideológica, formal y estilísticamente, el discurso romántico se encuentra pues minado por dentro y convertido en parodia de sí mismo. Y en cuanto a sus mitos, señalados como tales, los desbaratará Barrera: no habrá posibilidad alguna de felicidad en ningún rincón de naturaleza fuera de la "civilización", como tampoco habrá vuelco de fortuna alguno que permita volver redimido al seno de la buena sociedad bogotana. La sociedad señorial y sus mitos se muestran irremediablemente cancelados.
En cuanto al episodio selvático, tampoco se reduce a su indudable valor testimonial y al alegato nacionalista de Rivera en contra de las transnacionales comerciales y financieras. Como bien lo ha demostrado el crítico chileno Leonidas Morales, este episodio retama en su estructura narrativa una serie de temas y motivos que provienen de una muy antigua tradición mítica, reelaborada por la tradición mitológica y literaria occidental (Homero, Virgilio y Dante) a partir del mito griego de la laguna o río Estigio. Sobre el trasfondo de esta doble tradición, el descenso de Cova y sus compañeros a las entrañas de la selva amazónica ha de leerse como un descenso a los infiernos o un viaje al país de los muertos.
Como la primera parte de la novela, aunque de modo distinto, esta segunda parte descansa entonces en una doble estructura:
por un lado, el relato realista, cuyo principal protagonista y vocero es Clemente Silva; y por otro, el relato mítico, cuyo principal portador sigue siendo Cova.
Sin embargo, la relación entre ambas estructuras no es aquí de carácter paródico. Ya no se trata de oponer la "realidad" al discurso, sino de establecer paralelismos y complementariedades entre ambos planos. Paralelismo, por cuanto la denuncia y el peregrinar de Clemente Silva no son ajenos a la búsqueda mítica (la de la inocencia perdida de su hijo, paralela a la de Alicia y su hijo 'por parte de Cova). Y complementariedad, por cuanto, a pesar de no compartirla objetivamente, éste último asume como suyas la suerte y la redención de los caucheros por medio de la escritura.
Ahora bien, esta escritura - que se inicia en la selva bajo la presión del infierno amazónico e implica la visión retrospectiva y paródica de la primera parte -, recobra en la segunda su unicidad y su fuerza no sólo por la identificación de Cova con la suerte de los caucheros, sino también por la transformación de su relación con la naturaleza.
Esta deja de ser el objeto de la anterior contemplación romántica y escuálida, para convertirse en una grandiosa fuerza telúrica y maligna, contra la cual los hombres luchan para volver a la vida y a la historia. De esta transformación surge entonces una poética totalmente nueva que, además de emparentarse con el Rimbaud de "El barco ebrio" o Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont, anticipa al surrealismo, o más y n a los mejores frutos de lo "real-maravilloso" americano.
Desde nuestro punto de vista, La Vorágine no es entonces la novela
híbrida y desarticulada que la crítica se empeña en ver en ella. La novela de tema realista que la narrativa posterior iba a desarrollar desde varios lugares del continente, el valor testimonial y de denuncia que adquirió en este contexto, y la fuerza poética de la evocación de la naturaleza selvática contribuyeron sin duda a la inserción de la obra de Rivera en los "clásicos de nuestra literatura"..
. La convención autobiográfica, asociada al tema de la huída y el viaje, permitían sin duda asegurar un vínculo entre una multiplicidad de elementos que la realidad socio-cultural presentaba como disgregados. Sin embargo, esta misma convención no convierte necesariamente a Artura Cova en una entidad sicológica, ni resuelve por sí sola la unidad subjetiva de la obra. Esta unidad se cimenta más bien en el tema de la transformación objetiva de las estructuras sociales- transformación cuyo actor principal no es Cova sino Barrera -, y en el tratamiento a la vez divergente y complementario de las distintas voces enunciativas que dicho proceso conlleva. A pesar suyo tal vez y en todo caso a tientas, ya que los procedimientos composicionales no están formalmente subrayados, Rivera encontró con ello una forma esencialmente nueva de novelar, que no sólo ha pasado desapercibida para la crítica, sino que espera ser retornada y explorada por nuestra tradición novelesca.
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Por Francoise Perus
* Francesa. Investigadora en el Instituto de Investigaciones Sociales y profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus libros Literatura y Sociedad en América Latina; el modernismo e Historia Y Crítica Literaria obtuvieron los premios de ensayo en los concursos Casa de las Américas de 1976 y 1982.
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