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14 de abril de 2012

Cuando Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito, aterrizó en la Argentina


Cuando Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito, aterrizó en la Argentina



Vivió sólo quince meses en la Argentina, pero quedó marcado para toda la vida. En Argentina inauguró una nea rea, consiguió mujer, hizo un retrato de su epopeya -y la de sus compañeros pilotos- en su novela Vuelo nocturno, se enamoró de los páramos patagónicos, y en los verdes campos de la provincia de Entre Ríos (Argentina)  encontró la musa inspiradora de su obra cum­bre, El Principito, traducido a más de 90 idiomas y el libro más popular de Francia y uno de los más ven­didos de todos los tiempos después de la Biblia




Antoine de Saint-Exupéry, este hombre alto, ro­busto, con movimientos de oso, nariz corta y res­pingada, ojos saltones y un mirar semidormido, murió a los 44 años durante una misn de gue­rra: su avión despegó desde la isla de Córcega una hermosa mañana de verano para tomar fotogrfías de la Francia ocupada por los nazis, pero nunca volvió a la base.
 Su muerte es un enigma y está atravesada por las paradojas: demasiado viejo para volar, con el cuerpo estragado por cinco accidentes de los que había salido vivo por milagro -los jefes aliados le haan concedido el honor de luchar por su país gracias a su reputación-la últi­ma vez que el radar lo tuvo en su pantalla volaba cerca de la costa de Marsella, a menos de 30 minutos de Lyon, el lugar donde había nacido. "Mamita mía, no estoy muy seguro de haber vivi­do después de la infancia", había escrito a su madre con arrasadora melancolía. Como el pequeño príncipe de su fábula, que vivía en un asteroide remoto del cielo, un a desapareció y se transforen leyenda.

Tercer hijo del conde Jean-Marie de Saint-Exu­péry  y Marie Boycr de Fonscolombe, nació el 29 de junio de 1900 y quedó huérfano de padre a los cuatro años. Su madre pasó a ser clave en su vida de aristócrata empobrecido y nómade. Del casti­llo paterno se mual de sus tías por la ruina eco­nómica, mientras Saint-Exupéry acumulaba retos de los jesuitas no sólo por su "horrorosa ortografía" sino por su indisciplina, sus distrac­ciones y la impenitente costumbre de escribir en papeluchos poeas combinadas con dibujos que nada tenían que ver con la clase.
A partir de 1919, después de un fallido intento de ingreso a la Escuela Naval, pasó 15 meses estu­diando dibujo en Bellas Artes y dos años más tarde fue alistado como soldado en un campo de aviación del ejército. Allí se las arregló para tomar clases de pilotaje en secreto. Quedó maravillado: volando, veía al mundo desde otra perspectiva, diferente de la de los demás.
En la estrecha car­linga de sus aviones, en lucha contra los elemetos desatados, el aristócrata se descubrió a sí mismo, forjó un sólido concepto del deber y la responsabilidad, y alimentó ideales humanistas. Poco después de terminada la Primera Guerra Mundial, Saint-Exupéry se comprometió con Louise de Vilmorin, una joven hermosa, elegan­te, escritora talentosa y heredera de un banquero que ni sabía cuánta plata tenía. El padre veía con recelo a ese conde sin dinero, enredado en libros, poesías y aviones. Unas semanas antes de la boda, Saint- Exupéry se subió a un biplano que no conocía en las afueras de París  y se estrelló a poco de despegar: fractura de cráneo y conmoción cerebral

"El banquero confirmó sus temores y lo puso entre la espada y la pared -dice Elsa Aparcio de Pico, secretaria de la sede argentina de la Asociación Los amigos de Antoine de Saint- Exu­péry-. El tenía 22 años y el padre de la novia le dijo: 'o mi hija o el avión'. Y ganó el avión." Antes de llegar a la Argentina, fue piloto del ser­vicio aéreo que unía Francia y España con el norte de África y vivió dramáticas experiencias en luga­res como Casablanca, Dakar y, sobre lodo, en Cape Juby, punto remoto del Sahara, donde los peligros se sucedían, entre las traicioneras dunas del desierto y los códigos violentos del hombre nómade de las caravanas, capaz de asesinar con una sonrisa. Saint- Exupéry desembarcó en Buenos Aires el 12 de octubre de 1929 para extender la línea del correo aéreo a Santiago de Chile, Asunción y la remota Patagonia. Apenas instalado en un hotel de la calle Reconquista se entera: será director de la Aeropos­ta Argentina -filial de la línea europea- y deberá abrir las rutas, consolidar aeródromos y asignar el trabajo a sus notables camaradas: Jean Mermoz, Henri Guillaumet y los argentinos Vicente Alman­dos Almonacid y Rufino Luro Cambaceres.

Nunca le gustaron las grandes ciudades y la capi­tal argentina no será la excepcn. "No tiene gra­cia habitar Buenos Aires -escribe-o Gentes tristes y ningún lugar donde pasear. Los arquitectos vol­caron su genio en privada de todas sus perspec­tivas. Me pregunto cómo puede penetrar la pri­mavera a tras de estos millones de metros cúbi­cos de cemento."
A los dos días ya está volando sobre la Patagonia, encandilado por el paisaje agreste y rudo. Otra vez el desierto: la nada es su territorio. Y entonces presiente la importancia de la línea aérea para esos míseros poblados batidos por el viento. En una playa de Comodoro Rivadavia capturó una foca bebé que trajo en su avión a Buenos Aires y lo instaló en la bañera de su casa, en el sexto piso de la Galería Güemes de la calle Florida. No sería el único: en Paraguay embarcó un cachorro de jabalí, y al abandonar Buenos Aires con su madre, en 1931, se llevó un cachorro de puma que sembró de inquietud al pasaje.
Saint-Exupéry llegó a volar más allá del Estrecho de Magallanes, sobre la Tierra del Fuego. Más lejos de las multitudes urbanas, s se ablanda su mirada: "Aquí el sol se acuesta a las diez de la noche. Todo es verde. Aldeas sobre el sped. Y gente que, de tanto apiñarse en torno, se vuelve tan simpática ... ".
Pero si en las largas travesías hacia el sur desple­las alas de la imaginación, el reconocimiento de la ruta hasta Asunción del Paraguay, volando bajo, siguiendo las vías del ferrocarril-los avio­nes apenas contaban con bjula y altímetro­- habría de seducido para siempre. Su experiencia entrerriana fue perturbadora, y está narrado en el capítulo Oasis de su libro Tierra de Hombres. En un viaje de inspección para controlar algunos de los quince aeródromos diseminados en el país, vio un campo verde y liso a orillas del río Uru­guay, cerca de Concordia. Pensó que podría ser una pista de aterrizaje alternativa y bajó a inspeccionar el terreno. "Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas", escribirá años después.
Una de las ruedas del avión se quebró al hundir­se en una cueva de vizcacha y casi inmediata­mente aparecieron en la escena dos jóvenes rubias, hermosas, casi niñas, al galope. "Al llegar hasta el avión vieron la torpeza del piloto y musi­taron entre ellas una grosería, pero en francés -cuenta Elsa de Pico-. Por decirlo de algún modo: ¡Qué tonto! ¡No vio la cueva!"

Las chicas eran Edda y Suzanne Fuchs, hijas de un matrimonio francés que tenía una granja en las cercanías, y que vivían en el castillo de San Carlos -hoy en ruinas- con paredes de piedra, mármoles y boisserie en las paredes. "A Saint­Exupéry se le abrió el cielo de repente cuando las escuchó hablar en francés -dice Elsa de Pico-. Y al llegar a la casona, en un viejo Ford, el padre, Georges Fuchs, se disculpó por el comporta­miento 'salvaje' de las hijas."
El piloto volvería varias veces a ese lugar, al encuentro de sus "amigos deliciosos" que "vivían en un castillo de leyenda, una casa donde se aspi­raba como incienso ese olor de vieja biblioteca que vale por tados los perfumes del mundo."
Edda tenía 9 años y Suzanne, 14. En 1932, ya en Francia, Saint-Exupéry escribuna nota perio­dística en una revista de París con un título suge­rente: Las princesitas argentinas. Resulta inevita­ble asociar su experiencia entrerriana con la fábu­la infantil que lo haría famoso en el planeta. 

"Ahí está el esbozo de El Principito -dice Elsa de Pico­- con esas dos chicas que eran muy especiales, y sobre todo con la impresión que le causó Edda. Ellas domesticaban bichos. A las ovejas Suzanne les decía ¡Vamos!, y las ovejas la seguían. Edda había domesticado un hurón, que comía en su mesa y la seguía a todos lados. Su papá criaba abe­jas. y  Edda decía que a las abejas no les gustaba el ruido. Ella me contó: 'Cuando nosotras queríamos que se fueran, gritábamos'. Un día, Saint-Exupéry se puso a hablar muy fuerte bajo el panal y Edda lo recriminó: 'Por favor, no hable tan alto porque a las abejas les molesta'."
A Edda, Saint-Exupéry le parecía "un gigante bueno". El escritor medía casi dos metros de altu­ra y apenas podía entrar en la carlinga de los avio­nes. Enamorado del cielo y el desierto, cuando no volaba, escribía. Un meticuloso: podía romper cien páginas antes de publicar una sola. Decía que más que escritor, era un corrector. Tachaba y borroneaba, anotaba ideas y frases en servilletas de bar: sus compañeros lo veían en los hangares, inclinado sobre los barriles de combustible, las manos sucias de grasa, la lapicera sobre el papel. De su pluma goteaba la melancolía por la felici­dad perdida en la infancia. Contemplaba su pro­pio pasado con un sentimiento de pérdida.


En el castillo de San Carlos fantaseó con abandonar su vida errante y quedarse. Acaso, criar abe­jas. Llamaba "mis princesitas" a Edda y Suzanne Fuchs. Pasaba horas haciendo trucos de magia con la baraja para ellas. El castillo no estaba res­plandeciente, pero lo encontraba irresistible: sus pisos de madera quejumbrosos, pero pulcra­mente encerados. "Todo estaba ruinoso, y lo esta­ba adorablemente." Se sentía a gusto en ese oasis rodeado de vegetación. "Las dos jóvenes reapare­cieron tan misteriosamente, tan silenciosamen­te como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Al desplegar sus servilletas me vigilaban por el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una langosta, un zorro, un mono y las abejas. Todos ellos vivían entremezclados, entendiéndose maravillosa­mente, componiendo un nuevo paraíso terres­tre", relató alguna vez el piloto.
Saint-Exupéry -recordaría muchos os s tarde Edda Fuchs-les decía: "Tengan cuidado, un día aparecerá un horrible, pequeño marido y se las en cautiverio".

Un día de 1964 llegó un periodista francés a la casa de las hermanas Fuchs para comprobar si de verdad habían existido. El mundo literario fran­cés siempre sospechó que eran fruto de la imagi­nación del escritor. Al final de su capítulo Oasis, el autor se pregunta: "¿Qué se habrá hecho de esas jóvenes? Sin duda se han casado. Llega un a en que la mujer se despierta en la joven ... ( ... ) Entoes, se presenta un imbécil. Se le entrega el cora­zón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en esclavi­ud, a la princesa".
Elsa de Pico cuenta que, una vez, Edda Fuchs esscapó de la reserva con que guardaba sus recuerdos y le confesó que cuando leyó ese capítulo del libro, ahogada por las lágrimas, tenía 19 años. 'Corrí a mirarme al espejo", le dijo.
Como si fuera un sortilegio, ni Edda ni Suzanne se casaron jamás. Suzanne enseñó francés en Con­nordia pero nunca pudo dejar la granja ni los animales. Edda se convirtió en una mujer elegante y atractiva que administcampos durante muchos años. Al periodista francés, le dijo: "Me acordaba de él cuando tenía flirts. Me marcó, en cierta forma. No sé si fue el destino, o algo superior. Allí, en las verdes cuchillas entrerrianas, quedó la fantasía de un amor no realizado, un oasis plató­nico y deslumbrante, la fuente de inspiración de  El Principito. "Las coincidencias son abrumadoras -enfatiza Elsa de Pico-. El avión roto, el accidente, el señor malhumorado, la desolacn del desierto: en esa época, el monte de espinillos era un desier­to. ¿Quién te ve? ¿Quién te ayuda? Y una vocecita que sale y le dice: ¡Qué tonto! i No vio la cueva!"

Saint-Exupéry voló en la Argentina más que en ninguna otra etapa de su vida. Hizo no menos de 30 travesías a los Andes porque le aburría el tra­bajo administrativo. "Yo vivo verdaderamente cuando vuelo", dejó escrito. Cuando estaba en Buenos Aires, pasaba el tiempo con sus amigos de la Aeroposta, charlando, comiendo generosa­mente con vino francés y terminando la noche en alguno de los cabarés de la época. Los argentinos que lo conocieron lo recuerdan como simpático, accesible, pero, a la vez, autoritario. Se imponía físicamente, siempre haa un cigarrillo en sus labios y tenía un hablar algo tartamudo, una voz que "oscilaba entre el cognac y el licor de cassis". Como jefe de línea era rreo. No suspendió los servicios aéreos el día en que un avión se estrelló con saldo trágico en el Río de la Plata. El correo debía partir a cualquier costo: ni las averías del motor ni los huracanes de la Patagonia ni las debi­lidades humanas podían retrasar la epopeya. Más de una vez, Saint - Exupéry experimentó la terrible sensación de ser empujado por los vientos del sur -más poderosos que el motor de su avión- hacia el oano. "Cada vuelo es una victoria que asegu­ra el siguiente." Y así terminó con el aislamiento del sur: por barco, Buenos Aires distaba 15 días de o Gallegos; el avión lo redujo a 17 horas.

Saint-Exupéry había instalado un aeropuerto para la escala en Puerto Santa Cruz, a unos 50 . kilómetros de allí, ellos también reclamaron el suyo. Le escribieron amargas cartas de reproche por no haber entendido el futuro de ese pueblo ni el valor estratégico de su ubicación: "Vamos a ins­talar el aeropuerto, a pesar suyo", amenazaron. Y lo hicieron, y un día lo invitaron para que lo inau­gurara. Alguien le dijo a Saint-Exupéry que la pista era corta, pero ellos volvieron a la carga: '''Poco importa' -contó Saint-Exupéry que le res­pondieron-.'Venga a inaugurar nuestro aeró­dromo sin aterrizar. Nuestros ciudadanos esta­rán muy felices si su avión sobrevuela nuestras cabezas el día de la inauguración. No lo podemos hacer si no vemos un avión.' Y un día, cuando descendía hacia el sur, previne a la pequeña ciu­dad y me fui a inaugurar ese terreno con un vuelo sin aterrizaje. Durante una hora efectué por enci­ma de ellos vueltas y picadas, y luego continué mi viaje. ¿Conoce usted algo más exaltante que ese entusiasmo y esa juventud de corazón?"
Su vida está atravesada por el viaje y la partida. Pero el hechizo argentino para el escritor es inne­gable: antes de casarse, invita a su madre a visitar­lo a Buenos Aires. En su niñez, Antoine era el pre­ferido de sus hijos y lo llamaba "El rey sol", por sus rulos dorados. Durante un mes y medio no se des­pega de ella y la lleva en su avión hasta los confi·nes de la línea. Cuando vuelven a Francia se ente­ra de que la empresa había quebrado: Argentina es la felicidad perdida. Ya es nostalgia para su pluma. En 1933 le escribe a Rufino Luro Camba­ceres: "No hay en mi vida periodo alguno que pre­fiera al que he vivido con ustedes".
Consuelo Suncin volvió una vez s a Buenos Aires, en 1968, y simplemente evocó así a Saint­Exupéry: "Cambiaba un brillante por un telesco­pio. Tanto sentía a las estrellas".
Hasta que sobrevino la Segunda Guerra, el conde de Saint-Exupéry conoció la gloria literaria. Su novela corta Vuelo nocturno se convirtió en un éxito porque describía la épica de la naciente avia­ción comercial: una prosa cargada de sentimien­tos nobles hacia sus semejantes, una oda para homenajear a sus camaradas y un intento para descubrir la solidaridad humana. Pero la guerra lo sumió en una desolación insoportable: "Fran­cia ha sido ocupada por el enemigo -se lamen­tó-. El país ha ingresado a un mundo de silencio". En Lisboa -donde se había exiliado- se enteró de la muerte de su gran amigo Henri Guillau­meto Cuatro años antes había muerto -también en un accidente aéreo- Jean Mermoz. "Soy el único que queda, no tengo un solo camarada en el mundo a quien decirle: '¿Te acordás?'."
En Nueva York publica El Principito, pero está desanimado y las peleas con su mujer se suce­den: "Consuelo, esta noche le escribiré una carta de amor, porque sucede que a pesar de tantas heridas ( ... ) no puedo más con este amor que nunca encontró su camino, en usted existe alguien a quien yo amo y cuya alegría es fresca como la alfalfa de abril".
Sus proyectos de vuelo desde hacía años fracasa­ban: primero un accidente truncó su raid Paris-Sai­són y ahora la aventura de unir Nueva York con la Patagonia había terminado con su avión destroza­do en Centroamérica. Como aviador, a pesar de su audacia y habilidad, era distraído e impredecible. A la concentración, prefería la ensoñación del vuelo. Una liberación: huir de todo lo que, en tie­rra, le hacia mal. Hasta tenía una visión sombría para la posguerra. Pensaba que los Estados Unidos después impondría "una civilización de hormigas. El hormiguero futuro me espanta y odio su virtud de robot. Yo estaba hecho para ser jardinero". Charles De Gaulle lo odiaba y el escritor veía en ese general a un caudillo arbitrario que sólo ambi­cionaba el poder personal. El, sólo quería la sal­vación de Francia. La patria le dolía y él no sabía cómo ayudarla.
El Lightning P-38 americano era un avión com­plejo para Saint- Exupéry. Gracias a sus intrigas y a su prestigio logró que lo alistaran al escuadrón de reconocimiento fotográfico. El reglamento  indicaba que podía ser volado por personas que no superasen los 32 años. El tenía 44. Apenas podía entrar en el cockpit estrecho y en uno de sus vuelos de práctica estrelló el avión en el ate­rrizaje. Le escribió una última carta a Consuelo:
"Si alguna vez no vuelvo, no me llores. 'Eso' pasa rápido. Las balas perforan el cuerpo como las abe­jas atraviesan el aire".
Su décima misión de guerra -ese sobrevuelo por el territorio de su infancia, cerca de Lyon- erala última que los jefes le habían concedido. Sus compañeros pilotos lo vieron flaco, fatigado, lleno de tristeza y desaliento. Un sobreviviente que sólo quería huir. Como Fabien, el protago­nista de Vuelo nocturno hundido en la noche de la Patagonia, perdido en la tempestad, en un vuelo sin retorno; como el Principito en su evasión definitiva de la Tierra: "Parecerá que he muerto y no será verdad". Saint-Exupéry, simplemente, no volvió.
El enigma de su muerte persiste. ¿Cayó bajo la metralla de uno o dos aviones alemanes que lo interceptaron? ¿ Se suicidó con su avión, adolorido por su infelicidad, su cuerpo cansado, por un mundo que ya sentía ajeno? ¿Perdió el conoci­miento por falta de oxígeno y se estrelló en el mar?  Un buzo marsellés asegura haber encontrado los restos de su avión a 100 metros de profundidad y un pescador dice que encontró su pulsera entre las redes. Su propia madre se resistió a creer en su muerte y durante años repitió que vivía recluido en un convento. Pero antes de morir ella pidió:
"Déjenlo reposar en paz, allí dónde esté".
De la Argentina se llevó todos los paraísos en el corazón. En Concordia quedan los fantasmas de un castillo en ruinas; en Buenos Aires, en una casona de la calle Tagle, murmuran los secretos que se con­taron con Consuelo; en la península de Valdés, el contorno de la isla de los Pájaros, batido por el mar, que inspiró el dibujo de El Principito donde una boa se traga a un elefante; en la playa de Ostende, una habitación del Gran Hotel donde seguramente imaginó una de sus novelas; en General Pacheco, un galpón que hoy sirve para depósito; en Bahía Blanca, aquel cadete que le compraba los cigarri­llos; en Río Gallegos, el hangar donde guardaba los aviones, un casco de cuero ajado por mil tormentas y sus antiparras de vuelo .


FUENTE : REVISTA VIVA- 
La revista de Clarín-
Texto: Mario Markic
Fecha de publicación: sin datos

Lo que supo darnos El Principito: 
EL FENOMENO DE ESTE LIBRO HABLA DE LA INSISTENCIA DE LOS HOMBRES EN SEGUIR SIENDO HUMANOS. "EL PRINCIPITO NOS ENSEÑA QUE VIVIR ES UN MILAGRO QUE SUELE OCURRIR UNA SOLA VEZ", ASEGURA SANTIAGO KOVADLOFF.
El Principito viene a probar con su enorme di­fusión que la poesía se resiste a morir en los hom­bres o, mejor, que nos resistimos a morir encalla­dos en lo prosaico y que esa resistencia es la poe­sía. El fenómeno de su venta incesante nos habla de algo aún más sorprendente y radical que el éxito de un libro; nos habla de la insistencia del hombre que somos todos en seguir siendo humanos, nos habla de nuestra insistencia en serio, de nuestra necesidad de insistir. Porque el hombre, antes que el ser que insiste con evidencia, es el ser que insiste con obstinación.
La Biblia no es, a mi juicio, el libro más leído porque nos transmita una verdad inequívoca, inamovible, dogmática, sino el libro que nos comunica una esperanza bajo la forma de una  tarea. Algo similar logra Saint-Exupéry en El Principito. Sus páginas, las de este libro excepcional, transmiten una convicción primordial: no hemos nacido para otra cosa que para descubrirnos incesantemente. No tenemos identidad sino sed de trascendencia: queremos ser otros, siempre otros, ir siempre más allá de donde estamos, de lo que ya sabemos, de lo literal, de lo obvio, de lo consumado.
Cabe también preguntarse por qué este libro puede, al unísono, conmover a un niño y a un adulto, e incluso a ese niño cuando se hace adulto. Creo que si la respuesta no consiste por entero en lo que digo, bien puede tener que ver con lo que pienso: El Principito nos enseña que vivir es un milagro; un milagro es algo excepcional
que ocurre, casi siempre, una sola vez. Pues bien, cada uno de nosotros, como ser viviente, es uno por única vez. Este libro de Saint-Exupéry celebra la presencia en el mundo, celebra el tiempo, ese tiempo que aquí nos trae y de aquí nos lleva, celebra el cambio, la conciencia que es el don de asomarse a su propio misterio y reconciliarse consigo y con lo que ella no es y con cuanto la excede y la desvela: el prójimo, la muerte, el significado siempre insuficiente 

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