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11 de enero de 2012

Análisis de Las alegres comadres de Windsor de Wiliam Shakespeare

Análisis de Las alegres comadres de Windsor de  Wiliam Shakespeare

Pocas obras en la historia del teatro universal presen­tan la comicidad y el desenfado de Las alegres comadres de Windsor de Shakespeare.  Esta obra se significa dentro de la producción de las comedias de Shakespeare por acontecer en un lugar cercano a Londres, con evidentes connotaciones de familiaridad para los espectadores isabelinos- En efecto, al  comenzar la acción en Windsor, todavía hoy en día una de las residencias de la realeza británica, el dramaturgo se aleja de los entornas mitológicos y de las evocadoras tierras de Italia y Grecia, entre otros lugares del sur de Europa. Según cuenta la leyenda, el propósito inmediato de la obra fue satisfacer el deseo de la reina Isabel I de asistir a una  representación en la que Falstaff se enamorara. Nos dice Nicholas Rowe en su biografía de Shakespeare (1709), palabras que traducimos:
[Isabel I] se quedó tan complacida con el admirable Personaje de Falstaff, en las dos partes de Enrique IV, que le instó [a Shakespeare] a darle continuación en una nueva obra, y mostrarlo enamorado. Se dice que ésta fue la ocasión para que escribiera Las alegres comadres de Windsor. De qué manera fue obedecida, la obra misma es una prueba admirable (citado en Oliver 1973: XlV).
El obeso y genial Falstaff había aparecido como perso­naje secundario en dos obras insertas en la categoría genérica que los críticos denominan «hístory plays» (obras históricas) del Cisne del Avon: Enrique IV (en sus dos par­tes) y Enrique V.
 No es extraño que la reina, al igual que sus súbditos, se hubiera sentido fascinada y divertida por el personaje. Es fama que Shakespeare tardó catorce jor­nadas en completar el manuscrito, y que la obra se repre­sentó con ocasión de la fiesta de la Orden de la Jarretera, celebrada no en Windsor, sino en el Palacio de Whitehall, en Westminster, el día de San Jorge (23 de Abril) de 1597. En la celebración se elegían los caballeros de la Orden por un periodo de cuatro años, y previo al acontecimiento dichos caballeros tenían que permanecer durante un mes en la capilla del patrón de Inglaterra en Windsor, donde aguardaban con expectación la llegada de la solemnidad.
Si la reina quedó tan prendada por las virtudes cómi­cas de Falstaff que lo quiso ver enamorado, y si la obra sir­vió también -según dice la crítica- para parodiar gen­tilmente en clave escénica a algunos personajes contem­poráneos, poco importa, más allá del brillante fulgor de las leyendas literarias.
El propósito que anida en las páginas de la obra es principalmente burlesco, pleno de ver­satilidad humorística. Si Falstaff se nos muestra enamorado, el público es consciente de que su amor no es verdadero, sino fingido para poder conseguir lo que real­mente es su meta: el dinero que atesoran los maridos de las comadres, Ford y Page. De ahí que se invista de la máscara del pretendiente amoroso, un papel para el que no se halla evidentemente dotado a priori, con su ingente gor­dura a cuestas y su espíritu antirromántico.
Falstaff se convierte en el foco principal de atención cómica, intensificando los rasgos que ya había cultivado Shakespeare en sus dramas históricos. No es aleatorio que el gordinflón se haya transformado, gracias también a la ópera de Verdi, en uno de los arquetipos de lo humorístico para el públi­co de todas las épocas. Su ingenio verbal se une a las gro­tescas vicisitudes en las que se ve envuelto en sus afanes amatorios, viéndose obligado a introducirse en la apesto­sa canasta de ropa sucia y siendo posteriormente arroja­do al río. Pero todavía llegará más lejos el dramaturgo, haciendo que Falstaff tenga que transvestirse con ropajes femeninos para poder escapar de los enredos urdidos por él mismo.
La obra es un prodigio lingüístico que, mucho nos te­memos, pierde parte de su chispeante fuerza en traduc­ción: pocas obras, se me ocurre, presentan tantas dificul­tades como ésta para ser vertidas a otra lengua. Las alegres comadres es un crisol vivaz de registros y acentos: desde la grandilocuencia retórica del propio Falstaff, pasando por los peculiares giros del galés Evans, los florilegios hiper­bólicos y ornamentados del Posadero de la Liga, y culmi­nando en los galicismos atropellados del Doctor Caius, al que el lector se debe imaginar hablando con exagerado y marcado acento francés, la obra aglutina todos los matices del lenguaje popular del inglés isabelino, dando lugar a una acendrada riqueza verbal.
Los tipos humanos que pueblan las callejuelas de Windsor son igualmente interesantes. A la trama amoro­sa falstaffiana, de ecos paródicos, se le superpone aquí el no menos rocambolesco cortejo de la bella Ana Page por parte de Slender, Caius y Fenton, que será quien en últi­ma instancia, y gracias a su astucia, conseguirá llevarse el gato al agua. George Page, padre de la joven, representará al despreocupado y sensato ciudadano cuyo único error es querer casar a su hija con alguien a quien no ama. Al igual que su esposa, y por idéntica causa, se verá finalmente bur­lado, aunque tal engaño no tenga ningún tipo de con­secuencia desagradable en la feliz consumación de la trama.
El personaje de Ford es mucho más complejo: en él alien­ta la feroz víbora de los celos, como la que arrebatara a Otelo. Sin embargo, nos hallamos en los límites de la comedia; si bien los sentimientos de Ford son genuinos y sufre por ellos, aquí el papel del insidioso Yago lo representa Fals­laff, con lo cual no habrá pañuelo, ni estrangulamiento, ni una víctima como la triste Desdémona. En realidad, el maquiavelo de la obra es Ford en su disfraz de Brook, un recurso  que no hará sino consumido más en su padecimiento y convertirlo en el hazmerreír de sus vecinos y amigos. Ése es, en definitiva, su castigo: haber sido ridiculizado lo sin necesidad, y por la desconfianza injustificada en su honesta esposa.
Uno  de los personajes más atractivos de la obra es la Señora Aprisa, la celestinesca criada de Caius, capaz de urdir cualquier trama por unas monedas. Su capacidad de alcahueta  no conoce más barreras que las impuestas por las bolsas  de los que se valen de sus servicios. Sus enredos sirven como desencadenantes de la acción, y la picardía de su lenguaje constituye uno de los atractivos del argumento. A este respecto cabe destacar la escena de la lección de latín (acto IV, i), con la ineptitud del supuesto maestro, Evans -que aún sabe menos que su discípulo, el pequeño Guillermo-, y los comentarios procaces y plenos de connotaciones sexuales de Aprisa. Shakespeare demuestra una gran agudeza de inge­nio en éste y otros diálogos de la obra.
Pero en realidad los personajes sobre los que gira la acción dramática son la Señora Ford y la Señora Page, las cuales, en su afán por vengarse de Falstaff, quien se ha declarado por carta a ambas, generarán todos los enredos posibles. Son las dos comadres las que ponen el énfasis en la moraleja de la obra. Como acertadamente señala la Señora Ford: «Daremos una prueba en lo que vamos a hacer de que las esposas pueden ser alegres sin dejar de ser honradas. Las que a menudo chanceamos y nos reímos no pasamos todas de las palabras bulliciosas a las obras calla­das» (acto IV, II) .
En efecto, las dos mujeres con­siguen su propósito de dar una lección a Falstaff, y hacer­la extensible, en el caso de la Señora Ford, a su celoso y desconfiado marido.
Por otra parte, el acto V presenta cierta analogía con el entorno mágico sobre el que se sustenta El sueño de una noche de verano. Como en su obra anterior, Shakespeare sabe sacar partido de ancestrales rituales folkóricos. Aun­que aquí los trasgos y duendes que atormentan a Falstaff son fingidos, participan del aliento encantador del mundo regido por Titania y Oberón.
También en este acto de Las alegres comadres la luna es una presencia absoluta. Al­gunos críticos han querido ver un guiño a la reina Isabel I, si es que además es cierto que asistió al estreno de la pie­za, ya que no son pocos los autores de la época que iden­tifican a la luna, ese emblema de inexorable castidad, con la llamada «Reina Virgen. El satélite forma, pues, parte intrínseca de estas representaciones, no sólo como ele­mento del decorado, sino casi con la significación simbó­lica de un personaje más de la comedia.
La luna dionisíaca preside el bosque, de nuevo el ám­bito referencial de lo mágico. Será al amparo del roble encantado -el árbol druídico por antonomasia- donde Fenton encuentre a su amada Ana Page, tras burlar de forma taimada a los otros pretendientes, con la ayuda del Posadero. La cabeza de asno de Bottom se cambia por la cornamenta de ciervo de Falstaff, imagen sobre cuyo valor connotativo no hace falta incidir demasiado, y menos en una obra con el principal énfasis temático de la aparente infidelidad. Los ritos atávicos se complementan magníficamente con los musicales ecos de las canciones populares, las cuales contribuyen -como en El sueño... la atmósfera de magia y hechizo.
Es en este marco donde el asustado Falstaff, desprovis­to de toda su bravuconería, halla su justa retribución. Pero el desarrollo en forma de comedia no permite una culminación  de lúgubres matices; por el contrario, el sentimiento de reconciliación impregna los diálogos finales, donde los Page tienen que aceptar de buen grado el matrimonio de Ana con Fenton, Ford se ve obligado a reconocer la honestidad de su esposa y Falstaff es invitado, junto con todos los demás personajes, a compartir el ambiente festivo en torno al fuego de la chimenea.  La obra termina con ese espíritu de cordialidad  que debería presidir las acciones humanas.
Las alegres comadres es una de las obras del dramaturgo de Stratford que más representa, sin ambages de ningún tipo, aspectos de la vida cotidiana en la Inglaterra isabelina, y que fue compuesta para una oca­sión específica, fuera con presencia regia o no. En esta pieza nos es posible asomamos a algunas de las costum­bres de un lugar y unos tipos humanos que resultarían altamente reconocibles para los espectadores británicos, quienes se identificarían con las tareas de la caza y otras actividades propias de la época, desarrollada por los personajes.

Fuente: Prólogo de Antonio Ballesteros a la edición de
Editorial Biblioteca Edaf

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