Análisis de JAN VAN
EYCK: EL MATRIMONIO ARNOLFINI (alt. 81,8 cm., anch. 59,7 cm), 1434. Londres,
National Gallery. —
JAN VAN EYCK: LA VIRGEN
DEL CANCILLER ROLLIN (pintura sobre tabla. 62 x 66 cm.), 1430-32 (?).
EL MATRIMONIO ARNOLFINI
Este es el cuadro más
famoso de Jan Van Eyck, una obra en la que el pintor, haciendo gala de sus
excelencias como retratista y pintor de costumbres, afronta un tema insólito
en toda la pintura del siglo XV: dos personajes de cuerpo entero en una
pequeña estancia ricamente amueblada y en la que la variedad queda sugerida, no
por la acumulación de las formas, sino por el arte de saber distribuirlas con
claridad, vigor y precisión.
Se trata del mercader luqués Giovanni
Arnolfini y de su esposa Giovanna Cenani, hija también de otro mercader de
Lucca residente en París. Los consortes aparecen representados de pie, en la
estancia nupcial, en el momento de intercambiarse las alianzas, según el uso
canónico anterior al Concilio de Trento.
En la imagen reflejada
en el espejo se registra la presencia de dos testigos, un gentilhombre y el
propio pintor (en la Inscripción se lee: «Johannes de Eyck fuit hic 1434»).
Todo el cuadro aparece lleno de símbolos alusivos al matrimonio y, así, el
candelabro con una sola vela encendida representa la luz del mundo, el perro,
la fidelidad, el espejo sin mancha, la pureza de la esposa; finalmente, los
zuecos de madera evocan el pasaje bíblico: «quita las sandalias de tus pies
porque el sitio en que están es suelo sagrado».
La propia simetría de
la composición parece acentuar aún más la solemne austeridad del momento y las
figuras de los esposos se nos brindan inmóviles, como en absorta meditación
bañados por la luz y surgiendo de un espacio crepuscular que acentúa la cálida
tonalidad de los colores, la Intimidad del acto, la sensación de una oscuridad
cromáticamente luminosa. Observando este cuadro en su conjunto, sin detenerse
demasiado en los innumerables y cuidadísimos detalles, para tratar, en cambio,
de comprender su espíritu, se podrá ver que, en realidad, todo este amor por la
luz, el sentido de la materia y la búsqueda de la pluralidad de las formas,
revelan un arte nuevo que logra conciliar perfectamente sentimiento y razón.
Esta pintura
constituye, por otra parte, un repertorio de elementos típicos del arte
flamenco: la luz que penetra lateralmente por la ventana, el cariño por los pequeños
objetos de que se compone el mundo hogareño, el clima recogido y doméstico de
la escena de interior. Están, finalmente, los dos personajes que, aunque posan
para el pintor vestidos con sus ropas de gala, aparecen escrupulosa y casi
patéticamente individualizados; ni más feos ni más hermosos de lo que son,
criaturas humanas, en suma, ligadas a su propia envoltura física y a los
límites de sus vidas. Numerosas tablas, seguramente ejecutadas como estudios,
demuestran que Van Eyck era, sobre todo, un admirable retratista.
JAN
VAN EYCK: LA VIRGEN DEL CANCILLER ROLLIN (pintura sobre tabla. 62 x 66 cm.),
1430-32 (?). París, Louvre. — Se ha discutido mucho la fecha de ejecución de
esta obra, encargada a Van Eyck por Nicolás Rollin, nombrado por Felipe el
Bueno, en 1422, canciller de Borgoña.
Ciertas
consideraciones estilísticas impiden aceptar una datación propuesta
recientemente: el 1422, año en que el pintor residió en Lieja, la ciudad que
aparece representada en el fondo del cuadro. Otros en cambio, estiman que la
obra debió ejecutarse en 1436, a raíz del nombramiento como obispo de Autun de
Jean Rollin, hijo del Canciller. No obstante, considerando el retrato del
comitente, representado todavía como un hombre vigoroso y relativamente joven
(había nacido en 1376), parece lo más prudente retrasar en algunos años la
fecha del cuadro para fijarla entre el 1430 y el 1432 (Salvini). Singular es el
contraste que brindan en esta obra las grandiosas figuras de primer término con
la pequeña y detalladísima representación paisajista del fondo.
En
muchos de sus cuadros sobre temas religiosos, Jan Van Eyck dispone retratos
humanos representados con la misma solemnidad y casi equiparados a las figuras
celestiales. Aquí en efecto, el canciller Rollin, arrodillado, mantiene la
cabeza erguida y con rostro grave, consciente de su responsabilidad, contempla
al pequeño Jesús bendiciente, sentado en el regazo de su Madrera punto de ser
coronada por un ángel.
Al fondo de la estancia, una galería de tres arcos románicos
se abre sobre un encantador paisaje, en el que con sorprendente nitidez
gráfica se describen los elementos animados e inanimados, definidos como entes
singulares y misteriosamente vivos: el río que discurre entre las colinas
boscosas, el pequeño puente lleno de gente, las naves, la ciudad con sus
plazas, sus calles y la catedral gótica. El pintor consigue transformar la
multiforme realidad en un espectáculo multicolor, en el que la luminosidad de
los colores hace resaltar Igualmente todos los detalles, estudiados y ejecutados
siempre con minucioso cuidado.
VAN EYCK Y LA NUEVA PINTURA
Desde Vasari se venía
señalando a Jan Van Eyck como el inventor de la pintura al óleo, hasta que más
recientemente se pretendió atribuir este mérito específico a un hermano mayor
suyo llamado Hubert, de cuya existencia dudan hoy algunos queriendo
identificarlo con su otro hermano Lamberto quien, como Jan, estuvo en la corte
del duque Felipe el Bueno, sin que se pueda precisar su cometido; de todos
modos, se excluye que fuera pintor.
Por otra parte, las
propiedades del aceite de linaza como medio para la preparación de los colores,
eran conocidas desde hacía mucho tiempo y durante el siglo XIV el aceite se
usaba frecuentemente en pintura, mezclado con resina, como barniz (esto es, sin
contar con la misteriosa preparación elaborada en Cataluña por Ferrer Bassa en
sus frescos).
De todas formas, se
trataba de un barniz rudimentario, escasamente fluido y secante. La pintura de
Van Eyck, por el contrario, revela un medio técnico mucho más perfeccionado,
sobre cuya naturaleza se han formulado varias hipótesis. Todavía se discute
hoy si Van Eyck procedió a emulsionar el aceite o si más bien lo disolvió en
una esencia, como por ejemplo la trementina, que quizás la química de su tiempo
estuviese ya capacitada para obtener por destilación.
De todos modos interesa
especialmente consignar que sólo con Van Eyck se emplea por primera vez el óleo
en función de los efectos artísticos que le son consustanciales. En principio
se trataba de una capa de barniz oleaginoso extendida sobre un fondo al
temple; después se generalizó el empleo de pastas densas y pastas
transparentes. A partir de este momento, el artista pasa a disponer de una gama
colorística más extensa, profunda y matizada, y sobre todo más duradera.
Otra afirmación de Van
Eyck: el claroscuro. Tal vez convenga recordar la boga de las «grisallas» en
las miniaturas de la época y que el nombre de Van Eyck aparece ligado a una
serie de admirables miniaturas. La investigación de las posibilidades del tono
sobre tono y de los elegantes resultados que esté procedimiento brindaba,
debió sugerir indudablemente la idea de transportarlo a la gran pintura.
Estamos en una época en
que la pintura no se contenta ya con sugerir la profundidad ateniéndose a
recursos más o menos ingeniosos, y se busca la verdad en la perspectiva, que en
algunos pintores se convertirá precisamente en la base teórica y estética, y
prestará el máximo encanto a sus obras. Como hemos visto al tratar del gótico
internacional, ya en el arte de la miniatura el problema de la perspectiva
había alcanzado importantes soluciones, pero otra cosa era introducirla en el
equilibrio de un cuadro de más grandes proporciones, como hace Van Eyck.
Por otra parte, sus
pinturas son «de caballete», es decir, transportables y no incorporadas a la
superficie de un muro. También este factor —que no es una novedad, pero que
será de ahora en adelante común a la mayor parte de las pinturas— es revelador
de la mudanza de los tiempos. El discurrir de la vida, con su movilidad, se impone
a la ilusión de una eterna estabilidad.
Todos los factores, de
naturaleza bastante externa, que hasta ahora hemos enumerado sirven por si
solos para poner de relieve la serie de nuevos elementos que concurren en
torno a la obra de Van Eyck. Pero no hemos aludido al más importante: a la
poesía de su obra. En el políptico del Cordero Místico el lugar que se describe
resume un mundo mucho más vasto, presente más allá de las líneas de las colinas
y bañado por esa luz absorta, estática. La compacidad de los grupos queda
atenuada por el verdor florido de los prados, y el paisaje, con exacta
intuición, se prolonga en los paneles laterales. No existe línea ni tono que no
aparezca impregnado de la peculiar poesía del pintor.
En la Virgen del Canciller Rollin el paisaje
de la ciudad junto al río, sobre el que se abren los arcos, no es sólo un
fondo ejecutado con virtuosismo técnico, sino el testimonio de una emoción y
establece una nueva relación entre personaje y ambiente.
En la Virgen del canónigo Van der Paele, la
pericia en el arte de la perspectiva sirve para definir un espacio cerrado
entre arquitecturas reproducidas fielmente y que brindan un curioso aire
románico. De todos modos, lo que aquí impresiona especialmente es el vigor con
que ha sido ejecutada, hasta en sus más mínimos detalles, la cruda realidad de
este rostro maduro, fiel reflejo del mundo interior del personaje, un rostro
endurecido por los años y marcado por la experiencia de la vida en curioso
contraste con el acto de devoción que se quiere expresar.
Junto a esta poderosa
capacidad expresiva, destaca en Van Eyck esa predilección suya por el detalle
que en otros podría aparecer rebuscado, mero virtuosismo, pero que en él se
revela consustancial al cuadro, como, por ejemplo, el pequeño espejo del fondo
de la estancia en el que se reflejan personajes y ambiente, del famoso retrato de los esposos Arnolfini. La
luz del Norte determina evidentemente la elección de los colores de Van Eyck,
sus profundos y matizados acordes y su identificación con el gris (lo que
explica su interés por los reflejos de los colores en metales y vidrios). En
las arquitecturas de sus paisajes, el rojo-rosado de los ladrillos es el de las
casas de Brujas, pero nunca constituye un mero detalle anecdótico ni posee el
valor de un simple dato colorista, viniendo más bien a reflejar el sentimiento
del pintor por el color de la ciudad en que vive.
Porque, en efecto, la
realidad en todas sus manifestaciones es recogida por Van Eyck y recreada
amorosamente en su pintura. La grandeza del artista y el destacado lugar que ocupa
entre los fundadores de la pintura moderna, se deben a su milagrosa e infalible
maestría técnica, pero, sobre todo, a su portentosa capacidad de sentirse
identificado con todos los aspectos del mundo sensible.
El placer que proporciona
la creación de una forma real, la emoción de hacer surgir bajo el cincel la
imagen casi palpitante de vida, y no la artificial impuesta por el convencionalismo,
este placer, esta emoción, se disciernen bien en la escultura de Claus Sluter y
es indiscutible el importante papel que el holandés ha desempañado en el
nacimiento de la gran pintura flamenca y, consecuentemente, en la de Jan Van
Eyck.
Pero el amor de Sluter
por la realidad es un amor pasional, vehemente, casi romántico (tal vez por
ello su arte tuviese una seguridad y serenidad de las cosas obvias y siempre
disponibles: parece como si el pintor se viese constantemente fortalecido por
el hecho de saber inagotables tanto su amor como el objeto de este amor,
entendiendo como tal todo lo creado.
Se ha hablado certeramente
del panrealismo vaneyckiano; se ha dicho que Van Eyck «logra sentirse perla y
joya, mármol y terciopelo, hoja y hierba». Cierto. Existe en él la ingenuidad
propia de la infancia, una ingenuidad que constituye la carga poética de su
pintura y que le pone en comunicación de un modo íntimo, casi consanguíneo,
con cosas y seres, con los que parece identificarse plenamente, sin
complicaciones, sin deformaciones y sin preferencias, porque todo le es
igualmente querido.
En el panorama de la
nueva pintura pronto surgen, casi contemporáneamente a Van Eyck, otros
admirables artistas, como el misterioso maestro de Flémalle, Roger Van der
Weyden y Petrus Christus. Suele acontecer que cuando un genio creador
profundiza más y se adelanta en el descubrimiento, en la exploración de su
propio universo, otros artistas coetáneos suyos y orientados ya en la misma
dirección, parecen dar un paso atrás o, cuando menos, no parecen haberse
desligado de los vínculos e ideales precedentes. En efecto, la presencia tan
cercana todavía del gótico se aprecia en los tres aludidos pintores. Pero se
trata de un velo, de una sombra. No olvidemos por otra parte que, en el arte
del Norte de Europa, siempre continuará manifestándose un cierto gusto que
superficialmente podría definirse como gótico. Se trata, en definitiva, de una
cuestión de sensibilidad.
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